Las ventajas de un deshielo prematuro
Cuatro días más tarde, el tiempo cambió.
Por aquel entonces, Terisa había logrado superar el dolor del rechazo implícito del Maestro Eremis. Seguía funcionando, lo cual significaba que pasaba tanto tiempo como le era posible con Geraden…, hablando, intentando comprender. Sin embargo, el conocimiento de que no tenía nada mejor que hacer, nada más constructivo que ofrecer, la abrumaba constantemente. No podía librarse de la gris depresión que asomaba en todo lo que pensaba y sentía; su comportamiento se parecía a su existencia anterior más que ninguna otra cosa que hubiera hecho desde su llegada a Orison. Como resultado de ello, sus conversaciones con Geraden eran como muchas de las sesiones que había tenido con el Reverendo Thatcher. Pero ahora la futilidad subyacente estaba de su lado en vez del de los demás.
Había perdido su frágil sentido de propósito, de dirección. Las conclusiones que se sentía tentada a extraer ocasionalmente de la aparición en el augurio de la Cofradía de los jinetes de su sueño nunca habían parecido tan estúpidas. No tenía razón para estar donde estaba. Y no parecía capaz de inventar ninguna. El auténtico punto focal de su larga conversación con Geraden no era arrojar ninguna luz en los rincones oscuros de su situación, sino más bien mantenerlo a él junto a ella, a fin de que no se desvaneciera de su vida como lo había hecho el Maestro Eremis.
Así, mientras una nieve tan aguda y quebradiza como el hielo golpeteaba contra sus ventanas y el viento aullaba más allá de la torre, y todo Orison parecía sumirse en una especie de calma estática, helado no por la paz sino por la espera, no hizo esencialmente nada excepto comer, dormir y sentarse en sus aposentos, hablando con el Apr cada vez que éste se veía libre de sus obligaciones.
Le traía noticias de Orison. Los Maestros estaban sumidos en un feroz y al parecer interminable debate, intentando decidir qué hacer respecto a su campeón…, y respecto a su propia vulnerabilidad. Los guardias del Castellano Lebbick y todos los albañiles disponibles estaban atareados utilizando los cascotes dejados por el campeón tras su partida para construir un muro que cubriera la brecha en el flanco de Orison. Y Argus y Ribuld estaban haciendo todo lo que podían para mantener vigilada a dama Elega.
El resto del tiempo, Terisa y Geraden hablaban de sus circunstancias.
Por un lado, esto significaba mantener un firme aunque sordo, casi invisible, debatirse para alzar sus espíritus. Como si supiera que cualquier abatimiento en él podía herirle a ella, Geraden practicaba el buen humor. Como si supiera que los puntos doloridos de ella aún no estaban dispuestos a ser tocados, mantenía una distancia emocional llena de tacto. Como si supiera que ella no estaba todavía lo bastante fuerte como para ser empujada, no la animaba a nada. Con una delicada gentileza que hacía que sus torpezas físicas parecieran pertenecer a otra persona completamente distinta, se preocupaba por ella.
Pese a que necesitaba también preocuparse por sí mismo y no lo estaba obteniendo. Sus enemigos eran tan salvajes como los de ella, deseaban con la misma intensidad su muerte…, y por las mismas pequeñas razones. Pero, si tenía miedo, se guardaba sus miedos para sí mismo.
En un momento determinado, preguntó, pensativo:
—¿Sentiste algo en el punto de traslación? ¿Pudiste decir que estaba allí?
Un soplo de frío tan suave como una pluma y tan afilado como el acero. Eso era algo de lo que no deseaba hablar; la asustaba demasiado.
—Hacía frío ahí abajo, y estaba tan asustada. Justo antes de que esos… —se estremeció involuntariamente—, esos hombres aparecieran, tuve la impresión de que hacía más frío y de que estaba más asustada. —Ya sabía que nunca iba a ser capaz de mencionarle aquello al Maestro Eremis—. Eso fue probablemente todo.
Él la miró fijamente unos instantes antes de desviar la vista.
—¿Y qué hay contigo? —contraatacó ella—. Eso podría explicar mucho. Si posees ese tipo de talento, y el Maestro Gilbur tuvo un atisbo de ello mientras te estaba enseñando, al menos tendríamos una explicación de por qué fuiste atacado.
Él desvió los ojos hacia el cielo.
—¿No sería eso curioso? Me encantaría una explicación. Pero todo lo que puedo recordar es que pensaba que era una idea estúpida. Os estaba arrastrando a ti y a Artagel por aquel lugar húmedo y frío en aras de una teoría vacía. Ni siquiera vi iniciarse la traslación.
Ella suspiró, malhumorada.
Varias veces, ambos volvieron al asunto de su extraña sesión con el Adepto Havelock.
—¿Imaginas de qué iba todo aquello? —preguntó él, casi para sí mismo—. ¿Por qué deseaba hablar contigo? ¿Por qué todos aquellos detalles específicos?
Ella no tenía la menor idea.
—Está loco. Quizá lo que él llama «lucidez» signifique sólo que es capaz de poner unas cuantas frases juntas, más o menos en orden.
Pero aquella explicación no satisfacía a ninguno de los dos. Finalmente, una vieja resolución se derrumbó, y Terisa se descubrió a sí misma hablándole de su primera noche en Orison. Le describió como el Adepto Havelock la había ido a buscar a sus aposentos, lo que el Maestro Quillón le había contado de la historia de Mordant, y cómo el Adepto la había salvado del hombre de negro.
Él escuchó con una mezcla de asombro e incomprensión. Cuando Terisa hubo terminado, jadeó:
—Ellos ya lo sabían. La primera noche que permaneciste aquí, ya sabían que estabas en peligro. El Maestro Quillón ha estado atareado. —Frunció irónicamente el ceño—. Si le contaras esto al resto de la Cofradía, no te creerían. ¿El Maestro Quillón? ¿Intentando cambiar lo que le ocurre a todo el mundo? —Luego dijo, más seriamente—: Al menos ahora sabemos quiénes son mis enemigos. El Maestro Gilbur y el archi-Imagero Vagel.
Ella asintió. Se daba cuenta de que se estaba hundiendo cada vez más en el abatimiento.
Él, sin embargo, no dejó que la idea de sus enemigos le desanimara. Sonriendo, dijo:
—De todos modos, hay una ventaja en todo esto. Ahora sé cómo te sientes. Tú no comprendes qué es lo que todo el mundo piensa que puedes hacer. Yo no comprendo por qué esos hombres me tienen en tan alta consideración como para desear mi muerte.
Ella estaba demasiado desanimada como para sentirse divertida por ello.
—Me gustaría saber de qué lado están el Maestro Quillón y el Adepto Havelock. No del lado del Rey. Ni de la Cofradía. Ni del Maestro Gilbur. —Podría haber dicho también: ni del Maestro Eremis.
¿Cuántos lados había?
Pero eso les trajo de vuelta a su encuentro con el Adepto…, y a los presuntos indicios ocultos en lo que había dicho. Finalmente, ella decidió desvelar otro de los pocos secretos que le quedaban. Estaba comprometida con él…, no porque supiera lo que estaba haciendo, sino porque era su amiga. Y el Maestro Eremis no la deseaba. No causaría ningún daño si le contaba a Geraden lo de Myste.
