La importancia de la familia
Terisa deseó ir tras Artagel con Geraden. Ella era la que había visto a Artagel ser herido, la que lo había visto caer. Luchando por salvarla. Pero, aunque no hubiera sido testigo de ello, además de la causa —de hecho, aunque ni siquiera conociera a Artagel—, hubiera sentido lo mismo. Atontado por el golpe de Gart, Geraden dejó que su angustia se reflejara desnuda en su rostro. Su concentración sobre su hermano era tan urgente que estaba ciego a todo lo demás. Torpemente, luchó por librarse de los guardias y preguntas y asombrados espectadores a fin de poder ir tras Artagel. Verle de aquel modo hizo que Terisa creyera que la necesitaba. Pese a su propia impresión y su miedo, deseaba ir con él.
Elega no se lo permitió.
La dama llegó al lado de Terisa tan pronto como los guardias hubieron iniciado su búsqueda del Monomach del Gran Rey. Mientras sujetaba el brazo de Terisa y limpiaba la sangre de su mejilla, emitió suaves sonidos reconfortantes que sonaban un poco artificiales, procedentes de ella. Terisa hubiera tenido que rechazarla vehementemente a fin de poder apartarse de ella.
No podía hacerlo. No ahora: no mientras cada músculo de sus brazos y piernas temblaba, y su estómago se retorcía con violencia, y ella intentaba decidir qué hacer ante la vista de la sangre de Artagel. Así que se quedó inmóvil allí donde estaba mientras Geraden se alejaba torpemente por entre la multitud, siguiendo las parihuelas que transportaban a su hermano.
Tocado por algo que tal vez fuera piedad, el Castellano lo dejó marchar.
Por otra parte, Lebbick no pareció sentir nada parecido a la piedad cuando se volvió para interrogar a Terisa.
Elega, sin embargo, la escudó.
—Castellano —dijo firmemente—, no pareces sorprendido de saber que dama Terisa tiene un enemigo que desea su muerte. Sólo estás sorprendido de que su enemigo sea un hombre tan importante y peligroso como el Monomach del Gran Rey. Y estás sorprendido de que tenga tanta libertad de movimientos en Orison, pese al hecho de que tú eres el responsable de tales asuntos.
Un músculo en la mandíbula del Castellano se tensó.
—Estoy segura de que estarás de acuerdo conmigo —prosiguió Elega— de que dama Terisa es la última persona en situación de aclarar tus sorpresas. ¿Qué sabe ella de los secretos de Cadwal…, o de las defensas de Orison? Si debes interrogarla, hazlo en sus propios aposentos, cuando se haya recobrado un poco.
Como respuesta, Lebbick lanzó a Terisa una mirada que hizo que su corazón diera un vuelco. Luego hizo una rígida inclinación de cabeza, ordenó una escolta para las dos mujeres y se alejó.
Elega llevó a Terisa de vuelta a los aposentos pavo real.
Al principio no sintió dolor en la mejilla. Con ese extraño desprendimiento fruto de la impresión, se preguntó si el frío que la invadía no era lo suficientemente intenso como para que no sintiera nada. Luego se preguntó si Gart no habría puesto veneno en las puntas de sus armas.
Al cabo de un rato, sin embargo, el relativo calor de Orison y el ejercicio de caminar trajo de vuelta la sensación del brillante metal mientras lamía su mejilla. El corte era demasiado fino como para doler. Lo que sentía ahora no era dolor. Era como un rastro de humedad, un largo y húmedo toque como el lamer de una lengua.
En una ocasión, mientras intentaba explicar la forma en que venir hasta aquí había alterado su vida, le había dicho a Myste: Fue como morir sin ningún dolor. No duele. Aquella idea volvió ahora de nuevo a ella, con un asomo de pánico. Si su mejilla le hubiera dolido, hubiera sabido qué hacer al respecto. De pronto deseó un espejo, cualquier cristal donde poder mirarse y que le dijera si había resultado o no desfigurada.
No se dio cuenta de que Elega estaba hablando hasta que la dama la detuvo, la tomó por los hombros e insistió:
—Terisa, sé que estás asustada. Sin embargo, tienes que escucharme. Puede parecer que tus razones para tener miedo son menores si no piensas en ello, pero te aseguro que no es así. Lo cierto es lo contrario. Sólo puedes disminuir el peligro que te acecha comprendiéndolo y actuando contra él.
En aquel momento, Elega no parecía ser una mujer que sintiera mucha simpatía hacia el miedo.
Estaban de pie en las escaleras que conducían a los aposentos de Terisa. Elega parecía no darse cuenta de los guardias que las escoltaban, quizá pensaba que la urgencia de sus preguntas superaba toda cautela. Pero Terisa no deseaba hablar: ciertamente, no deseaba hablar delante de dos hombres a los que no conocía. En alguna parte de Orison, un médico estaba intentando salvar la vida de Artagel. Y Geraden estaba allí… Se sorprendió al descubrir furia en su voz cuando preguntó:
—¿Qué crees que puedo hacer?
—Echa tu miedo a un lado e intenta aferrar la verdad —respondió inmediatamente Elega—. Tiene que haber alguna razón por la cual el Monomach del Gran Rey arriesga su propia vida para amenazar la tuya.
Terisa contempló a la dama y pensó: Sigue creyendo que soy alguna especie de Imagera. Por eso me desea a su lado. Con el Príncipe Kragen. Y Nyle. Un momento más tarde, sin embargo, se dio cuenta de que los pensamientos de Elega eran mucho más complejos que eso. La dama estaba considerando también la idea de que Terisa se había implicado ya en las maquinaciones de alguien…, un complot tan amplio e insidioso que el Gran Rey Festten lo consideraba como una amenaza personal. Un complot del que Elega no sabía absolutamente nada; un complot que podía deshacer todo lo que ella estaba intentando conseguir.
Con no fingido cansancio, Terisa preguntó:
—¿Deseas realmente hablar de ello aquí?
Elega alzó una ceja y miró a su alrededor. Un ligero enrojecimiento tino sus mejillas. ¿Se sentía azarada ante su propio descuido? Bruscamente, echó a andar escaleras arriba.
Reprimiendo su tentación de dar media vuelta y huir en dirección opuesta, Terisa la siguió.
Cuando alcanzaron la seguridad de los aposentos pavo real y hubieron cerrado la puerta tras ellas, Elega sirvió un vaso de vino para cada una. Por entonces ya había recobrado su compostura. Observando a Terisa por encima del borde de su vaso, bebió unos cuantos sorbos. Luego, con aire decidido, dejó el vaso a un lado.
—Debes perdonarme por hablar de tales cosas en estos momentos. Comprendo que estás terriblemente asustada. Y estoy segura de que también estás preocupada por Artagel. Pero debes comprender que es una locura ignorar mis preguntas. Terisa —sus ojos eran vividos en su pálido rostro—, seguramente tienes alguna idea de por qué Gart está aquí para matarte. Es inconcebible que representes una amenaza tan grande para el Gran Rey sin que seas consciente de ello.
Terisa suspiró. No deseaba tratar con Elega. Deseaba echarse y dormir unos cuantos años. Al mismo tiempo, deseaba ir al encuentro de Artagel. La aguda sensación húmeda del corte en su mejilla estaba empezando a parecerse al dolor. Cuando bebió, el vino pareció hacer que el corte empeorara. Llevó cuidadosamente una mano a su mejilla. Sus dedos volvieron a bajar marcados con sangre seca. Su rostro debía ser horrible. Temerosa del daño, preguntó, incierta:
—¿Es muy malo?
Elega frunció el ceño, irritada, pero suavizó rápidamente su expresión. Con un gesto que le pedía a Terisa que aguardara, fue al cuarto de baño y regresó con una toalla mojada. Luego hizo seña a Terisa de que se sentara en el diván. Cuando Terisa estuvo instalada, Elega empezó a frotar suavemente el corte con la toalla, lavando toda la sangre y suciedad de la herida.
Tras estudiar por un momento el corte, la dama dictaminó:
—Es limpio. Todavía sangra un poco —apretó la toalla contra la mejilla de Terisa—, pero eso servirá para mantenerlo limpio. Podemos llamar a un médico si lo deseas, pero dudo que necesite muchos cuidados. Sólo es largo como mi dedo —en aquel momento, sus dedos parecieron excepcional-mente largos—, y poco profundo. Cuando sane, te quedará una cicatriz recta y muy fina que nadie será capaz de ver excepto bajo una luz muy particular. —Se retiró unos pasos para considerar el asunto desde más lejos—. Y nadie la verá en absoluto excepto si se acerca mucho a ti.
Con tono neutro, concluyó:
—Cuando sane, espero que la mayoría de los hombres consideren que tu belleza se ha visto realzada en vez de disminuida.
—Me gustaría poder verlo —admitió sinceramente Terisa—. Allá de donde vengo, para eso es para lo que usamos los espejos. Para vernos a nosotros mismos.
Con un tono aún neutro, Elega respondió:
—Por esa razón nosotras tenemos doncellas, a fin de que las mujeres que desean cuidar la decoración de su apariencia no se comporten de forma estúpida. —Sin embargo, no podía contener sus auténticos intereses. Más rápidamente, preguntó—: Entonces, ¿todos los espejos en tu mundo son planos?
Terisa intentó refrenar otro suspiro.
—Sí.
—¿Y no sois trasladados por ellos?
—No.
La dama se puso en pie. Se volvió hacia la chimenea y colocó sus manos formando copa debajo de sus codos, con los brazos cruzados sobre su pecho, como para refrenar un estallido de emoción.
—Insistes en que eres una mujer normal. Quizás esto sea cierto en tu mundo. Pero ¿no es posible que allí seas trasladada y no te des cuenta de ello…, o lo des por sentado? Aquí, se nos dice que todo hombre que se enfrenta a un espejo plano en el que se ve a sí mismo cara a cara se pierde en una traslación que no tiene fin. Pero ¿y si tú, y si toda la gente de tu mundo, poseyeras un poder del que nosotros carecemos? ¿El poder de dominar la más peligrosa manifestación de la Imagería? Tal vez no fueras consciente de ello…, y, sin embargo, sería lo bastante fundamental como para alterar todas nuestras preconcepciones.
—No. —Terisa negó aquella idea como lo había negado todo respecto a ello desde el principio—. Allá de donde vengo, los espejos son sólo cosas. No poseen magia. —En un esfuerzo por acortar la discusión, se enfrentó a lo que consideraba el punto focal de Elega—. Realmente no sé por qué el Monomach del Gran Rey desea mi muerte.
Con ojos llameantes, Elega se volvió del fuego.
—Eso no es posible.
Terisa alzó la toalla hasta su mejilla para ocultar su furia.
—Pero sigue siendo cierto.
Por un instante, Elega estuvo a punto de gritar.
—Entonces… —Pero se dominó inmediatamente; el cálculo pasó tan claramente por detrás de sus ojos que fue casi legible—. Entonces, debes ser protegida.
—¿Protegida?
—El Rey no lo hará. No comprenderá la necesidad. Y, puesto que el Rey no comprenderá la necesidad, el Castellano no podrá hacerlo. Está demasiado atado de pies y manos. Ha demostrado que ni siquiera puede limitar el acceso de Gart a Orison.
»Los señores de los Cares son inútiles. El Tor se ha convertido en un viejo borracho. La afectación del Armigite avergüenza la memoria de su padre. El Fayle no sabe dónde están sus lealtades. Y ni el Perdon ni el Termigan están aquí.
»En cuanto a la Cofradía —hizo un gesto despectivo—, los Maestros están demasiado divididos como para proteger a nadie. Todos se parecen al Maestro Quillón, que es demasiado tímido como para correr riesgos…, o al Maestro Barsonage, que está demasiado preocupado por la reputación de la Cofradía como para emprender ninguna acción…, o al Maestro Eremis, que está demasiado absorto en sus propias ideas como para interesarse en nada.
»Terisa… —Elega pareció vacilar, como si dudara de si debía terminar lo que había empezado a decir. Pero la vacilación no era un rasgo dominante en su naturaleza. Claramente, como si hiciera una profesión de fe, dijo—: Debes permitir que yo te proteja.
Terisa se sintió tan sobresaltada que no pudo hacer otra cosa más que quedarse mirándola fijamente.
