Capítulo cuatro

—Claro que sí —dijo mi madre—, Joaquín Blume, un gran atleta. Murió en la flor de la vida.

—Y lo convirtieron en héroe y mártir del Régimen, ¿no es verdad?

—El Régimen, el Régimen… Anda, cambia de tercio, que siempre estás con la misma cantinela. Pues claro que sí. Él hacía esa figura en las anillas, el Cristo, con una perfección que, vamos, aquello era el no va más. Se quedaba clavado en el aire, sin que se le moviera un músculo. Algo verdaderamente extraordinario.

Había pasado toda la tarde solo en la biblioteca, haciendo fichas, reuniendo información y añadiéndole diferentes datos a mi texto, y ahora estábamos en la cocina degustando su plato más especial, rape alangostado, que me hace a menudo y que es una delicia, tan suave y tan sabroso a la vez. ¿Por qué no se alimenta de cosas así todo el mundo, en lugar de meterse en el cuerpo cosas que parecen Mussolini partido en trozos?

—Sí, pero en realidad —añadí, para provocarla— el Régimen le hundió la vida a Blume, ¿no lo sabías?

—¡Y dale! Hijo mío, tú es que eres erre que erre.

—Cuando Blume estaba en su mejor forma, le prohibieron ir a las Olimpiadas del 56, en Melbourne, y también al Mundial del 58.

—¿Y eso por qué?

—Lo del 56, para protestar contra la invasión de Hungría por la Unión Soviética.

—Ah, bueno, ¡acabáramos! Los comunistas, con su bandera roja y sus tanques de la paz. Ahí sí que vivía bien la gente, en la Unión Soviética de Stalin.

—Stalin ya había muerto, mamá. En el 59 estaba Kruschev.

—Que era el mismo perro con distinto collar. Vamos, que con uno o con otro aquello sí que era Jauja. Tengo entendido que en Moscú ataban los perros con longaniza.

—No te pongas irónica, haz el favor.

Cortó un trozo de pescado y lo masticó lentamente. Siempre le ha encantado ese tipo de esgrima dialéctica. Y a mí, que no hacía más que leer libros sobre la posguerra, me venía bien ensayar mis conocimientos en aquellas discusiones.

—Pues no tergiverses las cosas —dijo—, que no es propio de ti. ¿No fue Kruschev el que hizo el Muro de Berlín?

—Sí.

—¿Y el que llenó Cuba de misiles y estuvo a punto de provocar la tercera guerra mundial?

—O sea —contraataqué, dejando de lado su pregunta—, que en España, en el año 59, se vivía en la gloria, ¿no? Era todo libertad y prosperidad.

—Anda, anda, tú qué sabrás del año 59. Si es que os ponéis a hablar a tontas y a locas, sin saber de la misa la media. En España, pues también pasábamos las de Caín, no te digo que no, pero por lo menos no había un Archipiélago Gulag, como en Rusia.

—Te equivocas. En España hubo campos de concentración hasta 1962, que cerraron el de Los Merinales, en Sevilla. De ahí y de las prisiones sacaban los esclavos de lo que se llamó el Sistema de Redención de Penas por el Trabajo. Los muy miserables se los alquilaban a empresas constructoras y del jornal que les pagaban, el Estado se quedaba con el ochenta y cinco por ciento. Así se hicieron carreteras, puentes, embalses, vías férreas, el Valle de los Caídos, Puerto Banús, la canalización del Bajo Guadalquivir y la cárcel de Carabanchel, entre otras cosas. Y, por lo demás, Franco estuvo asesinando gente hasta un minuto antes de morir.

—Pues en 1959, por si no lo sabes, es cuando vino a Madrid el presidente Eisenhower. Y bien que se abrazaba al Caudillo, de modo que no debía de ser tan malo. Eso lo pudimos ver todos los españoles.

—Sí, en el NO-DO, en la prensa del Movimiento y, los que la tuviesen, en la televisión de la dictadura, más manipulada que las escopetas de un tiro al blanco. Ahí sí que os ibais a enterar de mucho.

