Capítulo dos

Después de aquel hombre de aspecto porcino y mirada zigzagueante que, por añadidura, resultó ser uno de esos atletas de la simpatía que te hablan como un viejo amigo a los diez minutos de conocerte, recibí a otros dos padres, ordené algunos de los insufribles informes, facturas y proyectos que debía preparar para la próxima junta de profesores, di mi clase de segundo de bachillerato y, a las dos en punto, con un grueso tomo del ISBN bajo el brazo, me fui a almorzar al Montevideo.

Las calles seguían nevadas, aunque ahora se tratase de una nieve más oscura e innoble, ya mucho más de la tierra que del cielo. Las personas que pasaban tenían la piel de color rojizo y de sus bocas salían espesas columnas de vaho, igual que si dentro de ellos ardiese la hojarasca de sus vidas. Los árboles estaban engalanados con bombillas blancas, en las tiendas brillaban luces intermitentes y la decoración de los escaparates era tan esmerada que el género no parecía una simple mercancía, sino un tesoro: de repente, la ropa, los zapatos, las plumas estilográficas o los discos no pertenecían al mundo del comercio, sino al de la fantasía. Qué fraude. Entré en el Montevideo.

—Buenos días, Marconi —dije.

—Buen día, profesor. ¿Qué le pongo de tomar? ¿Te atrevés con un vino uruguayo, para combatirle al frío?

—No, gracias, de momento prefiero otro café solo, para calentarme.

—Ya sé no más: doble y que esté hirviendo.

Marconi Santos Ferreira, un tipo notable del que, poco a poco, iba sabiendo cosas. Había llegado a España en 1973, huyendo de la dictadura militar. En Montevideo trabajaba en un hotel de lujo, el Casino Carrasco, que estaba frente al Río de la Plata y era, según me dijo, el lugar donde Federico García Lorca escribió Yerma. Su padre le puso Marconi por el inventor de la radio, al que había conocido cuando fue a Uruguay para estudiar unos fenómenos eléctricos en las playas de Punta del Este.

—Acá tenés el café, profesor.

—Gracias.

—No, por nada. ¿Qué querés de comer? Para entrantes tengo sopa de zanahoria o panzotti rellenos de espinaca; y de principal, chivitos o ñandú. Y creo que me quedan un par de huevos quimbos.

—¿Qué es el ñandú? ¿Una verdura?

—¡No, hombre! Es un pájaro, una especie de avestruz. ¿Nunca lo oíste?

—La verdad es que no —dije, mientras imaginaba, por algún motivo, uno de los menús demenciales de Julián, el depredador nocturno: puré de judías con crestas de pollo crudas, o algo así.

—Pues probalo, que está delicioso —sugirió Marconi—. Lo llaman el avestruz de América. ¿Sabés en qué se distingue del otro?

—No. ¿En qué?

—El nuestro tiene tres dedos y los de África, sólo dos.

Pedí los panzotti, y nada de segundo. Y, como siempre, mi botella privada de Château Cantemerle. Marconi me miró con pesadumbre y se fue hacia la cocina sacudiendo la cabeza.

Al otro lado de las ventanas del Montevideo, la gente pasaba con bolsas llenas de regalos. Los contemplé con aprensión y un punto de furia, mientras sorbía el café. Ya ves tú, la Navidad: millones de personas con la boca llena de amor, misericordia y cochinillo asado, apóstoles de una clemencia de usar y tirar que propagan a los cuatro vientos como si lanzasen octavillas sobre una multitud, doblemente armados con la fe de un misionero y la vehemencia de un subastador.

Pues miren, a mí la Navidad me produce auténticas náuseas, porque la relaciono con dos de los pecados que más detesto en este mundo: la glotonería y la falsedad. Sí, porque yo casi odio comer. De hecho, siempre me he alimentado de mala gana y a base de fruta, sushi, verduras a la plancha, zumos, ensaladas, yogures, un poco de pasta fresca y cosas de ese tipo. Jamás tomo carne, ni legumbres, ni pasteles, o tartas, o flanes…, nada que sea muy dulce, ni que tenga muchas especias. Confío en que nadie se sienta ofendido, pero no soporto a los gordos satisfechos, esa gente insaciable que sería capaz de mojar pan en las obras completas de Unamuno, que zampa grasas y azúcar hasta conseguir que su estómago se pueda medir en metros cuadrados y, cuando enferma, en lugar de a una ambulancia hay que llamar a un transportista. Como ya han notado, antes de cada comida me bebo un café, al final otro y, entre medias, un buen vino de Burdeos, y los tres juntos me hacen de armadura. Ésas son mis costumbres, y aunque a algunos les puedan parecer raras, a mí me sirven.