—Por el momento, lo admito —se apresuró a decir Elega—, puedo hacer poco más que ocultarte. Pero eso puedo hacerlo muy bien. Mi conocimiento de los secretos de Orison es extenso. Pronto, sin embargo, seré capaz de proteger a cualquiera que desee.
»Puedo proporcionarte seguridad, si estás dispuesta a confiarte a mí.
Aunque deseaba pensar claramente —era importante pensar con claridad—, la cabeza de Terisa parecía dar vueltas. Creía comprender a Elega. Por otra parte, conseguiría más información si fingía ignorancia. Al mismo tiempo, sin embargo, le dolía la mejilla, y estaba preocupada por Artagel y Geraden, y temía que Elega fuera demasiado astuta para ella. Y todavía se sentía furiosa.
Con dificultad, consiguió preguntar, en vez de perder el control:
—¿Cómo? Te he oído quejarte de lo abandonada que estás. De lo poco que puedes hacer respecto a lo que está ocurriendo. ¿Cómo vas a protegerme?
Elega sostuvo con firmeza la mirada de Terisa.
—Puedo proporcionarte seguridad —repitió—, si tú te confías a mí. —Luego añadió—: Terisa, no te he demostrado nada excepto amistad. Sólo deseo tu bienestar, y la conservación de Mordant…, y terminar con todo el mal que hay en el reino. Pero, si tú no confías en mí, no puedo hacer nada.
Seguro que tú tienes alguna idea de por qué Gart está aquí para matarte.
Aquello era demasiado.
—Vas a conseguir poder —respondió duramente Terisa—. ¿De dónde piensas obtenerlo? Sólo puedo pensar en un lugar. De tu padre. Pero él simplemente no va a proporcionártelo. No es ésa la forma como hace las cosas. Vas a traicionarle. Vas a retirar el trono de debajo de sus pies, de alguna forma. Tú y el Príncipe Kragen. —Apenas pudo contenerse de decir: Y Nyle. Incluso has vuelto al hermano de Geraden contra él. Pero la impresionada expresión en el rostro de Elega le advirtió que había ido demasiado lejos—. No quiero tener nada que ver con eso.
—¿Y por qué no? —La ira ascendió por encima de la sorpresa de la dama—. ¿Tienes alguna otra alternativa? ¿Eres tan pura que puedes concebir alguna respuesta a la necesidad de Mordant que no requiera la traición?
—Es tu padre. Eso debería significar alguna diferencia.
Elega echó los hombros hacia atrás, enderezó su espina dorsal. El llamear violeta de sus ojos la hizo parecer regia y segura de sí misma, como una mujer que está dentro de sus derechos.
—Te aseguro, mi dama —dijo con voz austera— que significa una diferencia. Me comprendes tan bien que lamento descubrir que me comprendes tan poco.
Dirigió a Terisa una inclinación de cabeza tan correcta y desafiante como la aceptación de un duelo, y abandonó la habitación.
Terisa se quedó contemplando la puerta hasta mucho rato después de que se hubiera cerrado. Había cometido un serio error: acababa de echar a perder su única oportunidad de averiguar cómo Elega y el Príncipe Kragen pretendían arrebatar Mordant de manos del Rey Joyse. Disgustada, intentó maldecirse a sí misma. Su corazón, sin embargo, no estaba en ello. Después de todo, lo que Elega le había ofrecido no tenía sentido.
Mantenerla oculta. ¿Durante cuánto tiempo? ¿Hasta el fin del invierno? ¿Hasta que llegara el ejército de Alend? ¿Hasta que Orison fuera sitiada? ¿Veinte o treinta o cuarenta días?
No tenía sentido.
No deseaba pensar en tales cosas. O eran irrelevantes, o eran imposibles. Deseaba saber lo que les estaba ocurriendo a Artagel y Geraden.
Y deseaba saber lo que la hacía tan valiosa que la gente estaba dispuesta a arriesgar su vida por ella. ¿Qué había en su persona que la hacía valer el odio de Gart y la sangre de Artagel?
Fuera, el sol brillaba cálido, como si estuviera inmensamente complacido consigo mismo.
Si hubiera debido permanecer largo tiempo sola, quizás hubiera hecho algo estúpido. Es decir, quizás hubiera hecho algo; y tenía la sensación de que cualquier cosa que decidiera hacer sería estúpida. Afortunadamente, mientras aún seguía incapaz de ordenar correctamente sus pensamientos, Geraden llegó a su puerta.
Mostraba una gran mancha de color en cada mejilla y una expresión ligeramente velada en sus ojos; mantenía el ceño profundamente fruncido, como si sufriera un terrible dolor; sus dedos efectuaban pequeños movimientos retorcientes, aunque sus manos estaban apretadas a sus costados. Sin embargo, había acudido a ella.
Puesto que había sido educada en una casa donde raras veces le había sido ofrecido consuelo —y nunca le había sido pedido que lo ofreciera—, no lo abrazó, ni en bien de él ni en el de ella misma. Le invitó a entrar rápidamente, sin embargo, y cerró la puerta, y tragó la congestión en su garganta para preguntar:
—¿Cómo está?
Geraden hizo un esfuerzo por mirarla, por extraerse de su aflicción y mirarla. Alargó suavemente una mano y acarició el corte en su mejilla con las yemas de sus dedos. De alguna manera, consiguió fruncir su boca en una sonrisa.
—¿Duele? No parece demasiado malo. Me alegra que estés bien.
—Geraden. ¿Cómo está?
Un espasmo quebró su control. Su sonrisa se hizo pedazos, y sus ojos brillaron con lágrimas.
—El médico está haciendo todo lo que pueda. No sabe qué va a ocurrir. Artagel perdió mucha sangre. Puede que muera.
Lentamente inclinó los hombros hacia delante, y sus brazos se alzaron hacia su pecho, como si estuviera hundiéndose hacia dentro, colapsándose sobre sí mismo.
Por un instante, Terisa permaneció inmóvil. Luego, como si volviera la espalda a todo lo que le habían enseñado acerca de la gente y el dolor, avanzó hacia él y lo abrazó tan fuerte como pudo.
Permanecieron así, juntos, durante largo rato.
Cuando finalmente lo soltó, él no la miró al principio. Se frotó el rostro y murmuró:
—No creo habértelo dicho nunca. Mi madre murió cuando yo sólo era un niño. Unas fiebres de algún tipo…, nunca supimos qué fue, pero duró mucho tiempo. Yo al menos pensé que fue mucho tiempo. Tenía sólo cinco años…, y era su niño, ella siempre quería que estuviese a su lado…, y mientras la veía morir pensé que iba a hacerme pedazos. Juré… —Alzó lentamente la cabeza, dejando que Terisa viera su dolor—. Sólo tenía cinco años, pero juré que nunca iba a permitir que nadie a quien quería muriese.
Luego suspiró, y su expresión se fue aclarando paulatinamente.
—Espero que Artagel no me lo eche en cara, porque no hay nada que yo pueda hacer por salvarle.
—Lo siento. —Terisa no sabía qué otra cosa decir—. De algún modo, todo es culpa mía. Yo soy a quien quiere matar Gart. Aunque no comprendo por qué.
Él resopló para despejar su nariz.
—No seas tonta. Es culpa de Gart, no tuya. —Su frente volvió a fruncirse mientras intentaba tranquilizarla—. O puedes decir que es culpa mía, puesto que yo fracasé en detenerle. O, si quieres mirarlo de ese modo, es culpa del Gran Rey Festten. Después de todo, Gart es el Monomach del Gran Rey. Simplemente sigue órdenes. —Sus rasgos se crisparon—. Incluso podrías decir que es culpa del Rey Joyse. Si no se comportara como se comporta, el Gran Rey no se hubiera atrevido a enviar a Gart aquí.
»De hecho —intentó sonreír a Terisa, sin éxito—, si lo examinas atentamente, tú eres la única que no es culpable de eso.
La había entendido mal. Lo que ella sentía hacia la herida de Artagel no era culpabilidad, sino más bien un pesar tan afilado como una hoja de acero. La distinción, sin embargo, no era importante en aquellos momentos. En vez de intentar explicárselo, dijo, como si aún estuviera hablando del mismo tema:
—No estoy tan segura. Creo que he hecho algo completamente estúpido.
Su propia incomprensión pareció advertir a Geraden de que debía escucharla más atentamente.
—Espera un momento. ¿Quieres decir que piensas que Gart te atacó porque hiciste algo estúpido?
Ella agitó la cabeza.
—Elega me trajo de vuelta aquí. Se ofreció a protegerme.
Él le miró con el ceño fruncido; su mandíbula se encajó. Inesperadamente, se dio cuenta de que tal vez fuera posible sentir miedo de él: la intensidad que enfocaba hacia ella era abrumadora. Como si estuviera reteniendo una erupción, Geraden dijo:
—Quizá será mejor que me cuentes toda la historia.
Tan simplemente como le fue posible, le describió su conversación con Elega, y observó cómo su ira iba en aumento. Luego terminó:
—Tan pronto como mencioné al Príncipe Kragen, arruiné la posibilidad de que ella me dijera qué estaba haciendo. Nunca volverá a confiar en mí.
Geraden se volvió hacia un lado para ocultar su rostro.
—¡Cristales y astillas! —murmuró fieramente—. Ahora está advertida. Será más cautelosa. No pasará mucho tiempo antes de que se dé cuenta de Argus y Ribuld. Tan pronto como eso ocurra, ya no podrán seguirla más. Habremos perdido antes incluso de empezar.
Esta vez, Terisa hubiera podido decir: Lo siento, sin ser malinterpretada. Pero la disculpa que le debía ahora no era nada comparado con la que le debería pronto. Por un momento, vaciló. ¿Por qué no mantener eso también en secreto? Al menos hasta que su poco familiar ira declinara. ¿Quién podía resultar herido por ello?
Sin embargo, conocía la respuesta. La había aprendido en su lugar de secretos. Cuando descubriera la verdad, fuese más pronto o más tarde, resultaría igualmente herido. Y el hecho de que ella le ocultara la verdad podía perjudicar su amistad.
Inspirando profundamente para reunir todo su valor, dijo:
—Quizá todavía no hayamos perdido.
Él se volvió de nuevo para enfrentarse a ella.
Parecía tan extremadamente vulnerable que Terisa apenas pudo hablar.
—Me dejó a solas con su modisto. Yo terminé antes de que ella volviera, así que abandoné la tienda. —Recordando lo que había ocurrido, una momentánea debilidad la invadió—. Vi a Nyle.
Sin transición, la furia de Geraden desapareció.
—Le seguí…, no sé por qué. Supongo que deseaba saber por qué te había eludido. —Una sensación de desesperación creció en ella. Geraden iba a odiarla por eso—. Se encontró con alguien detrás de aquella tienda. El otro no me vio, pero yo sí le vi a él. Vi quién era.
Vaciló. Geraden parecía presa de náuseas por la anticipación.
—Era ese charlatán. Ése del que hablamos antes. Esta vez lo reconocí. Sé quién es. Estoy segura de ello. —Rápidamente, antes de que le fallara la voz, dijo—: Es el Príncipe Kragen. Se reunió con Nyle detrás de aquella tienda.
Por un segundo, Geraden pareció tan sorprendido y herido como ella había temido. Su amor por su familia era una de sus pasiones soberanas…, y ella acababa de acusar a su hermano de complotar una traición. El rígido e íntimo desánimo en su rostro fue más de lo que podía soportar.
Tras aquel primer segundo, sin embargo, toda su postura varió. Los huesos de su espina dorsal y de sus hombros se envararon, haciéndolo más alto. Su expresión se volvió al mismo tiempo más débil y más fuerte, como si todas las líneas de sus mejillas y mandíbula adquirieran una nueva dimensión. Sus ojos lanzaron destellos de autoridad.
—Eso lo explica todo —dijo llanamente—. No es extraño que desee permanecer alejado de Artagel y de mí.
Luego añadió:
—Elega lo metió en eso.
Terisa sabía, a un cierto nivel, que su crisis no había sido superada —que quizás apenas había empezado—, pero su reacción inmediata la alivió tanto que casi le besó.