—Bien interesantes que eran algunos programas de los de entonces, mucho mejores que las desvergüenzas que dan ahora. Ponían buenas obras de teatro en Estudio 1 y había aquel magacín, Gran Parada, donde actuaba la flor y nata de los cantantes, desde Los Cinco Latinos a Edith Piaf, Gilbert Bécaud, Joséphine Baker… Había un espacio cultural, por cierto, que se llamaba Tengo un libro en las manos. Y otro, los miércoles, que se llamaba Tras el telón de acero y que te convendría haber visto, me parece.

Bravo. Ésa siempre ha sido una estrategia característica de su retórica: cambiar de tema, subir el nivel como un avión que gana altura para hacerse invisible y luego, cuando menos te lo esperas, aparecer otra vez a tu espalda, lista para derribarte.

—Ya ves tú —dije—, qué desvelo por la Historia y la cultura, con todo lo que salía por la pantalla censurado y al servicio del glorioso Movimiento Nacional.

Tomó aire y cerró los ojos, cargándose a la vez de paciencia y de argumentos.

—Nada, nada, que en Estudio 1, por ejemplo, daban obras estupendas. Me acuerdo de María Dolores Pradera en Crimen y castigo; de un Don Juan Tenorio en el que Conchita Velasco hacía de Doña Inés; y de José María Prada, qué gran actor era, haciendo de Colón en el Nuevo Mundo de Lope de Vega.

Sonrió y vi un destello de triunfo en sus ojos. Acababa de llevarme a su terreno predilecto, el teatro, que es la gran pasión de su vida: lleva casi setenta años yendo prácticamente todos los fines de semana a ver alguna obra. También le encanta leerlas y hablar de los estrenos y los autores con su amiga Amelia.

—Naturalmente —dije—: Colón y don Juan Tenorio. Viva el Imperio.

Por la forma en que la sonrisa se ensanchó en sus labios, supe que, en su opinión, me había manipulado y se iba a llevar el gato al agua, como tantas veces. La adoré por su inteligencia, su memoria y su espíritu combativo.

—Ya, pero resulta que también daban obras de Arthur Miller, de O’Neill, de Jean Cocteau, de Henry James, de los hermanos Machado…

—Sí, La Lola se va a los puertos, que es pura España folclórica.

—Naranjas de la China. Y El conde de Montecristo, El caballero de la mano en el pecho o La dama del alba, que por cierto, como sabes muy bien, era del republicano Alejandro Casona.

—Un traidor, como tantos otros.

—Un dramaturgo buenísimo. Tu padre y yo vimos el estreno de La dama del alba, en el Teatro Bellas Artes. En fin —concluyó, haciendo un gesto displicente que me daba por derrotado—, déjate de política y dime cómo vas con tu conferencia.

Serví otro vaso de té, que siempre ha sido nuestra bebida por las noches: té verde sin azúcar, con hierbabuena y agua de azahar. Ella lo llama té moro.

—Bueno —dije—, pero es que en realidad no es un tema distinto, porque estoy buscando datos sobre esa época, especialmente del periodo que va de 1945, que es cuando Carmen Laforet publicó su primera novela, a 1963, que es cuando publicó la última.

—¿No es demasiado tiempo? Ten cuidado —dijo, acariciándome una mano—, que ya sabes que quien mucho abarca, poco aprieta.

Le devolví torpemente la carantoña con unos golpecitos desmañados, como si palmeara el lomo de un ternero. Qué quieren: nunca he sido muy expansivo con las personas que me importan, tal vez para compensar lo antipático que soy con todas las demás.

—No sé si vosotros lo notabais —dije, volviendo a poner la conversación en sus vías—, pero en el 45, al acabar la Guerra Mundial, Franco estaba muerto de miedo. Pensaba que los aliados iban a venir contra él.