El Apr escuchó en atento silencio. Mientras le explicaba las razones de Myste para ir tras el campeón, Geraden mantuvo la cabeza alta como en un saludo, y las lágrimas afloraron a sus ojos. Cuando Terisa terminó, permaneció en silencio durante un largo momento antes de murmurar ásperamente:
—Siempre me gustó esa muchacha.
»Por supuesto —añadió—, conozco mejor a Elega. Y Torrent es tan dulce que te hace desear tenderte en el suelo para que ella pueda ponerse de pie encima tuyo y no se le enfríen los pies. El Rey Joyse no tiene ninguna hija que no sea atractiva. Pero Myste… —Su voz murió.
Suplicándole que no la matara. Terisa sintió deseos de llorar.
A primera hora de la mañana del quinto día, sin embargo, fue despertada de un ligero y poco reparador sueño por el sonido de la lluvia.
Atontada por el sueño y la sorpresa, saltó de la cama y fue a la ventana más próxima.
Por un momento, se sintió desconcertada porque no podía ver ninguna lluvia. De hecho, el cielo estaba completamente libre de nubes. El sol matutino lanzaba una suave luz sobre los muros y las almenas, y el cielo tenía un vital color azul, ensombrecido más hacia el púrpura que hacia el azul. Las distantes colinas parecían más suaves bajo su denso manto de nieve, y la retorcida masa de Orison parecía considerablemente más pintoresca que el día anterior, más como el gran castillo de un cuento de hadas.
Entonces se dio cuenta de que el sonido procedía de la nieve fundiéndose.
El agua caía densa de los techos y las torres, goteaba de los aleros como una lluvia veraniega. El patio parecía ya un lodazal: su pisoteado lodo quedaba oculto bajo marrones charcos tan enormes como estanques. Los guardias y la gente que entraban y salían de él, procedentes de y en dirección al apelotonado laberinto de tiendas y tenderetes, tenían que llevar capas contra el agua que caía sobre ellos y botas altas contra el agua que encharcaba el suelo; pero, bajo cielo abierto, se echaban hacia atrás las capas o se las quitaban completamente para gozar del nuevo calor.
El deshielo había empezado.
Un ligero estremecimiento la recorrió ante el pensamiento de que iba a poder salir fuera. Tal vez fuera posible dejar de sentirse deprimida por un tiempo.
Apresuradamente, fue a lavarse la cara y a vestirse.
No se sorprendió cuando Geraden llegó antes que Saddith le trajera el desayuno. Sus mejillas estaban enrojecidas por el ejercicio, y jadeaba. Debía haber subido corriendo las escaleras. A la primera mirada Terisa pensó que simplemente estaba ansioso, atrapado por una versión más fuerte de su propia reacción. Pero la forma en que brillaban sus ojos era más compleja que eso.
—¿Lo has visto? —jadeó tan pronto como ella hubo cerrado la puerta.
—Sí.
Fueron juntos a las ventanas, atraídos por la perspectiva del sol y el calor y el tiempo primaveral tras el largo y tenso invierno.
—Cristal y astillas —murmuró él mientras recuperaba el aliento—, esto es horrible.
Ella le miró, parpadeando como un búho asustado.
—¿Horrible?
Inmediatamente, él se echó a reír.
—¿No es estúpido? Siento esta misma ansiedad cada primavera. Como si todo el mundo volviera a la vida. El primer deshielo siempre me hace desear salir y ponerme a jugar como un chiquillo.
»Pero sigue siendo horrible. Aunque me encante. —Intentó sonar sombrío—. Terisa, esto son muy malas noticias.
Su risa extrajo de ella una sonrisa.
—Es una buena cosa que haga todo este tiempo que te conozco. Si fueras un desconocido, tendría que suponer que habías perdido la cabeza. ¿Por qué esto son malas noticias?
—¿Quieres decir que, puesto que me conoces, no tienes que suponer que he perdido la cabeza? ¿Puedes darlo por sentado? —Desechó su protesta con una risa ahogada—. Porque es muy pronto. Demasiado pronto. En este mismo momento, el invierno es la única cosa que nos protege. Si se funde demasiada nieve, no tendremos nada que impida a Cadwal e incluso a Alend avanzar contra nosotros hoy mismo.
»Ya oíste lo que dijo el Perdon. El Gran Rey Festten ya ha reunido un ejército. Puede hacerlo porque Cadwal recibe mucha menos nieve que nosotros. Y puedes estar segura de que el Monarca de Alend no enviaría a su hijo a una misión tan peligrosa como una visita a Orison sin tener un ejército preparado para sostenerlo o rescatarlo. O vengarlo.
»Nosotros somos los únicos que no estamos preparados —prosiguió—. Oh, estoy seguro de que el Castellano Lebbick ha hecho todo lo que ha podido. Pero no estábamos preparados para la guerra el pasado otoño porque el Rey Joyse se negó a ordenarlo —ahora Geraden consiguió sonar hosco—, y no estamos preparados ahora porque no ha estado prestando atención a ello durante todo el invierno. Nuestra única esperanza era que la nieve durara hasta que él recuperara la razón.
Terisa frunció el ceño en un esfuerzo por concentrarse.
—Si inician la marcha hoy, ¿quién llegará primero aquí?
Incapaz de mantener una expresión apropiadamente lúgubre, Geraden dejó escapar una sonrisa.
—Eso es complicado. Cadwal está más cerca, especialmente si avanzan a través de Perdon desde el sudeste. La mejor ruta desde Alend avanza casi directamente al sur a través del Care de Armigite. Eso es casi dos veces más lejos.
»Pero la parte sur de Perdon es en su mayor parte colinas, algunas de ellas escabrosas. Armigite es casi todo tierras bajas. Para alcanzarnos, el ejército del Gran Rey tiene que cruzar dos ríos, el Vertigon y el Broadwine. Los de Alend sólo tienen que vadear el Pestil. Y el Perdon luchará contra Cadwal a cada paso del camino. El Armigite, en cambio… —Geraden suspiró—. Supongo que tendremos suerte si dispara oficiosamente unas cuantas catapultas contra el ejército de Margonal mientras cruza sus tierras.
Aunque fuera el aire era evidentemente mucho más cálido de lo que había sido hasta entonces, no era suave; cuando Geraden se acercó a la ventana, sus palabras dejaron pequeños y breves óvalos de condensación sobre el cristal.
—Pero es mucho más complicado aún que eso. ¿Cuánto tiempo hace que se fue el Príncipe Kragen? ¿Seis días? Supongo que habrá cabalgado duro, pero no puede haber llegado muy lejos. Ni siquiera hoy. Tanta nieve necesitará días para fundirse. Así que aún le queda un largo camino hasta casa. ¿Hará algo el Monarca de Alend sin él? No lo sé.
»Ofreciéndote lo mejor de mi sabiduría-hizo una mueca—, te diría que a partir de este momento todo puede ocurrir. Con nuestra suerte, probablemente ocurrirá.
—Bien, eso es cierto —murmuró ella—. «Todo» es lo que ha estado ocurriendo desde que yo llegué aquí.
Él respondió con una risita y una inclinación de cabeza.
—Mi dama, tienes un don envidiable para no comprender las cosas. —Luego añadió—: Probablemente somos afortunados. Si dejara de ocurrir, podríamos sentirnos confusos.
—Habla por ti mismo —replicó ella—. La confusión es mi estado natural. —Fingió desconcierto—. O eso creo, al menos.
Él se echó a reír.
—Un espíritu afín. No me sorprende que me gustes.
Contempló el deshielo, y suspiró con alegría.