Bueno, el caso es que mientras Marconi llegaba con la comida, me puse a buscar en el ISBN a Dolores Serma. A ver: Seoane…, Serjan…, Serlio… Ahí estaba: Serma Lozano, Dolores. Óxido. Ediciones de la Imprenta Márquez. Valladolid, 1962. Y nada más. Es decir, que aquél había sido su primer y último libro y ella otro de esos miles de escritores intrascendentes que sacan alguna obra menor en una pequeña editorial y después se evaporan por falta de talento o de perseverancia, aunque crean que es sólo por falta de suerte. En fin, supongo que la ofuscación es la última bala de los resentidos.

—Acá tenés los panzotti y el Château Cantemerle —dijo Marconi, sirviéndome la primera copa de vino—. El tomate es natural, por descontado.

—Gracias. Y dime —añadí, por cortesía—, ¿marcha bien el negocio?

Miró a su alrededor. El Montevideo estaba tranquilo y los únicos clientes, aparte de mí, eran una pareja que tomaba en absoluto silencio un bol de sopa y, justo en el otro lado del restaurante, lo que parecía un grupo de ejecutivos que comía con gran estrépito la especialidad de la casa: un asado uruguayo. Ya saben, una gran fuente llena de tripas de vaca fritas, chorizo, esas cosas llamadas mollejas… No quise ni mirar, aunque sí me fijé en el que parecía presidir la reunión, uno de esos cuarentones con la piel convertida en chocolate por las lámparas de rayos uva y laca suficiente en el pelo como para inmovilizar la selva amazónica.

—Sí, bueno —dijo Marconi, secándose las manos en el delantal—, ayer anduvo chato; y ahora, vos ya lo ves, regular. Pero esta noche reservó una familia uruguaya, creo que ya te hablé de ellos, unos medio ricos que tienen una casa de verano en Punta Ballena. Les vamos a preparar ensaladas y bondiola de cerdo.

—Dime una cosa. ¿En Montevideo también trabajabas en la cocina de aquel hotel?

—¿En el Casino Carrasco? No, qué va. Allá yo era el gerente. Por eso me tuve que ir, vos sabés: uno tenía amigos sospechosos, imaginate, gente que hacía sus tertulias allá, que se metían en conversaciones de política, hablaban de la Unión Soviética, de Fidel Castro…, fijate qué compañías…

—¿Fueron perseguidos?

—Pues y ¿cómo no? A tres que eran profesores como vos los detuvieron bajo cargos de estar con los Tupamaros. A otro que huyó del país lo fueron a asesinar a Chile; lo mataron a él y a su esposa, y robaron a su hija.

—¿Fue uno de esos niños secuestrados, como la nieta del escritor Juan Gelman? Conoces el caso, ¿no?

—Pero y ¡cómo no voy a conocerlo, si salió mil veces en los diarios! Eso le pasó a él y a tantos otros. Los milicos se los daban a gente de mucha plata, vos me entendés. Y luego: nunca más se supo. La familia de ese matrimonio que huyó a Santiago, hasta donde yo sé, nunca volvió a saber de la niña desaparecida.

—Qué bárbaro. Así que, dadas las circunstancias, lo mejor era poner tierra de por medio, ¿no?

—¡Y claro! Yo me fui primero a la ciudad de Piriápolis, a trabajar de camarero en el Argentino Hotel, y en cuanto pude, agarré a mi señora y nos vinimos a España. Y bueno, mirá qué irónico que ahora, para ganarme la vida, tengo que hacerle de cenar a la misma gente que entonces apoyaba a los milicos, todos esos potentados con villas en el barrio de Pocitos y casas de verano en San Rafael. Pero disculpame, profesor, ya me toca atender al público.