—Ya, pero a lo que vinieron fue a abrazarle.

—Eso fue después. En el 45, a los cretinos de la División Azul aún les humeaban las pistolas y a nadie se le había olvidado el abrazo de Hendaya entre Franco y Hitler.

—Anda que no estuvo ahí vivo el Caudillo, manteniéndose neutral.

—Fue astuto, como suelen serlo los miserables, pero no neutral. De hecho, al principio, cuando soñaba con el triunfo de los nazis, con recuperar Gibraltar y expandirse por el norte de África, no era neutral, sino sólo «no beligerante».

—O sea, que primero lo llamó de un modo, luego de otro y las dos veces supo nadar y guardar la ropa. Un buen estratega, ¿no te parece?

—Más bien un ladino. En cuanto acabó la guerra, proclamó que su dictadura era una «democracia orgánica», hizo correr el rumor de que se retiraría para reinstaurar la monarquía, se puso a dictar leyes huecas, como la Ley de Referéndum Nacional y el Fuero de los Españoles, y siguió ejecutando inocentes en nombre de Dios y de la Patria. Ése era el criminal al que se abrazó Eisenhower en el palacio de El Pardo.

—Bueno, bueno, tengamos la fiesta en paz. Pero déjame añadir sólo una cosa, y es que él, en el fondo, fue el único que no cambió de bando: siempre estuvo contra los comunistas. Mira, hijo, las guerras son un espanto y en ellas casi nadie es inocente.

—Eso es absurdo. Los inocentes son todos los que mandan al cementerio, a la cárcel o al exilio los militares sediciosos y sus aliados. Pero, en fin, hablemos de algo más concreto. ¿Te acuerdas que te conté que Laforet y Dolores Serma escribieron Nada y Óxido juntas, en el Ateneo de Madrid?

—Lo recuerdo perfectamente.

—Pues resulta que justo al final de ese año el Ateneo, que estaba en manos de la Falange, pasó a ser controlado por el Opus Dei y por la Asociación Católica Nacional de Propagandistas. ¿Sabes algo de ellos?

—¿Qué año? ¿El 45?

—El 44.

—¿Y quiénes eran ellos, según tú?

—Bueno, el ministro de Asuntos Exteriores, Martín Artajo, era de la ACNP, y en el Opus Dei militaban el de Educación, Ibáñez Martín, el futuro almirante Carrero Blanco, el tecnócrata López Rodó y el general de artillería y próximo ministro de Obras Públicas, Jorge Vigón, de quien se dice que era la persona en quien más confiaba vuestro Funeralísimo, como lo llamaba Alberti.

—Venga, déjate de monsergas y no te vayas por los cerros de Úbeda.

—Vale, vale, tienes razón. El presidente de la ACNP era Ángel Herrera Oria.

—Ah, sí, el cardenal Herrera Oria, claro. Pero él y su gente, si no me equivoco, tenían algo que ver con los jesuitas, ¿no?

—Bueno, Azaña lo describe en sus memorias como «un jesuita de capa corta». De hecho, la secta la fundó un jefe de la Compañía, Ángel Ayala. Pero la cuestión es ésta: en aquellos años, a mediados de los cuarenta, ¿se notaba el papel de esa gente en el manejo del Estado? El escritor falangista Agustín de Foxá decía que España se había transformado en un país nacionalseminarista.

—Bueno, yo no sé eso que dices del Ateneo, si lo controlaban o no lo controlaban Herrera Oria y el Opus Dei. Pero ya te he contado cientos de veces que yo estuve allí, en 1946, en la famosa conferencia que dio Ortega y Gasset.

—¿Esa en la que dijo que la España de Franco gozaba de una «casi indecente salud»?

—Dijo eso y otras cosas. Me parece, por ejemplo, que era bastante anticlerical.

—Murió siéndolo, de hecho. El antiguo decano de la facultad de Filosofía y Letras de Madrid, Manuel García Morente, que dejó de ser volteriano para ordenarse sacerdote, llegó a ofrecer su vida a cambio de la conversión de Ortega.