—Esto es realmente terrible.
Algún tiempo más tarde, hubo una llamada a la puerta.
—Lamento llegar tarde, mi dama —dijo Saddith mientras entraba en la habitación, cargada con una enorme bandeja con el desayuno—. Los guardias me dijeron que el Apr Geraden estaba contigo… ya. —Guiñó un ojo—. Así que fui a buscar más comida.
Sintiendo la cabeza ligera y obtusa hasta la incomodidad debido al deshielo, Terisa preguntó estúpidamente:
—¿Cómo está el Maestro Eremis esta mañana?
Saddith bajó la vista hacia sus ajustados pechos.
—Está muy ocupado. O eso se rumorea. Pero está bien. —Cuando alzó de nuevo la vista, su rostro mostraba un deliberado velo de blandura, pero las comisuras de su boca temblaron ligeramente—. O eso se rumorea.
Terisa se dio cuenta de que no se sentía tan alegre como parecía.
Geraden la observó con expresión analítica; sin embargo, no hizo ningún comentario. Al parecer había decidido que no deseaba saber cuál era la relación actual de Terisa con el Maestro.
Cuando la doncella se hubo marchado, Terisa intentó recobrar su buen humor comiendo un abundante desayuno. Sin embargo, su actitud se había vuelto inquieta. Deseaba hacer algo, deseaba irse tan lejos de aquella habitación —y de ella misma— como le fuera posible. Bruscamente, pidió:
—Salgamos de aquí. Hoy. Esta mañana.
Él la miró con la boca llena.
—¿Salir? Ya sabes que no puedo…
—No quería decir eso. Quería decir fuera de esta habitación. Fuera de Orison. Fuera. —Intentando dar sentido a sus palabras, animó—: Quizá pudiéramos alquilar unos caballos. No sé cabalgar, pero tú podrías enseñarme. Cualquier cosa. Simplemente deseo estar fuera por un tiempo.
Él luchó por comprender.
—Haré todo lo que desees. ¿Qué significa «alquilar»?
Sin ninguna razón concreta, Terisa pensó que tal vez fuera divertido gritarle. O quizá no divertido exactamente. ¿Más bien satisfactorio?
Fortuitamente, alguien eligió aquel momento para llamar a su puerta.
Tragando sus impulsos más bajos, Terisa dijo:
—Adelante.
A su orden, un guardia abrió formalmente la puerta y anunció:
—Dama Elega. —Luego se echó a un lado e inclinó la cabeza mientras la hija mayor del Rey entraba en la habitación.
Iba vestida como para una excursión, con un cálido vestido de piel de pelo de cuello alto y unas adornadas botas de cuero.
Geraden saltó en pie. Instintivamente, Terisa hizo lo mismo.
Elega los estudió a ambos.
—Lo siento —dijo con una sonrisa irónica—. No pretendía asustaros.
—Secretos culpables —respondió inmediatamente Geraden—. Me conoces, mi dama. —Su sonrisa no era más inocente que la de ella—. Siempre estoy completando algo.
La dama lo midió con una mirada. Luego se volvió a Terisa.
—Sea lo que sea lo que completa, Terisa —dijo—, espero que no le dejes que te estrangule con ello. No sé lo que tiene en mente, por supuesto. Pero seguro que complota de la misma forma que hace todo lo demás. —Sonrió en torno a la palabra—: Notoriamente.
Como respuesta, Geraden hizo una inclinación de cabeza.
—Eres demasiado amable, mi dama.
En vez de gritar: ¡Dejad esto!, Terisa preguntó a Elega:
—¿Te apetece desayunar algo?
—Gracias, no. —La hija del Rey aceptó el cambio de tema. Se comportaba como si estuviera dispuesta a cualquier cosa—. Ya he desayunado. Lo que querría, si te apetece…, es llevarte de compras.
¿De compras? Terisa no pudo evitar quedarse boquiabierta, sorprendida tanto por la familiaridad de la palabra como por lo extraño que resultaba oírla de labios de Elega.
—Me temo que no será una experiencia muy elegante. Debido al barro —explicó la dama—. Pero este deshielo es maravilloso. Si dura tanto como uno o dos días, abrirá lo suficiente los caminos en torno a Orison como para permitir a los comerciantes volver a llenar sus almacenes. A finales del invierno, las tiendas están siempre tan vacías de género que no vale la pena visitarlas. Ahora pueden verse reabastecidas.
»Terisa, me gustaría llevarte a comprar ropa y buscar un modisto que pueda hacerte algunos vestidos —dudó casi imperceptiblemente— de tus medidas y a tu gusto.
—¿Vestidos?
—Los que a ti te gusten. Por supuesto —dijo firmemente Elega—, te ofreceré si lo deseas mi consejo en lo relativo al tiempo y las costumbres. Pero lo que deseo es ayudarte a que elijas lo que realmente te guste.
—Pero —ése fue el primer pensamiento que le vino a la cabeza—, no tengo dinero.
La dama alzó sorprendida una delicada ceja.
—Eres una amiga de la hija del Rey. ¿Para qué necesitas dinero?
Terisa no pudo hallar las palabras adecuadas para protestar. Afortunadamente, Geraden era sensible al carácter particular de su ignorancia.
—Dama Elega tiene razón —dijo, proporcionando más seguridad de la que la situación requería superficialmente—. Mientras estés con ella, cualquier comerciante o artesano de Mordant te proporcionará todo lo que pidas sin que tengas que pagar por ello. Ése es uno de los privilegios de la familia gobernante.
»En realidad, no es justo. —Su tono le recordó que la mayoría de sus amistades se hallaban entre los trabajadores de Orison, antes que entre los señores y damas—. Pero la forma en que el Rey Joyse gobierna el país proporciona a éste más riqueza de la que le exige, así que estos privilegios no producen ningún daño. —Parecía estar animándola a aceptar la oferta de Elega.
Terisa hizo un esfuerzo por reunir sus sentidos. En realidad, a aquellas alturas ya debería estar acostumbrada a las sorpresas. Se estaban convirtiendo en la historia de su vida. Y, cuando pensó en ello, descubrió que se sentía excitada.
—Gracias —dijo a la dama—. Suena divertido. Precisamente le estaba diciendo a Geraden que deseaba salir de estos aposentos. Estoy a punto de ponerme a gritar.
Elega sonrió.
—Sé exactamente lo que quieres decir. Yo me he sentido muchas veces así a lo largo de los años. ¿Cuándo te apetecería ir?
Terisa miró a Geraden, pero los rasgos de éste se habían convertido en una máscara neutra.
—¿Qué te parece ahora mismo?
—Me parece admirable. —Elega parecía complacida.
»Si quieres mi consejo desde un principio, sin embargo —prosiguió—, será mejor que te cambies de ropa antes de irnos. Los modistos que sirven a las damas de Orison están acostumbrados a otro tipo de atuendo. Sospecho que no están familiarizados con —buscó una descripción graciosa— los estilos de tu mundo. Si te pones uno de los otros trajes y llevas tus ropas contigo, podrás dejárselos al modisto para que las use como patrón. Así podrá hacer que te encaje lo que te cosan.
Aunque Terisa no estaba en absoluto segura de desear blusas y pantalones en vez de faldas y túnicas, el consejo de Elega parecía demasiado razonable para ignorarlo.
—Dame sólo un minuto. —Del armario del dormitorio eligió rápidamente el púdico traje gris que ya se había puesto una vez. Luego se retiró al cuarto de baño para cambiarse.
