Capítulo cinco

Mañana no será otro día. Eso es lo que te dices cada noche, al acostarte, cuando tienes un trabajo como el mío. Y en efecto, la mitad del miércoles se fue entre las reuniones con algunos padres de alumnos, la junta para aprobar los presupuestos del instituto y mis clases. No me importó, porque la conferencia sobre Carmen Laforet estaba prácticamente resuelta: tenía hechos el estudio y la valoración de su obra, la había situado en su generación y en su época, y la noche anterior había encontrado una segunda referencia a Dolores Serma en las memorias de Carlos Barral. Los pormenores sobre las circunstancias políticas y sociales del país en los años en que se escribieron sus obras gustarían especialmente al público norteamericano, igual que me había entretenido a mí su búsqueda, y sólo faltaba añadirle al manuscrito tres o cuatro datos más sobre Dolores Serma para exponer el fondo de mi teoría, que era una defensa a ultranza del talento individual frente a las excusas de la Historia. «Autores solventes como Laforet o Delibes, y más tarde Ana María Matute, Luis Martín-Santos o Rafael Sánchez Ferlosio, por limitarse al ámbito de la narrativa, no sólo se sobrepusieron a las prohibiciones terribles que les imponían la censura y el estado general de aquel Régimen opresor que había vuelto mordazas las banderas, sino que usaron la adversidad como cantera de su talento. Mientras muchos afirmaban tener ocultas en un cajón novelas revolucionarias que no era posible publicar entonces pero que, cuando llegase su hora, marcarían una época —cosa que, como se sabe, nunca llegó a ocurrir—, Carmen Laforet se sirvió precisamente de la ruindad y la usura de aquel tiempo para crear una obra maestra como Nada, que no debemos olvidar que saldría en la editorial Destino, cuyo origen era el semanario barcelonés del mismo nombre y de orientación falangista».

Acabé de redondear ese párrafo y me disponía a añadir la nueva cita de las memorias de Barral cuando, cómo no, llamaron a la puerta y apareció el conserje con un café, como todos los días, un hábito que me desagradaba hasta tal punto que una vez le dije, medio en serio y medio en broma, que, teniendo en cuenta la calidad de aquel brebaje, no estaba seguro de qué era él, si un cobista o un envenenador; pero ni con eso fui capaz de quitarle la costumbre. Odio los gestos serviles, que a menudo son una forma encubierta de tiranía: hacer favores es hacer rehenes.

—Muchas gracias, Julián —dije—, es usted muy amable. Pero por qué se molesta, hombre, si ya le tengo dicho que no hace falta que me traiga nada.

—Si no es molestia ninguna, jefe. Para eso estamos.

—Muy amable. Y ahora, si no necesita nada más…

—Pues sí, mire, una cosa: que de parte del fontanero, que si la factura de lo del baño nos la hace con IVA o sin IVA.

—Bueno, que la haga como tiene que hacerla, con IVA. Lo otro es ilegal.

—Eso mismo le acabo yo de decir, jefe. Con impuestos y garantizada, como debe ser. Que si no, luego se rompe una cañería y échale un galgo a éste, que te va a decir que sí, que a reclamar a Sierra Morena. En esta vida, por desgracia, ya no hay formalidad.

—Qué le vamos a hacer.

—Pues que el obrero tenga una ética, señor mío. Y el que no, a la calle. Si es que aquí tenía que ser todo igual que los médicos, que antes de nada tienen que hacer el juramento hidráulico.

—Hipocrático, Julián.

—Exactamente —remató, con un tono algo brusco, mientras se retiraba.