—Ya, ya… Pues sobre eso que me preguntas, para qué nos vamos a engañar: claro que en aquellos años se notaba mucho sermón y mucha beatería por todas partes. Eso fue lo peor de la posguerra, la sobredosis de púlpitos y sotanas, los crucifijos hasta en la sopa y la gente con las manos atadas todo el día a un rosario. Una lata.

Intenté imaginar a mi madre en esa época. Ahí está, tan guapa, tan joven y un punto irreverente, en ese Madrid siniestro de 1945, quizá militando en la moda de las llamadas chicas topolino, con unos zapatos de suela ortopédica, un impermeable de celofán azul y el semanario La Codorniz bajo el brazo. A su alrededor, la Falange, que siempre ha defendido la separación de la Iglesia y el Estado, pierde influencia y su poder recae en los fundamentalistas católicos que se han adueñado del Ateneo. Los escritores falangistas, con Dionisio Ridruejo al mando, se reúnen en el Café Frascati, en la calle Velázquez: allí están el novelista Gonzalo Torrente Ballester, los poetas Luis Rosales y Luis Felipe Vivanco, el filósofo José Luis L. Aranguren y el profesor Antonio Tovar. Hasta hace poco, han apoyado a Hitler sin titubeos y es de suponer que el lingüista Tovar debe contarles a menudo a sus contertulios simpáticas anécdotas de la entrevista de Hendaya entre el Führer y Franco, a la que él acudió en calidad de intérprete.

—En cualquier caso, lo de quién controlaba el Ateneo no tiene duda —dije—: Acababan de nombrar director a un tal Pedro Rocamora, que era también secretario general de Propaganda y miembro de la Asociación Católica Nacional de Propagandistas. Un perro fiel que, por lo visto, incluso fue a ver a Franco para interceder por Ortega.

—¿Qué clase de intercesión?

—Parece que Ortega y Gasset quería saber si le sería permitido decir públicamente las cosas que no le gustaban del Régimen, a cambio de decir también las que le agradaban. Había creído, al igual que otros muchos, el engaño de que el dictador se retiraría en el 46, para dar paso a un Gobierno constitucional o a una monarquía parlamentaria, y como le habían insinuado que él iba a ser ministro del nuevo Gobierno, se preparaba para encabezar la transición.

—¿Y qué contestó el Caudillo?

—Nada. Se levantó, dando por concluida la audiencia, y sólo dijo: «¡Ay Rocamora, Rocamora! No se fíe usted de esos intelectuales».

—Bueno —mi madre rio con cautela—, pero al final eso es lo que promovió Franco: una monarquía parlamentaria.

—Sí, pero sólo para después de muerto. En el 45, cuando un grupo de científicos y profesores, entre los que estaba el psiquiatra Juan José López Ibor, hizo público un manifiesto en el que pedía el retiro de Franco y la coronación de Juan de Borbón, los depuraron, los echaron de la Universidad y a algunos se los desterró.

—¿López Ibor no era un capitoste de la Falange?

—Había sido consejero nacional de FET y de las JONS y católico integrista en sus buenos tiempos. Pero se fue distanciando del Régimen y cuando desafió a Franco con aquella petición, lo destituyeron de su cátedra en la facultad de Medicina de Madrid y fue confinado una temporada en la ciudad de Barbastro.

—Pero ¿no dirigió el Hospital Provincial?

—Sí, porque después de caer en desgracia supo maniobrar, recurrió a ciertas amistades influyentes, dio muestras públicas de arrepentimiento y fue rehabilitado. Los tiranos pueden ser magnánimos con quienes saben humillarse a tiempo.

—Bueno, como suele decirse, rectificar es de sabios.

—O de ventajistas.

—Sí, sí, eso suele pasar —dijo, riendo de buena gana.