Marconi se fue a retirar el primer plato de la pareja muda y yo me quedé comiendo mi pasta. Estaba deliciosa, como siempre, aunque no pude más que con la mitad de la ración.

Mientras apuraba mi copa de Château Cantemerle, me distraje observando a aquella mujer y aquel hombre que comían juntos pero a solas, tan hostiles e inmunes uno al otro que, aparte de no hablarse, se las ingeniaban para mirar siempre en direcciones distintas e incluso para adoptar una posición un poco ladeada con respecto a su acompañante, algo que evitara cualquier riesgo de afrontar sus ojos. Me acordé de una novela de Michel Tournier en la que hay un matrimonio que cada domingo va a almorzar a una marisquería de la Costa Azul y la mujer siente tanta vergüenza de su incomunicación que, mientras su marido come, ella mueve en silencio los labios para hacer creer al resto de los clientes que le está hablando. Me pregunté si la relación de Natalia Escartín y su esposo también sería de esa clase y, de forma arbitraria, le puse al hijo de Dolores Serma la cara del emperifollado que capitaneaba el grupo carnívoro del fondo, aunque, por lógica, él debía de ser algo mayor.

Volví a consultar el ISBN y esta vez reparé en algo desconcertante: Natalia me había dicho que las jóvenes Dolores Serma y Carmen Laforet escribían juntas en la biblioteca del Ateneo, todas las tardes, y eso tuvo que ser entre enero y septiembre de 1944, las fechas en que Laforet escribe Nada. Pero su novela se publicó al año siguiente, mientras que la de Serma no salió hasta 1962. ¿Qué pudo pasar? ¿La obra en que trabajaba Dolores Serma junto a Laforet era otra, o es que Óxido permaneció inédita, o tal vez en proceso de creación, durante casi veinte años? Necesitaba saberlo, porque sólo si Óxido se hizo junto a Nada tenía algún interés para mí, de manera que se lo preguntaría a Natalia, o a su marido. Y también iba a pedirle que me prestase un ejemplar, si es que lo tenía. Porque si no, ¿dónde iba a encontrar, a esas alturas y con tantas prisas, un libro remoto, editado en una humilde imprenta de Valladolid, posiblemente a cargo de la propia autora, y que no habría tenido más distribución que la que ella misma hubiese hecho puerta a puerta, dejándolo en depósito en cuatro o cinco librerías de confianza?

Me serví más Château Cantemerle. Por otra parte, ¿no sería magnífico presentar en Atlanta esa obra minúscula y desconocida que fue hecha quizás en paralelo a Nada, por una mujer de la misma edad que Carmen Laforet, tal vez de un origen y una formación similares, y así acentuar aún más su hazaña? Porque eso es lo que había sido Nada, una hazaña, una demostración de talento en estado puro, y no de suerte, como al parecer pensaba Serma, según me dijo Natalia Escartín. Supongo que los celos son las bestias de carga del rencor. En cualquier caso, desenterrar Óxido ¿no sería un gran golpe de efecto? Quizás esa pregunta se hubiese quedado ahí, botando dentro de mi cabeza, si de pronto no hubiera imaginado a mi madre, de quien muy pronto les voy a hablar, diciéndome:

—Pues vamos, hijo, ¿a qué esperas con tanto circunloquio? Deja de hablar por boca de ganso y ponte a trabajar. Que ya sabes que quien mucho analiza, mal fuego atiza.

Le di la razón, saqué mi cuaderno, consulté unas notas, puse a un lado los panzotti y escribí: «En Los soldados lloran de noche, Ana María Matute dice que la vida es corta, fea y se puede contar en pocas palabras, la mayoría no muy edificantes. Tiene toda la razón del mundo el personaje que pronuncia esas palabras casi al final de la guerra civil española, en un país que la narradora ya sabía, cuando escribe su libro a comienzos de los años sesenta, que iba a ser asfixiado por la muerte, el hambre y la represión que el Régimen del general Franco desató contra los vencidos; pero también es verdad que justo de aquella época terrible y desesperanzada es de donde sacaron autores como Carmen Laforet, Sánchez Ferlosio o la propia Matute…».