—Elige algo cálido —dijo Elega—. Y ve preparada para el barro.
Tan pronto como se hubo metido el traje, Terisa localizó el grueso chaquetón de piel de oveja y las botas que Geraden le había proporcionado para su visita a las almenas de Orison. Al cabo de unos momentos estaba preparada para salir. Llevaba sus viejas ropas bajo el chaquetón. Su corazón latía como el de una escolar.
—¿Nos acompañas, Geraden? —indicó Elega—. Dudo que elegir telas y estudiar estilos sea de mucho interés para ti. Pero no es juicioso que un par de damas vayan sin escolta a las tiendas. —A Terisa, explicó—: Pese a todos los esfuerzos del Castellano Lebbick, el bazar atrae a todo tipo de tipos rudos: rateros, gitanas, payasos y rufianes. Los guardias mantienen el orden, pero no pueden impedir todos los pequeños delitos. —Luego se dirigió de nuevo a Geraden—: Si quieres escapar de tus rutinas diarias, me sentiré feliz de decir que te he ordenado que nos escoltes.
—De nuevo eres demasiado amable, mi dama. —Tras su deferencia, Geraden estaba riendo—. Pero los deseos de la hija del Rey son probablemente tan buenos como una orden. Iré con vosotras, por supuesto.
Elega le sonrió como si fuera un niño deseoso de complacer.
—Entonces, quizá debieras procurarte algo cálido que echarte por encima.
Geraden fue cogido por sorpresa: pareció casi suspicaz, como si creyera que la dama podía tener algún motivo oculto. Sin embargo, se tragó su preocupación.
—Es una buena idea. ¿Qué puerta usaréis? Os alcanzaré allí.
Elega se lo dijo.
Tras una inclinación de cabeza a Terisa, Geraden se marchó.
—¿Nos vamos? —dijo alegremente Elega.
Terisa no estaba segura de lo que hacía cuando siguió a la hija del Rey fuera de la habitación.
Charlando alegremente de temas triviales, Elega la condujo a través de Orison hacia el extremo noroeste del castillo. A lo largo del camino, Terisa divisó a Ribuld y Argus. Los dos guardias estaban haraganeando en el salón como si estuvieran fuera de servicio y no tuvieran nada mejor que hacer con su tiempo.
Su ansiedad empezó a cambiar de color. Lo que había empezado como un simple caso de fiebre de primavera se estaba convirtiendo en otra maniobra de los complots y esquemas que rodeaban la necesidad de Mordant.
Lo aceptó. Por el momento, todo lo que realmente deseaba era salir fuera de su reciente depresión.
Luego ella y Elega alcanzaron la puerta que daba acceso al patio. Con sus enormes maderos y sus gruesos cerrojos de hierro, estaba hecha para ser firmemente cerrada; pero estaba abierta, y sus guardias permanecían fuera, observando la multitud que se derramaba fuera de Orison para pasear y curiosear en torno a las tiendas y tenderetes.
Geraden estaba ya allí: había corrido de nuevo. Ahora, sin embargo, llevaba puesto también un chaquetón para mantener su calor.
Sólo por un instante, su rostro reflejó un alivio que no pudo ocultar. Al parecer, uno de sus temores había demostrado ser sin fundamento. Luego saludó a las dos mujeres con una sonrisa.
Terisa inspiró profundamente el aire casi primaveral y se sumergió con sus compañeros por entre las gotas que caían de los aleros hacia el lodo.
Una vez más, se sintió sorprendida por el tamaño del patio. Oculto en su propia sombra, el edificio oriental del castillo era oscuro contra el inmaculado cielo azul; pero hacia el oeste toda la cara interna de Orison retenía el sol y reflejaba los marrones y grises de sus piedras, haciendo la atmósfera a su alrededor más cálida que el clima. A aquella luz, la errática masa del castillo parecía protectora, alzada por todos lados para mantener a salvo lo que encerraba en su centro. Las ventanas captaban la luz del sol y la reflejaban; de los miradores y palos y proyecciones entre los balcones y pasarelas colgaban tendederos, y la ropa puesta a secar decoraba las paredes en un espectáculo multicolor; arriba en las torres, los estandartes, pequeños en la distancia, brillaban y se agitaban.
El lodo no era tan malo como había esperado. En aquel extremo del patio, lejos de la zona donde los guardias ejercitaban sus caballos, habían arrojado grava sobre la tierra. Eso no resolvía el problema, pero hacía que el inevitable lodo fuera mucho menos profundo y pegajoso. El borde de su vestido quedó inmediatamente empapado y manchado, pero pudo caminar con una no anticipada facilidad.
Indudablemente inspirada por su propia fiebre de primavera, la gente del patio había abierto de par en par los frentes de madera de sus tiendas, adornado sus tenderetes con cintas, traído carros cargados con refrescos que nadie se hubiera atrevido a desafiar el frío para acudir a tomar el día antes. Todo el mundo se había puesto sus ropas más alegres y declarado el día como un espontáneo festival. Terisa oyó música de flautas y laúdes, puntuada por panderetas. En alguna parte seguramente estaban bailando. Olores a cocina y especias se mezclaban con el aroma del humo de madera que derivaba en la ligera brisa desde las chimeneas de estaño en los techos de las estructuras de madera, de los humeros en la parte superior de los tenderetes, y de los fuegos al aire libre que crujían con frecuencia en los huecos entre los edificios.
Sin ninguna otra razón excepto que de pronto se sentía maravillosamente bien, Terisa se echó a reír.
Geraden compartía su mismo humor. Y Elega sonrió, aunque la firme cualidad de su mirada sugería que su placer era más complejo. Terisa les sonrió a ambos e hizo un esfuerzo por no apresurarse.
—¡Tomad! —Pasando por entre las tiendas y la gente, Geraden presumió de su evidente posición como un amigo de la hija del rey para inclinarse sobre un carromato y tomar algunos de sus artículos, dorados trozos de carne clavados al extremo de largas cañas—. Ésta es mi comida favorita en el mundo. —El vendedor hizo una reverencia tras otra, como un corcho flotante, mientras Geraden llevaba triunfante su botín junto a Terisa y Elega—. Lo llaman «el tesoro del Domne». La carne es simplemente cordero, pero está untada con una salsa que hará que se os funda el corazón. —Con un floreo, ofreció una caña a cada una de sus acompañantes—. ¡Comed! Y lamentaos de no haber nacido en el Care de Domne.
—Creo —murmuró Terisa sin malicia— que es más probable que nos lamentáramos si hubiéramos nacido en el Care de Domne.
El jugo resbaló por la barbilla de Terisa cuando dio un mordisco a la tierna y jugosa carne. Estaba especiada de una manera como nunca había probado antes. ¿Cilantro rancio? ¿Comino que no había sido almacenado adecuadamente? En honor a Geraden, terminó el bocado que se había metido en la boca, luego pensó en alguna excusa para no comer el resto. Afortunadamente, él estaba saboreando su ración con tanto entusiasmo que permanecía temporalmente sordo y ciego a sus compañeras. Elega pasó diestramente su caña al transeúnte más cercano. Tras una momentánea vacilación, Terisa hizo lo mismo. Casi sin darse cuenta, se secó la barbilla.
