Capítulo tres

Al día siguiente, la ciudad y yo aún nos parecíamos: no había más que ver la luz demacrada y un poco turbia que me encontré al salir hacia el instituto, después de haber dormido apenas cuatro horas, y que me pareció tan análoga a mi estado de ánimo. El frío todavía era intenso, cortante, y los edificios y jardines que se veían a derecha e izquierda de la autopista estaban cubiertos de nieve. En el autobús, la gente viajaba más silenciosa de lo habitual, sin duda absorbida por el esplendor y la novedad de aquel paisaje. A la entrada de algunas empresas se veían abetos adornados con luces de colores, y en un par de ellas habían montado uno de esos belenes con ostentosas figuras de tamaño natural. Me los imaginé, dentro de unas tres semanas, al árbol en la basura y a la Virgen y los Reyes Magos en un almacén, entre muebles rotos y archivadores viejos, mientras un lugar en la explanada principal lo ocupaban unos paneles publicitarios. Es que a la abnegación en cuanto le quitas tres letras se queda sólo en negocio.

Ni que decir tiene que la noche pasada apenas había avanzado en la conferencia sobre Carmen Laforet, ni antes ni después de cenar con Virginia, aunque sí había logrado localizar el nombre de Dolores Serma en el libro de Miguel Delibes España 1936-1950: Muerte y resurrección de la novela, en un párrafo en el que habla de algunos autores de la primera posguerra que con el tiempo se fueron quedando en el olvido, como José Suárez Carreño, Ángel María de Lera, Tomás Salvador o José Luis Castillo-Puche. Al referirse al primero de ellos, Delibes escribe: «En 1949, Carreño ganó el Nadal con su novela Las últimas horas, no muy divertida pero construida sabiamente. Carreño, de ascendencia mexicana y con parientes en Valladolid, era conocido mío, primo de los Gavilán (familia de artistas) y, cuando estaba en la ciudad, frecuentador de algunas tertulias a las que también asistían jóvenes aspirantes a literatos como los poetas Francisco Pino y Pepe Luelmo o la hoy día muy oculta Dolores Serma, narradora de interés a quien traté bastante en mi juventud y a quien, además de proporcionarle algún trabajo cuando llegué a director de El Norte de Castilla, recomendé en algunas ocasiones, para que le publicasen en la revista de Cela, Papeles de Son Armadans, y para que fuera invitada al célebre Coloquio Internacional sobre Novela del hotel Formentor, en Palma de Mallorca, del que ya he hablado. Pero Dolores Serma, que tanto prometía, se desvaneció con los años, como tantos otros, por ejemplo Luis Romero y Luisa Forrellad, ambos distinguidos en su momento con el Nadal; o Manuel Pombo Angulo y Rosa Cajal, finalistas de la edición de 1947, la que yo gané con La sombra del ciprés es alargada».

Claro, ahí pudo haber sido donde yo leí el nombre de Dolores Serma, y por eso no me resultó completamente extraño cuando se lo oí a Natalia Escartín. De cualquier modo, el hallazgo me llenó de alegría, porque era una primera evidencia a la que agarrarse, un as en la manga con el que iba a mejorar la musculatura de mi ensayo y a sorprender a mis colegas de Atlanta. Copié el fragmento de Delibes, le añadí unos datos sacados del ISBN y lo sumé al manuscrito igual que si hinchase una rueda desinflada. Después, escribí: «Podemos comprobar qué razón tiene Delibes cuando insinúa lo difícil que resultaba en aquellos años abrirse el camino que se abrieron Carmen Laforet, Cela o él mismo y, más aún, mantenerse a flote, si tenemos en cuenta que de los novelistas que menciona el autor de Cinco horas con Mario, Rosa Cajal sólo publicó dos obras en su vida, y con una diferencia de quince años entre ambas: Juan Risco, en 1948, y El acecho, en 1963; Pombo Angulo y Luis Romero otras tantas, el primero Hospital general y La sombra de las banderas y el segundo La noria y Tres días de julio; en cuanto a Luisa Forrellad, su bibliografía, igual que la de Dolores Serma, se reduce a un solo título, Siempre en capilla, del que, eso sí, se imprimieron numerosas ediciones».

Eso tenía buena onda, ¿no creen? Era como empezar a trazar las rayas que iban a darle perspectiva al dibujo. Situaba a Serma, ofrecía los datos, fechas y títulos que forman el decorado de cualquier trabajo crítico y, sobre todo, acababa de proporcionarme una estrategia para mi Historia de un tiempo que nunca existió: no iba a analizar a los escritores de uno en uno, sino por parejas; calibraría el mérito de los triunfadores comparándolo con el fracaso de los que quedaron en el camino, y usaría a Carmen Laforet y Dolores Serma como punto de partida. ¿No era magnífico? Dos amigas escriben juntas sus primeros libros en el Ateneo de Madrid, donde han llegado, en los tiempos terribles de la posguerra, una desde Barcelona y la otra desde Valladolid. Pero mientras que Carmen triunfa y, casi a pesar suyo, se transforma en algo muy similar a un mito, Dolores es ignorada y desaparece. ¿Por qué? ¿Cuáles son las llaves del éxito y del fracaso? ¿Qué dosis de fortuna, perseverancia, oportunidad y talento son necesarias para sobrevivir en el inestable mundo de la literatura?