Me tuve que interrumpir, una vez más. Ahora, la razón era que había empezado a sonar mi teléfono. Miré quién llamaba y vi que era Virginia, mi ex mujer. No quise contestar, y tampoco quería leer el mensaje que iba a escribirme a continuación, de manera que apagué el móvil. No se preocupen, también les hablaré de Virginia, a su debido tiempo. Por ahora, les puedo hacer un resumen: nos conocimos en los alegres ochenta, en Madrid; nos casamos a los veinticuatro años, vestidos con cazadoras de cuero y seguros de que en nuestra casa iban a arder eternamente las barritas de sándalo y nunca dejarían de dar vueltas los discos de los Clash y Radio Futura. Pero el sándalo se consumió, las bandas se disolvieron y yo aprendí que la eternidad puede contarse con los dedos de una mano. Durante un tiempo, la detesté como sólo puede detestarse a alguien a quien aún se quiere y luego, poco a poco, la distancia nos convirtió otra vez en dos extraños. Punto y seguido.

—¿No acabás siquiera los panzotti, profesor? ¿No estaban buenos? ¿Los retiro?

Me quedé mirando unos instantes a Marconi e intenté imaginarlo en aquella época en que Virginia y yo íbamos casi todas las noches de bar en bar y de concierto en concierto para ver a grupos de novatos que sonaban como cuatro mulas dándole coces a una máquina tragaperras; íbamos del Pentagrama a El Sol y del Rock Ola a La Vía Láctea, cenábamos un bocadillo de ni se sabe qué en medio de la calle hacia las seis de la mañana, y éramos felices; o al menos lo fuimos los primeros años, mientras creíamos respirar, como dice Pessoa, «el perfume que los crisantemos tendrían si lo tuviesen». ¿Existía ya entonces el Montevideo? O, más bien, ¿existía alguna otra cosa, aparte de los antros, los cigarrillos de hachís, el amor y la música? Supongo que sí, y que estaba ahí igual que la palabra ira dentro de la palabra paraíso, pero cómo saberlo entonces.

—Sí, gracias —contesté, de vuelta en el mundo real—. Están deliciosos, pero son demasiados.

—¿Tomás postre? ¿Un poco de fruta fileteada, con jugo abajo?

—Pero que sea una ración pequeña, ¿de acuerdo?

—De acuerdo. Me demoro cinco minutos.

¿Y Natalia Escartín? ¿Dónde estaba y qué hacía ella en los ochenta? Supongo que, entre otras cosas, vivir cómodamente en el chalé de sus papás, no querer ir ni muerta a la clase de sitios a los que íbamos nosotros y aprovechar en las aulas de la facultad de Medicina las horas que yo tiraba en el bar de la de Filología. ¿Y Dolores Serma? ¿Siguió escribiendo? ¿Mantuvo su amistad con Carmen Laforet? ¿Guardaba alguna foto con ella o quizás alguna carta suya, algún manuscrito?

Todas esas cuestiones me devolvieron a mi trabajo y, otra vez, a la realidad. Dolores Serma y Carmen Laforet: en eso es en lo que tenía que centrarme, porque estábamos a lunes y el jueves volaba a Atlanta. Abrí la agenda y apunté: hoy, acabar en casa la conferencia sobre Laforet y llamar a Virginia. Mañana, a primera hora, interesarme por el problema de Ricardo, el hijo de Natalia Escartín, y después llamarla para pedirle Óxido. Miércoles, junta para aprobar los presupuestos que presente el secretario del instituto. Jueves, de camino, cambiar dólares; por la mañana, solucionar asuntos pendientes y, a la hora de comer, reunión del Consejo Escolar para cambios del Reglamento de Régimen Interno, por la tarde, hacer la maleta. El avión Madrid-Atlanta sale a las once de la noche. Leer Óxido durante el viaje. Llegada a las doce, hora de Estados Unidos, y traslado a Dahlonega. Viernes, a las diez, charla en la Universidad de Georgia y traslado a Athens; a las cuatro de la tarde, conferencia en la Universidad Estatal. Sábado, traslado a Atlanta; conferencia a las 18.30, en el hotel Marriott. Domingo, mañana libre y a las 17.30, regreso a España. Llego el lunes a las siete y voy del aeropuerto al instituto.