Ella y Elega siguieron caminando. La multitud era demasiado ruidosa para una conversación tranquila. La gente reía alegremente, gritándose toscos ánimos e insultos, saludando a los amigos y voceando sus mercancías. Pero Terisa no deseaba hablar…, deseaba verlo todo y absorberlo todo. La ruidosa agitación parecía completamente distinta a la frenética actividad de las calles de la ciudad a la que estaba acostumbrada. Aquella gente no pensaba en hacer fortunas o perder sus trabajos o luchar contra los asaltantes o ser arrojada de sus casas. Y tampoco pensaban en la guerra con Cadwal y Alend, la ética de la Imagería o el inexplicable declive de su Rey. Sus mentes estaban centradas en cosas más importantes.
Geraden se reunió con ellas, sonriendo un poco estúpidamente. Junto con Elega, tomaron el camino de menor resistencia por entre la multitud.
Todo allí había sido instalado o construido de una forma absolutamente no sistemática, sin pensar en cuestiones tales como la facilidad de los accesos o la forma más ventajosa de exhibir los artículos…, y con muy poca preocupación hacia las medidas sanitarias. Al parecer, la autoridad del Castellano Lebbick no gobernaba por completo aquel pequeño poblado que había brotado para servir a las demandas de Orison. Cochambrosas construcciones de madera que parecían demasiado altas para sus puntales, y martilleadas demasiado apresuradamente para ser algo más que semipermanentes, se reclinaban las unas contra las otras, a menudo haciendo difícil a los clientes en potencia encontrar las entradas a las tiendas. Algunos de los tenderetes llenaban por completo el espacio disponible, con el resultado de que uno no podía pasar excepto agachándose por debajo o saltando por encima de las cuerdas que los sustentaban. Los fuegos donde se cocinaba lanzaban hacia arriba sus chispas peligrosamente cerca de las planchas resecas por el tiempo o las lonas. Terisa fue empujada tan frecuentemente que empezó a alegrarse de no llevar dinero encima.
Tras doblar una esquina, ella y sus dos acompañantes tropezaron con un charlatán de feria que vendía panaceas desde un carromato de brillantes colores. Su camisa era varias tallas demasiado pequeña para él; sus pantalones, demasiado grandes. Y ambas prendas estaban reducidas a puros jirones. Pero había hecho de la necesidad virtud tiñéndose desde el cuello hasta los tobillos con franjas de todos los colores, de modo que sus harapos parecían como una parte deliberada de su atuendo. Su bigote estaba tan enmarañado como su pelo, al que había añadido el atractivo de estriarlo con ceniza. Más ceniza manchaba su morena piel; sus ojos giraban febrilmente en sus órbitas.
Sus panaceas estaban contenidas en pequeñas y retorcidas botellas de cristal, anchos y desiguales potes de arcilla, y cestos de caña trenzada. Proclamaba sus virtudes con agudos gritos que se parecían al aullido de un simplón. Si se hubiera puesto en torno al cuello un cartel rojo que dijera CHARLATÁN, no hubiera parecido menos digno de confianza que ahora. Gran número de gente demostraba interés en sus artículos, pero no parecía tener demasiados compradores.
—¿De dónde procede alguien así? —preguntó Terisa a Elega—. No puedo creer que venda lo suficiente como para sobrevivir.
—Tú nunca has estado más allá de los muros de Orison. —El tono y expresión de la dama eran fríos: evidentemente, no compartía la curiosidad de Terisa—. No dejes que tus experiencias entre nosotros te pinten un falso cuadro. Lejos del Demesne y, en menor extensión, de las principales ciudades de los Cares, la gente de Mordant incluye un número predecible de simplones y tontos. Tipos como éste a menudo viven mucho mejor de lo que podrías llegar a sospechar.
De todos modos, Terisa pensó que el hombre era fascinante. De hecho, lo halló más fascinante de lo que podía explicar. Algo en la forma en que hacía girar sus ojos y reía le hizo sospechar que sabía lo que estaba haciendo…, que había astucia y habilidad en su actuación. ¿Era todo una actuación? ¿Desarmaba las sospechas presentándose de una forma tan claramente poco digna de confianza?
Sus dos compañeros deseaban seguir. Al cabo de un momento, dejó que la arrastraran lejos de allí.
Poco después, Elega alzó la voz y señaló.
—Todas las tiendas de telas y los talleres de sastrería están aquí. Amontonados casi uno encima de otro. Normalmente, no es un lugar tranquilo. Creo que a menudo están más interesados en robarse la moda los unos a los otros que en atraer a los compradores. Pero se contendrán mientras yo esté contigo.
Terisa se sintió tentada a responder: Pareces causar este efecto en todo el mundo. Se mordió la lengua, sin embargo, y no dijo nada.
Pasaron junto a una carreta donde vendían lo que parecía pan frito. Otra ofrecía el tipo de chucherías que un guardia compraría a una sirvienta. En una zona al aire libre donde nadie había levantado todavía una tienda o clavado un tenderete, un juglar enfundado en voluminosas ropas negras manejaba afiladas piezas plateadas de metal con forma de estrella como si fueran platos o bolos. Su atuendo chasqueaba y giraba en torno a él como un torbellino de medianoche. Luego Terisa y sus acompañantes se acercaron lo suficiente a los sastres, modistos y comerciantes de telas como para ver hileras de sus artículos envueltos invitadoramente en torno a ventanas y sobre puertas, y oír a los hombres con cintas de medir en torno a sus cuellos y agujas clavadas en sus ropas intentar atraer a los transeúntes.
De pronto, Geraden dejó escapar un grito de sorpresa y placer y echó a correr, chapoteando lodo.
Terisa y Elega miraron tras él.
—Te juro, Terisa —dijo la dama—, que este hombre se vuelve cada vez más niño a medida que pasan los años. —Pese a su tono, parecía perpleja…, quizás incluso un poco preocupada—. ¿Seguro que se da cuenta de que no es ni cortés ni juicioso abandonarnos?
Terisa lo observó abrirse camino entre la multitud y contuvo el aliento, temerosa de que pudiera caer. Pero no lo hizo. En vez de ello, se detuvo tan bruscamente como había echado a correr.
—Vayamos a ver lo que está haciendo. —Sin aguardar al asentimiento de Elega, echó a andar en aquella dirección.
Elega suspiró audiblemente y la siguió.
Geraden no había ido muy lejos. Lo encontraron con otro hombre, que parecía considerablemente menos alegre que él por el hecho de que Geraden le hubiera visto.
—Terisa —anunció el Apr cuando ella y Elega llegaron a su lado—, éste es mi hermano Nyle.
Luego empezó a balbucear.
—Artagel me dijo que estabas aquí, pero casi no le creí. No conseguí encontrarte. ¿Dónde te has estado escondiendo? Es estupendo verte. ¿Por qué estás aquí? Lo último que supe de ti era que estabas en Houseldon pasando el invierno. Estabas intentando salirte de…, bueno, no importa eso. ¿Todo va bien? ¿Cómo está nuestro padre? ¿Y Tholden? ¿Qué hay de…?
—Déjale responder, Geraden —le recriminó firmemente Elega—. Estoy segura de que no ha salido de ningún «escondite», como tú lo llamas, para que tú lo atosigues de este modo.
Con un esfuerzo, Geraden cortó su chorro de palabras.