Todas esas preguntas me entusiasmaron, pero cuando me disponía a correr tras ellas y empezaba a tramar dúos con Luis Martín-Santos y Luisa Forrellad, Delibes y Rosa Cajal o Ana María Matute y Luis Romero, vi que ya eran más de las once y tenía que marcharme. «Si serás imbécil», me dije, «a ti qué te importan los problemas de Virginia. ¿Quién te crees que eres: San Francisco de Asís?». Recordé que, según la sentencia de Montesquieu, de la discusión con los demás surge la retórica y de la discusión con uno mismo surge la poesía, de manera que añadí, de camino al Café Star: «Tú lo que eres es gilipollas, me cago en todos tus muertos, subnormal, tonto del culo». Me sentí un poco mejor. A veces, no hay nada como recurrir a los clásicos.

Al día siguiente, mientras el autobús de Las Rozas se acercaba a Madrid, empecé a desesperarme por lo mismo de siempre, que era la falta de tiempo para hacer las cosas que me interesaban. Estaba deseando acabar mi conferencia y empezar mi ensayo, pero cómo dedicarme a eso, si el instituto iba a impedírmelo: a primera hora, tenía que llamar a mi despacho a los que molestaban al hijo de Natalia Escartín, y sólo después telefonearla para pedirle Óxido; luego perdería dos horas en preparar las facturas y los informes que tenía que presentar en la junta del día siguiente; y también estaban mis dos clases de bachillerato; y una reunión con los tutores de la ESO. En resumen, otra vez una mañana tan ocupada como vacía.

Por si fuera poco, no dejaba de darme vueltas a la cabeza la situación de Virginia, a quien durante nuestro encuentro en el Café Star encontré en números rojos y contra las cuerdas. Les voy a contar la historia a grandes rasgos, antes de que el autobús en el que iba aquel martes llegue a su destino.

En estos momentos, Virginia tiene un restaurante macrobiótico, en la calle Belén, que se llama Deméter, en honor de la diosa del trigo y los frutos de la tierra, y ese negocio está siendo su ruina. Lo montó hace casi tres años, invirtiendo en él todo lo que le quedaba, que no era mucho, más algún dinero que nos pidió a mí, a sus hermanos y a varios amigos. Pero, según me contó en el Café Star aquella noche, el Deméter no iba bien y ella estaba llena de deudas; los acreedores la acosaban y en el mercado donde se abastecía le hubieran fiado antes un hacha al Raskolnikov de Dostoievski que una lechuga a ella. En plena crisis, llevaba dos meses sin poder hacerse cargo de los recibos de la luz y del gas, y la compañía de teléfonos le acababa de cortar la línea. Además, en esos momentos seguía un tratamiento muy duro, a base de interferón, para intentar vencer la hepatitis que había contraído en sus tiempos de heroinómana, y las inyecciones semanales la dejaban agotada. Una verdadera hecatombe porque, en su caso, entregarse a la medicina tradicional fue otra rendición: ella siempre había sido partidaria de la homeopatía. Pero su hígado no mejoraba con los remedios naturales; las transaminasas no paraban de crecer y cuando, por fin, decidió hacerse unas pruebas en un hospital, el veredicto de los doctores fue rotundo: si no se sometía urgentemente a aquel tratamiento de choque, en tres o cuatro años estaría muerta.

Durante el tiempo que me estuvo contando sus desventuras, me impresionó lo poco que se parecía aquella Virginia angustiada y enferma a la que conocí veinte años antes, entonces tan segura, tan inmune a la adversidad. Porque por fuera, en líneas generales, aún era ella, a pesar de su aspecto demacrado y su aire de fragilidad, casi de transparencia; pero por dentro la habían desfigurado las preocupaciones y me pareció que, tras muchos años de lucha, empezaba a rendirse y tenía la sensación de que por mucho que escalase, siempre estaría al pie de la montaña. Eso es lo que ocurre cuando a lo que llamabas mala suerte empiezas a llamarlo destino.

Antes de salir del Café Star le di un cheque de mil euros, que no quería admitir de ningún modo, imagino que más por vergüenza que por orgullo, para que pudiese pagar el teléfono, la electricidad y a algunos de sus proveedores. Pero eso, que equivalía a mi bonificación de cuatro meses como jefe de estudios, no iba a resolver su bancarrota; como mucho, lo que le sobrase le serviría para comprar dos o tres kilos de esa cosa a medio camino entre el arroz y la sémola que se llama daikon y un poco de tofu, una caja de remolacha, un litro de soja y unos cuantos nabos japoneses. Aun así, cuando nos despedimos, al filo de las tres de la madrugada, en medio de una calle vacía en la que sólo se escuchaba una de esas sirenas nocturnas que al estallar en la oscuridad te estremecen igual que si el diablo te metiera la lengua en el oído, Virginia me besó las manos, en señal de una gratitud que resultaba igual de humillante para ella que para mí, y sus lágrimas me dejaron deprimido y con un terrible sentimiento de culpa. Pero ¿qué más podía hacer?

Al día siguiente, desde aquel autobús de veinte años más tarde, vi llegar a Virginia por primera vez, una noche de principios de 1980, a uno de los santuarios de la Movida madrileña, La Vía Láctea; la vi abrirse paso entre una canción de los Sex Pistols y otra de los Ramones, tan rubia y tan misteriosa, y mirar a su alrededor desde algún lugar frío y distante, con esos ojos suyos color verde-astucia que parecían decir: no intentes mentirme. Y también me recordé a mí mismo hacia el final de esa noche, tras dos horas de flirteo y ya absolutamente drogado de ella, cuando me atreví a preguntarle si me daría su número de teléfono para que la llamara, y ella dijo cuándo me vas a llamar, y yo dije siempre, y ella se rio y dijo para qué, y yo dije porque quiero otra dosis, y ella dijo otra dosis de qué, y yo dije de lo mismo que hoy, ¿cómo se llama: virginiamicilina, virginiazepan, virginiacetamol…?