Mientras tomaba parte de la fruta que me acababa de servir Marconi, me pregunté cuántas de esas cosas iba a dejarme hacer el maldito instituto. O qué precio tendría que pagar por acabarlas todas. Pero daba igual, sólo era cuestión de resistir, porque de un modo u otro yo terminaría saliendo de aquella jaula. ¿Por qué no? ¿Qué me faltaba a mí para poder hacerme sitio donde triunfan tantos estafadores? Y no hablo sólo del mundo docente, en el que hay tanto catedrático ampuloso y vulgar, sino incluso del propio mundo de la literatura. Fíjense, sin ir más lejos, en muchas de las novelas que hoy se leen y reciben premios importantes, y compárenlas con las de Carmen Laforet, o Sánchez Ferlosio, o Ana María Matute, o Juan Marsé; deténganse en sus historias, tan previsibles como las instrucciones de un frasco de linimento; o en su estilo, unas veces inocuo y otras tan petulante que hace suponer que el bicarbonato se inventó contra ciertos escritores, para combatir los efectos de su prosa. Si ya lo decía Albert Camus: tener éxito es fácil, lo difícil es merecerlo.

Pero en fin, es mejor callarse, usar esa aleación de hipocresía y miedo que es a menudo la prudencia y no meterse en camisas de once varas; que, como suele decir mi madre, al gallo que canta, le aprietan la garganta, y quien los labios se muerde, más gana que pierde. Odio el refranero.

Volví a repasar mi agenda de los próximos días, pagué el almuerzo, me despedí de Marconi y salí del Montevideo. Aún hacía mucho frío, pero eso ya no me disgustaba; al contrario, me producía una sensación de vigor, casi de optimismo, y mientras caminaba con pasos enérgicos me decía: venga, entre esta noche y la que viene acabas la conferencia sobre Carmen Laforet y en Atlanta le añades el toque original de descubrir a Dolores Serma; luego, al regresar, preparas un ensayo sobre Ana María Matute, otro sobre Cela, dos más sobre Delibes y Sánchez Ferlosio…, no olvides que llevas años interesado en el tema y tienes cientos de notas sobre todos ellos, adelante, adelante; descubriré publicaciones olvidadas en la Biblioteca Nacional y noticias esclarecedoras en los periódicos de la época, vamos, vamos, tú puedes.

¿Y por qué no? Si trabajaba duro, en un año tendría sobre la mesa un libro importante. Sabía dónde encontrar todo lo que necesitaba, sólo me hacía falta disponer del tiempo suficiente como para llegar hasta ello. Ya podía ver el título en la portada, Historia de un tiempo que nunca existió, y debajo, en letras más pequeñas y entre paréntesis: La novela de la primera posguerra española. Sería un ensayo polémico, valiente, que retrataría la vida de algunos escritores en aquellos años terribles del hambre, las persecuciones políticas, la censura y el estraperlo. Algunos críticos iban a afirmar que se trataba de una obra maestra y otros la denostarían sin piedad, y cuando lo hiciesen, yo haría lo mismo que, según me contó en una ocasión mi madre, hizo Muñoz Seca tras leer un ataque furibundo contra una de sus comedias: llamó al periódico que lo había publicado, pidió que le comunicasen con el autor del artículo y le dijo: «Mire usted, en este momento tengo su crítica delante; dentro de unos segundos, la tendré detrás». Y después de la controversia y la gloria, prepararía unas oposiciones y entraría en la Universidad. ¿Por qué no? ¿Quién lo iba a impedir?

«Tú mismo, estúpido», me dije, ya cerca del intercambiador de Moncloa, donde cada tarde tomo un autobús hasta Las Rozas, que es donde está la casa de mi familia, donde yo pasé toda mi infancia y donde ahora vivo con mi madre. Lo hago por estar con ella, porque es el sitio donde me refugié cuando Virginia y yo nos separamos y porque allí me cuidan y trabajo bien. La casa, que se hizo poco después de la guerra civil, tiene un edificio principal de dos plantas, en el que está la vivienda en sí, formada por un salón, una sala de estar, una cocina, tres habitaciones y dos baños, y otra construcción aparte, separada de la primera por un pequeño jardín y compuesta por una cocina, una bodega y un comedor, que es donde yo me encierro a leer y escribir. Bueno, o más bien un antiguo comedor, porque en los últimos tiempos, según he ido tomando posesión de él, sus paredes se han ido llenando de estanterías y libros, y ahora mi madre lo llama, un poco pomposamente, «la biblioteca».

