La historia de Óxido empieza la mañana en que una mujer llamada Gloria sale a la calle en busca de su hijo y camina, sin poder encontrarlo, por una enorme ciudad llena de obras en la que, de pronto, descubre que al niño no lo ha visto nadie pero a ella la conoce todo el mundo. A los primeros que la saludan, en un paso de cebra, no les da mucha importancia: sencillamente, esos dos hombres con aspecto de oficinistas o funcionarios, que se interesan por sus últimos problemas de salud, serán amigos de amigos, gente fortuita con la que intercambió algunas palabras ocasionales quién sabe cuándo y a los que, como es lógico, no recuerda. ¿No habrán visto, por casualidad, a su hijo?, les pregunta Gloria, y les da su descripción. Pero no, ellos no saben nada.
Gloria, cada vez más lejos de su calle, aborda a una florista, entra en dos sanatorios y habla con enfermeras y celadores, interroga a un guardia urbano y a un cartero que fuma un pitillo junto a un buzón. Es que su hijo salió un momento a jugar en la acera de enfrente de casa y ahora no lo encuentra; ha probado en todos los comercios del barrio, en el parque y en la parroquia, pero nadie lo ha visto. Pues lo sienten mucho, pero ellos tampoco. Por cierto, dicen sucesivamente los desconocidos, ¿se arregló lo del escape de gas de su cocina?; ¿ha recuperado la cartilla de racionamiento que perdió la semana pasada?; ¿qué tal sigue Remedios, la hermana de Gloria?
La escena se repite hasta el infinito, al cruzarse con extraños que la saludan por su nombre en cada esquina, pero que del chaval no saben nada; o al entrar en una tienda de ultramarinos, un taller mecánico, una mercería, una farmacia, una bodega, un estanco y un bar en los que nadie ha visto a su hijo, pero todos le preguntan qué tal el arreglo de su máquina de coser, si han vuelto a salir las goteras de su salón, cómo siguen sus prácticas de taquigrafía y mecanografía. Continúa caminando, toda la noche, por calles oscuras y cada vez más degradadas, desde el centro hasta el extrarradio, con miedo a caer en las miles de zanjas abiertas en cualquier parte. Llama a su hijo, una y otra vez, «y su nombre —escribe Serma— es un latigazo en las calles vacías». Le pregunta a varios serenos y a un par de juerguistas que salen de un antro: nadie ha visto a ningún niño; nadie sabe nada; pero, a propósito, qué ocurrió con sus solicitudes para ingresar en Cementos Portland-Iberia, en la Compañía Metropolitana y en la Telefónica, ¿tiene alguna noticia?
En el capítulo dos de Óxido ya ha pasado una semana y Gloria sigue preguntando en tabernas y paradas de tranvía, le describe su hijo a los obreros que cavan más y más fosos en la ciudad, a los transeúntes que la saludan allá donde va, a las monitoras de un centro deportivo de la Sección Femenina y a los tenderos de un mercado, pero sin conseguir una sola respuesta. También intenta una y otra vez, «con la esperanza de poder achicar aquella agua siniestra de su corazón», entrar en una iglesia, pero siempre encuentra cerradas sus puertas.
Como a partir de cierto punto ya no está completamente segura de qué calles ha visitado y cuáles no, decide escribirse sus nombres en la piel, primero en la mano izquierda, luego en la otra, después en las piernas, los hombros… Pero a veces tiene la seguridad de que las mismas calles tienen, de pronto, nombres distintos, y tacha uno, escribe otros… Al regresar a casa, unas veces de día y otras al anochecer, se desnuda, se mira en un espejo y ve «la nada, el mapa de la nada».
En el capítulo tercero, ya han transcurrido seis meses, y la historia continúa. Para entonces Gloria, que sigue su interminable travesía «entre zanjas negras, árboles cortados y chimeneas frías», se tiene que parar a veces, porque se da cuenta de que se le ha olvidado algún rasgo de su hijo, que se empieza a difuminar cualquier pequeño detalle, y entonces se detiene esté donde esté, cierra los ojos y bracea en su memoria hasta rescatar ese fragmento naufragado del niño. Para sobrevivir, y también con la intención de profundizar en sus indagaciones en cualquier ámbito y a cualquier hora, suele emplearse en trabajos transitorios, por ejemplo en la cocina de un restaurante donde se alimenta, según escribe Serma, con «sobras y puré de San Antonio», en la recepción de un hotel para cubrir el turno de noche, en una academia de baile, en el guardarropa de un club de alterne, en una sastrería y como taquillera de un cine.
En el capítulo cuatro han pasado tres años y ahora la obsesión de Gloria, que cada mañana acude a una comisaría a que le informen de que todo sigue igual, ya no es sólo tener presentes las facciones de su hijo, sino también imaginar su evolución: en qué ha podido cambiar, cómo se tienen que haber formado la boca, el mentón o la nariz. Por encima de todo, se repite de forma obsesiva, tiene que recordar sus ojos, porque eso no cambia nunca. Cuando lo encuentre, le mirará a los ojos y, sea quien sea, sabrá que es él. Cada tarde va a un colegio, espera a que salgan los niños, vigila atentamente a los que aparentan la edad del suyo y, en los casos en que tiene alguna sospecha, procura acercarse a ellos, entablar conversación con sus madres y, con cualquier disculpa al uso, agacharse y mirarlos a los ojos. La mayor parte se atemorizan cuando sienten la mirada ardiente de Gloria sobre ellos, «una mirada que es un corte limpio, profundo», según la describe Dolores Serma. Dos veces la denuncian y es arrestada, pero la policía la deja libre tras prestar declaración. Cuando la prenden y llevan a jefatura por tercera vez, sin embargo, le toman las huellas digitales, le dan una citación en la que le ordenan que se presente en un hospital del ejército, antes de dos semanas, para hacerse un examen psiquiátrico, y cuando le pide explicaciones al inspector que la ha atendido, éste consulta unos papeles, la contempla unos segundos con palpable enojo y le dice: «Señora, hasta hoy usted no había molestado a nadie y hemos sido muy pacientes, aunque teníamos ciertos informes. Pero si vuelve a causar problemas, nos veremos obligados a aplicarle la Ley de Vagos y Maleantes. Espero no volver a verla por aquí. Y, por el amor de Dios, sobre todo métase esto en la cabeza: usted no tiene ningún hijo, y nunca lo tuvo. ¿Estamos?». Desde la llegada del verano, Gloria no ha vuelto a su casa y duerme cada noche en una de las zanjas que se siguen abriendo en la ciudad, «a medio camino entre los enterrados y los desenterrados».