Miré la hora: aún quedaban cinco minutos para las nueve, de modo que me puse a resumir el párrafo de Los años sin excusa que comienza cuando Barral relata la llegada a Mallorca, en el verano de 1959, del ganador del segundo Premio Biblioteca Breve, el entonces desconocido Juan García Hortelano, para incorporarse al Coloquio Internacional sobre Novela del hotel Formentor. Barral cuenta que cuando vio aterrizar en Palma al autor de Nuevas amistades «con un terno a rayas oscuras, cuello de camisa almidonado y corbata de seda de color burdeos», le dijo a quienes lo acompañaban: «¡Qué desastre! ¡Le hemos dado el premio a un guardia civil!». Pero la verdad es que García Hortelano era justo lo contrario, un hombre muy próximo al Partido Comunista que, de hecho, puso al editor catalán en contacto con algunos de los más señalados intelectuales comprometidos que vivían en Madrid y se encontraban «en el restaurante Gambrinus», en una tertulia a la que acudían, «eventualmente, incluso Juan Benet y Luis Martín-Santos»; o en el sótano de la cafetería Pelayo, frecuentada por autores en la órbita del PCE. Todo eso hasta que Barral promovió una serie de reuniones de trabajo que se celebraban «en una suite del hotel Suecia, junto al casino de Bellas Artes», y que «tenían por objeto negociar acuerdos de opción preferente para las próximas novelas. Los encuentros del Suecia se hicieron rápidamente operativos. Se hablaba de los libros en proceso, se establecían turnos de publicación. Además de los antes citados, venían a esas copas de trabajo Juan Eduardo Zúñiga, Juan Bernabéu, Fernando Ávalos, Dolores Serma y, cuando estaba en Madrid, el sevillano Alfonso Grosso. Otros, como el novelista Rafael Sánchez Ferlosio, nunca se dignaron acudir».

Iba a consumar esas líneas con una reflexión sobre lo anodinas que serían, finalmente, las carreras literarias de buena parte de esos escritores, entre ellas la de Dolores Serma, y con una pregunta sobre la ideología de la autora de Óxido, que a tenor de sus amistades debía de ser cercana al comunismo o el socialismo, cuando, a las nueve en punto, el deber llamó a mi puerta. Se podía haber ido al infierno. Se podía haber quedado en casa limpiando el desván. Se podía haber ido a Brasil a repoblar las selvas del Mato Grosso. Pero no.

—Buenos días —dijo mi primer cliente de la mañana, que era una mujer de ojos mortecinos y con cara de empate a cero a la que ya conocía de otras ocasiones. Se llamaba Enriqueta y pertenecía al gremio de las que usan al jefe de estudios como psiquiatra. Su marido era policía nacional y en una de sus últimas visitas me confesó que, a veces, cuando llegaba a casa algo achispado, sacaba la pistola y, delante de los niños, le decía: «Venga, a la cama, que te voy a poner mirando a Murcia». A veces me pregunto cómo es posible que algunas personas anden sólo sobre dos patas y usen taxis para ir a los sitios cuando, seguramente, podrían saltar de farola en farola.

—Muy buenos días, doña Enriqueta —le contesté, mientras bajaba al mínimo el radiador.

A las once, una hora antes de lo habitual y tras haberme reunido con cuatro madres de alumnos díscolos y con el insufrible padre de uno de los revoltosos que molestaban a Iraola, un tipo de más de cien kilos que tenía los labios de color violeta, una mirada gelatinosa y los modales de un legionario herido en un hombro, di por terminadas las visitas y comandé la reunión para discutir y aprobar los presupuestos del instituto. Expuse el estado de cuentas y después, mientras mis queridos profesores hablaban, me dediqué a pensar en mi cita con Natalia Escartín y en mi ensayo, que eran las dos únicas cosas que realmente me interesaban en aquel momento.

La verdad es que, al especializarme desde mis primeros artículos en la biografía y la obra de los narradores españoles de posguerra, le había dedicado la mitad de mis esfuerzos a estudiar esa época macabra, y cada vez me resultaba más indignante. Qué asco, pensar en todos esos médicos, filósofos y escritores de segunda que ocuparon las plazas de los depurados, vivieron de algún modo sus vidas y cuando el dictador se fue al otro mundo, los más indecentes aún intentaron falsear la Historia para exculparse, y formaron el coro del descaro: yo evolucioné pronto, yo obedecía órdenes, yo no he matado a nadie, yo ayudé a muchos de izquierdas, yo nunca firmé nada, yo sólo era anticomunista, yo sólo fui monárquico, yo he sufrido un terrible exilio interior. Los cobardes lo son siempre, tanto en la victoria como en la derrota. Es su condición.

Mientras el director del centro, que como les he dicho es idiota y sin embargo imbécil, daba su enfático discurso de todos los años y yo me lo imaginaba en la guerra civil, cosa que suelo hacer con cierta clase de personas, y lo veía saltar, con equilibrios de sapo, de Renovación Española a la CEDA, de ahí a la Falange y, finalmente, al Opus Dei, lo cual a muchos les sirvió para ocultar primero los crucifijos debajo de las banderas y después las armas tras los altares, me fijé en cómo asentían de forma ostensible, al oír sus simplezas, algunos de los maestros que peor hablaban de él a sus espaldas, y sentí asco. Qué lástima que sea tan fácil retroceder de la independencia a la indecencia.