Mientras avanzábamos por la carretera de La Coruña, sentí lo mismo que sentía siempre al ir hacia Las Rozas: nostalgia. Odio la nostalgia, ese moho de la memoria, esa oscura envidia de uno mismo. La nostalgia es el opio de los tristes, es una droga alucinógena que te hunde a la vez que te alivia, te hace sonreír mientras te clava en la espalda sus pretéritos perfectos e imperfectos: yo tenía, yo hice, yo estaba… En cuanto me subí a aquel autobús, se subieron mi madre y yo detrás de mí, hace tanto tiempo, ella con carmín en los labios y un traje azul oscuro; yo de su mano, vestido con pantalones cortos y lleno de inquietudes que giraban dentro de mí como satélites alrededor de un planeta. Se sorprendieron mucho al ver cuánto había cambiado el paisaje, qué increíbles todos aquellos edificios de oficinas, restaurantes, tiendas de muebles, viveros, concesionarios de coches y discotecas donde antes sólo hubo pequeños chalés, jardines o, sencillamente, el campo; mira allí, mamá, donde antes estaban los nidos de ametralladoras en los que juego todos los días; fíjate en esa fábrica que van a hacer dentro de treinta años, qué horrible es.

Sacudí la cabeza, para espantar todas esas imágenes y volver a Carmen Laforet, Atlanta, Dolores Serma, mi Historia de un tiempo que nunca existió y mis demás planes de futuro. No me fío de los recuerdos, porque nunca se sabe dónde van a desembocar: te pones a darle vueltas a la cabeza y una cosa llama a la otra, igual que si las conectase al azar una telefonista borracha, y de pronto el juego se convierte en una ruleta rusa, y el cargador no estaba vacío, y aparece la bala, y estás muerto. No, gracias.

Me puse a hojear el periódico, en el orden en que lo hacía siempre, buscando primero las páginas de cultura, luego los deportes, después los editoriales y las secciones de sociedad e información política. La cartelera resultaba deprimente, tomada por las clásicas películas sobre la Navidad: ya saben, hora y media de niños gelatinosos que no creen en Santa Claus, chistes recalentados y moralejas con las que se podría hacer el relleno de una tarta. Eso sí, justo al lado, quizá para compensar, estaban los anuncios por palabras, en los que todo se compra y se vende y es fácil encontrar soluciones para el cuerpo y el alma saltando de las agencias matrimoniales a los videntes y de las inmobiliarias o las ofertas de empleo a las relaciones personales, donde la gama de servicios va de las «lavativas mutuas» al «culturismo acrobático» y de ahí al «tridimensional lésbico», el masaje tailandés, el holístico o el «especial anaconda», que sin duda era el más inquietante que vi ese día, junto a otro que se limitaba a preguntar: «¿Quieres ser mi felpudo?». Es asombroso descubrir, a los cuarenta y tantos años, cuántas cosas te quedan aún por hacer y, sobre todo, por que te hagan.

Al llegar a casa, mi madre no estaba, pero había dejado una nota en la mesa de la cocina: «He ido a ver a Amelia. Si tienes hambre, hay pescado en el horno. Te quiero mucho». Me serví un ron y brindé a su salud. Luego puse agua a hervir: cocería un par de huevos y unas patatas y podríamos hacer para la cena una ensalada de las que a ella le gustan, añadiéndole espárragos verdes, tomate, zanahoria, maíz, aguacate, un poco de atún —aunque éste sólo en su plato— y queso feta. Me gusta cocinar, porque me relaja. Además, siempre puedes imaginar que le estás haciendo a tu jefe lo que le haces a los calabacines.

Le había dicho a Natalia Escartín que el nombre de Dolores Serma me resultaba vagamente familiar, y era cierto. ¿Dónde lo había leído? Fui a la biblioteca, busqué las memorias de Carlos Barral, un ensayo de Miguel Delibes sobre la narrativa de posguerra, una Historia de la novela española contemporánea y algunos libros más. Los puse sobre el escritorio y luego encendí el móvil. Ahí estaba el mensaje de Virginia y sus hola soy yo, necesito hablar contigo, por favor, no sé a quién acudir y ayúdame habituales en los últimos tiempos.