Contra todo pronóstico, el libro de Dolores Serma me dejó impresionado. Era una historia que parecía tener el sello de Kafka, además de alguna conexión con la literatura gótica; y que, para estar escrita en 1944, resultaba muy moderna: sin duda, ése podría ser indistintamente el comienzo de un relato de Samuel Beckett o de Julio Cortázar. Su estilo era de una sequedad hipnótica, en eso coincidía con Carmen Laforet, y el escenario que creaba, aquella ciudad obsesiva y abierta en mil zanjas, en la que el personaje de Gloria, como escribe la propia Serma, «al sentirse vigilada se sentía transparente y se había vuelto frágil, como de vidrio», era muy eficaz, te producía una inquietud adictiva, algo mareante.
Era indiscutible que Dolores Serma tenía buena prosa y, desde luego, nada en común con las retumbantes hipérboles de algunos narradores orgánicos del franquismo. La verdad es que me costaba unir esa escritura al arquetipo de una militante del Auxilio Social, con su camisa azul de la Falange, su delantal blanco con el yugo y las flechas bordados sobre el pecho y, en la boca, un lema sagrado: por la Patria, el Pan y la Justicia. De cualquier forma, eso daría lo mismo si Óxido sabía cumplir sus promesas y resolver los misterios que planteaba en sus capítulos iniciales, porque en ese caso quizás estuviese ante el sueño de cualquier filólogo con ambiciones: una obra injustamente relegada. ¿Qué les parece? ¿Y si descubría un genio oculto?
—¡Señor, le estoy preguntando si quiere cenar pasta o ternera! Si es tan amable…
La que me había gritado, para sacarme de mi ensimismamiento, era una azafata del avión que me llevaba de Madrid a Atlanta, una cincuentona teñida de rubio, con una cara angulosa, como llena de esquinas, ojos coléricos y una sonrisa tan acogedora como las paredes de un tanatorio. Les resumo la impresión que me produjo diciendo que si en aquel instante hubiera sacado una lengua de medio metro para comerse una mosca posada en un portaequipajes, no me hubiese sorprendido mucho. Ya me entienden.
—No, gracias, no quiero comer. Sólo deme una botella de vino.
—¿No quiere ni carne ni tortellini?
Miré el estofado de mi vecino de asiento: creí que se lo iba a guardar con la intención de usarlo como cebo para pescar truchas, o algo por el estilo. Pero, para mi sorpresa, empezó a comérselo.
—No. Nada más que el vino, por favor.
—Son cuatro euros. Las bebidas alcohólicas se cobran aparte, señor.
Le di el dinero y me puse a beber. Me encanta hacerlo en los aviones: la presión, el movimiento, la inestabilidad, las nubes… Me gusta la manera en que se junta todo eso; y también el letargo de después de las copas, con el zumbido de los motores al fondo. «Ese tumulto análogo al silencio», así define Paul Valéry el rumor del mar. Qué hijo de perra. Cuánto odio a la gente que escribe ese tipo de cosas en mi lugar, anticipándoseme, robándomelas. Me pregunto cómo habría definido Valéry el zumbido de los motores de un Boeing 747. ¿A qué suenan, en medio de la oscuridad y a dos mil pies de altitud, cuando el que los oye no puede dejar de pensar en cuatro mujeres, de las cuales dos son su ex esposa y la esposa de otro?
Atlanta, maldita sea. La sede de Lo que el viento se llevó y la Coca-Cola. Ya les dije que había estado una vez allí, dos años antes, para participar en otro congreso de hispanistas, y sabía de sobra que no puede haber ninguna definición de esa ciudad tan exacta como la que hace James Cagney en la película de Billy Wilder Uno, dos, tres: «Atlanta es Siberia con discriminación racial». ¿Por qué volvía, entonces? Bueno, pues porque Atlanta no era Madrid y, como suele decirse: fuera de casa, como en ninguna parte. ¿Se lo tengo que explicar? Supongo que no. Además, en este segundo viaje iba a conocer esos otros dos sitios, Dahlonega y Athens, que quizá no estuvieran tan mal. El profesor que me había invitado, que se llama Gordon McNeer y a quien les voy a presentar en breve, me había dicho que eran lugares hermosos y que mi hotel estaba junto a un río, en plena naturaleza, rodeado de bosques. No me entusiasmó demasiado esa perspectiva, porque yo soy como Marcel Duchamp, que cuando un amigo le invitó a pasar un fin de semana en el campo, le contestó: «¿El campo? ¿Quieres decir ese lugar donde los animales están crudos?». Pero, en fin, nunca se sabe. Y, además, si no vas a ver las cosas, nunca las podrás detestar con tu propio odio. No me digan que ése no es un buen motivo.