—Así que no hemos perdido necesariamente —dijo, con un hilo de voz—. Puedes decirles a Argus y Ribuld que olviden a Elega. Pueden seguir a Nyle.
Geraden no parecía estar escuchando: parecía más bien como si se estuviera concentrando ardientemente en sus propios pensamientos. Pero respondió en un murmullo:
—Si pueden encontrarle. Ésa va a ser la parte difícil. Si pueden encontrarle, quizá puedan detenerle antes de que haga algo que incluso el Rey Joyse tenga que castigar.
Bruscamente, se puso en movimiento.
—Ven conmigo. Tenemos que hablarle a alguien de esto.
Estaba ya en la puerta. Terisa echó a andar tras él y preguntó:
—¿Hablar con quién? ¿Por qué?
—No con el Rey Joyse —respondió él, como si ella estuviera pensando tan rápido como él—. Probablemente no escucharía. Y el Castellano Lebbick probablemente reaccionaría excesivamente. Puede que incluso tenga vigilado a Nyle. El Tor será mejor. —La forma como sujetaba la puerta para ella parecía casi una orden de que se apresurara—. Es lo único que podemos hacer en estos momentos para proteger a Nyle. Si no conseguimos detenerle y es atrapado, tendrá menos posibilidades de ser ejecutado si lo que está haciendo no aparece como una sorpresa.
Dijo aquello con tal convicción que ella le creyó. Pese a sus ropas manchadas de barro y su piel marcada con sangre, mantuvo su paso.
Geraden se apresuró todo el camino hasta los apartamentos del Rey, sin tropezar ni una sola vez.
Fueron admitidos inmediatamente a la suite porque el Rey Joyse no estaba allí.
—Ha salido a alguna parte con su Imagero, supongo —murmuró el Tor como explicación—. Su cortesía nunca falla, pero me dice tan poco como puede para impedir que me ponga a aullarle cosas.
Su voz era un gorgotear subterráneo, como si emergiera de alguna parte en las profundidades de su enorme grasa, y los pasajes que conducían al exterior estuvieran llenos de vino. Los días de uso estaban claramente marcados en sus ropas, cuyo verde estaba cubierto de manchas de vino y comida. Sus mejillas sin afeitar y su grasiento pelo mostraban que había olvidado también su aseo personal.
—Soy un hombre paciente, joven Geraden —confió por encima de su frasco—. He pasado un número no pequeño de años en el mundo, y he aprendido que la grasa es más permanente que la piedra. Pero la verdad es que mi presencia aquí no ha conseguido nada de lo que esperaba. —Agitó una mano en un gesto que hizo que Terisa se diera cuenta de la ausencia de la mesa de brinco del Rey—. Simplemente ha trasladado su juego a otro lugar.
Suspiró lúgubremente, con ojos húmedos.
—Es una triste cosa ser dejado de lado a mi edad.
Escuchando al Tor, Terisa empezó a perder confianza. Sin embargo, Geraden estaba demasiado decidido para dejar que aquello lo desviara.
—Tú mismo te nombraste canciller, mi señor —le recordó al Tor—. Dijiste que podías emprender acciones en nombre del Rey. Eso debería ser fácil, si él no está aquí para contradecirte.
El Tor dirigió a Geraden una dolida mirada.
—Eres demasiado joven para comprender. Si deseo cordero en vez de pato para mi próxima comida, sólo tengo que decirlo. Si decido establecer unas vacaciones y dejar que todas las damas de Orison se las apañen sin sus doncellas, puedo hacerlo sin necesidad de alzar la voz. ¿Quién aquí siente el menor deseo de oponerse a la voluntad del más antiguo amigo del Rey? —Remarcó sus palabras con puñetazos a medida que su ira aumentaba—. Si decido por mí mismo declarar la guerra mañana, no tengo la menor duda de que seré obedecido.
»¡Pero el Rey, joven Geraden! —Alzó su cuerpo para dar mayor fuerza a lo que decía—. ¿Dónde está el Rey? ¿Dónde está el hombre que debería responsabilizarse de cada orden que doy en su nombre? En algún lado, jugando al brinco con el Adepto Havelock, mientras su reino se desmorona.
Lentamente, el Tor recuperó la calma.
—En cuanto al Castellano Lebbick —suspiró—, en estos momentos retiene el poco poder efectivo que queda en Orison. Pero incluso él halla difícil ignorarme; y no desea someter sus decisiones a mi opinión, así que me evita. Sospecho que pasa secretamente juicio de todas mis órdenes antes de ponerlas en práctica.
»Parece que he elegido una forma estúpida de llorar a mi hijo.
Terisa intentó captar la mirada de Geraden; deseaba enviarle un mensaje mental, urgirle a que no dijera nada al Tor respecto a Nyle y Elega. El viejo señor estaba empezando a recordarle al Reverendo Thatcher.
Geraden, sin embargo, se negó a recibir su señal. Su mirada estaba clavada en el Tor, y su expresión se había suavizado, aunque su actitud seguía siendo hosca.
—Lo siento, mi señor —dijo secamente—. No tengo tiempo para tu pesar.
Bajo su grasa, los músculos del rostro del Tor se tensaron peligrosamente, pero Geraden siguió sin hacer ninguna pausa:
—Necesito hablar con el Rey Joyse. Puesto que no está aquí, hablaré contigo. No puedo comunicarle esto al Castellano. No voy a decírselo a nadie que no sea amigo de mi padre.
Había captado la atención del Tor.
—Considero al Domne mi amigo —retumbó lentamente el señor—. Y tu pasada cortesía supera tu actual rudeza. —Parpadeó, apartando el velo del vino de sus ojos: su mirada era dura ahora—. Estoy interesado en lo que necesitas decirle al Rey.
Terisa se sintió de pronto avergonzada de sí misma. Antes que desconfiar del abatimiento del Tor, Geraden estaba intentando ayudar.
Aquella percepción la hizo estremecer. Ella nunca había hecho nada para ayudar al Reverendo Thatcher. Lo había escuchado durante horas, pero nunca había intentado ayudar.
—Probablemente habrás oído el rumor de que el Rey Joyse cree que dama Elega se ha vuelto contra él. —Geraden no necesitaba fingir dureza; la débil fuerza que lo había traído hasta allí raspaba en su voz—. Bien: es cierto.
Tan suavemente como el morder de una sierra, Geraden le contó al Tor lo que sabía de Elega y el Príncipe Kragen y Nyle. Cuando hubo terminado con los hechos básicos, añadió:
—Dos de mis amigos, dos guardias, la están siguiendo por todas partes. Pero ahora sabe que sospechamos de ella. Será más cautelosa. Voy a decirles a mis amigos que la olviden y se concentren en Nyle. —Pronunció el nombre de su hermano con un tono de forzada impersonalidad—. Quizás él nos conduzca a las respuestas.
El Tor sostuvo su mirada: sus ojos parecían como cuentas de cristal encajadas en masa de harina.
—He oído gran cantidad de rumores —comentó cuando Geraden hubo terminado—. El deber fuera de esta puerta es aburrido, y muchos de los guardias viven de la conversación. He oído un rumor de que tu hermano Artagel, que tiene la reputación de ser el mejor espadachín de Mordant, se enfrentó al Monomach del Gran Rey y cayó. —Su tono no se hizo claro hasta que preguntó—: ¿Está seriamente herido?
Geraden tragó saliva convulsivamente.
—Sí.
Sin parpadear, el Tor estudió por un momento a Geraden. Luego dijo:
—He perdido un hijo. No quiero tener que decirle al Domne que me quedé sentado borracho sobre mis posaderas mientras uno de sus hijos era muerto por el Monomach del Gran Rey y otro se vendía al Monarca de Alend. ¿Qué quieres que haga?
Inmediatamente, Geraden respondió:
—No dejes que el Castellano Lebbick interfiera. Haz que deje a Nyle tranquilo. —Se sentía claramente aliviado de abandonar el tema de Artagel—. Y dile que asigne a Argus y Ribuld a mí. Dile que te estoy haciendo algún tipo de favor y necesito su ayuda. —Su voz sonó clara, casi autoritaria, como si hubiera estado envuelto en situaciones como aquélla toda su vida—. La última vez que intentaron ayudarme, los censuró severamente por ello. Harán un mejor trabajo si no tienen que eludirle constantemente.
Sonaba tan seguro de lo que estaba haciendo que Terisa deseó aplaudirle.
Sin embargo, no dejaba de sudar mientras hablaba.
El Tor le miró gravemente por unos instantes. Luego volvió la cabeza y dejó escapar un fuerte aullido que hizo que Terisa diera un salto y trajo inmediatamente a los guardias al interior de la estancia.
—¿Sí, mi señor Tor? —preguntó uno de ellos. Estaba en buenas relaciones con el autonombrado canciller—. ¿Aullaste?
—¡Patán! —bufó el Tor—. Eso no fue un aullido. Eso fue una educada petición de atención. —Su risita sonó como un eructo—. Si alguna vez tienes la desventura de oírme aullar, no hablarás tan tranquilamente de ello.
»Pero, ya que estás aquí… —Hizo girar los ojos al techo, como si estuviera contemplando toda una letanía de deseos—. Quiero salsa de arándanos con ese pato que el cocinero está tardando ya demasiado en traerme. Quiero más vino. Quiero paz o guerra con nuestros enemigos, lo que les cause más consternación. —Se frotó una gorda mano por sus mejillas—. Creo que quiero un barbero. Pero, sobre todo —repentinamente, su voz pareció dejar asomar un cuchillo oculto hasta entonces en alguna parte— quiero al Castellano.
Secamente ahora, añadió:
—Sé tan amable de informarle que requiero unos pocos momentos de su tiempo…, casi inmediatamente.
—Como desees, mi señor Tor. —Sonriendo, los guardias se retiraron.
El Tor miró a Geraden y se encogió de hombros.
—Puede que no venga inmediatamente, pero no dejaré de insistir hasta que lo haga.
—Gracias, mi señor Tor —el Apr sonaba sincero—. Eso hará las cosas más fáciles.
Con un aleteo de su mano libre, el Tor echó a un lado la gratitud. Tras pensarlo unos instantes, dijo severamente:
—Joven Geraden, tu reputación para los desastres es enteramente engañosa. Me has mostrado que mi Rey necesita este canciller de una forma que no había sospechado. Creo que empezaré a sentirme más seguro de mí mismo.
Apuntando al Apr con un rollizo dedo, añadió, en un ominoso retumbar:
—Mientras tanto, te aconsejo que detengas a Nyle antes de que vaya demasiado lejos. La unión de los Cares es más frágil cada vez. Una ruptura abierta ahora entre el Rey Joyse y el Care de Domne puede traernos pesar a todos.
Vació rápidamente su frasco. Luego ladró alegremente:
—Mientras tú estás ocupado con otras cosas, yo me encargaré de enseñarle a mi dama Elega el temor a ser descubierta.
Por un extraño momento, Terisa sintió deseos de echarse a reír. La idea de una confrontación entre el enorme y viejo señor y la princesa real tenía muchas posibilidades. Pero su regocijo fue primariamente una reacción a la tensión: tan pronto como miró a Geraden, se evaporó. La sonrisa del Apr era casi una febril imitación de la sonrisa que exhibía Artagel en el combate.
Afortunadamente, el Tor observó también su expresión.
—Ya puedes irte, joven Geraden —dijo firmemente—, a menos que tengas más traiciones que revelar. No tengo intención de compartir mi pato con nadie. Házmelo saber tan pronto como tengas nuevas noticias de Artagel.
—Gracias, mi señor. —Geraden se encaminó inmediatamente hacia la puerta.
Terisa deseaba darle las gracias más detenidamente, hacerle saber lo mucho que hacía por Geraden. Pero no podía hacerlo y seguir al mismo tiempo al Apr.
El viejo señor, sin embargo, pareció comprender.
—Cuida de él, mi dama —murmuró, despidiéndola con un gesto—. Te necesita.
Dedicándole su mejor sonrisa, Terisa abandonó el apartamento y siguió a Geraden escaleras abajo.
El Apr redujo su paso tras un tramo o dos para que ella pudiera alcanzarle.
—¿Me disculpas? Me gustaría llevarte conmigo, pero el médico no te dejará entrar. Yo prácticamente tuve que amenazar su vida para poder ver a Artagel. Puedes hallar el camino de vuelta a tus aposentos, ¿no? ¿Estarás bien?