—Una cosa —la interrumpí, cambiando de tema—: ¿Tú hiciste el Servicio Social? Te lo pregunto para orientarme, porque supongo que Carmen Laforet y Dolores Serma también lo harían.

—Claro que sí, igual que todas las jóvenes de entonces. ¡Qué remedio! Es que si no lo hacías, no te daban ni el pasaporte, ni podías sacarte el carnet de conducir, ni matricularte en la Universidad, ni hacer una oposición, ni firmar un contrato.

—Y supongo que sería una estupidez. ¿Cuánto duraba?

—Seis meses, pero podías repartirlos a lo largo de tres años, si no recuerdo mal. Y era, sobre todo, una pérdida de tiempo. Se suponía que teníamos que hacer obras de caridad, atender a huérfanos y ancianos, visitar sanatorios y esas cosas; lo cual, sin ser un plato de gusto, sí era una buena obra; pero en cuanto te descuidabas, las beatas de la Sección Femenina te metían en unos ejercicios espirituales y te daban unas cuantas clases de cocina o unas lecciones degradantes sobre el papel de la mujer en la sociedad y en la familia: ten preparada una cena deliciosa para cuando él regrese del trabajo; minimiza cualquier ruido, apaga la lavadora o el aspirador; recíbele con una sonrisa y deja que siempre hable él primero; ofrécete a quitarle los zapatos; si tienes alguna afición, no trates de aburrirle hablándole de ella. Por Dios santo, ¿no es increíble que aún lo recuerde?

—Y luego estaba el Auxilio Social, que debía de ser más de lo mismo, ¿no?

—Ah, no, de ningún modo. Eso, además, no fue un invento de Pilar Primo de Rivera, sino de la viuda de Onésimo Redondo, Mercedes Sanz Bachiller.

—Y el Servicio Social también.

—¿Sí? Bueno, pues eso no lo recuerdo, pero puede que tengas razón. El Auxilio Social, en cualquier caso, hizo un buen trabajo, y sin tanta mojigatería y tantas alharacas como las de la Sección Femenina: se preocuparon de abrir las Cocinas de Hermandad, que eran comedores de beneficencia, unos centros de acogida que llamaban Casas de la Madre, orfanatos y escuelas.

—O sea, que alentaron una guerra de cerca de un millón de muertos y, después de ganarla, se remangaron la camisa azul de la Falange y se hicieron unas santas. Qué abnegación tan ejemplar. Acabarán en los altares.

Bebió el té que le quedaba en el vaso, que ya debía de estar frío, y me observó en silencio unos segundos. Parecía preocupada.

—En fin, si quieres hacerme caso, procura tomar distancia y no te dejes llevar por la cólera, que suele nublar la razón. Piensa en lo que dice el refrán: el que juzga con ira, venga pero no castiga. Y recuerda que lo que tienes que hacer en Estados Unidos es dar una conferencia, no un mitin.

—Lo que tengo que hacer es contar la verdad.

—Bueno, mi amor —dijo, poniéndose en pie con una agilidad impropia de sus años—, yo me voy a acostar, que no puedo con mi alma. Mañana será otro día. ¿Vas a trabajar ahora?

—Un poco.

—Muy bien. Pero no te vayas muy tarde a la cama. En el desayuno, seguimos hablando, ¿te parece?

—Claro.

Le di un beso. La vi andar hacia la puerta y pararse en el quicio, justo antes de salir, como si recordara algo, de pronto.

—En esos años ya se curaban algunas heridas —dijo—, y no todo era rencor para siempre. ¿Sabes de qué me estaba acordando? Pues del estreno de Historia de una escalera, de Buero Vallejo. ¿Qué año sería? No sé, pero a finales de los cuarenta, eso seguro. La daban en el Teatro Español y la dirigía Cayetano Luca de Tena. Ya ves, y ahí estaban al final de la representación, los dos juntos, saludando sobre el escenario. Un gesto simbólico, ¿no? Porque supongo que conoces sus historias…

—La de Buero, aproximadamente.