Continué la lectura de Óxido, que era asfixiante y contagiosa, con su reiteración contumaz de la angustia de Gloria, que seguía caminando entre zanjas y montones de tierra, e intentaba reconstruir el rostro de su hijo como un escultor que limpiara la herrumbre de una de sus estatuas; y con su detallado recorrido por aquella ciudad irrespirable que parecía en tantas cosas un duplicado del Madrid de posguerra y que llevaba al lector desde las mañanas pacíficas de los colegios exclusivos de los barrios de Salamanca y Chamartín a las noches densas de los bares golfos del centro, los que se llamaban o iban a llamarse Villa Rosa, J’Hay, Pidoux y Fuyma; de los alrededores de la cárcel de Ventas o los focos de prostitución del Retiro y el Jardín Botánico, a sitios de mala ralea como el club Tarzán, del que en el futuro serían habituales Juan Benet y Luis Martín-Santos, a los que Serma describe, en esta ocasión de forma inequívoca, cuando pinta ese lugar como «un cubículo donde Gloria podía servir la primera ronda a un boxeador profesional, la segunda a un grupo de estraperlistas y la tercera a un psiquiatra y un ingeniero que hablaban de Baroja y de William Faulkner a gritos». Más claro, agua.
Empecé a hacerme preguntas: ¿qué simbolizaba, en realidad, ese relato fantástico? ¿Qué poderes perversos eran los que horadaban la ciudad y para qué? ¿Cuál era su relación con Benet y Martín-Santos? ¿Qué mensaje querría transmitir la parábola del niño desaparecido? ¿No resultaba evidente que la novela de Serma hablaba de uno de los más viscosos expolios del franquismo, el rapto o hurto de los hijos de las represaliadas para entregárselos a familias afectas al Régimen, un tema del que se sabía realmente muy poco pero sobre el que se tenían oscuras sospechas? Porque o yo veía visiones, o en la ciudad siniestra de Óxido no era muy difícil intuir una representación de la España onerosa de la posguerra; la historia de la mujer acosada y evidente a todos se podía interpretar como la de cualquier familiar de un republicano preso, los que llevaban como una cruz el estigma de la desafección al Régimen y sufrían purgas y humillaciones continuas: no olviden que el país estaba infestado de campos de concentración —las famosas Colonias Penitenciarias Militarizadas, donde los reclusos eran tratados como esclavos—, ni que el número de presos políticos en las cárceles rondaba los 500.000. Y en cuanto a las zanjas interminables, estremecía ver en ellas un reflejo de las fosas comunes de Franco, en cuyo nombre se paseó a 190.000 personas, y que proseguía, tras estallar la paz, su inmisericorde represión de los vencidos: entre 1939 y 1947 se ejecutó, oficialmente, a una media de diez personas al día. Y por supuesto, las calles de Madrid y del resto de las ciudades reales eran oscuras, como las de Óxido, porque había continuos cortes de luz; y si Gloria camina entre «árboles cortados» y «chimeneas frías» es porque se prohibió el gasoil para calefacciones, a causa de la escasez, y porque la gente talaba los árboles del Retiro para calentarse con su leña. Y como al hambre no hay pan negro, que diría mi madre, es verdad que se comía una harina de almortas que llamaban puré de San Antonio, y cosas peores. Y, para terminar, ¿no es lógico ver en el episodio de las calles que cambian un reflejo de la manera en que, como suele ocurrir, los vencedores sustituyeron los nombres de la ciudad de los vencidos, de modo que el Paseo de la Castellana pasó a ser la Avenida del Generalísimo, el Paseo de Recoletos se convirtió en Paseo de Calvo Sotelo, la Gran Vía en Avenida de José Antonio, la Plaza de Cibeles en Plaza de los Héroes del 10 de agosto o la Cuesta de San Vicente en Paseo Onésimo Redondo? Digan una sola vez sí y habrán respondido de golpe todas esas preguntas.
Al asunto de los niños secuestrados le había dado un vistazo el día antes, por pura curiosidad, a raíz del comentario de Natalia Escartín sobre el libro del coronel Antonio Vallejo Nájera que, al parecer, tenía Dolores Serma. Y créanme si les digo que la biografía de aquel delirante psiquiatra militar, al que luego he dedicado muchas horas de estudio, me dejó anonadado. Nacido en Palencia, Vallejo Nájera se licenció en Medicina por la Universidad de Valladolid, en 1909, y tras participar en las campañas de Marruecos y pasar un tiempo en Alemania, volvió a España en 1930, donde fue nombrado responsable del manicomio de Ciempozuelos y profesor de la Academia de Sanidad Militar. Al llegar la guerra civil, convenció a Franco de que creara el Gabinete de Investigaciones Psicológicas del Ejército, donde pensaba demostrar su teoría de que el marxismo era una tara mental, expresada en obras como la que habían leído Dolores Serma y su nuera, La locura y la guerra. Psicopatología de la guerra española, de 1939; en el volumen Eugenesia de la hispanidad y regeneración de la raza, aparecido un año más tarde y donde agradecía a Nietzsche «la resurrección de las ideas espartanas acerca del exterminio de los inferiores orgánicos y psíquicos, parásitos de la sociedad», o en textos como «Psiquismo del fanatismo marxista», donde hablaba de la «inferioridad mental de los partidarios de la igualdad social y política, o desafectos», criticaba «la perversidad de los regímenes democráticos, favorecedores del resentimiento que promociona a los fracasados sociales con políticas públicas, a diferencia de lo que sucede con los regímenes aristocráticos, donde sólo triunfan los mejores» y llegaba a la conclusión de que hay «revolucionarios natos» cuyas «tendencias instintivas» les llevan a pretender «trastocar el orden social». De entrada, en cuanto Franco le dio su beneplácito, se propuso probar sus hipótesis con dos grupos, uno compuesto por prisioneros de las Brigadas Internacionales y el otro por cincuenta mujeres detenidas en la cárcel de Málaga. No quiero ni imaginarme en qué consistirían sus experimentos y su trabajo de laboratorio.