El autobús llegó a Moncloa y allí cambié a otro de la EMT, para ir al barrio de Saconia a través del campus de la Universidad Complutense. Me gusta ese lugar, con sus praderas, sus campos de deporte y sus grandes árboles amarillos, y al mirarlo pensé lo que pensaba siempre: tú serás profesor en una de estas facultades, muy pronto. ¿Sería cierto? Quién sabe, porque la ambición siempre está en el mismo sitio, entre las esperanzas y la realidad, pero nunca se sabe cuándo puede ser el puente que las una y cuándo es el abismo que las separa.

Intenté pensar en las dos clases que tenía esa mañana, que eran las de todos los días, de lunes a jueves, a primero y segundo de bachillerato. Me tocaba hablarles, respectivamente, de La colmena, de Cela, y Tiempo de silencio, de Luis Martín-Santos, que a la mayoría le importaban tanto como un informe sobre la repoblación del ornitorrinco en los lagos de Australia. Pero qué se le va a hacer si ése es el trabajo de un profesor, predicar en el desierto esperando que en los cactus florezcan girasoles.

Cuando conocí a Virginia yo aún tenía, más o menos, lo que mi madre llama una novia formal, que es algo así como el croquis de una esposa. Llevábamos alrededor de tres años juntos y aunque en ese tiempo los dos habíamos descubierto que el otro no era exactamente la persona de nuestros sueños, supongo que estábamos predestinados a hacer lo que hacen tantas parejas, que es acabar sus estudios, buscar un trabajo y casarse, precisamente, cuando ya no se quieren; o al menos, cuando ya no están en las aguas jurisdiccionales del amor, sino sólo en las del cariño, que es justo lo contrario. ¿Saben lo que intento decir? Tracen una raya y pongan a un lado las cosas que tienen que ver con amor y, al otro, las que tienen que ver con cariño. En una mitad estarán pasión, idolatría o arrebato y en la otra estarán costumbre, urólogo y colcha. ¿Qué más pruebas necesitan?

Desde luego que antes de encontrarme con Virginia yo había cometido algunas infidelidades con otras mujeres: no olviden que aquéllos eran los años de los que iban a surgir los atrevidos ochenta pero también los fúnebres noventa, igual que el Amazonas nace de las fuentes del Marañón y el Ucayali, y que nuestras noches del viernes y el sábado se basaban en la trilogía música, drogas y libertad; de modo que no era difícil acabar fumando el último cigarrillo de hachís en la cama de alguien, a menudo sin que llegaras a saber quién, cómo ni dónde. Les voy a decir lo que pienso yo ahora, casi un cuarto de siglo más tarde, de todo aquello: bendita sea cada una de esas chicas. Malditos sean los que creen que la decencia sólo se puede conservar con la ropa abrochada, todos esos reprimidos cuya virtud huele a perro muerto y con cuya moral yo abonaría la tierra de un sembrado. Malditos sean los que consideraron lógicas las calamidades que después pasarían muchas de esas inocentes diosas del humo, santas desnudas, sacerdotisas de la alucinación. Que les parta un rayo. Punto y final.

Y a pesar de todo, seguramente porque los deseos son el enemigo natural de los principios, lo de Virginia fue otra cosa desde que puso en mí su campamento, aquella noche de La Vía Láctea: a ella la quería en exclusiva y hasta tal punto que casi antes de estar enamorado estuve celoso, sufrí porque me la quitaran aunque aún no la tuviese, pero quién, cuál de ellos, me decía, viendo fantasmas y traiciones por todas partes, y sintiendo que me sangraban heridas que aún no tenía, porque al celoso no le hacen falta razones ni pruebas: le basta con lo que no ha ocurrido. No quisiera dar la impresión de ser uno de esos hombres que, como dice Jules Renard, parecen casarse nada más que para evitar que sus mujeres se casen con otros, pero debo reconocer que el día de nuestra boda me sentí como Orfeo rescatando a Eurídice de entre las llamas de Plutón.

Aquel día, cuando miré hacia ahora desde una ventana de los juzgados, vi con claridad todo lo que al final no pasó: nos vi anclados uno en el otro para siempre, dueños de un amor invulnerable. Hoy, al mirar hacia lo que vino después, hacia los últimos días con Virginia, me veo como un hombre aturdido por la decepción, alguien que no sabe si ha olvidado dónde escondió un tesoro o si es que olvida que jamás lo tuvo, y siento verdadera compasión por ese desdichado que entonces pasaba por uno de los momentos más penosos de la vida, que es cuando descubres que la otra mitad de cada cosa es su opuesto y que el final de todos los caminos consiste en desandar lo andado, en ir sucesivamente del ímpetu a la calma, de la fe a las dudas y de la ilusión al desencanto. La suerte es la muerte con una letra cambiada. Qué barbaridad.

El autobús llegó a mi parada y los recuerdos se detuvieron. Seguía haciendo un frío polar y avivé el paso hacia el instituto, en parte por entrar en calor y en parte para poder tomar tranquilamente un café en el Montevideo. A esa hora la ciudad empezaba a arrancar sus motores, algunas tiendas abrían sus cierres metálicos y de las pastelerías emanaba el dulce olor de la diabetes hipoglucémica. A la entrada de un laboratorio fotográfico había un pobre hombre-anuncio disfrazado de Papá Noel y con un letrero al cuello, de esos que cuelgan por delante y por detrás y que definen muy bien cuál es la receta del capitalismo: se pone una persona cruda entre dos rebanadas de publicidad y se le sirve a un banco.

—Buen día, profesor —me dijo Marconi cuando llegué al Montevideo.

—¿Qué tal? ¿Cómo va la mañana?

—De a poquitos, no más. ¿Un café negro?

—Sí, por favor.

—¿Querés algo de comer: una tostada integral, un sándwich olímpico?

—No, Marconi, muchas gracias.