—Entonces sabrás que se había presentado al Premio Lope de Vega con dos obras, y que ganó con Historia de una escalera y quedó finalista con En la ardiente oscuridad. El montaje en el teatro municipal, que era una de las recompensas del galardonado, fue dirigido, como te digo, por Cayetano Luca de Tena. Así que ya ves, Buero Vallejo y Luca de Tena, un rojo y un nacional; el primero del Partido Comunista y el segundo de Acción Católica. Los dos habían sido detenidos, llevados de cárcel en cárcel y condenados a muerte. Buero coincidió en su prisión con Miguel Hernández y Luca de Tena, en la suya, con Pedro Muñoz Seca, que fue asesinado en Paracuellos del Jarama: la noche de la ejecución, los subieron a un autobús a cada uno, con otros cautivos, pero mientras el de Muñoz Seca alcanzó su destino, el de Luca de Tena se perdió en una encrucijada y llegó hasta Alcalá de Henares, donde lo dejaron preso gran parte de la guerra. Después, si no me falla la memoria, lo trasladaron a Alicante. Buero Vallejo salió del penal de Ocaña poco antes de ganar el premio. Sin duda, formaban una buena alegoría sobre las tablas del Teatro Español. ¿No crees? Hasta mañana, hijo.

Salió de la cocina como si saliese de un escenario, para dejar que su monólogo me impregnara.

¿Y Dolores Serma?, me pregunté, siguiendo por el camino en el que me había puesto la tétrica historia de los dos dramaturgos. ¿De qué lado estaba la autora de Óxido? ¿O militó en las filas de los neutrales, que es donde siempre se situó a sí misma Carmen Laforet, llevándole la contraria a sus propias novelas, que son una denuncia evidente de aquella sociedad atroz? Eso tal vez conviniese investigarlo.

Trabajé hasta la madrugada en mi conferencia. «En septiembre de 1944, aquella joven resuelta e independiente llamada Carmen Laforet era un ser bastante insólito en esa España de la Sección Femenina y el Auxilio Social. Debe tenerse en cuenta que con la llegada de la dictadura los derechos de las mujeres en la sociedad civil habían sido socavados, y las leyes impulsadas por políticas como Clara Campoamor, firme promotora del sufragio femenino, Victoria Kent y Margarita Nelken, que defendieron el matrimonio civil y el divorcio, o Federica Montseny, que cuando era ministra de Salud firmó la legalización del aborto, fueron abolidas. En su lugar, se intentó reducir a las mujeres al papel de madre y esposa, se les exigió un carácter sumiso y fueron condenadas a una existencia secundaria: “La primera idea de Dios fue el hombre —dice un panfleto falangista de la época—. Pensó en la mujer después, como un complemento necesario, esto es, como algo útil”. Es obvio que personas como Carmen Laforet, Ana María Matute, Carmen Martín Gaite o Josefina Aldecoa no hubieran escrito sus libros si hubiesen tomado al pie de la letra esas recomendaciones de la Sección Femenina, u otras igual de sonrojantes: “Las mujeres nunca descubren nada —dejó dicho Pilar Primo de Rivera—; les falta el talento creador, reservado por Dios para inteligencias varoniles; nosotras no podemos hacer nada más que interpretar, mejor o peor, lo que los hombres nos den”».

En medio de ese mundo doctrinario y hermético, gobernado a partes iguales por el fundamentalismo militar y el religioso —no se olvide que uno de los primeros actos públicos de Franco nada más acabar la guerra fue entregarle la espada de la victoria al cardenal Gomá—, la vocación de las autoras mencionadas les hizo vencer todos los obstáculos. Sin duda, su triunfo requirió una gran entereza y mucha perseverancia.