Lo que sí sabemos son las conclusiones que obtuvo de sus análisis: tras estudiar a los voluntarios extranjeros, dedujo que «los marxistas aspiran al comunismo y a la igualdad de clases a causa de su inferioridad, de la que seguramente tienen conciencia, y por ello se consideran incapaces de prosperar mediante el trabajo y el esfuerzo personal. Si se quiere la igualdad de clases no es por el afán de superarse, sino de que desciendan a su nivel aquellos que poseen un puesto social destacado, sea adquirido o heredado». De su examen de las reclusas malagueñas, treinta y tres de las cuales estaban condenadas a muerte y diez a cadena perpetua, aprendió que se trataba de «libertarias congénitas que, impulsadas por sus tendencias biopsíquicas constitucionales, desplegaron intensa actividad sumadas a la horda roja masculina», y dedujo de su investigación lo que explica en su panfleto Investigaciones psicológicas en marxistas femeninos delincuentes: «Recuérdese, para comprender la activísima participación del sexo femenino en la revolución marxista, su característica debilidad del equilibrio mental, la menor resistencia a las influencias ambientales, la inseguridad del control sobre la personalidad. Cuando desaparecen los frenos que contienen socialmente a la mujer, se despierta en el sexo femenino un instinto de crueldad que rebasa todas las posibilidades imaginadas, precisamente por faltarle todas las inhibiciones inteligentes y lógicas, una característica de la crueldad femenina que no queda satisfecha con la ejecución del crimen, sino que aumenta durante su comisión. Además, en las revueltas políticas tienen la ocasión de satisfacer sus apetencias sexuales latentes».
Vallejo Nájera tuvo su premio al acabar la guerra civil: disfrutó de prebendas, acumuló honores, en 1947 obtuvo una plaza de profesor de psiquiatría en la Universidad de Madrid y cuatro años más tarde ingresó en la Real Academia de Medicina. Y todo, como ya han visto, por ser un simple chalado. Eso sí, en 1950, cuando publicó la única obra suya de la que yo tenía noticia, Literatura y psiquiatría, ya se había serenado: es un libro mediocre y caótico, en el que repasa algunos personajes con problemas mentales de Cervantes, Dostoievski, Zola, Edgar Allan Poe, Maxence van der Meersch —el autor de Cuerpos y almas—, Pedro Antonio de Alarcón, Armando Palacio Valdés y, entre sus contemporáneos, el Cela de La familia de Pascual Duarte, y Carmen de Icaza, que trató el asunto en La fuente enterrada; pero no parece la obra de un perturbado ni la de un asesino. Será que la sangre derramada vuelve locos a los fanáticos, como a los tiburones. En su momento, Literatura y psiquiatría me sirvió para descubrir esa novela de Carmen de Icaza, una autora a la que nunca había leído y que, como verán, terminaría por ser un personaje de importancia en esta historia que les estoy contando.
Pero regresemos a los niños perdidos.
Una vez probado por Vallejo Nájera que ser marxista era una enfermedad cerebral, se hacía necesario, según expresión muy del gusto del Régimen, «separar el grano de la paja», quitándoles sus hijos a los «débiles mentales», porque «si militan en el marxismo, de preferencia, psicópatas antisociales, la segregación total de esos sujetos desde la infancia podría liberar a la sociedad de plaga tan terrible».
Dicho y hecho, las autoridades franquistas aplicaron con todo el rigor del mundo sus tesis, llegando a crear en Madrid una penitenciaría para madres lactantes y disponiendo a su antojo de los hijos de las presas, que sobrevivían en condiciones terribles, hacinadas en cárceles inmundas, sin atención médica y sin derechos de ningún tipo. Sus hijos podían estar con ellas, pero como máximo hasta los tres años. Cuando ejecutaban a sus madres o ellos excedían esa edad, eran enviados a un seminario para que se los reeducase, o dados en adopción por la Iglesia y el Estado, que se habían atribuido su tutela legal, a familias católicas afines a la causa. Al no estar registrados como parte de la población penal, nadie sabe cuántos eran, ni qué sucedió con muchos de ellos. En cuanto a los que eran enviados a los hospicios del Auxilio Social, sus padres perdían la potestad sobre ellos en el instante en que ingresaban en la institución fundada por Mercedes Sanz Bachiller. El Estado los prohijaba y, cuando le convenía, les cambiaba los apellidos y los daba en adopción. Es incalculable el número de ellos que desapareció por ese sistema.
¿Óxido hablaba de todo eso entre líneas o sólo en mi imaginación? Y, si yo estaba en lo cierto, ¿qué demonios tenía que ver ese libro con una afiliada a la FET y de las JONS y, por lo visto, estrecha colaboradora de Mercedes Sanz Bachiller? Qué asunto tan extraño.