Al acabar la reunión, le pedí a la tutora de Ricardo Lisvano que lo mandase pasar por mi despacho antes de irse a casa, hice tres o cuatro llamadas burocráticas, di mis dos clases del día y seleccioné unas fichas de mi archivo que tal vez me sirviesen para el trabajo sobre Laforet.

El hijo de Natalia Escartín no me gustó demasiado. Era un joven tan poco despierto que me parece que hubiera necesitado hacer un cursillo de tres semanas para poder entender cualquier cosa que le dijese, de modo que me limité a contarle que había reprendido a Héctor y Alejandro y le ofrecí mi ayuda para cualquier cosa que necesitara. Mientras le hablaba parecía estar a punto de dormirse, de modo que lo despedí de inmediato y, sin querer pararme ya en nada, salí rumbo al Montevideo. En media hora, volvería a mi despacho para trabajar hasta las cinco, y luego iría en taxi al hotel Suecia, para encontrarme con Natalia Escartín.

—Hombre, jefe, qué prisa tiene usted —me gritó Julián, al tiempo que salía de la conserjería y se colocaba en mi camino—. Mañana se va de viaje, ¿no? Así que ya no le vemos, hasta el lunes.

—No, no, Julián, mañana vendré a trabajar, porque el viaje es por la noche. Cuando faltaré será el viernes. Pero, en cualquier caso, tengo que acabar algunas cosas, antes de salir… Ya sabe, uno está de acá para allá.

—¡Qué me va usted a decir a mí! Si me tienen como un zascandil todo el santo día, el uno que si es muy urgente, el otro que si la cosa no puede esperar… Vamos, que quieren que esté en misa y repicando. Ahora, que yo siempre contesto lo mismo: tranquilícese y coja número, que aquí el único que puede estar en todas partes a la vez es Dios, que es omnívoro.

—Mire, Julián, omnívoro sí que lo es usted. Lo que se supone que es Dios es omnipresente.

—Justo. A eso me refería.

—Y por lo demás —intenté acabar, encaminándome a la salida—, ¿qué tal anoche? Esta mañana, con las prisas, no le he preguntado.

—Sin novedad en el frente. Al parecer, me levanté, me comí un bocadillo de carne que me había dejado en la mesa de la cocina la mujer, y me volví a acostar.

—Lo celebro. Y ahora, si me disculpa, voy a tomar cualquier cosa por aquí cerca y vuelvo en un rato, que aún me queda tarea por hacer.

—¿Regresa luego al instituto?

—Hoy sí —dije, al tiempo que agitaba una mano, en señal de despedida. El conserje, quién sabe por qué, se pasó una mano cavilosa por el mentón, entrecerró los ojos y me miró como si se sintiera escamado por algo. De repente, me había convertido en un sospechoso y él no las tenía todas consigo. Hay que ver. No sé dónde leí que existen tres tipos de mentiras: las falsedades, las calumnias y las encuestas. No digo que no, pero tampoco me costaría gran cosa confiar en un sondeo realizado entre los conserjes, ordenanzas, recepcionistas y porteros del mundo en el que, preguntados por qué les hubiera gustado ser en la vida, las tres respuestas más reiteradas fuesen Aristóteles Onassis, inspector de policía y confidente de la Gestapo.

Nada más entrar al Montevideo, le expliqué a Marconi que tenía prisa y unos minutos más tarde, moviendo la cabeza con desaprobación pero, como siempre, sin hacer preguntas, me sirvió un menú lacónico pero exquisito.

—Acá tenés, profesor. Arroz saborizado, verduras hervidas en agua mineral Salus, de la Sierra de Minas, y la botella de Château Cantemerle. ¿Seguro que no querés nada más? Un pescado a la plancha lo hago en un instante.

—Gracias, pero hoy no tengo tiempo.

—¿Ni un postre? Tenemos sambayón, que está bárbaro: es azúcar batido con vino garnacha. ¿Querés probar?

—No puedo, de verdad.

—¿Y un poco de fruta fileteada? Hay mango, kiwi y bananas.

—De acuerdo, pero una ración pequeña.