—Por nada.

Cada día me gustaba más ese hombre, tan discreto y poco dado a las intimidades que era capaz de no decir una sola palabra acerca de aquel temporal de frío que parecía dispuesto a congelar sobre las aceras hasta la sombra de los que pasaban. Y fíjense si eso es raro en un mundo en el que la conversación del ochenta por ciento de las personas se reduce a dos únicos temas: su salud y el tiempo. Pero Marconi estaba hecho de otra madera.

Aprovechando que, a base de huir del frío, había llegado más pronto que nunca al Montevideo y aún quedaba casi media hora para las nueve, me puse a buscar en las memorias de Carlos Barral lo que hubiese escrito acerca de las famosas Conversaciones Poéticas del hotel Formentor y el inmediato Primer Coloquio Internacional sobre Novela, celebrados en 1959 en Palma de Mallorca, a los que Delibes afirmaba haber hecho que Cela invitase a Dolores Serma. Si estuvo allí, hospedada junto al resto de los autores en «aquel bello edificio, guardián de un paraíso odisaico», según la descripción de Barral, quizás habló en alguna de las mesas redondas que se celebraron durante el congreso y hasta era posible que su intervención se publicase en la revista de Cela, Papeles de Son Armadans. Puede que incluso se conservara alguna foto suya junto a los otros invitados, entre los que Barral recuerda, aparte de Cela y Delibes, a escritores que me parecieron muy reconocibles para mi inminente público de Atlanta, entre otros Robert Graves, el futuro Premio Nobel de Literatura Vicente Aleixandre y dos miembros del ala más bien franquista de la Generación del 27, Dámaso Alonso y Gerardo Diego.

—¡Aquí está! —grité, al tiempo que daba una estruendosa palmada en el mostrador, que sonó a loza rota y a tenedores revueltos. Marconi, que me servía en ese instante el café, me miró dos segundos por encima de las gafas, con cierta curiosidad, y después se retiró al fondo de la barra, inmutable, sin un solo gesto ni un comentario. Su cara era una piedra a medio esculpir. Adoro a ese hombre. En una ocasión le hablé a mi madre de su prudencia y ella zanjó el asunto con uno de sus refranes: «Como debe ser, hijo: el pez en el agua y el herrero en la fragua». Pero se equivoca, porque en este caso no se trata de un problema de clase social, sino de temperamento. A menudo, la gente confunde las cosas.

Dolores Serma estaba atrapada en un párrafo displicente pero muy revelador de las memorias de Barral: «No consigo identificar con seguridad —escribe— a los que intervinieron en aquel primer encuentro de narradores. Mercedes Salisachs, Juan Goytisolo, a quien sin duda acompañaría Monique Lange… Dionisio Ridruejo, en representación de la literatura oficial. Tal vez Ana María Matute. Entre los extranjeros, con certeza Italo Calvino, Robbe-Grillet y Henry Green. De Doris Lessing recuerdo que había perdido el avión en el aeropuerto de Londres, pero no si al final estuvo o no estuvo en el hotel Formentor. Y a la lista hay que añadir a algunas esposas de poetas —olvidé a Clementina Arderiu, la de Carles Riba—, a la narradora Dolores Serma, paisana de Delibes y tenaz aspirante al Premio Biblioteca Breve, y a un grupo de damas de la capa más leída de la sociedad palmense».

Tensé el brazo y apreté un puño para exprimir aquel limón del árbol de la felicidad. Me pasé la mano por la cara, bebí lo que quedaba del café, apunté en mi libreta el número de la página que acababa de leer y escribí acto seguido: «Esas líneas demuestran que las gestiones de Delibes ante Cela surtieron efecto; pero, sobre todo, confirman que en 1959, aún inédita y todavía a tres años de publicar su único libro, Dolores Serma era algo más que un fantasma: habían pasado ya quince años desde sus sesiones junto a Carmen Laforet en el Ateneo de Madrid, pero la autora de Óxido estaba en activo, participaba en simposios literarios de primera magnitud y, por lo que dice Barral, sabemos que buscó el éxito, como cualquiera. Pero no se debe olvidar que en ese mismo espacio de tiempo que para Serma fue tan infructuoso, su amiga Laforet ya había publicado, además de Nada, otras dos novelas, La isla y los demonios y La mujer nueva, cinco novelas cortas, algunos relatos y hasta un tomo con sus obras completas, y había ganado tres premios, el Nadal, el Menorca y el Fastenrath. Y en cuanto a su protector, Miguel Delibes, ese mismo año sacó su noveno libro, La hoja roja, y acababa de ser nombrado director de El Norte de Castilla».

Me interrumpí porque empezó a sonar mi teléfono. Era mi madre, que me llama cada mañana, exactamente a las nueve menos cinco, para preguntar qué tal el viaje y si había llegado bien, como si en lugar de recorrer dieciocho kilómetros en autobús hubiera ido a los Andes a escalar el Tupungato. Es parte de su rutina, que consiste en levantarse, sin ninguna necesidad, a la misma hora que yo, hacerme el desayuno y, alrededor de una hora y media después, darme esa voz de alarma. No me importa, porque creo que eso la hace sentirse útil; de manera que le sigo la corriente.

—Hola, mamá. Buenos días.

—Buenos días, hijo. Ya son casi las nueve. ¿Estás en el trabajo?

—¿Qué trabajo? Estoy en el casino, jugándome nuestra casa en una partida de póquer.

—Anda, anda, déjate de bromas y no seas viva la Virgen. Entonces, ¿no has llegado al instituto?

—Aún no. He venido al Montevideo a tomar un café y me había distraído con unos papeles. Menos mal que me avisas.

—¿Lo ves? Si es que últimamente estás en Babia, hijo, que se te va el santo al cielo.