—Geraden… —Terisa apoyó una mano en su brazo para que le escuchara—. Hiciste lo correcto con el Tor. Le diste lo que necesitaba. —No acostumbrada a decir aquellas cosas, sonó para sí misma terriblemente forzada…, y se odió por ello. Pero no cedió—. Estoy orgullosa de ti.
Aquello le llegó a Geraden a lo más profundo. Los músculos en torno a sus ojos se relajaron, y algo que parecía una sonrisa flotó en las comisuras de su boca.
—Le aprecio —explicó simplemente.
—Estaré bien —prometió ella—. Ve a ver a Artagel. Hazme saber inmediatamente cómo está.
Él asintió y partió corriendo.
Ella volvió sola a sus aposentos y pasó el resto del día intentando no pensar.
A la mañana siguiente, el médico de Artagel aventuró la opinión de que su paciente podía sobrevivir a su herida.
Torpe por el agotamiento y mareado por el alivio, Geraden acudió inmediatamente a darle la noticia a Terisa antes de ir a sus propios aposentos para descansar un poco.
—Ahora sólo es cuestión de la infección —informó—. Si puede superar eso, lo logrará.
Como si se le ocurriera de pronto, añadió:
—El Tor hizo lo que le pedí. Argus y Ribuld trabajan ahora para mí. Al Castellano Lebbick no le gusta, pero supongo que el Tor le dijo que yo tenía algunas ideas respecto a cómo protegerte de Gart. Hasta ahora, no han conseguido localizar a Nyle.
Terisa deseaba que se quedara con ella. Estaba perdiendo toda la habilidad de hubiera podido tener de resistir estar sola. Cuando estaba sola, el Monomach del Gran Rey y el Castellano Lebbick y el Maestro Eremis parecían estar agazapados escondiéndose a su alrededor, aguardando su momento más vulnerable. Y no se sentía mucho más confortada cuando lograba concentrarse en Elega, Nyle y el pretendiente de Alend, o se preocupaba acerca de Myste y el campeón, o intentaba analizar las relaciones entre el Maestro Quillón, el Adepto Havelock y el Rey Joyse, o se preguntaba qué oculto talento para la Imagería podían tener ella o Geraden. Cada cuestión era peligrosa.
Pero Geraden parecía tan cansado —tan emocionalmente vacío como físicamente débil— que sintió piedad por él. Tan firmemente como pudo, lo envió a sus aposentos, ordenándole que no regresara hasta que se hubiera recuperado con un buen sueño.
A solas, se volvió para enfrentarse al día con el mismo espíritu con el que demasiado a menudo se había enfrentado a sus noches en su antiguo apartamento: como si la única cosa que pudiera esperar hacer con su tiempo fuera aferrarse a un tenue pero necesario sentido de su propia existencia.
La vista desde sus ventanas la interesó por un rato. El temprano deshielo estaba instalándose para una larga estancia. La luz del sol se derramaba sobre el apilado montón de piedras de Orison, fundiendo más nieve, creando más lodo. Las multitudes hormigueaban en el bazar, tan ansiosas como el día anterior. Carros y carretas llegaban por el camino hasta la puerta del castillo, con sus ruedas de madera ceñidas con hierro cortando a la vez nieve y lodo. De nuevo deseó salir. Pero no podía…, no sola.
Se sentía perdida en su propia compañía.
Al cabo de poco rato, Mindlin el modisto llegó para devolverle sus viejas ropas y anunciarle que mañana, o pasado mañana como máximo, esperaba recibir el material que necesitaba para ella, a menos que ocurriera algo espectacular con el tiempo. Como amiga de dama Elega, ella tenía su primera y mayor atención, así que creía poder prometerle con confianza que sus nuevos vestidos estarían dispuestos para la primera prueba dentro de seis días como máximo.
Desgraciadamente, la cuestión de cuál sería el aspecto de esos nuevos vestidos no consiguió apartarla de sus pensamientos. Tenía otras cosas en mente.
¿Dónde estaba el Maestro Eremis?
¿Qué estaba haciendo ella allí?
¿Cómo podía saber nada acerca de sí misma sin un espejo?
¿Por qué las únicas veces que era capaz de llegar hasta Geraden era cuando él estaba dolido? ¿Por qué seguía guardándole secretos como si no confiara en él?
Si seguía pensando en todo aquello, podía acabar volviéndose loca. Aquellas cuestiones imposibles no hacían más que recordarle de lo que carecía. Ignoraban lo que tenía: la amistad de Geraden, y la de Artagel; el respeto del Tor; quizás incluso la gratitud de Myste, si aún estaba con vida. Así que se sintió feliz por la distracción cuando una llamada a la puerta anunció que tenía un visitante. Podía ser el Maestro Eremis. E incluso el Castellano Lebbick sería algo mejor que su propia compañía.
Era el Maestro Barsonage.
El mediador de la Cofradía era una visita tan inesperada que al primer momento no notó el cambio en su apariencia. Pero la forma vaga en que eludió su mirada mientras la saludaba la hizo mirar más allá de su sorpresa y ver su aflicción.
—Maestro Barsonage. Entra.
—Gracias, mi dama. —Con aire incierto, como si no supiera dónde iba, penetró en la habitación arrastrando los pies.
Parecía deshinchado…, ésa era la única descripción en la que podía pensar que encajara con él. Cuando lo había conocido por primera vez, su amplitud casi le había parecido igual que su altura. Sus cejas brotaban densas, como cerdas. Su piel tenía el color y la textura del pino recién cortado. Ahora, sin embargo, aquel tono amarillo se había vuelto enfermizo, y su piel parecía colgar fláccida bajo su pelado cráneo. Sus cejas colgaban también; las arrugas descendían por sus mejillas. Sus movimientos y su diámetro corrían parejos: eran fláccidos, como vejigas a medio llenar.
—Es un honor. —Lo dijo sin sarcasmo, porque el Maestro parecía tan abatido…, y tan inconsciente de ello—. ¿Qué puedo hacer por ti?
Los ojos del hombre siguieron evitando los de ella.
—La verdad es que no lo sé, mi dama.
Bien, no podía dejarle allí de pie en medio de la alfombra con el dibujo de plumas de pavo real.
—¿Por qué no te sientas? —Hizo un gesto hacia una de las sillas—. ¿Un poco de vino?
Aceptó la silla. Un leve movimiento de sus manos rechazó el vino. Cuando habló, su tono era tan incierto como su apariencia.
—Fuiste atacada, mi dama.
Ella gruñó para sí misma ante aquello. Ya había sostenido aquella misma conversación más veces de las deseadas. Pero luego reflexionó que no era culpa de ella si él se sentía desgraciado. Con más aspereza de la pretendida, respondió:
—Otra vez. Y ya es la tercera.
Él parpadeó vagamente en su dirección.
—¿La tercera?
—¿No te habló el Maestro Eremis de la segunda? Fue inmediatamente después de la reunión con los señores. El Príncipe Kragen y el Perdon casi resultaron muertos.
—No —jadeó. Su voz sonaba también deshinchada—. El Maestro Eremis no mencionó… Ha abandonado Orison. Para regresar a Esmerel, dijo. Ayer…, cuando se inició el deshielo. Tuve que devolverle su casulla, por supuesto. No hay ninguna prueba contra él. No podía soportar nuestros debates, dijo. —Inconsciente de las reacciones de ella, preguntó con sencillez, como si ambos fueran niños—: ¿Por qué fuiste atacada, mi dama?
Aquello hizo que su corazón golpeara contra sus costillas. Así que había una razón por la que el Maestro Eremis no había acudido a verla desde el ataque de Gart. Probablemente había abandonado Orison antes de que ocurriera. Por otra parte, no se había despedido de ella…
Dolorosamente confusa, intentó concentrarse en el mediador.
—Todo el mundo desea saber por qué fui atacada. —Su madre la habría enviado a su habitación por emplear aquel tono—. Tú, el Castellano Lebbick, Geraden y Artagel, el Príncipe Kragen —con un esfuerzo, se obligó a no mencionar el nombre de Elega—, incluso el Rey Joyse. Hasta yo deseo saber por qué fui atacada. ¿Qué importancia tiene eso para ti, Maestro Barsonage?
Los ojos del maestro seguían sin cruzarse con los de ella. Toda la furia parecía haberle abandonado. Con aquella misma voz simple, respondió:
—He dedicado a ella toda mi vida. La Cofradía está arruinada, mi dama.
—¿Arruinada? —Lo que acababa de oír era más inesperado que su aparición—. ¿Cómo? ¿Qué quieres decir?
—Nos hemos disuelto.
Ella le miró fijamente.
—Espera un momento. Dilo de nuevo. ¿Habéis disuelto la Cofradía?
—El nombre aún existe, por supuesto. El Rey Joyse no quiere que terminemos. En consecuencia, seguimos. Pero ahora ya no tiene ningún significado. Hemos acabado con todo…, acabado con los imposibles ideales de nuestro Rey y la forma en que nos ha abandonado. Cada uno de nosotros seguirá su propio camino.
»A menos que tú me digas por qué fuiste atacada.
La sangre de Terisa parecía como sebo en torno a su corazón, coagulada y pegajosa.
—Mi dama, hemos discutido y discutido hasta perder nuestras voces…, y nuestros corazones. No te molestaré con las argumentaciones. Sin propósito, no somos nada. O bien el Maestro Gilbur es un traidor, o no lo es. En cualquier caso, no hay nada que podamos hacer. Está más allá de nuestro alcance. O bien la traslación del campeón fue un error, o no lo fue. En cualquier caso, no hay nada que podamos hacer. No tenemos cristal para devolverlo a su propia vida. Y no podemos alcanzarle para efectuar ninguna otra traslación.
»O bien la traslación que te trajo a ti entre nosotros fue un error, o no lo fue. En cualquier caso, no hay nada que podamos hacer. A menos que sepamos.
—¿Saber qué?
Sus fláccidas manos hicieron un gesto hacia ningún sitio.
—Podemos servirte, mi dama. Si tienes alguna razón para estar aquí. El Monomach del Gran Rey arriesga su vida para terminar con la tuya. ¿No eres una amenaza? ¿No eres una Imagera? Entonces vuélvete hacia nosotros, mi dama. Danos un propósito. Deja que te sirvamos.
No. Aquello era demasiado. No. Se apartó de ello.
—¿No tenéis miedo de que pueda ser un enemigo?
Encogió unos vacíos hombros.
—El Monomach del Gran Rey arriesga su vida para terminar con la tuya —repitió—. No eres una amiga de Cadwal. Eso es más seguro que cualquier otra cosa que tengamos. Confiaremos en ello…, si nos das un propósito.
Él no podía hacer eso. No podía hacerla responsable de la Cofradía…, de todos aquellos Maestros que la despreciaban, que despreciaban a Geraden. Aquél era el mismo hombre que le había prohibido recibir información apenas llegar. Amargamente, dijo:
—No habéis obtenido ninguna respuesta aceptable, así que finalmente habéis decidido abandonar. ¿Le habéis dicho ya algo de eso a Geraden?
Suavemente, el Maestro Barsonage admitió:
—No he tenido el valor. —Luego añadió—: Ninguno de los Aprs ha sido informado. De modo que continúan atendiendo los fuegos y el laborium a fin de que podamos hacer nuestro trabajo…, si somos capaces de hallar algún propósito para él.
Sólo por un momento, Terisa consideró la posibilidad de decirle lo que nunca le había dicho a Geraden ni a nadie: que ella habla visto los tres jinetes de su sueño en el augurio de la Cofradía. Pero el pensamiento de lo que él podía hacer con aquel conocimiento la detuvo.
Podía depositar toda la responsabilidad de la Cofradía sobre sus hombros, haciendo demandas que ella no sabría cómo atender o rechazar.
—Maestro Barsonage —dijo, mientras la presión se incrementaba en sus venas—, ¿no crees que estás pidiendo demasiado? Apenas has sido educado conmigo desde que llegué aquí. Ciertamente, no has sido decente. Has ignorado mi ignorancia…, y lo que me ha costado. Y sigues ignorándola. Me ignoras a mí. No sé por qué Gart desea matarme. Allá de donde vengo, los espejos solamente reflejan. No hacen nada. No soy una Imagera.