Se fue a la cocina, un poco más satisfecho, y yo me puse a consultar, mientras comía a rachas y distraídamente, los índices onomásticos de algunos libros que llevaba conmigo, entre ellos el segundo volumen de la autobiografía de José Manuel Caballero Bonald, La costumbre de vivir, donde Dolores Serma era citada. El poeta jerezano, sin fechar con exactitud los acontecimientos, habla de los mismos años, hacia el final de la década de los cincuenta, a los que se refería Barral, porque unas páginas antes de mencionar a Serma recuerda la muerte de Pío Baroja —que ocurrió en octubre de 1956— y cómo asistió al velatorio en su casa de la calle Ruiz de Alarcón, donde coincidió con Ernest Hemingway. El caso es que un día Caballero Bonald recibió una llamada de Dámaso Alonso, que lo invitaba «a un festejo que había preparado en honor de Jorge Guillén», de paso por España. La cena, celebrada en la casa del ilustre filólogo, en la calle de Alberto Alcocer, resultó muy concurrida y parece que, según avanzaba la reunión, las conversaciones fueron subiendo de tono, hasta desembocar en «una bronca de veras inaudita» protagonizada por el anfitrión y la poeta Ángela Figuera Aymerich, que por entonces debía de estar a punto de publicar, en México y con prólogo de León Felipe, su obra más conocida, Belleza cruel. «Por lo visto —escribe Caballero—, se había iniciado una enrevesada discusión sobre el grado de resistencia o colaboracionismo de los intelectuales intramuros de la fortaleza franquista. La voz más potente era sin duda la de Ángela Figuera Aymerich, cuyo bronco diapasón sobrepasaba con mucho al del resto de los acalorados contendientes. En un momento de la trifulca, Ángela Figuera se encaró con Dámaso y le reprochó sin ningún miramiento su manifiesta actitud de sumiso a la dictadura. Dámaso no tardó ni un segundo en encajarle un derechazo en plena mandíbula a la interfecta, de resultas del cual cayó ésta fulminada sobre el providencial sofá que tenía a sus espaldas, si bien Dámaso se arrojó encima de ella con la intención de seguir atizándola. La rauda intervención de algunos de los testigos, entre los que recuerdo a Luis Rosales, a la narradora Dolores Serma, muy amiga de la noqueada, y a la mujer del propio agresor, Eulalia Galvarriato, evitó males mayores».

¿Qué pensaría Dolores Serma de aquel incidente? ¿Dónde había conocido a la poeta social Ángela Figuera, maestra republicana que, tras la victoria de Franco, fue represaliada junto a su esposo y pasó de catedrática de instituto a dependienta de un desabastecido bibliobús que circulaba por el extrarradio de la capital y ofrecía obras de Santo Tomás de Aquino, José Antonio Primo de Rivera o el reivindicado Marcelino Menéndez y Pelayo, el investigador que definía España como «luz de Trento y martillo de herejes» y que se hizo famoso por haber levantado su copa una mañana, en los jardines del Retiro, durante las celebraciones del tercer centenario de Calderón de la Barca y ante un grupo de intelectuales de Inglaterra, Francia y Alemania, para brindar «por la Santa Inquisición»? ¿Quizá se conocieron en Valladolid, donde Figuera, dieciocho años mayor que Serma, estudió los primeros cursos de Filosofía y Letras y donde regresaba a menudo?

Y de Dámaso Alonso, que llegaría a presidente de la Real Academia Española en 1968 y era uno de los pocos autores de la Generación del 27 que se habían quedado voluntariamente en España tras la guerra civil, ¿tendría Dolores la misma opinión que su amiga Ángela? La evolución de Alonso había sido, como mínimo, zigzagueante: en julio de 1936, muy pocos días antes del Alzamiento, estaba con Federico García Lorca en Madrid, asistiendo a una lectura privada de La casa de Bernarda Alba; un año después, el filólogo, que había pasado las primeras semanas de la guerra civil escondido, junto a Ortega y Gasset, en la Residencia de Estudiantes, estaba en Valencia y colaboró en la revista republicana Hora de España con un ensayo titulado «La injusticia social en la literatura española»; dos más tarde, contribuía con otro artículo, «Tres poetas en desamparo», al nacimiento de la publicación pro franquista Valencia católica. En 1944, mientras Carmen Laforet y Dolores Serma escribían Nada y Óxido, editó su mejor libro de poemas, Hijos de la ira, que se interpretó como una amarga reprobación del Régimen. En su libro Poetas españoles contemporáneos, publicado en 1952, al rememorar aquel último encuentro con Lorca, le atribuye unas palabras con las que censuraba «a uno de los muchos escritores», según dice Alonso, «que por entonces estaban ya entregados a actividades políticas» y que resulta bastante verosímil identificar con Rafael Alberti: «¿Has visto, Dámaso, qué lástima? ¡Ya no va a hacer nada! Yo nunca seré político. Yo soy revolucionario, porque no hay un verdadero poeta que no sea revolucionario. ¿No lo crees tú así? Pero político no lo seré nunca, ¡nunca!». Y Dámaso Alonso concluye: «Yo asentí con la cabeza: me daba cuenta del sentido absoluto en que me lo decía. Metía en su idea a Dante, y a Góngora, y a Lope, y a Shakespeare, y a Cervantes…; hablaba del creador, de eso en que el poeta se parece a Dios, cuando con el poder de la palabra forja lo nuevo, lo inexistente, lo inaudito». Ya lo ven: asunto resuelto. No hay sangre derramada que no pueda absorber el serrín de un adjetivo.