—Bueno, pues salgo ahora mismo. Luego hablamos, ¿vale?

—Te habrás abrigado, ¿verdad?, porque es que hace un frío horroroso. ¿Te has puesto una bufanda? ¿Y guantes?

—Claro que sí —mentí, mientras dejaba el dinero del café en el mostrador y salía hacia el instituto—. Por cierto, es mejor que no te muevas hoy de casa. Las calles están heladas y son peligrosas. Si necesitas algo, dímelo y yo te lo llevo.

—No, hijo, no necesito nada, gracias. ¿Qué tal anoche? Olvidé preguntarte esta mañana. ¿A qué hora volviste de la cena? ¿Trabajaste mucho?

—Bueno, un poco. No estuvo mal.

—Me alegro. ¿Y Virginia?

—Bien, más o menos. Con problemas en su negocio y regular de salud, como sabes; pero intentando abrirse paso.

—Vaya por Dios, pobre muchacha, ¡con lo que tiene sufrido! Pero ya verás como al final todo se arregla, y pronto. Ya sabes: año de nieves, año de bienes. Hasta luego, mi amor.

—Hasta luego, mamá.

Entré en el instituto con Carmen Laforet y Dolores Serma en la cabeza, pero en cuanto vi los pasillos que empezaban a llenarse de alumnos y a Bárbara Arriaga que, al cruzarnos, me saludó como si en el idioma de las brujas buenos días significase muérete, la realidad se adueñó de todo, el hotel Formentor se vino abajo, Nada y Óxido ardieron en una hoguera y la palabra literatura fue trasladada al campo semántico al que pertenecen cepo ysacacorchos. Adiós, gran conferenciante y escritor del mañana; bienvenido, pequeño maestro de ayer y de hoy. Debería haberme dedicado a cualquier otra cosa, no sé, a hornear empanadas, vender pólizas de seguros, o algo así.

—Muy buenos días, jefe —me saludó Julián, saliendo de su conserjería—, ¿cómo va eso? Menuda mañana, ¿eh? Como esto siga así, dentro de poco vamos a comer bocadillos de pingüino.

—Buenos días —le contesté, estrechando con cierta aprensión la mano de hierro que cada mañana me tendía, porque Julián es uno de esos tipos que no distinguen muy bien entre saludarte y zarandearte—. ¿Qué tal anoche?

—Pues regular. La mujer dice que me había dejado un bizcocho en la cocina, por si me levantaba, y que en lugar de comérmelo tal cual, lo he mojado en suavizante para la ropa.

—¿De verdad?

—Eso parece. Ya sabe que ella, antes de acostarse, marca todos los botes con un rotulador, por ver si baja el nivel, ¿no?, y ése sí que estaba más bajo, sí.

—Pero ¿no me dijo que guardaban las cosas venenosas con llave?

—Las guardamos, sí, lo cual no evita que pueda ocurrir un despiste, ¿no? Y ésa, pues que se nos olvidó anoche, estrictamente hablando. Según mi señora, me he tomado casi tres centímetros.

Me dieron ganas de contarle el chiste de Sócrates: «¿Que he bebido qué?». Pero me contuve y, en lugar de eso, dije:

—¿Y se encuentra usted bien?

—Divinamente. Digo yo que será por eso de que lo que no mata engorda. Pero la mujer se ha enfadado porque no quise ir al ambulatorio a que me miraran. Y bueno, ahí ya sí que se armó la marimorena. ¡No vea cómo se ha puesto: hecha una sidra!

—Una hidra, Julián.

—Eso, eso, una hidra: que dice que si soy un irresponsable y no puede más; que si esto no es vida; que si la estoy matando…

—Pues nada, hombre, paciencia y barajar, como decía Cervantes.

—Qué remedio, jefe, qué remedio. Paciencia, que es paz más ciencia, como solía decir mi padre.

Subí a la sala de profesores, según es costumbre, para saludar a los colegas. El ambiente era tan espeso que te lo podías comer a cucharadas. Como me había entretenido en el Montevideo con las memorias de Barral y en la entrada del instituto con el conserje, llegaba un poco tarde, así que algunas miradas me taladraron y en algunas bocas serpenteó la culebra del desprecio. En una esquina del cuarto, Bárbara Arriaga se ponía su absurda bata de farmacéutica y tenía una cara que parecía haber pasado la noche a remojo en vinagre. En el rincón opuesto, Miguel Iraola se retocaba a ciegas el nudo de la corbata y el peinado. Dos maestros más jóvenes, uno de Educación Física y otra de Lengua, él llamado Sebastián y ella Matilde, se reían junto a la ventana. Vinieron a por mí uno a uno, antes de salir hacia sus clases: Iraola, con sus andares jacarandosos y vestido con un traje de color carne guisada, me dio los buenos días cortésmente y me preguntó cuándo pensaba llamar al orden a los estudiantes de los que me había hablado. Sebastián me advirtió, con un gesto más bien torvo, que debía presionar al secretario para que a la hora de hacer los presupuestos no olvidase las reparaciones que necesitaba el gimnasio. Y Matilde me recordó que a la una y media tenía que reunirme con los tutores de la ESO. Los odié a todos, tanto por lo que eran como por lo que no eran, y me hubiese ido en ese mismo instante a mi casa, dando un portazo, con tal de no volver a ver a esa gente con la que compartía ocho horas diarias y no tenía absolutamente nada en común. Pero de qué serviría eso, si ya lo dice un proverbio árabe: disparando al caballo no matarás a las moscas que lo rodean.