Pese a su vehemencia, él siguió sin enfrentarse a sus ojos. En vez de ello, inspiró profundamente varias veces, como si estuviera bombeándose interiormente, y sus manos se cerraron hasta formar puños.
—Mi dama, esto está equivocado. La Cofradía es peligrosa, pese a lo que piense el Rey Joyse ahora de ella. Se alza entre nosotros y el sangriento caos…, entre Mordant y el horror. La guerra es sólo guerra. Los hombres resultan muertos. Las mujeres maltratadas. Luego la lucha cambia a otro lugar, y aquí hay paz por un tiempo. Pero, sin la Cofradía para controlarla, la Imagería puede desencadenar un mal tan enorme sobre los inocentes…
»Lo haré, mi dama. Debo hacerlo. Aunque cada Imagero vivo sea un hombre de buen corazón, con intención de hacer sólo lo que es beneficioso, su Imagería puede convertirse en último término en una abominación. Porque irá a parar a manos del Gran Rey Festten, o del Monarca de Alend, o de quien tome el poder en Orison…, y esos gobernantes exigirán que su Imagería se dedique a la destrucción. Deben hacerlo, porque están en guerra. Sin embargo, no serán ellos quienes sufrirán. Sus soldados pagarán su precio…, y el resto recaerá sobre todos los inocentes del mundo.
»Puesto que el Rey Joyse nos ha vuelto la espalda, no hay otra esperanza. Sólo la Cofradía puede impedir esto. Si es fuerte y segura…, y si tiene un propósito que la una.
»Tú eres la respuesta, mi dama. No debes abandonarnos a la ruina.
La emocionó. Pese a su furia, a su rechazo instintivo, la emocionó. Quizá su creencia de que ella podía ayudarles fuera una ilusión. Sin embargo, el miedo que lo impulsaba era real.
—Maestro Barsonage —dijo suavemente—, el hecho honesto es que no sé lo que está ocurriendo. No comprendo nada de esto. Pero soy como tú. No creo que la Imagería deba ser utilizada para la destrucción.
»Te diré la verdad acerca de mí…, tan pronto como descubra cuál es. Si resulta ser una respuesta, nos ayudará a los dos.
No pudo decir si él captó lo que acababa de decirle. De hecho, no pudo decir siquiera si la había oído. Sus ojos permanecían lejos de los de ella, y su rostro colgó bajo su cráneo como si ella hubiera rechazado completamente su llamada.
Al cabo de un momento, se levantó de su silla y se alejó cansadamente.
Terisa se quedó con otra terrible cosa más que debía decirle a Geraden.
La ventaja era que ya no tenía que seguir preocupándose de su asidero a la sustancialidad. Estaba demasiado preocupada por él como para correr algún peligro de desvanecerse.
Hacia mediodía del día siguiente, Geraden acudió a sus aposentos para llevarla a ver a Artagel.
Terisa había pasado toda la noche reuniendo su valor. Pero no había ninguna forma amable de decir lo que necesitaba decir, de modo que simplemente le describió su conversación con el mediador. Luego se mordió los labios y contuvo el aliento, aguardando a ver cómo tomaba él la noticia.
Para su desánimo, se la tomó a carcajadas.
Rió tan fuerte que tuvo que apoyarse en la pared…, una extraña y silenciosa risa que sacudió todo su cuerpo pero no produjo ningún ruido. Frunció el rostro como si estuviera llorando; de hecho, las lágrimas inundaron su rostro. Pero estaba evidentemente riéndose, tan abrumado por el regocijo que parecía casi histérico. Golpeó sus manos una contra otra como si estuviera aplaudiendo.
—Bien, tienes que admitir —exclamó en medio de su ataque de risa— que es lógico.
Ella no tenía idea de qué hacer. ¿Se había vuelto realmente histérico? Tenía derecho a estarlo: estaba sometido a suficiente tensión. ¿Significaba eso que debía abofetearle?
Se suponía que debía contarle lo de los jinetes de su sueño. Lo sabía. Sin embargo, no podía hacerlo. Tenía miedo.
—Todo vuelve a ti. —Intentando contenerse, hincó los dientes en uno de sus nudillos, lo bastante fuerte como para hacer brotar unas gotas de sangre. El dolor le ayudó a recuperar un cierto control—. Aunque no tengas nada que ver con ello. Aunque estés aquí sólo porque yo poseo algún sorprendente nuevo talento del que nadie había oído hablar nunca antes. Pero tiene que haber una razón. Una razón por la que yo te trasladé a ti en vez de a alguien distinto. De otro modo, sólo fue un accidente. No significa nada. De una u otra forma, ésta es la cuestión fundamental de la Imagería.
»Tú eres la respuesta.
Como el Maestro Barsonage, él tampoco pudo enfrentarse a su mirada.
—La Cofradía disuelta. Toda mi vida…, desde que llegué a Orison…
»Oh, Terisa.
Pero no dejó que ella le tocara.
—Probablemente es justo así —dijo, en un galante y miserable intento por sonar alegre—. Pasé la mayor parte de mi tiempo intentando conseguir algo de mi trabajo. Ahora puedo concentrarme en cosas más importantes.
Bruscamente, insistió en escoltarla a visitar a Artagel.
Durante el camino, anduvo como un hombre que tuviera algo roto en el pecho y no supiera lo que era. Sin embargo, siguió andando. Su autocontrol daba la impresión de que no tenía ninguna idea de hasta qué punto había sido herido.
Los aposentos de Artagel estaban en una parte de Orison que Terisa sólo había visitado una vez, durante el recorrido con Geraden…, una enorme madriguera de habitaciones construidas de cualquier manera una alrededor de otra y una encima de otra. Las hubiera identificado como el equivalente de los barracones en el castillo, si ella y Geraden no se hubieran encontrado con tantos guardias, y si ella no hubiera visto intercaladas entre las habitaciones las inconfundiblemente militares salas donde se reunían los guardias. Por la apariencia del lugar, supuso que cada hombre tenía como máximo una habitación para él; las habitaciones más grandes eran probablemente compartidas. Artagel, sin embargo, disponía de una modesta suite para él solo…, un dormitorio, un saloncito, una cocina y un lavabo, que en su conjunto ocupaban menos espacio que el dormitorio de los aposentos de ella.
La mayor parte de la suite carecía de todo adorno y apenas estaba amueblada: al parecer, su ocupante no pasaba el tiempo suficiente en Orison como para preocuparse por sus habitaciones. O quizá su sentido del hogar estaba enfocado exclusivamente en Houseldon. Fuera cual fuese la razón, sus aposentos contenían sólo una pieza de decoración: un largo armero, que ocupaba dos paredes del saloncito, y del que colgaba un auténtico enjambre de las más variadas espadas, todas rotas o melladas.
—Son hojas que le han fallado —susurró Geraden como explicación, mientras conducía a Terisa hacia el dormitorio.
Allá estaba Artagel tendido en una austera cama, una simple armazón de madera con tiras de tela entrelazadas formando un fondo sobre el que reposaba un colchón. No había chimenea, y el aire era frío. Además, estaba desnudo hasta la cintura, excepto los vendajes que envolvían su torso. Pese a todo, el sudor perlaba su piel, y sus ojos brillaban oscuros, como si contuvieran fuegos secretos.
Geraden había advertido a Terisa que estaba febril; pero ella se sintió abrumada de todos modos al verle sonreír como si estuviera a punto de lanzarse de nuevo al ataque contra Gart.
Había ensayado un discurso para él, en el que le daba las gracias, pero no pudo pronunciarlo. No había grasa en él: todos los músculos quedaban claramente señalados bajo la piel. Y el sudor realzaba sus cicatrices, haciendo que captaran la luz de una forma distinta, de modo que no podía ignorarlas. Había recibido cortes y cortes… Parte de su pecho parecía como si alguien hubiera hundido una vez un poste en él y, de alguna forma, él hubiera sido capaz de desarrollar el suficiente tejido para regenerar la herida. Y bajo sus vendajes había otra herida.
Sus ojos derramaron lágrimas, convirtiendo la imagen de Artagel en una confusión de luz reflejada de las lámparas.
—Lo siento. No sé por qué él desea matarme. Juro que no sé por qué desea matarme.
—Mi dama. —Los ojos de Artagel brillaron en la confusa imagen, y su voz sonó como sus ojos—. Tu mejilla está casi curada. Eso está bien. Cuando te alcanzó, pude ver lo malo que era el asunto. Pensé que llegaba demasiado tarde. Luego este idiota —se refería a Geraden— saltó contra él y casi consiguió que le partiera el cuello. Pensé que os había perdido a los dos. Me alegro de que tuvieras rápidos reflejos.
Mientras Terisa parpadeaba para aclarar su vista, añadió:
—He estado practicando ese contraataque que utilizó contra mí. Creo que ahora ya sé qué hacer al respecto.
—Si alguna vez tienes la oportunidad de encontrarle —intervino hoscamente Geraden—. Voy a atarte a esta cama hasta que todo haya terminado. De esa forma, no tendremos que averiguar si puede vencerte tres veces consecutivas. No puedo soportar la inquietud.
La sonrisa de Artagel parecía como el fuego en su mirada.
—Ése es el problema contigo. No tienes ninguna confianza en mí.
Geraden no tenía un buen día. Por un momento, Terisa temió que pudiera perder su control sobre sí mismo. Pero, de alguna forma, consiguió devolverle la sonrisa a su hermano.
—Oh, cállate —murmuró con un denso gruñido—. Me estás rompiendo el corazón.
—Ya lo has oído, mi dama. —Inesperadamente, Artagel empezó a quedarse dormido—. Si despiertas una mañana y te encuentras muerta, conmigo hecho un ovillo en el suelo a tu lado, ya sabrás lo que ha ocurrido. Tranquila. —Cerró los ojos, y una sutil tensión desapareció de él.
Terisa y Geraden lo dejaron descansar.
Durante otros dos días no ocurrió nada. El deshielo se frenó, pero no se interrumpió. Mindlin envió aviso de que el material había llegado. Argus y Ribuld no encontraron ninguna huella de Nyle. Para pasar el tiempo, Terisa daba largos paseos sin rumbo fijo por Orison; incluso visitó de nuevo el bazar, porque deseaba un poco de aire fresco. Ahora, cada vez que abandonaba sus aposentos a solas, al menos uno de sus guardias la acompañaba: el Castellano Lebbick había dado órdenes estrictas relativas a su protección. Pero Terisa no vio por parte alguna ningún signo del Príncipe Kragen ni del Monomach del Gran Rey.
Poco después del desayuno del tercer día, sin embargo, Geraden acudió a sus aposentos.
—Acabo de tener una charla con el Tor —anunció, intentando sonar alegre. Sin embargo, su tensión era demasiada para conseguirlo.
Ella formuló la pregunta natural:
—¿Qué quería?
—Deseaba hablarme de su conversación con Elega.
—¿Y cómo fue?
—No muy bien. Creo que él la subestimó. —Geraden agitó la cabeza. No le gustaba lo que estaba pensando—. Recuerdas que dijo que deseaba enseñarle «el temor a ser descubierta».
Desgraciadamente, ella no parece temer ser descubierta. «Declina ser enseñada», me dijo. De hecho, le desafió a que presentara alguna prueba, por pequeña que fuera, de que estaba en comunicación con el Príncipe Kragen.
»Lo cual pone las cosas bastante mal —comentó—. Sean cuales sean sus planes, ya están en marcha. Y ella está segura de que no podernos detenerla. Pero… —Hizo una mueca y miró hoscamente a Terisa—. Fue tan convincente que el Tor no está seguro de seguir creyéndonos.
Terisa se sobresaltó.
—Hizo todo un discurso al respecto. Me dijo que antes de que lanzara más acusaciones contra mi propio hermano y la hija mayor del Rey, debía de hacer un esfuerzo y presentar uno o dos testigos, en vez de confiar en meras sospechas.
—Pero yo vi al Príncipe Kragen y a Nyle encontrarse —protestó ella.
Él agitó de nuevo la cabeza.
—Ambos salieron de detrás de la misma tienda. Quizá simplemente coincidió que fueron allá al mismo tiempo para orinar un poco.