En cualquier caso, la aparición de Dolores Serma en las memorias de Caballero Bonald, por escueta que fuese, me alegró la tarde. Cuantas más referencias encontrara, mejor demostraría mi tesis: la autora de Óxido no sólo estaba ahí, en el centro de la vida cultural de la posguerra, sino que lo estuvo mucho más que la propia Carmen Laforet, que llevaba una existencia muy retirada. La verdad era que, por una parte, sentía curiosidad por leer el único libro de Serma, pero por otra, empezaba a temer el momento de empezarlo: no debía de ser gran cosa, cuando a pesar de sus buenas relaciones con gente de fuste como Delibes, Cela, la propia Carmen Laforet o Dámaso Alonso, ni ella volvió a publicar nada, ni su novela tuvo la más mínima repercusión. Serma intentó editar Óxido durante años y ni Barral ni los sucesivos jurados de los premios a los que se debió presentar mordieron el anzuelo; y tampoco pudo colocar alguna narración breve, cosa que hacía entonces casi todo el mundo para ganar algún dinero, en colecciones baratas como La Novela del Sábado, donde Cela sacó Café de artistas; Laforet La niña, Un noviazgo, Los emplazados o El viaje divertido, y en las que también encontraron hueco Delibes, Ana María Matute, Elena Quiroga, César González Ruano, Dolores Medio… La verdad es que empezaba a temerme lo peor: leer Óxido iba a ser un trabajo duro. De cualquier modo, tampoco tenía tanta importancia, porque dentro de mi ensayo sobre Laforet, Serma sería sólo lo que son todos los ejemplos: la sombra de otra cosa, algo contra lo que rebotar.

Me despedí apresuradamente de Marconi, que miró con pesar la macedonia de frutas casi intacta sobre la mesa; volví al instituto; puse el fragmento de Caballero Bonald en mi artículo e hice una pequeña lista de cuestiones que me interesaba preguntar a Natalia Escartín sobre su suegra. Ya sé lo que están pensando: creen que, para mí, la pobre Dolores Serma no era más que una simple excusa, un atajo hacia su hermosa nuera, ¿no es así? Pues se equivocan, pero no del todo.

Salí a la calle, que una vez deshecha la nieve había vuelto a ser nada más que ella misma, y paré un taxi. Me entretuve en maldecir la pomposa iluminación navideña que, de un modo sintomático, no te hacía pensar en Belén sino en Las Vegas. Cuando me acercaba a mi destino, llamó Virginia.

—Hola, soy yo. Tengo que pedirte un favor enorme —me soltó a bocajarro—. Pero si me dices que no, lo entenderé.

Me dieron ganas de preguntarle qué tenía yo que ver con sus asuntos y si conocía la diferencia entre ex marido y botín de guerra. Pero, en lugar de eso, dije:

—Claro, Virginia, lo que sea.

¿Por qué nos pasamos la vida diciendo cosas que no queremos para impresionar a personas que no nos importan? No lo sé. De hecho, creo que ése es uno de los dos grandes enigmas de la especie: el otro es la facilidad con que a menudo estamos dispuestos a hacer el imbécil para que no nos tomen por tontos.

—Pues te lo voy a contar sin preámbulos, porque estoy muy nerviosa, ¿vale? ¿Me sabrás perdonar también esto?

—Seguro que sí —dije.