Imagínense a la fundadora del Auxilio Social en 1934, entrando en la Casa Social Católica de Valladolid junto a su Onésimo Redondo, que ese año, antes de que el nuevo Gobierno de izquierdas pudiera equivocarse en nada puesto que acababa de ganar las elecciones, escribía esto: «¡Preparad las armas, aficionaos al chasquido de la pistola, acariciad el puñal, haceos inseparables de la estaca vindicativa! La juventud debe ejercitarse en la lucha física, debe amar por sistema la violencia, debe armarse con lo que pueda y debe decidirse ya a acabar por cualquier medio con las pocas decenas de embaucadores marxistas que no nos dejan vivir». Ese mismo año, sus Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista se unieron a la Falange Española de José Antonio Primo de Rivera, que por entonces citaba para bien y para mal a Ortega y Gasset, se hacía fotos con los hermanos Machado después de alabarlos hasta la náusea en una conferencia y, detrás de esa máscara, era tan salvaje como su nuevo socio. Los discursos que dieron ambos en el mitin con que se presentaba en sociedad su flamante alianza en marzo del 34 y en el Teatro Calderón de Valladolid, fueron tan belicistas que al acabar sus intervenciones los asistentes salieron a la calle en masa, fueron en busca de los obreros que se habían declarado en huelga para protestar por aquel acto anticonstitucional y, como diría mi madre, aquello fue Troya. ¿Podía alguien escribir con una mano un libro como Óxido y con la otra ser, durante veinte años, una fiel ayudante de Mercedes Sanz Bachiller, la esposa de Redondo, a quien admiraba sin matices y cuyas ideas, según su propio testimonio, compartía al cien por cien? Muchos intelectuales cambiaron de bando con la guerra civil, cayeron a la reacción desde un pasado anarquista, como Pío Baroja; desde la socialdemocracia, como Azorín, o desde los alrededores del comunismo, como Leopoldo Panero. El camino contrario lo hicieron tres cuartas partes de Ridruejo en el 46 y, muchos años más tarde, al morir Franco, todos los demás. Pero allí y entonces, en la década de los cuarenta, se antojaba de todo punto imposible ser, al mismo tiempo, las dos personas que parecía Dolores Serma. ¿Cómo lo hacía? ¿Por las mañanas enseñaba en las Escuelas de Hogar a hacer quitamanchas con bicarbonato y limón y por las tardes era una opositora al Régimen? ¿Y cuándo estudiaba Derecho? ¿Cuándo iba a la Universidad? Empezaba a divertirme.
Me levanté a estirar las piernas y a reflexionar, con una copa en la mano, sobre Óxido, su autora y el plan que debía seguir, a la luz de las nuevas circunstancias, en mis charlas de Dahlonega, Athens y, sobre todo, Atlanta. Me pediría un vodka, porque el vino de a bordo era un desastre.
Salí con todo el cuidado que pude, porque mi compañero de asiento dormía como un tronco, con la boca abierta, sin zapatos y con dos botones del pantalón desabrochados. A veces odio a la gente, la verdad.
Anduve hacia la cola del avión y allí estaba mi azafata favorita, observándome con tanto aprecio como si yo fuera de color verde-aguacate, tuviera escamas y me saliesen dos lagartijas a medio masticar de la boca. ¿Por qué había decidido aborrecerme desde que me vio? ¿Tan mal le sentó que le hiciera perder diez segundos, cuando estaba distraído y no la oí ofrecerme su bazofia? ¿O era porque no dejaba de leer, porque al pasar siempre me encontraba subrayando, tomando apuntes y haciendo una consulta? A algunas personas, quién sabe por qué, les indigna verte con un libro en la mano, se lo toman como un insulto: pero qué se habrá creído éste, que viene aquí dándoselas de intelectual; a la vía a poner traviesas, os mandaba yo a todos.
—¿Qué quiere? —dijo—. El baño está ahí, si es lo que busca. Pero también hay otros dos en la parte delantera, donde usted está sentado. No necesita venir hasta aquí, señor.
—Sí, lo sé. Pero no busco un lavabo, gracias. Lo que querría, si es posible, es beber algo.
—¿Agua?
—No. Mire, pensaba en algo un poco más fuerte.
—Son cuatro euros.
—Bueno, pero es que aún no le he dicho lo que quería…
—El agua es gratis. Todo lo demás vale cuatro euros, señor —la muy zorra decía señor igual que si te pegase con una pala en la cabeza.
—Ah, bien —dije, intentando contener, a duras penas, mis ganas de matarla—; pues sírvame un vodka con zumo de naranja, por favor.
Se quedó mirándome, sin mover un músculo, para que yo supiera que iba a seguir así hasta que viese mi dinero. Pero cuando estaba sacando la cartera, maldita sea mi suerte, el avión empezó a dar tumbos, se oyó un pitido y se encendió la luz roja de abróchense los cinturones.
—Oh, cuánto lo siento, señor —dijo, con un gesto de triunfo y dejándome ver su sonrisa desafinada—, ahora no le voy a poder atender. El piloto ha encendido la luz de alerta. Regrese a su asiento, por favor.
—Sí, sí, ya voy, pero ¿no me podría llevar la copa?
—Regrese a su asiento.
Volví a mi sitio, tambaleándome de ira. El ceporro de al lado seguía durmiendo. Al pasar, le rocé una pierna y masculló algo, abrió los ojos, me miró sin entender nada y después continuó roncando igual que antes y haciendo puf, puf, puf, puf, lo mismo que si fuera un neumático con un agujero. Me dieron ganas de despertarle de un codazo en los dientes.
Encendí el ordenador para organizar mis notas sobre Mercedes Sanz Bachiller, porque si iba a citarla le tendría que explicar a mis oyentes quién era esa mujer.
Como Dolores Serma, la futura creadora del Auxilio Social nació en Valladolid, en 1911, en el seno de una familia adinerada y católica hasta la médula que poseía grandes latifundios y, al igual que casi todos los hacendados de la época, se sintió agredida por la Ley de Arrendamientos y la Ley de Términos Municipales que promulgó la República para proteger a los agricultores. Los terratenientes le declararon al Gobierno la llamada guerra del trigo, haciendo subir los precios y escasear el producto para desesperar a la población y empujarla a una serie de huelgas, manifestaciones, enfrentamientos con la policía y, finalmente, a un motín.