Desvergonzadamente curiosa, Terisa estudió a Nyle. Lo hubiera conocido como hermano de Geraden en cualquier parte. Tenía el mismo pelo y el mismo color de tez que Geraden, la misma complexión, sólo un par de centímetros más bajo. Y hubiera tenido el mismo rostro que Geraden, si sus rasgos no fueran meditativos en vez de abiertos. Parecía como una versión descontenta de su hermano menor, un hombre cuya naturaleza básicamente seria había cuajado en su cuerpo.
Resultaba claro que el encuentro con Geraden no le hacía ninguna gracia.
Hizo una rígida inclinación de cabeza a las dos mujeres.
—Mi dama Elega. —Él y Elega no se cruzaron ninguna mirada—. Mi dama Terisa. Me alegra encontraros —Terisa no captó ningún placer en su voz—, pese a que mi hermano no se ha molestado en presentarnos.
Geraden empezó a disculparse, pero Nyle le cortó:
—No has podido encontrarme porque he estado atareado con mis asuntos particulares. —Miraba con ojos llameantes a Geraden, y su tono era ácido—. No tienen nada que ver contigo, así que no hay ninguna razón por la que debieras implicarte en ellos.
—¿Qué quieres decir con «asuntos particulares»? —bufó Geraden—. Soy tu hermano. No tienes asuntos particulares. Ni siquiera Stead —rió secamente— tiene asuntos particulares, y los necesita más que tú. La mitad de los maridos de Domne se sobresaltan cada vez que entra en la habitación. ¿Qué es posible que estés haciendo que no implique a nuestra propia familia?
Un músculo en la mejilla de Nyle se crispó; sin embargo, mantuvo inmóvil el resto de su rostro. Apartándose de Geraden, hizo una nueva inclinación de cabeza hacia Terisa y Elega.
—Mis damas, espero que disfrutéis de vuestra salida. Nos sentimos afortunados de tener este clima.
Con los hombros encajados y la espalda rígida, se alejó entre las tiendas.
Terisa miró a Geraden. Su rostro estaba crispado; por un instante, pareció a punto de ir tras su hermano, gritándole algo. Luego se volvió hacia Elega.
—Mi dama —se mordió los labios para mantener su voz firme—, ¿es eso cosa tuya?
Ella no pareció sorprendida por la acusación. Mientras observaba atentamente la figura de Nyle que se alejaba, murmuró:
—Puede que tenga algo que ver conmigo. Debo hablar con él. Disculpadme.
Se subió la falda y se apresuró tras Nyle.
Geraden fue a seguirla. Instintivamente, Terisa apoyó una mano en su brazo. ¿No había oído a Elega mencionar a Nyle en una ocasión? ¿Cuándo había sido eso? Oh, sí. Cuando Elega la llevó por primera vez a ver a Myste. Nyle es más de mi gusto. Geraden la miró para ver por qué lo había detenido; ella preguntó:
—¿Cómo puede ser cosa suya?
Elega alcanzó a Nyle y lo detuvo. No podían ver claramente sus rostros: había demasiada gente por medio, moviéndose en ambas direcciones. Y, por supuesto, lo que dijeron era inaudible.
De una forma distante, Geraden replicó:
—Él ha estado alimentando una pasión hacia ella desde hace años, pero piensa que es una mujer inalcanzable. Piensa… —Frunció el ceño, irritado—. No lo comprendo. Piensa que él no es lo suficientemente grande o especial para ella. No ha hecho nada espectacular en el mundo. Sabe que ella es ambiciosa, y está seguro de que no querrá saber nada de él. Creo que le escuece el que yo fuera el elegido para comprometerme con ella…, y luego la dejara.
»Nos dijo que iba a permanecer en Houseldon todo el invierno para decidirse a pedir su mano.
—¿Así que crees que ha venido a Orison para ver si ella se la concede?
Geraden asintió con la cabeza. Su rostro estaba tenso por la simpatía hacia su hermano.
—Pero sospecho que aún no se lo ha pedido. Si lo hizo, y ella lo rechazó, entonces no seguiría aquí. De modo que ella debe de haber hecho algo que le ha dolido antes de que él consiguiera reunir el valor suficiente para hacerle la proposición. No puede marcharse porque no ha hecho lo que vino a hacer. Pero siente demasiado dolor como para hacerlo.
»Maldita sea ella. —Miró a Terisa—. Todo esto sólo lo supongo, por supuesto. Pero mírales. Sea lo que sea, ella sabe que lo está carcomiendo.
Los atisbos de los dos que conseguía Terisa a través de la multitud parecían confirmar la opinión de Geraden. Elega estaba hablando con Nyle, ¿discutiendo con él?, como si supiera lo que debía decir. Y las respuestas de él, pese a lo bruscas que parecían, sugerían comprensión, incluso aprobación.
Puesto que no sabía cómo consolar a Geraden, Terisa cambió de tema.
—¿Qué piensas de ese charlatán? El hombre de los harapos.
Al principio, Nyle y Elega centraban toda la atención de Geraden. Con un esfuerzo, sin embargo, consiguió volver la vista hacia Terisa.
—¿Qué has dicho? No te he oído.
—El charlatán junto al que pasamos hace un momento. ¿Qué piensas de él?
—¿Pensar de él? Nada en especial. ¿Por qué?
Ella pudo ver la diferencia de cuando la miraba realmente.
—Simple curiosidad —dijo de forma casual—. Algo respecto a él…
Otra característica de Geraden que le gustaba era su voluntad en aceptar sus caprichos. El Apr rebuscó en sus recuerdos, luego dijo:
—No lo había visto nunca antes. Me pregunto por qué. No parece tan joven como para ser nuevo en esto.
—Bueno, tampoco es exactamente viejo —empezó ella—. Él…
Un momento más tarde, la realidad la golpeó.
—Parece familiar. —Era por eso por lo que lo había encontrado tan interesante—. Lo he visto antes.
Geraden la miró.
—¿Tú qué?
—Lo he visto en alguna otra parte —insistió ella—. Estoy segura de ello. Pero no así. Esto es un disfraz.
—¿Dónde fue eso? —Geraden se mostró de inmediato dispuesto a creerla—. ¿Es el hombre que te atacó?
¿Gart?
—No. —Cerró los ojos e intentó calmar su excitación—. No es él. —Pero los indicios y las piezas no acababan de encajar—. No sé. En alguna parte. —Cuanto más imaginaba al charlatán, menos familiar le parecía—. No puedo recordarlo.
—No intentes forzar la memoria. Cuanto más rápido lo olvides, más rápido volverá a ti. —Luego añadió—: Y gracias.
Ella sacudió la cabeza.
—¿Gracias por qué?
Él señaló hacia Elega y Nyle.
—Necesitaba la distracción.
Cuando Terisa miró hacia allá, Nyle se alejaba ya entre la multitud, y Elega regresaba hacia ellos.
Su decidida sonrisa y su velada mirada dejaban claro de inmediato que no tenía intención de revelar lo que había pasado entre ella y Nyle.
—Lamento haberos hecho esperar —dijo, antes de que Terisa o Geraden pudieran hablar—. Lo mejor de las tiendas de ropa está justo ahí delante. ¿Vamos?
Dando por sentada su conformidad, echó a andar hacia ellas.
Geraden cruzó su mirada con la de Terisa a espaldas de Elega y se encogió de hombros. El rictus de su boca sugería pesar antes que furia. Después de todo, aquélla no era su primera experiencia con la hija mayor del Rey. Parecía conocer el truco de no sentirse ofendido por lo que ella hiciera.
Los dos la siguieron, juntos.
