Aquí, donde entre mares surgió la isla
como un altar de ofrenda inesperada,
aquí, bajo un cielo ennegrecido
enciende Zaratustra sus fuegos que se elevan,—
señales de fuego para naves perdidas,
signos de interrogación para quienes tienen respuesta…
Esta llama de vientre blanquecino
—dirige su avidez hacia frías lejanías,
alza el cuello hacia más puras alturas—
serpiente erguida de impaciencia:
este signo he colocado ante mí.
Mi propio espíritu es esta llama:
insaciable de nuevos horizontes,
asciende, asciende su sereno ardor.
¿Por qué huyó Zaratustra de hombres y animales?
¿Por qué escapó bruscamente de toda tierra firme?
Seis soledades conoce ya—,
pero incluso el mar no fue para él bastante solitario,
la isla le permitió crecer, se tornó en llama sobre la montaña,
persiguiendo una séptima soledad
arroja anhelante ahora el anzuelo por sobre su cabeza.
¡Naves perdidas! ¡Ruinas de antiguas estrellas!
¡Mares del porvenir! ¡Cielos inexplorados!
A todos los solitarios lanzo ahora el anzuelo:
¡Responded a la impaciencia de la llama,
pescad para mí, pescador en las altas montañas,
mi séptima, mi última soledad!