Cuando los otros tres salieron, Bárbara Arriaga y yo estuvimos aún un minuto en la sala de profesores, que de pronto me pareció una cripta o una mazmorra. Había empezado a llover furiosamente, y el aguacero azotaba el tejado y debía de llenar las calles de peatones góticos. En alguna casa vecina al instituto aullaba un perro. Arriaga me miró de tal manera que hizo que me acordase, en una ráfaga, de todas las locas acerca de las que había hablado en mis conferencias de Dresde y Nuremberg, en un congreso sobre Literatura y Enfermedad: recordé a la Lucy Ashton de La novia de Lammermoor, de Walter Scott, y a la desdichada protagonista de María, o las injusticias que sufre la mujer, de Mary Wollstonecraft; pensé en Cassandra, de Florence Nightingale, y en la cataléptica Marta Rougon de La conquista de Plassans, de Zola; en la ominosa Bertha Mason que imaginó Charlotte Brontë para Jane Eyre; en la Lynda Coleridge de La ciudad de las cuatro puertas, de Doris Lessing; en la señora Danvers, célebre y terrible ama de llaves de la Rebeca de Daphne du Maurier; en la pobre Irene Quiroga de La fuente enterrada, de Carmen de Icaza, y en la esquizofrénica sin nombre que Charlotte Perkins Gilman puso en su cuento «El empapelado amarillo». Unas simples aficionadas, en comparación con la profesora de Física y Química de mi instituto.

Muy poco después, intentaba organizar en mi despacho las cuentas que presentaría en la reunión del día siguiente, mientras Carmen Laforet y Dolores Serma llamaban a mí como a la puerta de una casa vacía. Perdí el tiempo preparando las previsiones de gastos e ingresos del instituto, lo cual era una ocupación fascinante, como ya pueden imaginar. Por un lado, estaban las propuestas y reclamaciones del claustro: la profesora de Música, por ejemplo, solicitaba que se comprasen un piano vertical y una docena de atriles para las partituras; la bibliotecaria pedía más fondos para adquirir libros y tres tableros de ajedrez, y el profesor de Educación Física, cinco colchonetas y diez balones de voleibol, además de exigir el arreglo de los vestuarios, las duchas y la cancha de baloncesto. Por otro lado, las partidas de gastos estaban destinadas a las obras en el edificio; la reparación y conservación de maquinaria, elementos de transporte, mobiliario, enseres y equipos informáticos; a los suministros de energía eléctrica, agua, combustible y alimentos; al pago de tasas, contribuciones, impuestos y primas de seguro; al abono de facturas de los sistemas de comunicación, teléfono, fax, servicio postal o telegráfico y correo electrónico; a trabajos realizados por empresas de seguridad, limpieza y aseo. Finalmente, las casillas de los ingresos las fui llenando con cifras que resumían conceptos y subconceptos, cobros y donaciones, recursos públicos y recursos propios, créditos y ayudas oficiales. ¿Se aburren? Pues imagínense yo. Cuando acabé con todo eso, ya eran casi las once y, por lo tanto, tenía que ir a dar mi primera clase de la mañana, sobre Luis Martín-Santos, a segundo de bachillerato. Me sentía como si acarrease un barril lleno de arena.

Ojalá el mundo real fuese tan justiciero como el literario, me dije, según caminaba hacia el aula. Carmen Laforet triunfó desde el principio y casi contra su voluntad, porque Nada lo merecía. Dolores Serma se movió pero no fue a ninguna parte porque Óxido no sería gran cosa, como sin duda iba a comprobar el jueves, si conseguía que me la prestasen, en mi avión hacia Atlanta. El médico Martín-Santos, que dirigía el sanatorio psiquiátrico de San Sebastián y era un absoluto desconocido, presentó Tiempo de silencio al Premio Pío Baroja de 1961, y el galardón fue declarado desierto, pero Barral se la publicó de inmediato y, muy pronto, se empezó a hablar de él. Sería fabuloso si el resto de la vida fuese así y los resultados que consigue cada persona fueran proporcionales a sus méritos. Por desgracia, no lo es. Deberían ver, por ejemplo, al director de mi instituto, de quien ni les he dicho ni les voy a decir una sola palabra, por no perder el tiempo y porque, como suele decir mi madre: en este mundo, al que habla claro todo le sale turbio. Como máximo, se me ocurre una cosa: les doy un par de adjetivos y ustedes les construyen el personaje alrededor. ¿De acuerdo? Vale, pues imaginen cualquier cosa que ajuste con incompetente y lameculos, y será él. Seguro que ya se hacen una idea.

A las doce, después de haber pasado una hora hablándoles de Tiempo de silencio a quince adolescentes que, de los ciento ochenta centímetros que medían, calculo que alrededor de ciento treinta los habrían crecido dentro de un Burger King y otros diez en una sala de videojuegos, salí de clase «moderadamente eufórico», por usar una expresión feliz de Julián, el conserje: aunque parezca mentira, la mayor parte había leído el libro y, en general, les había gustado. Increíble.

A las doce y cinco tuve una entrevista con la tutora del hijo de Natalia Escartín y diez minutos más tarde llamaban a la puerta de mi despacho los dos presuntos culpables de molestarlo. Apreté los dientes, tensé los músculos de la cara, dije adelante y les clavé los ojos más japoneses que pude, intentando hacer que se sintieran como dos insectos atravesados por un alfiler. Así es la vida: Nabokov cazaba mariposas y yo cazo alumnos de secundaria. Tampoco hay tanta diferencia. Si no fuese porque él escribió Lolita y yo no, seríamos casi la misma persona.