Mientras se acercaban a las tiendas de telas y sastrerías, el ruido ascendió hasta un auténtico estrépito. Los comerciantes allí luchaban tan agresivamente con los posibles compradores que Terisa nunca hubiera pensado en acercarse a ellos si hubiera ido sola. Dama Elega, sin embargo, no estaba en absoluto desconcertada. Sonriendo con buen humor, caminó por entre los tenderos y dijo sin alzar la voz:
—Buenos señores, no necesitáis este estridente despliegue. Sabéis que no me persuadiréis con él. —Su tono era suave y seguro—. Quizá me concedáis un poco más de moderación.
Casi inmediatamente, el silencio se difundió a su alrededor a medida que la gente veía quién era y avisaba con ligeros codazos a los que estaban a su lado.
Como respuesta, Elega inclinó graciosamente la cabeza…, un gesto que consiguió que Geraden hiciera girar los ojos. De todos modos, Terisa vio que la deferencia de los tenderos era perfectamente seria. El patronazgo de la hija del Rey debía valer bien aquello.
Elega eligió una tienda y se dirigió hacia ella, como si estuviera comandando una ilota. Como muchas de las estructuras de madera, estaba edificada un poco por encima del nivel del suelo a fin de que su piso no descansara en el lodo. Unos escalones aparentemente de poca confianza conducían a un estrecho porche que inspiraba menos confianza todavía; luego, una puerta abierta daba entrada a la pequeña estancia donde el comerciante mostraba sus artículos.
La mayor parte de la luz de la estancia procedía de las ventanas sin cristales con los postigos echados a un lado, pero un brasero en medio del suelo proporcionaba algo de calor. El tendero se escurrió delante de Elega y se detuvo tras un mostrador y empezó a murmurar su obsequioso entusiasmo por su presencia.
Aparte el brasero y el mostrador, la estancia estaba vacía. Planchas desnudas de toda estantería formaban las paredes. De hecho, no se veía ninguna tela en toda la estancia, aparte las muestras que colgaban en las ventanas y sobre el porche.
Elega reconoció aquel hecho con ecuanimidad.
—Veo que he entrado en el lugar correcto.
El tendero se mostró lo bastante atrevido como para decir:
—Lo has hecho, mi dama. He vendido todo mi stock del invierno. No me queda nada excepto las muestras.
—Tomo eso como testimonio de la calidad de tus productos.
El hombre inclinó la cabeza con humilde orgullo.
—Pero tendré todo lo que desees tan pronto como se abran los caminos —añadió rápidamente.
—Muy bien. Veamos tus muestras. —Elega señaló a sus compañeros—. Dama Terisa de Morgan necesita mejorar su guardarropa.
—Inmediatamente, mi dama.
El hombre empezó a sacar de detrás del mostrador largas y estrechas tiras de tela, que extendió para su inspección.
Geraden carraspeó.
—Con tu permiso, mi dama —dijo a Elega—, me retiraré un momento. Mis opiniones no os serán de mucha ayuda. Y, si alguien os molesta mientras estáis eligiendo telas o hablando con los modistos, cualquier comerciante de la zona saltará en vuestra defensa.
—Deja a Nyle tranquilo —respondió Elega con voz firme—. No creo que esté de humor para ser incordiado por su familia hoy. —Luego eligió dos o tres de las tiras de tela y se las mostró a Terisa—. ¿Qué opinas de éstas?
Sólo Terisa observó la inclinación de cabeza del Apr mientras abandonaba la tienda.
Intentando sonar casual, aprovechó la oportunidad para preguntar a Elega:
—¿Sabías que Nyle estaba en Orison? Geraden se sorprendió al saberlo.
—No. ¿Por qué? —El desinterés de Elega era casi intachable—. Me sorprendió tanto como a él. No sabía que Nyle estaba aquí hasta que lo vi. Pero me temo que estoy perdiendo la habilidad de sorprenderme ante lo que haga cualquiera de los hijos del Domne.
Terisa se encogió de hombros.
—Simplemente pensé que tal vez lo hubieras visto por aquí. Me lo mencionaste una vez. Tuve la impresión de que te gustaba.
—Y me gusta. —Elega era mejor que Terisa adoptando un tono intrascendente—. Lo considero un amigo. Y lo respeto. Posee una…, ¿seriedad de mente?; no, una seriedad de deseo de la que al parecer carecen sus hermanos. Es inconcebible, por ejemplo, que Geraden se pase años intentando y fracasando convertirse en un Imagero. Y también es inconcebible que aprenda las habilidades de Artagel y luego se niegue a utilizarlas, como se ha negado el propio Artagel, poniéndose al mando de los guardias del Rey.
»Hubo un tiempo —admitió— en el que, si él hubiera expresado un interés por mi mano, yo le hubiera tomado tan en serio como él me tomaba a mí. —Hablaba sin ninguna aparente preocupación por la presencia del tendero—. Sin embargo, no sabía que hubiera venido a Orison. Sus “asuntos privados”, sean los que sean, no tienen nada que ver conmigo.
—Sólo era simple curiosidad. —Terisa volvió ostentosamente su atención a las telas.
Elega demostró tener buen ojo. Los materiales que seleccionó para tomar en consideración eran excelentes: algunas cálidas sargas y ligeros popelines para diario, algunas sedas finas y terciopelos para las ocasiones formales…, y los colores que aconsejó encajaban con el pelo de Terisa y el color de sus ojos y su piel. Pronto Terisa tuvo las diez muestras que más le gustaban alineadas frente a ella. Estaba intentando elegir una o dos (¿o tres?), cuando Elega dijo al tendero:
—Éstas serán suficientes por ahora. Tan pronto como llegue el material, envíalo a Mindlin el modisto. Él te dirá cuánto necesita.
—Por supuesto, mi dama. Con placer. —La perspectiva de proporcionar tela gratis para hacer diez vestidos no parecía preocuparle en lo más mínimo.
La propia Terisa estaba demasiado asombrada para protestar. ¿Diez trajes nuevos? ¿Qué iba a hacer con diez trajes nuevos?
Elega pareció disfrutar contemplando el rostro de Terisa.
—Ven —le dijo con una sonrisa—. Mindlin siempre me ha hecho toda mi ropa. Estoy segura de que se sentirá feliz de hacer lo mismo contigo.
—Sin duda, mi dama —intervino el tendero—, sin la menor duda. Una magnífica elección, si me permites decirlo. El trabajo de Mindlin es soberbio. Le enviaré estas telas en el instante mismo en que las reciba.
Con un asentimiento de cabeza, la dama tiró de Terisa fuera de la tienda.
El establecimiento de Mindlin estaba cerca. Si acaso, aún era menos elaborado o pretencioso que la tienda de telas. El propio Mindlin era un hombre alto, de chupadas mejillas grises y modales austeros, y hablaba con un tono altanero que parecía brotar de una boca distinta de la que pronunciaba las obsequiosas palabras que les dirigía. De hecho, el contenido de su habla era tan lisonjero que incluso Elega se sintió azarada.
—Desgraciadamente —explicó ésta a Terisa—, se ha hecho enormemente rico gracias a la reputación de ser mi modisto.
Terisa fue incapaz de reprimir una sonrisa.
El azaramiento, sin embargo, no privó a Elega de su dominio sobre la situación. Secamente, le dijo a Mindlin los materiales que le serían entregados, y por quién. Luego preguntó a Terisa:
—¿Qué es lo que te gustaría?