Obviamente, debería explicarles a los espectadores de Atlanta quién era el cardenal Isidro Gomá, arzobispo de Toledo, redactor de la Carta colectiva del Episcopado español, donde se hacía explícito el apoyo de la Iglesia al Alzamiento Nacional y se calificaba la guerra como «un plebiscito armado» y «un movimiento cívico-militar» que salió «en defensa del orden, la paz social, la civilización tradicional y la patria»; autor del libro fascista Por Dios y por España y, durante la guerra civil, responsable de la Delegación Pontificia Castrense. En mayo de 1939, Franco —que debía sentirse como el emperador Carlos V cuando cruzó el Elba para derrotar a los protestantes y dijo: vine, vi y Dios venció— hizo entrega de su espada a la parroquia de Santa Bárbara, de Madrid, y Gomá ordenó que el arma se depositase, para su custodia, en el Tesoro de la Santa Iglesia Catedral Primada. Qué bárbaro. Desde luego, la doctrina de Jesucristo y la actitud de esos infames se parecían tanto como el trono de Luis XIV y un taburete de ordeñar vacas.

Incluí la información acerca de Gomá en el texto, me entretuve en consultar las biografías de Mercedes Sanz Bachiller y Onésimo Redondo, busqué algunos datos que necesitaba sobre las publicaciones de la Sección Femenina y continué dándole forma al manuscrito. «En 1944, mientras Laforet y Dolores Serma escribían Nada y Óxido, la primera conoció en el Ateneo al periodista Manuel Cerezales, con quien se casó dos años más tarde y tuvo cinco hijos. En su número de agosto de ese mismo 1944, la revista Teresa, editada por la Sección Femenina, incluía este suelto: “La vida de toda mujer, a pesar de cuanto ella quiera simular —o disimular—, no es más que un eterno deseo de encontrar a quien someterse. La dependencia voluntaria, la ofrenda de todos los minutos, de todos los deseos y las ilusiones, es el estado más hermoso, porque es la absorción de todos los malos gérmenes —la vanidad, el egoísmo o la frivolidad— por el amor”. Es evidente que ni la autora ni el personaje central de Nada, un ser emancipado, autónomo y un punto rebelde, resultaban acordes con esa sociedad puritana y retrógrada que, por otra parte, tenía un fiel reflejo en el ámbito de la literatura, muchos de cuyos nombres más pujantes eran censores, delatores, miembros del Opus Dei o la Compañía de Jesús, destacados falangistas o afiliados de Acción Católica. El más célebre de todos, Camilo José Cela, dejó para la posteridad la siguiente frase: “Las mujeres están para ser degustadas; y, después, a unas se las deja y a otras no”. Ése es el entorno en el que Carmen Laforet escribe su obra».

Al tiempo que en Carmen Laforet, me puse a pensar, otra vez, en mi madre. ¿Qué vida había llevado, en realidad? ¿Cómo contemporizó una mujer de su clase, culta y resolutiva, con aquel tiempo hipócrita en que cada mediocre tenía su pedestal? ¿Por qué no se habían sublevado ella y todas las mujeres, hasta las más conservadoras, contra los bobos que una y otra vez citaban como centinela espiritual de la patria a Santo Tomás de Aquino, para que el piadoso napolitano les repitiera, desde su reino de ultratumba: «Como individuo, la mujer es un ser endeble y defectuoso»? ¿Era el miedo a otra guerra lo que la había hecho tan acomodaticia? La imagen que siempre he tenido de ella es la de una mujer feliz, positiva y, sobre todo, perspicaz. Sigmund Freud decía que sólo existen dos maneras de ser feliz: hacerse el idiota o serlo. Dado que mi madre jamás entraría en el segundo grupo, tengo que pensar que pertenece al primero.