—Mira, la cuestión es que, tal y como están las cosas, la única manera que tengo de salvar el Deméter y salvarme yo con él es pedir un crédito al banco. Si no liquido mis deudas y después invierto una cantidad de dinero en el negocio, lo tendré que cerrar y… adiós a mi vida.

—Eh, eh, no te pongas tan trágica. ¿Qué eres tú: una mujer o una ópera?

—Si sigo así, voy camino de no ser absolutamente nada —respondió, después de dejarme oír una risa forzada.

—Saldrás de ésta, Virginia, no te preocupes. Es sólo una mala racha.

—El caso es que necesito que alguien me quiera avalar. Es una condición imprescindible. Alguien con un empleo estable y una nómina.

—O sea: yo.

—Sé que no tengo ningún derecho a pedírtelo. Lo que ocurre… —en ese punto se le quebró la voz— es que las personas desesperadas somos indecentes.

Hubo un silencio punzante.

—Escucha, Virginia —dije, al fin—, tenemos que hablar de esto con calma. Explícame las condiciones del préstamo y cuando las estudie, tomaré una decisión. No te puedo prometer nada antes de eso, ¿lo comprendes?

—Claro.

—Pero si está en mi mano, te ayudaré.

—Gracias… Estoy tan avergonzada que me gustaría que me tragase la tierra.

—No tienes por qué. La mala suerte no es un delito, ni un pecado.

—Y también me siento tan…, no sé cómo llamarlo…, tan extraviada…

—Bueno, pero a eso te podría echar una carrera. De hecho, estoy pensando contratar a dos acomodadores para que me guíen a través de mi confusión.

La oí reírse, pero con una risa que era un agente doble, un infiltrado de la tristeza.

—Siempre has sido tan ingenioso… Creo que por eso me enamoré de ti.

—Eh, eh, si no te importa, fui yo quien te enamoró de mí.

—Quién sabe… Entonces, ¿nos vemos y hablamos?

—Sí, pero tendrá que ser a partir del lunes, cuando regrese de Estados Unidos. Porque esta noche me es imposible, aún tengo que acabar la conferencia y preparar el equipaje.

—Vale, pues si tú puedes, nos encontramos el lunes. Te invitaría a cenar en casa, pero… Verás, es que la otra noche no te lo conté, por no deprimirte con mis problemas… El caso es que he dejado mi piso. No podía pagar el alquiler. Estoy viviendo en el Deméter. Duermo en una cama plegable, en la trastienda.

Me impresionó el tono de su voz, tan resignado, tan desabastecido.

—Virginia, lo siento de verdad.

—Es que… es todo tan… irreal. Y no sé cuánto podré resistir.

—Bueno, pero resiste y vencerás. Tú solías decir que, según Confucio, el que tropieza y no cae, avanza dos pasos.

—Ojalá…

—Y por la cena, no te preocupes. Si te parece, nos vemos otra vez en el Café Star, a las once.

—De acuerdo. Me vendrá bien salir del restaurante, porque lo estoy empezando a odiar.

Resultaba penoso e increíble ver derrumbarse de aquella forma a alguien como Virginia, pero lo era aún más el hecho de que estuviera tan sola. ¿Por qué? ¿Dónde habían ido a parar su familia, sus amigos, los hombres que antes la codiciaban? Ya ven, no hay nada tan sencillo como pasar de todos a nadie: basta sufrir un par de desventuras, porque la gente huye del infortunio como si fuera contagioso o indigno; te ven en llamas y en lugar de auxiliarte, te rehúyen: apártate de mí, sálvese quien pueda. Si ya lo avisó Bob Dylan en una de sus canciones: lo único que descubres cuando estás abajo del todo es que todavía puedes caer un poco más.

Lo cierto es que no era capaz de volverle también yo la espalda a esa Virginia enferma y aislada, y no crean que, en el fondo, no me hubiese gustado, más aún después de aquella conversación en la cual lo que había venido a pedirme, más o menos, era que desmantelase mi barco para tapar los agujeros del suyo. Pero ustedes ya han notado que, dentro de mí, la sombra de Virginia es muy alargada, de modo que comprenderán que no me fuese posible apartarme de sus desgracias, porque era como si en lugar de ocurrirle a una mujer de la que llevaba años separado le ocurriesen todavía a la otra, a la que aún era mi esposa y tenía un proyecto en común conmigo. ¿Quizás es que, en el fondo, pensaba que todos sus infortunios habían empezado entonces y, en consecuencia, yo era responsable, en alguna medida, de ellos? La mala conciencia inventó a Dios, por eso nunca me ha gustado.

