¿Quién me da calor, quién me ama todavía?
¡Dadme manos cálidas!
¡Dadme un anafre para el corazón!
Tendida, estremecida,
como una tenue mortecina a quien calientan los pies,
agitada ¡ay! por fiebres desconocidas,
temblando ante afiladas, gélidas flechas de hielo,
acosada por ti ¡pensamiento!
¡innombrable! ¡oculto! ¡atroz!
¡cazador tras las nubes!
Hundida por tu rayo,
ojo sarcástico que me mira en la penumbra.
Así yazgo,
me encojo, me retuerzo, atormentada
por todos los martirios perpetuos,
herida por ti,
el más cruel cazador,
tú desconocido —Dios…
¡Hiere más adentro!
¡hiere una vez más!
¡Desgarra, desgarra este corazón!
¿Qué es este martirio
de flechas afiladas como dientes»?
¿Qué miras de nuevo
sin fatigarte ante el dolor humano,
con maliciosos ojos de dios relampagueante?
No es matar lo que deseas,
sólo martirizar, martirizar.
¿Para qué me martirizas,
malicioso dios desconocido?
¡Ajá!
¿Te acercas reptando
en semejante medianoche?
¿Qué deseas?
¡Habla!
Me oprimes, me sofocas,
¡Ay! ¡estás ya demasiado próximo!
Me sientes respirar,
auscultas mi corazón,
¡tú celoso!
mas, celoso de que?
¡fuera, fuera!
¿para qué una escalera?
¿quieres penetrar hasta dentro de mi alma,
y hasta mis más íntimos pensamientos
ascender?
¡Descarado! ¡Desconocido! ¡Ladrón!
¿qué quieres hurtar?
¿qué quieres oír?
¿qué quieres torturar,
torturador,
dios–verdugo?
¿O debo yo, semejante a un perro,
arrollarme a ti,
entregada, extasiada, fuera de mí
rogándote amor?
¡En vano!
Sigue hiriendo,
¡cruelísimo aguijón!
No soy un perro —sólo soy tu presa,
¡cruel cazador!
tu más orgulloso cautiva,
ladrón tras las nubes…
¡Habla por fin!
¡Ocultador del rayo! ¡Desconocido! ¡Habla!
¿Qué quieres de mí —salteador?…
¿Cómo?
¿Un rescate?
¿Qué rescate quieres?
Exige mucho —eso demanda mi orgullo
y habla poco —eso demanda mi otro orgullo.
¡Ajá!
¿A mí me deseas? —¿A mí?
¿A mí —toda?
¿Ajá?
¿Y me martirizas, tú, loco,
martirizas mi orgullo?
Dame amor, ¿quién me da calor?
¿Quién me ama todavía?
Da manos cálidas,
da un anafre para el corazón,
dame, a mí, la más solitaria,
hielo, ¡ay!, siete capas de hielo,
incluso al enemigo,
al enemigo enseña a amar,
da, sí date,
cruelísimo rival,
¡a mí —a ti!…
¡Huye!
Desapareció él entonces,
mi único gozo,
mi gran enemigo,
mi desconocido,
mi dios–verdugo…
¡No!
¡Vuelve!
¡Con todos tus martirios!
Todas mis lágrimas fluyen
en su curso hacia ti
y para ti arde
la postrer llama de mi corazón.
¡Oh, vuelve,
mi dios desconocido, mi tormento!
¡Mi última felicidad!
Un relámpago. Dionisio se hace visible con esmeraldina belleza.
Dionisio:
¡Sé astuta, Ariadna!…
Tienes orejas pequeñas, tienes mis orejas:
¡Alberga en ellas una palabra sagaz!
¿No debe uno odiarse primero para luego poderse amar?…
Yo soy tu laberinto…