Ya casada con Onésimo Redondo, Mercedes aprobó cada una de sus algaradas, y no se conocen objeciones suyas a la represión espantosa que, gracias al clima creado por su esposo, se desató en Valladolid en cuanto se inició el Alzamiento: de entrada, se pasó por las armas al gobernador civil, al alcalde socialista y al único diputado de ese partido que había en la ciudad; después, se ajustició a más de 15.000 ferroviarios en las cocheras del tranvía. A otros, especialmente los que iban a buscar los falangistas a las dos cárceles de Valladolid o al matadero municipal, los llevaban de madrugada a las afueras, al Campo de San Isidro, donde las interminables matanzas se convirtieron en un espectáculo que presenciaban cientos de personas, a veces familias enteras, y que hizo que se instalasen algunos puestos de café y churros en el lugar, para que los asistentes a la macabra función pudieran desayunar mientras contemplaban la carnicería. Sin embargo, el día en que la llamaron para decirle que su marido había muerto en el frente, aparte de desmayarse y perder al hijo que esperaba, debió de descubrir el dolor, porque de inmediato, y aparte de ejercer su cargo de jefa de la Sección Femenina de Valladolid, decidió que su puesto estaba junto a las víctimas del cataclismo y, especialmente, junto a los huérfanos —tal vez en eso influyera que ella misma lo era desde los catorce años—, de forma que, a base de donaciones, colectas y campañas petitorias por las calles de la ciudad, fundó el Auxilio de Invierno y abrió su primera Cocina de Hermandad en la calle Angustias. Año y medio más tarde, su organización había pasado a depender del Estado, se llamaba Delegación Nacional de Auxilio Social y tenía 7.000 comedores de beneficencia en toda España, donde los niños a cuyos padres habían matado los insurgentes tomaban un plato de sopa caritativa bajo las fotos de Franco y José Antonio Primo de Rivera, siempre después de un padrenuestro y un Cara al sol. Bendita misericordia para alimentar a lo que el propio dictador había calificado como «masas hambrientas de pan y fe».
Me detuve, asqueado y con la urgente necesidad de tomarme una copa, dispuesto a conseguirla aunque tuviese que arrancársela a la azafata-monstruo con unos alicates. La verdad es que el avión se había movido como un tractor mientras ordenaba mis notas sobre Mercedes Sanz Bachiller, zarandeado por eso que los pilotos llaman «fuertes turbulencias», pero en ese momento acababa de estabilizarse y se habían apagado las luces de alarma, de modo que volví a levantarme y eché a andar hacia mi vodka hecho un Cid Campeador.
El panorama era deprimente, con una oscuridad mortecina envolviéndolo todo y el noventa por ciento del pasaje dormido en posturas soeces e inverosímiles, como si fueran las ilustraciones de un Kamasutra para tetrapléjicos, o algo así. Y confío en que nadie se ofenda; aunque no sé, porque este mundo de locos se ha entregado de tal forma a la corrección política que con cada chiste que cuentas se te enfada un colectivo, como los llaman ahora: se enfadan los homosexuales, las familias de los deficientes, los paralíticos, las feministas, los vascos, los ciegos, los árabes, las gordas… Qué miseria, si seguimos así, sólo se van a poder contar chistes protagonizados por champiñones.
En cuanto llegué a estribor, a ese bar improvisado que ponen las compañías aéreas, por las noches, en los viajes trasatlánticos, mi amiga azafata me miró hecha un basilisco. Arrugado por el disgusto de verme, su rostro me recordó al del actor Walter Matthau, ese del que se decía que su cara era como una cama sin hacer. Estaba sentada en uno de los asientos plegables que usa la tripulación de los aviones, comiendo con cara de avaricia un plato de no sé qué amarillo. Al masticar, sus dientes hacían el mismo ruido que una partida de bolos. Obviamente, la acababa de interrumpir.
—Buenas noches —dije.
—Hola de nuevo, señor. ¿Puedo ayudarle?
—Sí —dije—, discúlpeme. Quería un vodka con zumo de naranja.
—Quítese de ahí. Póngase al otro lado —dijo la arpía, con voz aséptica.
—¿Qué?
—Ahí interrumpe el paso, señor.
—¿Interrumpir? ¿A quién? Pero ¡si no hay nadie! Todo el mundo duerme y, además…
—Al otro lado, señor, si es tan amable.
—Pero…
—¡Al otro lado!
Me moví cincuenta centímetros. ¡Maldita bruja! ¿Qué es lo que desayunaba: huevos revueltos con Hitler?
—Vale, vale. Está bien. Y ahora, si no tiene inconveniente, ¿me pone, por favor, mi bebida?
—Son cuatro euros.
Se los di. Qué encanto. Si alguna vez necesitaba un trasplante de corazón, le podían poner el de una hiena, y eso la haría mejor persona. Siguiendo mi costumbre la situé, también a ella, en la guerra civil, y no quiero ni contarles en qué se convirtió. ¿Por qué esa mujer era así, tan agresiva, tan infame? ¿Es verdad que hay algo en el carácter de los españoles que nos tiene siempre a un paso de la discusión, el insulto y la pelea, dispuestos a sacar las pistolas y hacer prevalecer la mediocridad frente al genio, a cambiar a Antonio Machado por Eugenio d’Ors, a García Lorca por Ramiro de Maeztu o a Juan Ramón Jiménez por Pemán? De eso nada: ellos son de esa condición, no el país, y ellos son los que han creado ese mito de la raza cainita que les sirve de pretexto y lava sus conciencias. Por lo demás, los asesinos no tienen nacionalidad, sus únicas patrias son la injusticia, el robo y el crimen. Gente de orden: y un cuerno.
Volví a mi plaza, donde mi vecino seguía haciendo puf, puf, puf con la boca. ¿Qué se había tomado, el muy miserable? ¿Anestesia para hipopótamos? Sin perder un segundo, me acabé el vodka y volví a Dolores Serma y a Óxido.