Salí del taxi y me acerqué sin prisa al hotel Suecia, porque aún quedaban más de veinte minutos para las cinco y media. Pedí un café negro y me puse a revisar mis fichas sobre algunos libros que podrían servirme para robustecer mi conferencia, entre ellos Casi unas memorias, del falangista Dionisio Ridruejo. Pero no pude concentrarme mucho, con la historia de mi ex mujer dándome vueltas a la cabeza.

Virginia tenía dos hermanos, pero su relación con ellos era escasa y tirante, sobre todo desde que les pidió dinero para montar el Deméter y, como es obvio, no se lo pudo devolver. Se trataba de dos tipos rancios y que nunca vieron con buenos ojos los presuntos excesos de su hermana en los años ochenta, a los que, por otra parte, debían estar muy agradecidos, porque al final eso les sirvió de disculpa; así, en lugar de ayudarla, le podían decir: tú te lo buscaste; y supongo que en lugar de traidores y desalmados, se sentían rectos y decentes. Ya lo ven, todo un clásico: la moralidad como coartada.

Al contrario que esos dos pisaverdes, sus padres habían sido personas de gran dignidad, él funcionario y ella dueña de una mercería, heredada de su madre, en el centro de Madrid, en la calle Larra, muy cerca del mercado de Barceló. Con el dinero que les proporcionaban sus trabajos, les dieron una educación exquisita a sus hijos, primero en el Colegio Estilo, fundado y dirigido por Josefina Aldecoa, y después en la Universidad Complutense, donde los dos varones estudiaron Derecho y Empresariales y Virginia hizo Periodismo.

Pero creo que ella sólo fue a la facultad a hacer tiempo, que nunca pensó realmente entrar en un periódico, una emisora o una cadena de televisión. Le interesaban otras cosas y, por encima de todo, desde muy joven vivía fascinada por la cultura oriental. Primero aprendió esa mezcla de filosofía y gimnasia que es el tai-chi, con sus técnicas de relajación y sus posturas copiadas de las de los animales. Después siguió la senda del budismo Zen y leyó toda la poesía japonesa que pudo conseguir, se aficionó a los haikus, los tankas y todo eso. Cuando vivíamos juntos, muchas veces citaba versos de Matsuo Basho, Masaoka Shiki, Issa Kobayashi o Yosa Buson para apoyar sus argumentos sobre tal o cual cosa. Yo adoraba que hiciera eso.

Más adelante, Virginia se interesó por la digitopuntura, el llamado masaje shiatsu, y por el feng-shui, que es el arte de decorar las casas según los dogmas del Zen. Por fin, alquiló una buhardilla en el Madrid de los Austrias, la decoró según los preceptos recién aprendidos y puso anuncios por todo el barrio para ofrecer sus servicios de masajista. Los primeros clientes no tardaron en llegar, y muy pronto empezaron a aparecer algunas celebridades emergentes, actrices o músicos que habían oído hablar de las virtudes del shiatsu y que le hicieron una enorme publicidad. Al año, compró un local en el barrio de Chueca y, siguiendo la ciencia del ikebana, un arte floral basado en la armonía de los colores y los aromas, lo convirtió casi en un templo donde los visitantes, cada vez más numerosos, se relajaban y pacificaban su espíritu.

También tomó clases de cocina natural, aprendió los principios nutricionales del yin y el yang y a preparar desde algas con nombres maravillosos como hiziki, nori, kombu o wakame, a manjares macrobióticos como la sopa de miso, el nituke de verduras o los marinados de tofu. A la vez, y gracias a su relación con artistas, escritores y músicos, empezó a hacer algunas exposiciones en el local, y lo prestó para que se presentaran libros y discos. Los principales gurús de la famosa Movida madrileña pasaron por ahí, una gran parte eran asiduos y todos la adoraban. Hoy, muchos de ellos están muertos y Virginia, que se estrelló con la misma rapidez con que había despegado, ya han visto que subsistía a duras penas. Eso sí, aunque fuese de milagro, estaba viva. Y lo sigue estando, no se preocupen por eso.

Y ahora, si me disculpan, no les voy contar más sobre el tema, porque en ese punto llegó Natalia Escartín a interrumpir mis pensamientos y a llenar el hotel Suecia con su elegante resplandor.