Los Ditirambos Dionisíacos constituyen el único libro de poesía que deja publicado Nietzsche, ya que tanto los Idilios de Messina como Bromas, ardides y venganza son agregados a La Gaya Ciencia, perdiendo ambos autonomía. Los Ditirambos fueron el último libro que destinó a la imprenta, mientras ya enviaba en su desdoblamiento de los días iniciales de la locura, cartas y mensajes sin sentido firmados como el Crucificado, Dionisio, César. Por estos días copiaba afanosamente el manuscrito que había elaborado durante la época de Así hablaba Zaratustra y durante el curso del último otoño pasado en Turín, revisándolo y efectuando correcciones y añadidos a los poemas iniciales. Esta obra debe juzgarse a la luz del análisis de su filosofía, su poesía, y el tránsito a la locura que la acompaña, (debida una enfermedad venérea contraída en su juventud). Su conclusión sigue de cerca la de Ecce Homo, obra en la que el interés por problemas objetivos se da en una combinación sobreexcitada de la propia persona, que resulta el compendio visible de tales problemas. Giorgio Colli[1] ve un acontecimiento entre lo místico y lo patológico, que se encuentra en la base de este último proceso evolutivo. El proyecto de elaborar una filosofía sistemática se disuelve en Nietzsche imprevistamente, cayendo sin que se vislumbre ninguna turbación mayor. Ve una saciedad ante los tormentos y la seducción de la razón, la ansiedad por desnudar las raíces del obrar humano extinguida. Nietzsche no se deprime, por el contrario, manifiesta un estado de ligereza, una euforia visible. Aquí se insertaría lo patológico, puesto que un ímpetu visionario presenta la frustración como conquista mediante una trasposición que tiende frenéticamente a rápidas realizaciones literarias. El aspecto místico de la cuestión, en tanto, es la sustitución casi material de los problemas por la propia persona. Alucinado, Nietzsche se ve a sí mismo como separado de sí. «Y así me contaré mi vida» se dice al comienzo de Ecce Homo. Colli percibe estancada la lucha filosófica por abrazar un universo de relaciones, el tormento convertido en ligereza, dado que el severo sujeto ha sido suprimido, se ha vuelto un objeto dócil que se deja narrar.
Los Ditirambos son el último producto de esta inversión. Ahora que Nietzsche toma el puesto de todos los objetos es inevitable una efusión lírica en la cual la comunicación no concierne de manera primaria a los estados interiores del poeta sino al «aspecto» que estos adoptan a los ojos del espectador que contemple al personaje Nietzsche–Zaratustra. Esta separación de lo que está unido, este mirarse al espejo en una suspensión crepuscular, concuerda con la insólita forma lírica de los Ditirambos donde no utiliza el «yo» sino el «tú» e intercala diálogos que dramatizan el contexto lírico, dirigiéndose burlón o comprensivo, con tono admonitorio, exhortativo a Nietzsche–Zaratustra, no Nietzsche mismo, sino una voz que habla a través de él; la voz del dios del que los Ditirambos toman el nombre.
En los Ditirambos la exaltación refluye a veces en actitudes soñadoras, y el tema del fracaso, que en su primera versificación permanecía inadvertido, ha de manifestarse en los tonos melancólicos, en el consumirse de la soledad, en el presagio de un ocaso inminente. El contenido remite a su filosofía de modo disperso; la base está dada por una serie de anotaciones de estados anímicos: la forma del verso es utilizada con libertad en un marco rítmico que remite al modelo griego, alcanzando un lenguaje único e inconfundible que expresa una visión y un temperamento genialmente personales, donde el coro queda traspuesto y es la voz de Dionisio que habla a lo plural, la que nos habla al hablar a Zaratustra o a Ariadna.
La poesía de Nietzsche se une intrínsecamente a toda su prosa y a su vida, no es autónoma, debe vérsela enmarcada por su obra filosófica. Su lírica deriva de la emoción, abarcando al alma humana en su totalidad, comprendiendo un pensamiento inquisitivo, angustiado, absorbido por las polaridades del ideal y la realidad, el dolor y la felicidad, aspirando a una felicidad ideal de la que depende poder penetrar con su entendimiento la razón de ser de la existencia, su misterio que describe como pavoroso, y la muerte. Nietzsche abreva en la tradición del Romanticismo, pero supera su contenido, su forma y su intensidad. El contenido filosófico es explícito en él y casi absoluto, la forma más libre, y la intensidad de su emoción expresada en los versos, acaso la cumbre de la expresividad alemana. El sentimiento se funde a la idea sin abandonar jamás la interrogación frente al secreto de la vida universal, interrogante que absorbe las funciones de su emotividad, expresada en acentos ásperos, irónicos, disolventes, oníricos, en pasajes rítmicos. Esta expresión restaura la abstracción con una fuga desde la interioridad en los Ditirambos, ya que en ellos el nexo con el pensamiento abstracto está oculto, como oculta está esa verdad ansiada a la que Nietzsche dirige su poesía hecha llama, que Zaratustra enciende, erguida de impaciencia, interrogante y sin respuesta.