Ya han pasado cinco años y Gloria continúa su amarga aventura, aunque con una diferencia sustancial: ahora ya no está sola. Parece que en algún momento empezó a escribir en su piel, en lugar de los nombres de las calles, algunas palabras reivindicativas, y que con ellas en las manos, en la frente, en piernas y brazos, recorría la ciudad, se apostaba frente a colegios, iglesias y, alguna vez, las Cortes. Pero las autoridades la vuelven a apresar, la llevan a un cuartel, le rapan el pelo al cero y le hacen beber aceite de ricino, la duchan con una manguera y la desinfectan con azufre. Gloria no puede olvidar el agua helada, dañina, el olor a jabón y a sulfato, las manos sórdidas sobre ella, frotando, hiriendo. «Y después, todo lo demás», dice Dolores Serma, sin entrar en detalles, en un rasgo muy propio de su escritura, que es justo lo opuesto a la prosa florida y llena de grumos de muchos de sus contemporáneos.
Sabemos, por la forma en que lo cuenta Serma, que los episodios de la detención y la ducha han sido hace tiempo, en la época en que Gloria habitaba las zanjas. Ahora su vida se ha regularizado hasta cierto punto, ha comprendido que necesita cuidarse para proseguir sus averiguaciones y, sobre todo, como he anticipado, ya no actúa sola: en una de las escenas para mí más impactantes del libro, la que transcurre a la salida del cuartel donde la han lavado «y todo lo demás» —expresión que asocié de forma inmediata con los célebres discursos que el general Queipo de Llano daba desde Sevilla, a través de la radio, y en los que se jactaba, entre otras monstruosidades, del modo en que sus tropas violaban a las mujeres de los republicanos delante de sus maridos, antes de fusilarlos frente a ellas—, Gloria, que ha sido arrojada sobre la acera por sus captores, levanta los ojos y ve a cuatro mujeres vestidas de negro, que la miran desde el otro lado de la calle. «Es que busco a mi hijo», les dice, con el mismo tono neutral, impactante por inadecuado, que usa en toda la narración, cuando ellas se acercan a levantarla. «Salió a jugar enfrente de casa y no lo encuentro». Pero una de las mujeres le hace un gesto de que no continúe: aquí no, calla, no te fatigues, no es necesario; y mientras la incorpora, añade: «Nosotras somos igual que tú».
Se puede suponer que Gloria actúa desde entonces coordinada con sus nuevas amigas, pero lo que hace Serma, sorprendentemente, es desdoblarla, de modo que ahora está al mismo tiempo en varios lugares y sus pesquisas se multiplican: «Gloria entró en una confitería del centro», escribe, «y a la vez en una fábrica de calzado de los suburbios. Mientras tanto, salía de un cuchitril del arrabal en compañía de un conocido juez y de un callejón cercano al Registro Civil, justo en el otro extremo de la ciudad, donde un joven notario le acababa de vender unos papeles. Al alejarse de allí con los documentos, todas ellas se echaron a llorar, jubilosas».
La verdad es que Óxido era una novela magnífica, pero sobre todo inexplicable. ¿O es que esa historia que aquí les resumo a grandes rasgos es la que uno puede esperar de una abanderada de la Sección Femenina, en cuyo ideario «la verdadera misión de las mujeres», además de ser «muy buenas, muy obedientes, muy aplicadas y muy limpias», era «crear hombres valerosos» que construyeran «un Imperio» y no olvidar nunca, según el dictado de Pilar Primo de Rivera, «que la Patria, el Pan y la Justicia, y nuestros gritos de “¡España, Una, Grande y Libre!”, no son palabras sin sentido, sino metas a alcanzar por nuestra Falange para que la Patria se justifique como nación en el concierto del mundo»?. No hacía falta ser un lince para ver que Dolores Serma no comulgaba, ni mucho menos, con esa visión triunfal del país. Más bien, Óxido era otra estampa del mismo páramo que retrató Carmen Laforet en Nada, y volverían a reflejar Cela en La colmena y Luis Martín-Santos en Tiempo de silencio, aunque aquélla, si cabe, más extrema, quizá más perniciosa por llegar desde el propio bando de los propagadores del optimismo y, sobre todo, más temprana: no olvidemos que las novelas de Cela y Martín-Santos son del 51 y el 61, respectivamente, y que Óxido está escrita en 1944, al menos en su primer impulso, porque detalles como la mención encubierta a Benet y Martín-Santos en el club Tarzán demostraban que debió de retocar el manuscrito y añadirle cosas hasta los años cincuenta, como mínimo.
Por lo demás, también es cierto que otros militantes de las filas conservadoras, como Dámaso Alonso o el propio Cela, dieron interpretaciones muy poco positivas de la posguerra en sus libros; pero en Óxido había algo más ácido: la imagen de una sociedad perversa e irredimible, en la que a algunos se les podía culpar de sus actos y a otros de su silencio o de su cobardía. Gente como el gran Baroja, que cuando en la inauguración del Instituto de España, en Salamanca, fue preguntado si juraba o prometía su cargo, sólo tuvo el valor de responder: «Lo que sea costumbre»; y gente como el propio maestro de ceremonias de aquel día, Eugenio d’Ors, que en su Nuevo glosario afirmaba que «hay que salvar a los pueblos contra sí mismos» y que no debía permitirse «ni un día sin propaganda, ni un año sin deliberación, ni un siglo sin dictadura».
La noche antes, en casa, había estado hablando de todos esos temas, una vez más, con mi madre, mientras cenábamos. Más allá de las convicciones de cada uno, ¿cómo podían haber admitido que los sometiesen de aquel modo? ¿Cómo fueron capaces de encontrarle argumentos a la sinrazón? ¿Cómo puede alguien sentarse a descansar, sin remordimientos, a la sombra de los verdugos?