—¿Crees que estoy equivocada?
—No —respondió él de inmediato—. Se está comportando de una forma demasiado extraña. Tiene que haber una explicación. —Un momento más tarde, sin embargo, añadió con tono apenado—: Pero no me gustaría que el Castellano Lebbick lo arrojara a las mazmorras por razones tan tenues como las que tenemos nosotros.
Aquella expresión de certidumbre hizo muy poco para hacer sentir a Terisa mejor.
Geraden regresó para pasar la tarde con ella. Estaban juntos cuando un guardia trajo un mensaje de Argus y Ribuld.
Era críptico:
«Encontrado Nyle. Ver Artagel.»
Así pues, Terisa y Geraden fueron a ver a Artagel.
Estaba medio sentado en la cama, con varias almohadas colocadas a la espalda, y sus ojos parecían más claros y fríos, menos febriles. Su sonrisa era distante y un poco fría, antes que feroz.
—Vino a verme —explicó—. Lo localizaron cuando se iba.
—No lo entiendo —murmuró Geraden—. Ha estado ocultándose durante días. ¿Por qué repentinamente decide venir a verte?
Artagel intentó encogerse de hombros; su torso se resintió.
—Si tú no lo entiendes, no esperes que yo lo imagine. —No estaba siendo sarcástico—. No lo entiendo más de lo que te entiendo a ti.
Geraden ignoró aquella observación.
—¿Qué deseaba hablar contigo? ¿Qué dijo?
El recuerdo intensificó la poco habitual tristeza de Artagel. Con un hilo de voz, dijo:
—No pareció feliz de verme. Supongo que porque estoy herido. Pero me ha visto herido otras veces. Al menos no estoy muerto. Si estaba preocupado por mí, ¿no hubiera debido alegrarse de ver que me voy recuperando?
»Sea como sea, me preguntó si tenía alguna noticia de Houseldon. Pero él ha estado allí más recientemente que yo. Me preguntó —los ojos de Artagel evitaron los de Geraden— cuándo ibas a dejar de molestar a la familia aquí y regresar a casa, que es donde perteneces. No intenté responder a eso.
Geraden permaneció inmóvil y en silencio.
—Luego me preguntó qué le ocurriría a Orison en un asedio, ahora que teníamos esa brecha en el muro. La última vez que la vi, el muro que estaba construyendo Lebbick en ella para taparla no era muy impresionante. Me preguntó si disponíamos de alguna defensa. Me preguntó cuánto tiempo creía que pasaría antes de que el Rey Joyse nos metiera en una guerra con alguien. Pero no escuchaba mis respuestas.
»Luego… —Artagel miró al techo, mientras las líneas en su rostro se hacían más profundas, talladas por sus recuerdos—. Luego me dijo cómo me admiraba. Yo era su héroe…, siempre había sido su héroe. Lo primero que podía recordar acerca de su propia vida era desear ser como yo. Pero simplemente no tenía el equilibrio, ni los reflejos. Y sus músculos se negaban a desarrollar el tipo de fuerza correcta para una espada.
»Y todo el mundo en la familia parecía estar contento con él de la forma que era, cuando la forma que él era no era la que él deseaba. Tener a sus padres y sus hermanos contentos con él no conseguía nada excepto que le doliera el corazón. Se sentían orgullosos de mí. Y tenían ambiciones hacia ti. Deseaban que te casaras con Elega y te convirtieras en un gran Imagero. Pero nadie deseaba nada para él. O de él.
Artagel se detuvo y tragó dificultosamente saliva.
—¿Eso es todo? —preguntó Geraden en voz baja—. ¿No dijo nada más?
—Ya te lo dije —bufó Artagel—. No esperes que yo te lo explique. —Pero su furia no iba dirigida a Geraden—. Lo mejor que pude pensar fue preguntarle cómo había conseguido admirarme, cuando yo ni siquiera tenía casa propia ni mujer que cuidara de mí, sin mencionar hijos, y estaba tendido aquí con un estúpido agujero en mis costillas después que el Monomach del Gran Rey me hubiera vencido ya otras dos veces.
Geraden apoyó una mano en el hombro de su hermano.
—No te preocupes por ello. No había nada que pudieras decir que hubiera significado alguna diferencia para él. Ya se ha comprometido. —Su tono era más tranquilizador que su expresión—. Simplemente estaba intentando disculparse.
—¿Disculparse? ¿Por qué?
—Por elegir el otro bando. —Geraden sonó como si lo comprendiera perfectamente—. Si todo lo que él y el Príncipe Kragen están planeando funciona, y tú y yo no volvemos nuestras espaldas al Rey Joyse…, puede que él termine siendo el responsable de nuestras muertes. —Una nota de amargura asomó a su voz—. Es por eso que debemos detenerle. Difícilmente podrá soportar el resto de su vida si nos tiene a los dos sobre su conciencia. Encima de todo lo demás.
Terisa observó a los dos hermanos estudiarse mutuamente. Al fin, Artagel consiguió esbozar una retorcida sonrisa.
—Bueno, yo no voy a poder ser de mucha ayuda. Ese médico jura que me clavará a la cama si intento levantarme demasiado pronto. Pero probablemente no hay ningún guardia en todo Orison que no sepa que Ribuld y Argus están intentando hacerte un favor por mí. Deberías conseguir todo el apoyo que necesites.
De alguna forma, Geraden dejó escapar una risita.
—Preferiría tenerte a ti. Pero supongo que deberé conformarme con uno o dos mil de los mejores hombres del Castellano Lebbick. —Luego suspiró—. Espero que no nos tenga esperando mucho más tiempo. Quiero saber lo que está ocurriendo.
Terisa era de la misma opinión.
Tal como fueron las cosas, Nyle no los tuvo aguardando mucho más tiempo. De hecho, si Argus y Ribuld no lo hubieran encontrado cuando lo hicieron, probablemente ya no lo hubieran encontrado. Antes del amanecer del día siguiente, cuando Terisa aún estaba en la cama, enredada entre sudadas sábanas y soñando que podía ver la hoja de Gart mientras descendía sobre ella como el filo de una estrella, fue despertada por unos fuertes golpes sobre madera y la voz de Geraden.
—Terisa. Terisa.
Naturalmente, decidió que el ruido tenía que proceder de la puerta del pasadizo secreto. Retiró la sábana de su desnuda espalda y saltó de la cama, estremeciéndose al instante, para dejar entrar al Maestro Quillón o al Adepto Havelock. Pero aquello no tenía ningún sentido. ¿Por qué llamaban tan ruidosamente, cuando ella había olvidado colocar una silla en el armario para bloquear la puerta?
Con un estremecimiento, sus percepciones corrigieron su orientación. ¿Hacía realmente tanto frío, o estaba simplemente helada por efecto de sus sueños? Su bata estaba sobre la silla que hubiera debido estar en el armario. La tomó, metió los brazos en sus mangas, ató el cinturón en torno al suave terciopelo. ¿Geraden? Temblando tan fuertemente que casi perdió el equilibrio, fue al saloncito y descorrió el cerrojo de la puerta.
La luz de las lámparas del otro lado penetró por la abertura, barriendo a Geraden con ella.
—Ven —susurró el Apr de inmediato—. Tenemos que apresurarnos. Se marcha.
—¿Se marcha? —Su voz tembló incontroladamente—. ¿De qué estás hablando? ¿Qué hora es?
—Está a punto de amanecer. —Geraden respiraba afanosamente: había estado corriendo—. Se trata de Nyle. Ésta es nuestra oportunidad de descubrir qué está haciendo. Quizá sea nuestra oportunidad de detenerle.
—¿Se marcha? —repitió ella. Su bata no parecía proporcionarle ningún calor—. ¿Cómo puede marcharse? ¿Adónde puede ir?
—Eso es lo que debemos descubrir —siseó Geraden—. Simplemente prepárate. Estaba en los establos cuando Argus y Ribuld imaginaron finalmente lo que estaba haciendo. Probablemente ahora esté ya en el patio. Habrá cruzado la puerta cuando te hayas vestido. Debemos apresurarnos.
Algo de su tensión la alcanzó. Se volvió para buscar algunas ropas. ¿Qué ropas? Su vieja blusa y sus pantalones. Y el chaquetón de piel de oveja. Las cálidas botas. Aún había un pequeño fuego en la chimenea. ¿Por qué tenía tanto frío?
—¿Cómo podemos seguirle? —preguntó, intentando mantenerse bajo control—. Prácticamente ya se ha ido.
Geraden se permitió un gruñido de exasperación.
—Argus nos está aguardando. Ribuld seguirá a Nyle. Nos dejará un rastro. Vamos.
Consiguió moverse e intentó apresurarse.
Violentos temblores hacían torpes sus manos. Pese a lo familiares que eran aquellas ropas, tuvo problemas para ponérselas. Desde la intimidad del cuarto de baño, preguntó:
—¿Qué ha ocurrido con el tiempo? Me estoy helando.
—Hace frío, ¿no? —murmuró él—. El deshielo se ha detenido…, al menos por un tiempo. Pero no hay nieve nueva. Sería mejor para nosotros si la hubiera. Frenaría a cualquiera que estuviera avanzando en esta dirección. Y nos haría más fácil seguir a Nyle.
Una parte de ella se alegraba de que hiciera tanto trío, y se apresuró a pensar en lo que estaba haciendo. Si pensaba en ello, evitaría volverse loca. Sus aposentos estaban llenos aún de pesadillas. Sería bueno escapar de ellas.
Un momento más tarde, se puso su chaquetón y abandonó el cuarto de baño.
—Estoy lista —dijo, aunque aquello era probablemente una tontería—. Vámonos.
Él sujetó su mano, y salieron.
Bajaron las escaleras casi corriendo. Sujetar la mano de Geraden le proporcionó la ilusión de que podía impedir que él cayera, pero no tropezó ni una sola vez. Todo lo que recordaba de los establos era que estaban en alguna parte cerca de la madriguera de habitaciones donde se acuartelaban los guardias. Y nunca había montado en un caballo. El camino que escogió Geraden parecía retorcido porque pasaba por un cierto número de largos y rectos corredores que avanzaban en dirección equivocada. El ejercicio estaba apenas empezando a generar algo de calor humano dentro de su chaquetón cuando llegaron al lugar donde Orison guardaba sus caballos en invierno.
El guardia en la entrada lateral asintió soñoliento y dijo:
—Argus está aguardando. No hagáis ruido. Se supone que nadie viene por aquí tan temprano. Inquieta a los caballos. —Luego les dejó entrar.
El bajo techo estaba sostenido por un gran número de columnas de piedra, así como gruesos postes de madera que anclaban también los laterales y las puertas de los establos individuales. Además, muchos de los establos habían sido construidos al azar, con el resultado de que los pasillos entre ellos eran retorcidos. En consecuencia, las auténticas dimensiones del lugar eran difíciles de apreciar. Su tamaño resultaba evidente tan sólo desde uno de los pasillos principales, que se unían como caminos en el centro de los establos.
Durante su anterior visita, Geraden había llevado a Terisa a ese centro y le había mostrado cómo los establos se extendían cavernosamente a lo largo de un centenar de metros en cada dirección.
El techo multiplicaba los ruidos; pero el lugar era mucho más tranquilo ahora de lo que recordaba. Sin embargo, un constante murmullo susurrante, puntuado con el staccato de los golpes de los cascos y los resoplidos, llenaba el aire mientras los caballos se agitaban en su sueño, piafaban, pateaban y golpeaban los laterales de los establos. Tantos animales desprendían el suficiente calor como para mantener la temperatura del lugar, uno de cuyos efectos más apreciables era notar el dulzón y denso olor de los excrementos y la orina de caballo fermentando en la empapada paja. Todo aquello junto, el ruido y el calor y el olor, era extrañamente reconfortante, como un regreso a un seno primitivo. Y la atmósfera como de seno se veía incrementada por el hecho de que por la noche los establos sólo estaban iluminados por unas pocas linternas situadas a intervalos considerables en los pasillos. Sin embargo, el aire hizo que Terisa tuviera la impresión de que le estaban creciendo hongos en los pulmones.
Geraden se llevó innecesariamente el dedo a los labios y la condujo hacia delante.
