No te enfades conmigo, melancolía,
porque aguce la pluma en tu alabanza,
y alabándote, incline la frente pensativa,
sentado sobre un tronco como un anacoreta.
Así me contemplaste ayer, como otras muchas veces,
bajo los rayos del cálido sol de la mañana:
Ávido el buitre graznaba en el valle,
soñándome muerta carroña sobre la madera yerta.
¡Te equivocaste, pájaro devastador,
aunque casi momificado descansara en mi leño!
No viste mi mirada placentera
pasear en derredor orgullosa, ufana;
y que cuando insidiosa no mira a tus alturas,
imposible para las nubes más lejanas,
se hunde en lo más profundo de sí misma
para iluminar del ser el radiante abismo.
Muchas veces sentado en soledad profunda,
encorvado, cual bárbaro oferente,
pensaba en ti, melancolía,
¡Penitente pese a mis jóvenes años!
Sentado así, me complacía el vuelo del buitre,
el rodar tronante del alud,
y tú, inepta quimera de los hombres,
me hablabas con verdad, mas con aterradora y severa faz.
Acerba diosa de la naturaleza abrupta,
amiga mía, te complaces en manifestarte en torno a mí,
y enseñarme amenazante el rastro del buitre
y el goce del alud que me aniquila.
En derredor respira rechinando los dientes la apetencia de muerte:
¡angustiante avidez que amenaza la vida!
Seductora sobre la inmóvil estructura de la roca
la flor suspira por las mariposas.
Todo esto soy —me estremezco al sentirlo—
mariposa seducida, flor solitaria,
buitre, torrente de hielo repentino,
rugido de la tormenta —todo para alabarte,
diosa feroz, ante quien postrado inclino la cabeza,
mientras suspirando entono gimiente un himno de alabanza,
sólo para elogiarte, ¡que por respuestas
de vida, vida, vida suspiro!
No te enfades conmigo, divinidad malvada,
porque con rimas dulcemente te adorne.
¡Estremeces a aquel a quien acercas tu tremenda faz!
¡Conmueves a quien alcanzas con tu diestra impía!
Y yo aquí temblando balbuceo canto tras canto,
y me estremezco en rítmicas figuras:
fluye la tinta, salpica la pluma aguda,
¡oh diosa, diosa, déjame — déjame que me rija!