Vamos a llamar Héctor y Alejandro a los dos esbozos de matón que tenía frente a mí. Ustedes ya los conocen: son los más fuertes y los más estúpidos de su clase y, aunque ahora quizás usen otros nombres, ni su apariencia ni su actitud han cambiado desde que los sufrieron, hace años, en su propio instituto: ahí están la chulería panfletaria, los andares ondulantes que les hacen parecer un ser humano superpuesto a un mono y el clásico rictus de desdén aprendido de los malos actores de las películas para idiotas; ahí sigue su postura indolente, con los pulgares en los bolsillos del pantalón y el cuerpo destensado por la indiferencia; y en cuanto a su modo de hablar, aparte de haber asumido la jerga de moda, tampoco ofrece muchas novedades, sigue siendo un combinado de desinterés y provocación, de qué me hablas, tío, corta el rollo, colega. Lo único distinto es que hace tiempo, cada vez que cometían una tropelía, sus padres les ajustaban las cuentas en casa, y ahora van al colegio a ajustárselas a los profesores. De hecho, algunos defienden a sus hijos con tal ferocidad que, dentro de poco, nuestra profesión va a tener que incluirse entre las que hacen obligatorio el uso del casco.

—¡Cómo no! —dije, a la vez que levantaba demagógicamente las manos—: Héctor y Alejandro, una vez más. El Dúo Calavera en persona. Chicosduros.com.

—Mire, jefe, nosotros no hemos hecho nada —dijo uno de ellos—. No sé ni por qué nos ha llamado.

—¿En serio? Oye, ¿con quién crees que hablas? ¿Eh?

—Oiga, ya le he dicho…

—Perdona… Perdona un momento. Os suena de algo Ricardo Lisvano, ¿verdad? Me han dicho que últimamente os divertís bastante a su costa.

—Qué va, para nada.

—¿No? Bueno, pues a pesar de todo, si volvéis a importunarlo, os voy a hacer la vida imposible, ¿vale? Quizá no os pueda expulsar, porque eso es difícil: ya sabéis que en este país la escolarización es obligatoria, incluso para los que en lugar de tener cerebro sólo tienen sesos, como las vacas. Pero voy a amargaros cada segundo que paséis en el instituto. ¿Me explico?

—Pero si nosotros…

—Para empezar, ya le he dado a vuestra tutora la orden de que os separen en clase. A partir de mañana, os sentaréis los dos en la primera fila, cada uno en un extremo.

—¿Por qué? Si le digo que nosotros…

—Y voy a hablar con vuestros profesores, uno a uno, para pedirles que os saquen a la pizarra cada mañana, os echen de clase a la mínima y os manden aquí conmigo. Yo os educaré, en persona.

—Pero…

—Por otro lado, ya sé que estáis en el equipo de baloncesto. Voy a hablar con el entrenador, para que os dé de baja.

—¿Qué? Oiga…

—Éste es el primer y el último aviso. Ya podéis marcharos.

Supuse que con eso bastaría: al fin y al cabo, aquellas dos abreviaturas de malhechor sólo tenían dieciséis años. Desde luego, no podía cumplir ni la mitad de mis amenazas y, además, si a esas dos joyas les daba por contar en casa lo que les dije, corría el peligro de que a la mañana siguiente apareciera en mi despacho un energúmeno en forma de padre, dispuesto a comerme vivo. Pero, por esa vez, me arriesgaría.

El siguiente paso era telefonear a Natalia Escartín. Marqué el número de su móvil y le dije que había llamado severamente la atención a los dos alumnos que fastidiaban a su hijo y que sus profesores de Literatura e Inglés me iban a dar un informe sobre las causas por las que iba mal en esas asignaturas.

—Pero, básicamente, lo que tiene que hacer es trabajar más en casa —dije—; sobre todo el Inglés, que lo tiene muy abandonado. Para ayudarle con la Literatura, le voy a fotocopiar los apuntes de su compañero Alfonso, que es el más listo de la clase. Si los estudia, aprobará seguro. De cualquier forma, no se preocupe. Su hijo es inteligente y no va a tener ningún problema para sacar el curso, si él no quiere tenerlo.

Odio decir esas bobadas, pero he aprendido que son las únicas que quieren escuchar los padres de los alumnos. De modo que cuando llegan furiosos a mi despacho, dispuestos a encontrar al culpable de que su excepcional hijo haya puesto en un examen que el Guadalquivir pasa por Zaragoza, que la capital de Marruecos es Kuala Lumpur o que el nombre de pila de Cervantes era Mariano, les sueltas un par de alabanzas de ese tipo y es como clavarle un dardo narcótico a un rinoceronte. «No, si ya sé que le sobra cabeza», dicen, ya más tranquilos, «lo que pasa es que ahora los chavales, como lo tienen todo tan fácil…».

—Le agradezco mucho todas las molestias que se ha tomado —dijo Natalia Escartín. En el teléfono, además de su voz se insinuaba, de fondo, el baqueteo metálico del hospital: camillas, carros de medicamentos, biombos, sillas de inválido…

—No tiene por qué. Es mi obligación.

—Bueno, la amabilidad nunca es obligatoria: uno la elige. ¿Qué tal su conferencia?

—Pues, ya que lo menciona, he estado buscando información sobre su suegra, y he encontrado algunas cosas de interés.

—¿En serio?

—Sí, sí, ya le contaré; hay varios autores importantes que la mencionan en sus memorias, gente como Miguel Delibes y Carlos Barral. Y tal vez encuentre algunos otros.

—Vaya, pues me gustaría que me diese los datos, para comprarme esos libros. No creo que mi esposo los conozca. Sería un buen regalo de Navidad.

—Será un placer. Sin embargo, lo que no voy a poder conseguir, sobre todo de aquí al jueves, es un ejemplar de su novela. Ni creo que sea sencillo encontrarla, en realidad. Me pregunto si ustedes tienen alguna copia, y si me la prestarían para que la lea en el vuelo a Atlanta.