Terisa prestó tanta atención como pudo a mantener los pies fuera de los amarronados montones que salpicaban los pasillos, pero tenía un cierto número de otras cosas en las que pensar. Ahora que estaba más despierta, se sentía a la vez excitada y temerosa. Iba a salir. Por primera vez desde que se iniciara toda su experiencia, iba a ver el exterior de Orison. Por otra parte, creía instintivamente que algo iba a ir mal.
Geraden divisó a Argus. El guardia permanecía cerca de una linterna con tres caballos, ya ensillados. Pateaban y bufaban suavemente, quejándose de haber sido puestos a trabajar tan temprano por la mañana. Geraden hizo un gesto con la mano y se apresuró hacia el canoso veterano.
Preparándose para soportar el crudo sentido del humor de Argus, Terisa le siguió.
Sobre sus ropas de cuero, Argus llevaba una cota de malla y polainas; sobre su malla, una capa que parecía de piel de oso. Llevaba su casco de hierro encasquetado en la cabeza. Una daga colgaba de su cinturón en el lado opuesto a su espada, pero había dejado atrás su pica. Cuando Geraden y Terisa llegaron a su lado, sonrió, mostrando los huecos donde varios de sus dientes habían sido rotos.
—Bien —dijo—. Tengo los caballos. También tengo coñac. —Señaló una pequeña bolsa atada a la parte de atrás de una silla—. Tú tienes una mujer. Esto va a ser más divertido que un turno de guardia.
Geraden ignoró aquella observación.
—¿Cuánta delantera crees que nos lleva?
—Ella me debe algo, ¿no crees? —insistió Argus—. No me importa lo fina dama que sea. Cuanto más fina, mejor. He arriesgado mi vida por ella dos veces ya. Me debe un poco de gratitud. —Tendió una callosa mano hacia la mejilla de Terisa.
—Argus. —Bruscamente, Geraden sujetó férreamente la muñeca del guardia. Aunque Argus era mucho más robusto, Geraden hizo bajar su mano. —No bromees conmigo—. Había ecos de fuerza en su voz…, una fuerza que Terisa no había oído desde hacía tiempo—. Nyle es mi hermano. ¿Qué delantera nos lleva?
Involuntariamente, Argus retrocedió un par de pasos.
—Tiene su propio caballo —respondió, como si se sorprendiera de haber retrocedido—. No tuvo que pedir permiso para tomarlo e irse. Y no tuvo que estar perdiendo el tiempo por ahí aguardándote. Pero Ribuld va tras él. Tendríamos que poder atraparle.
—Entonces marchemos —dijo Geraden, impaciente. El eco había desaparecido—. ¿Cuál es el caballo de quién?
—Éste es el mío. —Con una palmada en sus ancas, Argus apartó de su camino un enjuto garañón—. Tú coge la yegua —señaló hacia un caballo más pequeño, del color de la grasa fresca para ejes—. Le gusta patear, pero podrás dominarla. Al menos es resistente.
»La dama puede coger el capón.
Terisa se encontró mirando a un caballo de ojos rancios, pelaje moteado y expresión de sublime estupidez.
Con un esfuerzo, carraspeó. Su voz sonó pequeña y perdida.
—En realidad, no he montado nunca a caballo.
Argus le lanzó una mirada que tanto podía ser de irritación como de regocijo.
—Geraden mencionó eso. No explicó por qué tienes que venir con nosotros. Quiero decir, si no sabes montar, y crees que eres demasiado buena para abrirte de piernas para un hombre que te salvó la vida, entonces, ¿para qué molestarse? —Se encogió enormemente de hombros—. Pero al menos me advirtió.
»La única forma en que este capón puede hacerte algún daño es si te pisotea. Sólo tiene sesos para seguir la cosa más cercana que reconozca…, y la única cosa que reconoce es otro caballo. Simplemente agárrate al pomo de la silla y deja que él haga lo demás.
De todos modos, Terisa vaciló. Geraden y Argus la miraron. Bruscamente, Geraden avanzó y la llevó al lado de su montura. Sujetando el estribo, dijo:
—Pon tu pie izquierdo aquí, agarra el pomo de la silla, y pasa tu pierna derecha por encima. Deja las riendas donde están. Ajustaremos los estribos cuando estés en la silla.
Ella le miró fijamente y vio que sus ojos eran sombríos con reprimida urgencia. Tragó un nudo de alarma y asintió con la cabeza. Luego, antes de que el pánico tuviera tiempo de dominarla, puso su pie en el estribo y pasó la otra pierna por encima de la silla.
Argus la sujetó al otro lado y la estabilizó en la silla. El techo parecía peligrosamente cerca. Argus y Geraden ajustaron los estribos sin consultarla. El capón se agitó. Terisa se agarró al pomo de la silla hasta que le dolieron los nudillos. A nadie en particular, dijo:
—¿Por qué estoy haciendo esto?
—Porque —Argus exhibió los dientes que le quedaban— has oído decir que unas cuantas horas montada en un caballo hacen a una mujer desesperada por un hombre.
Geraden estaba ya sobre la yegua.
—Si no dejas de molestarla —murmuró—, aguardaré a que estemos a varios kilómetros de distancia, y entonces te partiré las dos piernas y dejaré que vuelvas a Orison a pie.
Argus dejó escapar una risotada que hizo que varios de los caballos más cercanos piafaran en protesta y trajo un furioso insulto de un caballerizo de guardia en el que Terisa no había reparado antes. Argus no se preocupó, sin embargo. Riendo para sí mismo, sujetó las riendas del garañón e hizo avanzar al animal tras él.
Terisa se aferró a la silla mientras Argus les conducía a ella y a Geraden hasta uno de los pasillos principales y a lo largo de él hacia el cerrado paso que iba en dirección al patio.
Los guardias en la entrada principal alzaron la puerta sin una palabra: al parecer, Argus ya había hablado con ellos. Pero, cuando él y su compañero alcanzaron la puerta que daba al patio —con Terisa temblando de nuevo ante el repentino descenso de temperatura—, tuvo que detenerse varios minutos para hablar con los centinelas. Le vio señalar a Geraden, le oyó mencionar a Artagel. Finalmente, la puerta se abrió, y los caballos salieron al patio, haciendo crujir el helado lodo.
—Una puerta más —le dijo Geraden suavemente—, y luego ya podremos apresurarnos.
El cielo estaba despejado sobre los altos y oscuros muros de Orison, pero la mayor parte de las estrellas habían desaparecido, lavadas por el gris fluir del amanecer. El aire era tan cortante que le dolía en la garganta: podía notarlo en el fondo de sus pulmones, pinchando como agujas. Desde el lomo del caballo, el suelo tenía un aspecto lejano y peligroso. El frío parecía hacer resbaladizo el cuero de la silla; puesto que no podía aferrarse a él, tenía problemas en mantener el equilibrio ante el rígido bamboleo del paso del capón. Geraden parecía una sombra a su lado. Argus era casi invisible contra la oscuridad del muro de delante.
Otras personas se movían en el patio, despertando, preparándose para otro día. Pequeñas luces parpadeaban en los balcones interiores. Se veían unas pocas más en el bazar. Habían sido encendidos uno o dos fuegos para preparar los desayunos. Terisa apenas se dio cuenta de ellos.
La luz de antes del amanecer y la sombra del muro ocultaban la puerta, pero la recordaba: un enorme rastrillo alzado o bajado mediante poleas. Puesto que Mordant se decía que estaba en paz, la puerta permanecía abierta durante todo el día. De noche era bajada.
Cuando los caballos la alcanzaron, Argus desmontó y fue a hablar con los guardias. Por alguna razón —quizá debido a que estaba de espaldas—, su voz era un murmullo indeterminado, pero el centinela podía ser oído claramente.
—Estás loco, Argus.
Argus respondió algo.
—Teníamos que dejarle salir. Es un hijo del Domne. No tenemos ninguna orden de retenerle.
Otra respuesta.
—Intenta explicarle eso al Castellano.
Geraden se agitó en su silla, nervioso. Terisa pudo ver su rostro inmovilizarse rígidamente.
Luego:
—De acuerdo. Él también es un hijo del Domne. Y tú estás asignado a él. Y suponemos que la que va con vosotros es una simple meretriz. Eso es lo que diremos. Si no nos respaldas en ello, yo personalmente me ocuparé de que nunca tengas un hijo en todo lo que te quede de vida.
Se oyó una débil llamada. Geraden dejó escapar un suspiro de triunfo entre sus apretados dientes cuando Argus regresó junto a su caballo. Sus botas en el lodo sonaban como si estuviera caminando sobre cristales rotos. Al cabo de un momento, Terisa oyó un largo sonido crujiente mientras una cuerda empezaba a tensarse entre las guías de la puerta.
Vio la puerta alzarse lentamente, y una oscuridad más profunda dejó paso a la oscuridad más ligera del camino.
—Vamos —murmuró Argus. Tomando de nuevo las riendas de Terisa, clavó los talones en el garañón y avanzó tan bruscamente que ella dejó escapar una exclamación y estuvo a punto de caer de su silla.
Cuando estuvieron fuera, Geraden se situó a la altura de Argus.
—Bien hecho —gruñó sarcásticamente—. ¿Quieres que se caiga?
—No seas tan melindroso —respondió el guardia—. No sabía que fuera una chillona. —Terisa tuvo la impresión de que estaba sonriendo.
Destensó sus músculos, aflojó su presa sobre el pomo de la silla, y empezó a hacer un esfuerzo consciente por hallar el punto de equilibrio sobre el lomo del capón.
Sobre sus cabezas, el cielo, que iba palideciendo por momentos, parecía imposiblemente abierto. Las suaves colinas que rodeaban el castillo estaban desnudas de árboles, mantenidas así para que el Castellano Lebbick pudiera observar la aproximación de sus enemigos; a la media luz del amanecer, la desnudez de las laderas las hacía parecer tan expansivas como el cielo, amplias e inconmensurables hasta el extremo horizonte tras la relativa constricción de Orison. Pese a su precaria percha, sintió que la excitación crecía en ella.
Si acaso, el aire era aún más frío ahí fuera. La mayor parte del camino estaba pisoteado y lleno de roderas por días de cascos de caballos y ruedas de carros, pero allá donde los cascos de sus caballos golpeaban nieve, el claro resonar de los cascos contra la endurecida tierra cambiaba a un extraño sonido como de hundimiento, un crujido-y-eco, cuando los cascos golpeaban el suelo tras perforar la helada superficie de la nieve fundida por el deshielo y luego congelada de nuevo. El gris del cielo se hacía cada vez más extenso, permitiéndole ver los negros árboles que flanqueaban la carretera a partir del lugar donde se bifurcaba. Un ramal, recordó, iba hacia el sur; otro, hacia el noroeste; el tercero seguía hacia el nordeste, hacia el Care de Perdon: caminos que avanzaban hacia secretos y sorpresas en todas direcciones. El mundo era algo que apenas había empezado a descubrir.
Aunque la primavera se estaba acercando, el sol aún estaba demasiado lejos al sur como para que ella pudiera divisar la fuente del amanecer más allá de la masa de Orison hasta que hubieron cabalgado casi hasta la bifurcación del camino. Por aquel entonces, las copas de los árboles estaban iluminadas como si se estuvieran incendiando. El sol brillaba frío sobre las torres y almenas tras ella, haciendo que Orison pareciera menos deprimente…, pero de algún modo más grande, como si la sensación de su auténtico tamaño fuera imposible desde dentro. Su piedra gris parecía más fuerte y duradera de lo que había esperado.
Desde la bifurcación, observó alzarse el sol, y deseó que hiciera un poco menos de frío para poder sentir su contacto sobre su rostro.
—¿Y ahora qué? —preguntó Geraden a Argus. Su mente estaba aferrada a lo que estaba haciendo—. ¿Cómo sabremos qué camino debemos tomar?
—Eso es trabajo de Ribuld. —Argus escrutó la zona—. Se supone que dejó señales. Probablemente en la nieve al lado del camino. —Arrojó las riendas a Terisa y avanzó hacia el borde izquierdo del camino—. Empieza a mirar.