—Mira, hijo —decía, aferrada a su eterna tesis—, es que la República lo hizo muy mal, provocó a los terratenientes, a la Iglesia y a los militares. Y entonces, pues pasó lo que tenía que pasar, que se armó la de San Quintín.
—¿Qué es lo que tenía que pasar? ¿Un millón de muertos?
—No desvaríes. Yo lo que te digo es que quien siembra vientos recoge tempestades.
—Claro, y después de la tempestad vino la calma, ¿no es eso? Llegaron los salvadores y esto fue una balsa de aceite.
—Para empezar, lo del millón de muertos no os lo creéis ni vosotros. Pero fueran los que fueran, eso es horrible, quién que esté en su sano juicio no lo va a reprobar. Y, naturalmente, yo no niego que se cometiesen tropelías, en los dos bandos, que canallas los hay en todas partes. ¿O no? A río revuelto, ganancia de pescadores.
—Sí, pero una cosa es el abuso aislado, que por repulsivo que sea es casi incontrolable, y otra muy distinta es el crimen institucional. Y ahí, no hay comparación: mientras Queipo de Llano alentaba el crimen y la tortura en una radio de la zona nacional, en otra de la zona republicana Indalecio Prieto le pedía a los milicianos «pechos acerados para el combate y piedad para la retaguardia».
—Muy bonito suena, para no ser un camelo.
—… Y mientras, Queipo de Llano anima a los ciudadanos a que cuando se crucen con un seguidor de Azaña «lo callen de un tiro o me lo traigan a mí, que yo se lo pegaré».
—Pero… claro, es que atrocidades se cometieron sin duda en los dos bandos, eso no lo niego.
—Ya, pero es que mientras Prieto escribe en El Socialista que «por muy fidedignas que sean las terribles y trágicas versiones de lo que está ocurriendo en tierras dominadas por nuestros enemigos, no imitéis esa conducta, os lo ruego, os lo suplico», la teoría de Mola era que «hay que sembrar el terror, hay que dejar sensación de dominio eliminando sin escrúpulos a todos los que no piensen como nosotros».
—Mira —dijo mi madre tras beber un poco de té—, en realidad, no me extraña del todo lo de Prieto. A tu abuelo, cuando lo fueron a detener los rojos, le acusaron de leer los discursos de Gil Robles, y él les contestó: «Pues sí, los leo. Y los de Indalecio Prieto, también. Los que no leo ni leeré nunca, porque me asquean, son los de Largo Caballero».
Me volvió a contar la historia de cuando se llevaron a su padre para darle el paseo y lo salvó en el último suspiro, junto a las tapias del cementerio donde lo iban a fusilar, un jefe del Partido Socialista, viejo amigo suyo. ¿Es que acaso mi abuelo le había hecho daño a alguien? ¿Es que merecía que lo mataran? No había manera de sacarla de ahí, como a tantos millones de españoles, ni de hacer que saltase de lo personal a lo general: es difícil ser analítico desde el miedo, razonable desde la pasión.
La República había provocado a la Iglesia, decía mi madre, y vaya si ésta se vengó. De hecho, el inspirador del Sistema de Redención de Penas por el Trabajo fue el jesuita José Antonio Pérez del Pulgar, que abrió el camino a esa extorsión inhumana de los reclusos en su texto de 1939 La solución que da España al problema de sus presos políticos, donde el piadoso sacerdote asegura que «no puede exigirse a la justicia social que haga tabla rasa de cuanto ha ocurrido, y es muy justo que los presos contribuyan con su trabajo a la reparación de los daños a los que contribuyeron con su cooperación a la rebelión marxista». Para demostrar, de forma directa, lo en serio que hablaba aquel cura de la Cruzada, los esclavos reconstruyeron la catedral de Vic; los conventos de las madres adoratrices de Cartagena, Alcalá de Henares y Valladolid; la basílica del Carmen, también en la ciudad natal de Dolores Serma; el seminario de Ervedelos, en Orense, y, entre otros edificios religiosos, el Colegio de los Escolapios de San Antón, en Madrid. Pura piedad cristiana.
Al final de Óxido, esa mujer llamada Gloria, cuyo tesón discute la última línea que escribió Cervantes, nada más recibir la extremaunción, al frente de Los trabajos de Persiles y Segismunda: «… el tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan», baja a su calle, que está cubierta de nieve y en la que es de noche, y llevando en una mano los papeles que le ha dado el joven notario y en la otra una linterna «contra los argumentos de la sombras», sigue unas huellas que empezaron frente a su casa y, tras un largo trayecto, terminan en una ostentosa mansión de las afueras, en la zona residencial, justo donde las zanjas dejan de verse y empiezan los jardines, las pérgolas, los cenadores y las piscinas. Gloria, a quien le ha costado tanto encontrar esa casa que apenas puede creer que esté allí, nota por primera vez que está a punto de derrumbarse; «es como si los músculos se vaciaran», escribe Serma, «y fuese a caer en el temblor, el vértigo». Pero a pesar de todo, sube los peldaños de una escalera blanca, pulsa el timbre de la puerta y se queda ahí, oyendo la voz de un niño que parece jugar con alguien, en el interior de la vivienda. «En ese instante, al sentir los pasos que se acercaban —escribe Dolores Serma—, se llevó una mano nerviosa al pelo, y la otra al estómago, y hundió las uñas en su piel, como si intentara arrancarse la flor negra de la angustia, una flor de raíces ávidas, que crece lentamente en la oscuridad y exhala el espeso perfume de la desesperación».
Así terminaba Óxido. No, sin duda Dolores Serma no era una escritora vulgar.