Marqué su número y mientras sonaba el tono de la llamada me atravesaron algunas ráfagas de nuestros años juntos… piiiiiiiii… imágenes que resumían la felicidad, la música, la marihuana… piiiiiiiii… el sexo, Virginia desnuda, el amor… piiiiiiiii… la heroína, las sombras, la enfermedad… piiiiiiiii… el diluvio de los reproches, los charcos del rencor, el barro de la clemencia… piiiiiiiii…

—¿Sí?

—Hola, soy yo —dije, intentando parecer exhausto y un poco distante. No sirvió de mucho.

—¡Gracias! ¡Gracias por llamar! Oye, es que necesito verte. Tengo… un gran problema. Estoy…, la verdad es que me da apuro decirlo…, estoy desesperada… Por favor. No sé qué hacer.

Estuve por contestarle que a mí me empezaba a ocurrir lo mismo, pero no lo hice.

—Bueno, Virginia, pues… ¿te llamo mañana desde el instituto, comemos en algún sitio y me lo cuentas?

—No, por favor, mañana no: hoy, esta noche.

Miré los libros que acababa de amontonar en mi mesa y me bebí lo que quedaba del ron. De repente, tenía un sabor amargo, herrumbroso.

—De acuerdo —dije, comenzando a encontrarme bastante mal, como si su angustia se reprodujese en mí a escala—, pero tiene que ser tarde. A eso de las doce. Tengo miles de cosas que hacer.

—Vale. ¿En el Café Star, a las doce?

Dije que sí, claro, y luego empecé a leer, aquí y allá, mientras en mi cabeza se encendían y apagaban letreros luminosos con los nombres de Carmen Laforet, Bárbara Arriaga, Dolores Serma, Natalia Escartín, mi madre y, sobre todo, Virginia… Resulta evidente que tras el final de la guerra civil, la literatura española… ¿Cómo cayó Virginia por aquella espiral de drogas y abandono?… Con narradores de la categoría de Max Aub o Francisco Ayala en el exilio… Y ¿por qué no pude ayudarla?… Algunas de las obras que aparecieron al otro lado del Atlántico, como La forja de un rebelde, de Arturo Barea, o Juego limpio, de María Teresa León…

«¿Qué o quién te va a impedir llevar adelante tus planes?», me pregunté de nuevo, y la respuesta fue la misma: «Tú, que no sabes decir no, que te dejas distraer por cualquiera, que sólo eres capaz de eso, de hacer planes que después apilas en cualquier lado, que son como los primeros fascículos de una de esas colecciones de quiosco que se empiezan, nunca se terminan y acaban por ser la abreviatura de todo lo que ignoras, aprenda bricolaje, curso de inglés, Historia de un tiempo que nunca existió…».

Cerré los ojos, hice un gesto con la mano para detener aquella catarata de reproches y volví a decirme vamos, vamos, no te rindas, adelante, a qué esperas, tú puedes, vamos, vamos, vamos. Y después volví a mirar mi agenda: miércoles, junta para aprobar los presupuestos del instituto; jueves, reunión del Consejo Escolar… Venga, me dije, intentando vencer el virus que Virginia me había contagiado, desmontar aquella maqueta de sus preocupaciones que había construido en mí, tú puedes; harás un ensayo sobre Ana María Matute, otro sobre Cela, otro sobre Delibes, vamos, vamos, vamos. ¿Por qué no iba a animarme? Siempre he pensado que el fatalismo es una carencia propia de gente sin recursos: un fatalista es alguien que no tiene la suficiente imaginación como para engañarse a sí mismo.

De cualquier modo, y aunque eso entonces yo no lo podía ni siquiera imaginar, en cuanto empezara a hundirme en la oscura historia de Dolores Serma y su familia, todas aquellas preocupaciones me iban a parecer muy poca cosa. Qué son los problemas de un humilde profesor de Literatura si los comparas con un drama en el que se cruzan y resumen casi todos los infiernos por los que tuvo que pasar este país a partir de 1936.