Geraden fue al otro lado. Los dos hombres empezaron a mirar entre las ramas. Experimentalmente, Terisa cogió sus riendas, las sujetó como vio que hacían sus compañeros, y dio al capón un tentativo apretón de talones, intentando hacer que siguiera a Geraden. Pero en vez de ello fue detrás de Argus.
Cuando Argus estalló en una carcajada, Terisa miró hacia donde señalaba el hombre y vio una marcha en forma de flecha en la nieve. Había sido trazada, bastante irregularmente, con un líquido amarillo y caliente.
Hacia el noroeste.
Geraden acudió a ver la señal y sonrió pese a sí mismo.
—Eso es muy propio de él.
—Bien. Ahora podremos ir más rápidos. —El guardia miró a Terisa como si anticipara diversión—. Pero tendremos que ir con cuidado. Pueden dar media vuelta.
Geraden asintió y desvió su yegua hacia el lado norte del camino. Aunque no parecía especialmente hábil sobre la silla —agitaba constantemente los codos, y su cuerpo rebotaba al paso del caballo—, su experiencia era evidente. Sabía montar lo suficiente como para hacerlo sin necesidad de tener que pensar en ello.
Argus no volvió a coger las riendas de Terisa.
—Vamos. Alguna vez tendrás que aprender. —Mirándola por encima del hombro, empezó a alejarse, igualando el paso de Geraden a lo largo del margen occidental del camino.
Terisa estaba todavía decidiendo lo duro que tenía que espolear a su montura con los talones cuando ésta echó a andar por sí misma, siguiendo al garañón.
Por un momento que pareció durar una eternidad, porque estaba helada por el pánico y el frío, Terisa soltó las riendas y se aferró al pomo de la silla, pero el balanceo del paso del capón la golpeó tan duramente que sus manos resbalaron y empezó a caer.
Cuando no acabó de caer, no pudo comprender inmediatamente por qué. Gradualmente, sin embargo, la tensión de sus piernas le hizo comprender que se estaba aferrando al animal con las rodillas.
Aquel desarrollo la sorprendió tan completamente que sólo volvió a poner una mano sobre el pomo de la silla. Con la otra recuperó las riendas. Luego, animada por un estallido de excitación, clavó los talones en el capón para hacerle atrapar a Argus.
El guardia le dirigió un asentimiento de decepcionada aprobación y volvió su atención al camino.
La espina dorsal de su montura la empujaba hacia arriba y hacia abajo. Las sacudidas de su paso eran tan fuertes, y sus patas traseras se bamboleaban de tal modo, que Terisa deseó gritar: ¿Tenemos que ir tan aprisa? Pero un residuo de sentido común le dijo que, por ella, Argus y Geraden debían ir ya más lentamente de lo que desearían. Cerró la boca para no morderse la lengua y resistió.
Orison parecía sorprendentemente lejano. Tenía que mirar hacia atrás por encima del hombro izquierdo para ver el castillo. Una bandera púrpura se agitaba ahora sobre la torre del Rey, izada al despuntar el día. Luego el camino coronó una colina, descendió por el otro lado, y Orison desapareció.
Una corta distancia más tarde, un desvío de la carretera corría hacia el norte, hacia un poblado pintorescamente anidado en un pequeño valle. La mayor parte de sus veinte o treinta casas eran de madera, pero unas cuantas habían sido evidentemente construidas de piedra. La nieve se había rundido de sus tejados de pizarra; el humo se alzaba en volutas de sus chimeneas a medida que se encendían los fuegos para calentarse y preparar el desayuno. El ángulo de la luz del sol le permitió divisar el ganado en sus corrales, al abrigo de las colinas. Aquella gente criaba carne para el castillo.
En una guerra, en un asedio, tendrían que evacuar sus hogares y vivir en Orison.
Geraden no halló ninguna indicación de que Ribuld hubiera tomado el desvío. Los tres jinetes siguieron adelante.
Las manos de Terisa estaban enrojecidas y medio congeladas, pese al esfuerzo de sujetarse al lomo de su montura. Su rostro estaba tan rígido que parecía que fuera a quebrarse en cualquier momento. Cada vez que una ráfaga de viento atrapaba sus ojos, las lágrimas se convertían en hielo en sus mejillas. Gradualmente, comprendió que le sería más fácil mantenerse en su silla si el caballo avanzaba un poco más aprisa. Pero Argus y Geraden parecían ir ahora tan rápido como se atrevían. Tenían que observar las señales de Ribuld.
Sobre la cresta de otra colina, tropezaron repentinamente con un carro cargado —Terisa hubiera dicho más bien sobrecargado— con barriles de todos los tamaños. Aunque estaba orientado hacia Orison, se hallaba parado a un lado del camino, sin ninguna razón aparente. Tras una primera mirada, Terisa no pudo decir quién parecía más miserable, si el famélico caballo de tiro de mirada triste entre las varas o el conductor sentado en el banco del carro, aferrando las riendas con manos que apenas asomaban del montón de mantas de lana que lo envolvían. Un momento más tarde, sin embargo, el conductor dijo con voz crujiente:
—¿Argus? ¿Uno de vosotros es Argus?
El garañón pateó brevemente y se detuvo al lado del carro.
—Yo soy Argus —dijo el guardia, estudiando al carretero.
—Un guardia como tú me dio un doblón de plata para que aguardara aquí. —El conductor sonaba como si el peso de sus mantas lo estuviera estrangulando—. Demasiado frío para eso. Casi estuve a punto de dejarlo.
—Bien, ¿por qué hizo Ribuld eso? —ladró Argus.
Los ojos del hombre brillaron taimadamente.
—Demasiado frío. Un doblón de plata… —Su caballo bufó vapor—. No es suficiente.
Argus soltó una carcajada ante aquello.
—¡Mierda de cerdo! Llevar esta carga hasta Orison no te hará ganar más que media docena de cobres. Ya has triplicado tus ganancias. No tientes tu suerte.
El montón de mantas se agitó en un encogimiento de hombros. El conductor emitió un sonido como una risita, y su caballo alzó las orejas. Cuando retorció las riendas, el animal se agitó en sus arneses y el carro empezó a moverse.
Geraden maldijo para sí mismo. Argus, sin embargo, se mostró imperturbable. Por encima del gruñir de los ejes del carro, comentó con tono amigable:
—Tengo sed. Antes de que te vayas, creo que les haré unos cuantos agujeros en algunos de estos barriles. —Extrajo su larga espada—. Probablemente la mayoría contendrán bazofia, pero puede que encuentre alguno con algo bebible, quizás entre los últimos.
El conductor dio un tirón a sus riendas y el caballo se detuvo. Meditó por unos instantes, luego dijo:
—Me encantará ayudar a los guardias del Rey. El guardia como tú abandonó el camino aquí. Me pidió que señalara el lugar.
—¿En qué dirección? —preguntó Geraden.
—Hacia el norte.
El Apr hizo girar su yegua hacia el norte al lado de la carretera. Casi inmediatamente exclamó:
—Tengo sus huellas. Parece como si al menos dos jinetes hubieran ido en esta dirección.
Argus volvió a envainar su espada y dedicó al carretero una elaborada inclinación de cabeza. Con tono de gratitud, dijo:
—Estoy seguro de que todo lo que llevas es bazofia —y se reunió con Geraden.
El capón de Terisa le siguió con un aire de lúgubre resignación.
Tan pronto como ella y sus compañeros abandonaron el camino, se sintió sorprendida por el ruido que hacían. Quebrando la helada costra blanca y golpeando el suelo que había debajo, los cascos de los caballos sonaban lo suficientemente fuertes como para ser oídos a un kilómetro de distancia…, un sonido como un cruce entre cristales rotos y un distante cañonazo. Sin embargo, Argus estableció un paso más rápido. Al cabo de un momento, Terisa se dio cuenta de que estaba intentando igualar el paso del garañón a las huellas dejadas por Ribuld, cabalgando tanto como era posible sobre la nieve ya pisada. Cuando Geraden fue tras él, y el capón transfirió sus afectos del ganaron a la yegua, su avance se hizo notablemente menos ruidoso.
El rastro de Ribuld avanzaba a lo largo de un poco profundo valle entre pequeñas colinas, luego cruzaba una cresta y empezaba a descender una serie de laderas marcadas con quebradizos arbustos y negros matorrales. Un pliegue del terreno allá delante estaba cubierto de bosque, y el pliegue se hacía más profundo a medida que el terreno a su alrededor se alzaba formando colinas más elevadas. Argus siguió directamente el rastro hacia el interior del bosque.
Allá tuvo que disminuir su marcha. El suelo entre los troncos no estaba particularmente enmarañado; los propios árboles no eran densos. Pero muchas de las ramas eran lo bastante bajas como para azotar los rostros de los jinetes.
Avanzando a paso lento ahora, escuchando la forma en que el metálico sonido de las herraduras parecía resonar delicadamente en cada árbol debido a las empinadas colinas de ambos lados, y preguntándose por qué parecía estar conteniendo el aliento, Terisa siguió a Geraden a una cañada que se convirtió en el rocoso lecho de un río con el fondo lleno hasta menos de la mitad de hielo y encostrada agua. Los árboles de las laderas crecían más densos, apuntando sus oscuras ramas como dedos los unos a los otros; pero el lecho estaba despejado. Ahora, cuando los caballos rompieron la costra del agua, sus cascos cliquetearon y resonaron sobre piedra.
Le dolían las piernas. Sentía las manos como si estuvieran recubiertas de áspero hielo. Tenía la impresión de que el frío había empezado a pelar su rostro a capas hasta llegar casi al hueso. ¿De qué otra forma podía explicar la sensación de aterido dolor en sus mejillas y barbilla y nariz? Debería sentirse tan miserable como el carrero y su caballo de tiro.
Pero no era así.
Por alguna razón, esperaba oír cuernos.
Luego el lecho del río desembocó en un valle, donde sus aguas se unían a las de un río mayor que había cortado una garganta propia entre las colinas. La garganta avanzaba aproximadamente de este a oeste, y su pared septentrional era empinada pero practicable. Tan pronto como Argus siseó una advertencia y señaló, Terisa vio el caballo atado en la baja extensión plana formada por la unión de las dos corrientes de agua.
Ribuld permanecía agachado en la cresta de la pared norte, mirando por encima del borde: su capa lo hacía parecer como una roca colgando en precario equilibrio. Volvió la cabeza, miró hacia abajo y agitó una mano.
—Ya hemos llegado —murmuró Geraden—. Probablemente este risco bloquea el sonido. Pero debemos permanecer en silencio.
—Correcto. —Argus desmontó, y Terisa hizo lo mismo. Mientras ataba su garañón, como había hecho Ribuld, a un tronco muerto que brotaba de la nieve, casi estuvo a punto de caer debido a que sus piernas se vieron bruscamente agarrotadas por los calambres. Había olvidado lo fríos que estaban sus pies. Y sus pies habían olvidado el suelo: esperaban que se balanceara como el capón.
Sus compañeros estaban trepando ya trabajosamente por el lado de la garganta.
Decidida a no ser dejada detrás, se esforzó tras ellos.
La subida fue más fácil de lo esperado. Había suficientes rocas bajo la nieve y tierra y la capa de hojas caídas del otoño como para permitir una firme presa de los pies; y sus piernas se alegraron de hacer casi cualquier cosa que no implicara aferrarse al lomo de un caballo. Alcanzó a Ribuld sólo un momento después que Geraden y Argus.
—Buena sincronización —murmuró Ribuld, sonriendo en torno a la vieja cicatriz que descendía desde su pelo y por entre sus ojos hasta casi su boca—. Él lleva un cierto tiempo aquí. Los otros acaban de llegar.
Terisa se arrodilló en la nieve al lado de Geraden y observó, más allá del borde del risco, hacia otra garganta parecida a la que tenía detrás. Directamente debajo de ella, un caballo pateaba a causa del frío. Cerca de él, un hombre vuelto de espaldas a ella permanecía de pie al lado de un pequeño fuego que ardía casi sin humo. Supuso que era Nyle. Su fuego le pareció tan maravilloso que prácticamente creyó poder saborear su calor.
Al otro lado del fondo del barranco, cuatro hombres estaban atareados atando sus caballos. Tres de ellos parecían guardaespaldas.
El cuarto era el Príncipe Kragen.