Nietzsche rompe con las trabas de la lógica en su lirismo. Su pensamiento, acuciado por un ideal de visión perfecta de la verdad oculta avanza en su, expresión a saltos, con bruscas sacudidas, convulsiones, desmayos y arrobamientos: pensamiento fraccionado, disuelto por la pasión de pensar en rugidos, en carcajadas sarcásticas, en violentas imprecaciones, en un lirismo rumoroso, en los que palpita la visión de una dicha ansiada. Por momentos Nietzsche quiebra la razón, la reflexividad, aún la construcción gramatical, empleando una doble discursividad merced a la polisemia, que es imposible traducir. Sin embargo su poesía sigue los cánones del ideal poético, aspirando a que la musicalidad y la emotividad sean llevadas al extremo, pero añadiéndole una carga de contenido hasta entonces inédita, pues aun en los momentos de quiebre de la razón deja en pie el sentido. En él ya no es el sentimiento, como en los románticos, lo que destruye la razón y la lógica, sino que es el propio pensamiento trocado en pasión el que destruye las formas tradicionales del discurso lógico y gramatical, como correlato de su ataque a las antinomias metafísicas, a las oposiciones de azar, de libertad, de destino.
El nihilismo es visto como el agotamiento progresivo de los significados, donde ya nada vale, donde crece el desierto en una agonía infinita, un interminable crepúsculo, un naufragio. Nietzsche opone al hombre gregario, uniformizado, que encuentra en ello la felicidad, la imagen opuesta del superhombre, desligado del nihilismo. El superhombre —que no es Zaratustra, quien es sólo su profeta— no sería la realización de la esencia del hombre, sino de la esencia de la vida, es la realización de la voluntad de poder realizada en el arte; es el gobierno del artista dado por la transmutación de los valores, que jerarquiza al arte y abole la dominación platónica de la ciencia sobre éste, identificando al instinto de muerte con la ciencia y la identidad individual, y al arte con la ruptura de estos límites. El arte tendría primacía original, el conocimiento siempre sería derivado de una creación artística olvidada. Su búsqueda es la de esa sabiduría dionisíaca de los griegos anteriores a Platón que posibilita la inocencia del devenir, que quiebra los límites de la identidad individual construida por ese saber fúnebre que se opone a la vida. Así, elabora la doctrina del eterno retorno para superar el pensamiento de Anaximandro —en el origen mismo de la filosofía griega— según el cual el devenir es culpable y la muerte de los seres es el castigo por la culpa de haber nacido. Para Nietzsche la voluntad debe desprenderse de la voluntad del «no» para convertirse en pura voluntad del «sí» afirmando el tiempo mismo, el pasado transcurrido en cuanto paso, para ser paso continuo, paso siempre presente, eterno retorno. Habría una conversión de la voluntad que querría el retorno de lo mismo, el deseo de volver a vivir nuevamente de modo idéntico lo vivido. Este pensamiento sólo podría ser soportado por los fuertes, y estaría sostenido por la alegría, que podría querer el mismo dolor, la muerte como parte de la vinculación eterna, su teoría del eterno retorno como «ser realizado» y la voluntad de poder como «ser más» encuentra el querer que ama la necesidad, el vínculo que une, descartando la contradicción entre determinismo, libertad y contingencia para un querer que es amor a la necesidad hasta el punto de constituir su propia necesidad. Y aquí, por supuesto no habla de necesidad de la naturaleza o mecanicista, sino de este nuevo concepto que engloba los contrarios lógicos: el azar y la ley, el caos y la forma.
Para Michel Haar[2] el pensamiento del retorno al borrar las diferencias en que se fundan el lenguaje y la historia nos brinda una suprema aporía que permite una visión distinta, mas sugestiva que la brindada por Colli sobre el tránsito de Nietzsche a la locura, pues si la afirmación del eterno retorno a lo idéntico destruye todas las identidades parciales, en particular la del yo opuesto a la identidad del mundo, y Nietzsche en su locura afirma «en el fondo yo soy todos los hombres de la historia», tendríamos que todas las identidades, incluida la del yo y la del nombre propio, se reducen a una máscara intercambiable vinculada al juego universal, al infinito deslizamiento de las máscaras. Aquí habría una abolición de la antítesis, que lo reduce al silencio, dado que el lenguaje sirve para que el yo se procure un centro ficticio, una identidad arbitraria. Así, Nietzsche al ver coincidir su yo con la totalidad de la historia, se priva de la palabra y de la escritura. Dionisio es su última identidad, y como él su yo se desperdiga.
JUAN CARLOS PRIETO CANÉ