—Eso es fácil: si no me equivoco, en el desván hay una caja llena, de modo que le regalaremos una, con mucho gusto. ¿Quiere que se la envíe mañana, con un mensajero?

—No me gustaría causarle molestias. Y…, bueno…, también podría ir a por ella yo mismo. Así le doy, de paso, los apuntes de Alfonso. ¿Le parece bien? O podemos encontrarnos en algún otro lugar, si lo prefiere.

Hubo un silencio que yo llené de sus posibles sospechas: pero qué cara dura tiene este tipo, a qué juega, ¿será posible?

—Claro que sí —dijo, finalmente—. Será un placer. ¿Le vendría bien en la cafetería del hotel Suecia, a eso de las cinco y media?

Fijamos la cita y acabé la mañana lo mejor que pude. Di mi segunda clase, esta vez a primero de bachillerato y sobre La colmena, sin lograr que se interesaran gran cosa en el libro. Fui con el secretario a llevarle una copia de los presupuestos al director. Perdí diez minutos con Julián, el conserje, que tenía que explicarme las obras del baño de las chicas. Después le di un aviso, sin demasiado entusiasmo, a los alumnos de los que se había quejado Miguel Iraola. A continuación me reuní con los tutores de la ESO, que me pidieron cosas tan diversas como que le insistiera al secretario para que ordenase la compra de diverso material de laboratorio, desde vasos de precipitado y matraces Erlenmeyer hasta un amperímetro; que autorizara una visita a las cuevas de Altamira o que se instalara un pasamanos en las escaleras del aparcamiento. Luego hice la fotocopia de los apuntes de Literatura para el hijo de Natalia Escartín y, como colofón a esa fantástica mañana, hablé por teléfono con las encargadas de Secretaría, que me dieron mi agenda de visitas del día siguiente, con el director, con mi madre, con la presidenta de la APA, con la inspectora de la Comisión Pedagógica y con Virginia, que me llamó para contarme en qué había usado el dinero que le di en el Café Star y que pronto iba a ir al médico para someterse a una prueba importante. Algunos de ustedes sabrán que Colofón es el nombre de la ciudad donde Homero se quedó ciego.

Vamos, vamos, me dije, mientras caminaba hacia el Montevideo sobre la nieve deshecha, agotado y deprimido por aquel día absurdo. Vas a escapar de esto, vas a escribir tu ensayo, vas a triunfar, te harás rico, te arruinarás y cuando te pregunten por qué te arruinaste podrás repetir lo que dijo el futbolista George Best: gasté mucho dinero en coches, alcohol y mujeres; el resto, lo he malgastado. Venga, no te desanimes, vuelve a 1959, tú has estudiado a fondo ese año en que se celebran las Conversaciones del hotel Formentor y mientras Cela reúne en Palma de Mallorca a una serie de escritores, entre los que está Dolores Serma, el poeta Manuel Altolaguirre muere en Burgos, en un accidente de coche; el italiano Salvatore Quasimodo gana el Nobel de Literatura; Jaime Gil de Biedma publica Compañeros de viaje; Vargas Llosa, Los jefes; Julio Cortázar, Las armas secretas, y Neruda, Navegaciones y regresos; Fidel Castro entra en La Habana; en Francia se elige a De Gaulle presidente de la República y en España se pone en marcha el Plan de Estabilización, se funda la banda terrorista ETA, Franco manda trasladar los restos de José Antonio Primo de Rivera desde El Escorial al Valle de los Caídos, se inauguran los grandes almacenes Galerías Preciados… Venga, venga, venga, reconstruye alrededor de Carmen Laforet y Dolores Serma aquel año horrible y triunfal en que todo se hunde pero Severo Ochoa gana el Nobel de Medicina, Federico Martín Bahamontes el Tour de Francia y Alfredo Di Stéfano el Balón de Oro. En 1959 Ernest Hemingway recorre España con los toreros Luis Miguel Dominguín y Antonio Ordóñez, va de Bilbao a Málaga, de Pamplona a Madrid, Sevilla, Burgos, Valencia… Juan Goytisolo y la hija de André Malraux, Florence, acuden en mayo al congreso de Palma de Mallorca y en agosto estarán en Málaga con Hemingway, que para entonces ya tiene su famoso aspecto de Papá Noel por lo civil, ha ganado el Nobel hace cinco años y sólo escribe novelas póstumas, todas esas que aparecerán después de que se pegue un tiro en 1961: París era una fiesta, Islas a la deriva… Ana María Matute ha ganado el Premio Nadal con Primera memoria y Juan García Hortelano va a ganar con Nuevas amistades el Biblioteca Breve al que, si es cierto lo que dice Carlos Barral, también Dolores Serma debía de haberse presentado. En el año 59 los dibujantes Goscinny y Uderzo inventan Astérix y se matan en un avión Buddy Holly, Ritchie Valens y el gimnasta Joaquín Blume; y mueren Raymond Chandler y Billie Holiday; y Hemingway, que en 1937 estuvo en Madrid defendiendo a la República, ahora comparte el palco de la plaza de toros de Bilbao con Carmen Polo, la mujer de Franco. Venga, venga, sé ambicioso y Atlanta caerá rendida a tus pies.

—Buen día, profesor —me saludó Marconi, nada más entrar al Montevideo—. ¿Qué tomás? ¿Un café negro?

—No, hoy no. Mejor dame directamente la botella de Château Cantemerle.

Es que hacer planes es siempre algo equívoco, ¿no les parece? Hablamos de los planes como si fueran un manual de instrucciones, pero sólo son un libro en blanco. Muy pronto, yo mismo me sorprendería al ver de qué iban a llenarse las páginas que pensaba escribir sobre Dolores Serma y por qué caminos inesperados debería internarme mientras perseguía su historia.