¿Y su vida privada? ¿Observó las normas de decencia, pudor y acatamiento que les impuso el Régimen a las españolas? En un panfleto de la Sección Femenina que se titula Economía doméstica para bachillerato y magisterio y que se publicó en 1958, se dictan todas las normas que ella pudo o quiso recordar esa noche, lo de tener preparada la comida al marido, quitarle los zapatos y demás, pero también otras: «Una vez que ambos os hayáis retirado a la habitación, prepárate para la cama lo antes posible, teniendo en cuenta que, aunque la higiene femenina es de máxima importancia, tu marido no quiere esperar para ir al baño. (…) En lo que respecta a la posibilidad de relaciones íntimas, es importante recordar tus obligaciones matrimoniales: si él siente la necesidad de dormir, que así sea, no le presiones o estimules. Si tu marido sugiere la unión, entonces accede humildemente, teniendo siempre en cuenta que su satisfacción es más importante que la de una mujer. Cuando alcance el momento culminante, un pequeño gemido tuyo será suficiente para indicar cualquier goce que hayas podido experimentar. Si tu marido te pidiera prácticas sexuales inusuales, sé obediente y no te quejes. Es probable que tu esposo caiga entonces en un sueño profundo, así que acomódate la ropa, refréscate y aplícate crema facial nocturna y tus productos para el cabello. Puedes entonces ajustar el despertador para levantarte un poco antes que él por la mañana. Esto te permitirá tener lista una taza de café para cuando despierte».

¿Existían, de verdad, mujeres que comulgaran de buen grado con todo eso? Pues al parecer sí, y no sólo entonces, porque hasta cuatro décadas más tarde, ya tras la muerte del dictador, todavía era posible ver de vez en cuando, por las calles de algunas ciudades españolas, a grupos de jóvenes que desfilaban llenas de orgullo, vestidas con los uniformes de la Sección Femenina, a la cabeza de casi todas las manifestaciones que convocaba, para reivindicar la añoranza de la opresión, el grupo ultraderechista Fuerza Nueva. Chicas que soñaban con que volviesen el nacionalsindicalismo y las Escuelas de Hogar; con oír misa en el castillo de la Mota y que la revista Medina les enseñara sus obligaciones de perfectas amas de casa, que consistían en ser «cocinera, doncella, costurera, bordadora, zurcidora, planchadora, recadera, enfermera, contable, economista, maestra e higienista». Qué nostalgia de la servidumbre, la de esas alegres falangistas de la transición. «¿Qué haría una mujer sin su aguja? —se pregunta el anuario de 1941 de la Sección Femenina—. Con ella es como un hada: cose, borda, teje, crea todas las fantasías de su imaginación. Hoy día se ha abandonado la aguja, pero nosotras hemos de devolverle todo su prestigio. La aguja es la mejor compañera de la mujer». Sí, y el cinismo es la mejor pareja de baile de la estupidez.

La República había luchado por la dignidad de las mujeres, les había dado, por primera vez, entre otras muchas cosas, el derecho a votar. La Sección Femenina, a través de su fundadora Pilar Primo de Rivera, les aseguró que el temperamento femenino se manifestaba en dos únicas virtudes, «la abnegación y el silencio», y les dio una consigna tres veces inquebrantable: «Vosotras no tenéis que tener más que obediencia, fortaleza y fe».

La Sección Femenina fue desmantelada en 1977 por el Gobierno de centro-derecha de Adolfo Suárez. Pilar Primo de Rivera murió en 1991. Las estatuas ecuestres de Franco en torno a las cuales solían reunirse, cada 18 de julio y cada 20 de noviembre, las jóvenes viudas del yugo y las flechas y sus camaradas, siguieron en pie hasta el año 2005, en que un Gobierno socialista presidido por José Luis Rodríguez Zapatero ordenó retirarlas. Cuatro cretinos fueron a poner flores y a cantarle el Cara al sol a las peanas vacías, y un par de ultraderechistas en barbecho se quejaron de que aquella decisión pervertía y negaba la Historia. Se equivocaban: los dictadores no hacen Historia, sólo la deshacen. No valen para nada más. Ésa es mi opinión, por si les interesa. Y estoy seguro de que la mayor parte de los lectores que me sigan hasta el final de esta novela que me he visto obligado a escribir, estarán de acuerdo conmigo. O eso, o es que no tienen corazón.