Por un momento, la imaginación de Terisa se vio paralizada.
—Nunca antes me han hecho ropa a la medida.
—Entonces la experiencia será buena para ti —respondió Elega con satisfacción. Pensó brevemente, luego informó a Mindlin de que dama Terisa necesitaba dos trajes formales, otros dos más cálidos para el invierno, dos más ligeros para la primavera y, le entregó el bulto de las viejas ropas de Terisa, cuatro atuendos hechos según aquel poco familiar esquema, de nuevo dos para el invierno y dos para la primavera. Especificó también qué telas debían ser empleadas para cada caso…, una prueba de memoria que hubiera derrotado a Terisa.
—Pero tú debes escoger los detalles —le dijo a Terisa—, a menos que desees dejarlos al gusto de Mindlin. No hay prisa, sin embargo, si no estás segura. Él te traerá su trabajo mucho antes de que esté completo, a fin de que encaje adecuadamente. Tendrás oportunidad de discutir con él la caída de tus faldas, o la cantidad de bordados y adornos que deseas lucir, o incluso —señaló una irónica tolerancia hacia las debilidades de la mujer— la altura del escote que más te convenga.
—Eso sería estupendo —dijo Terisa, sintiéndose a la vez cohibida y excitada.
—Entonces te dejo en sus manos —anunció Elega suavemente. Parecía haber un asomo de anticipación en la forma en que se dirigió hacia la puerta.
Ante la idea de tener que enfrentarse por sí misma a la situación, Terisa se vio sumida en un pánico de colegiala.
—¿Adónde vas? ¿No te quedas conmigo?
La dama irradió calma y tranquilidad.
—Debo hacer algunos pequeños encargos para mí misma. Y va he intentado tomar demasiadas de tus decisiones. Volveré…, casi de inmediato. Si no lo hago, espérame aquí. Estaré de nuevo contigo pronto.
Antes de que Terisa pudiera protestar más, Elega se había ido.
Terisa deseó echar a correr tras la dama. De repente se sintió sola en medio de un mundo hostil. Tenía tantas preguntas. ¿Cómo iba Mindlin a tomarle las medidas? ¿Se esperaba que se desnudara allí mismo, en aquella tienda? ¿Cómo podía hacerlo?
Para hacer peor las cosas, la actitud del modisto cambió inmediatamente. Sus modales se hicieron menos austeros: incluso llegó hasta tan lejos como intentar una sonrisa desagradable. Al mismo tiempo, el servilismo desapareció de su habla. Alzando desdeñosamente sus ropas, preguntó:
—¿Pretende seriamente mi dama llevar ese tipo de ropas?
Reducida por la alarma —y por los ecos de los sarcasmos de su padre— a sentirse como una niña, estuvo a punto de contestar: No, por supuesto que no, no si tú crees que no es una buena idea; ¿qué me recomiendas? Afortunadamente, se contuvo a tiempo. En realidad, debería sentirse avergonzada de sí misma. ¿Acaso no le había plantado cara al Castellano Lebbick más de una vez? ¿Cómo iba a dejarse intimidar ahora por un modisto?
Con un esfuerzo consciente, alzó los ojos para clavarlos en los de él, y mientras lo hacía su espíritu se alzó también. Sonriendo, preguntó:
—¿Qué hay de malo en ellas?
El hombre adoptó una expresión sospechosamente burlona.
—No son halagadoras, mi dama. No son femeninas.
—¿De veras lo crees así? Allá de donde vengo, son consideradas —hizo rodar la palabra en su boca, y se dio cuenta de que resultaba divertido hacerlo— deliciosas.
Mindlin pareció impresionado. Terisa sospechó que de pronto temía haber juzgado mal su docilidad. La altivez de su rostro surgió de nuevo, al tiempo que desaparecía la seguridad en su voz.
—Como mi dama desee. Evidentemente, haré todo lo posible dentro de mis humildes habilidades para complacerte.
No había duda al respecto: podía resultar divertido hacer aquello. Sin embargo, no deseaba pasarse.
—Pero es probable que tengas razón —dijo, como si él la hubiera persuadido—. No necesito cuatro atuendos como éste. Dos serán suficientes. —En un destello de inspiración, añadió—: ¿Por qué no utilizas el resto del material para hacerme dos trajes de monta?
—¿Trajes de monta? —Una reprimida apoplejía constriñó su tono—. ¿Tiene mi dama intención de montar? ¿A lomos de un caballo?
—Por supuesto —respondió dulcemente Terisa—. Allá de donde vengo, todas las damas montan a caballo. ¿No sabes cómo hacer un traje de ese tipo?
El hombre bajó su mirada.
—No estoy acostumbrado a hacer este tipo de atuendos para las mujeres de rango. Pero haré lo que mi dama desee.
—Bien. —Estaba empezando a sentirse desacostumbradamente orgullosa de sí misma.
Estudiando aún el suelo en vez de su rostro, el hombre dijo:
—Si complace a mi dama, tomaré las medidas de ésos —sus dedos se retorcieron hacia su blusa y pantalones—, y te los devolveré no más tarde de esta tarde. Luego, desgraciadamente, tendré que aguardar a la llegada de las telas para servirte. Como ha dicho dama Elega, mi ilustre patrocinadora, los detalles pueden discutirse cuando el trabajo esté listo para la primera prueba.
—Estupendo —dijo Terisa. Luego, puesto que sabía que nunca sería capaz de aguardar allí donde estaba y mantener su compostura, se dio la vuelta para marcharse. Intentando emular el porte regio de Elega, salió de la tienda, a la multitud y la luz del sol.
Si Geraden hubiera estado allí, hubiera estallado en risas: todo lo que necesitaba era alguien con quien compartir su humor. Pero no se le veía por ninguna parte. Y Elega tampoco aparecía. El clamor de los comerciantes había ascendido a su anterior nivel. Si alguien pronunciaba su nombre, lo más probable es que no lo oyera. El flujo de la multitud hacía más fácil moverse que permanecer quieta, así que se dejó arrastrar y empujar lentamente lejos de la tienda de Mindlin.
Antes de que hubiera ido lo bastante lejos como para tomar en consideración el regresar, tuvo un atisbo de Nyle.
Avanzaba decididamente a través de la multitud…, sin apresurarse, pero sin perder tampoco el tiempo. Su camino lo llevó fuera de su vista casi inmediatamente; pero un momento más tarde fue de nuevo brevemente visible por entre las tiendas, encaminándose aún en la misma dirección.
Movida por un impulso, Terisa echó a andar tras él.
Le hubiera resultado difícil explicar por qué estaba haciendo aquello. Era un rostro familiar, por supuesto, y no le gustaba estar sola entre toda aquella gente. Su curiosidad hacia él como hermano de Geraden era probablemente una explicación más fundamental, sin embargo. Y más fundamental aún era su interés instintivo hacia su propósito. Fuese cual fuese, era suficiente como para hacerle rechazar a Geraden. Pero no a Elega.
¿No sabía que Elega planeaba traicionar al mejor amigo de su padre?
Caminó rápidamente hacia las tiendas por entre las cuales acababa de verle. Tomó el estrecho sendero, y desembocó en la plaza por la que habían pasado antes. Casi de inmediato lo vio de nuevo.
Parecía estar ya muy lejos.
No deseaba llamar la atención sobre ella echando a correr. Al mismo tiempo, no deseaba tampoco perderle. Tras un instante de vacilación, decidió correr.
Fue una decisión afortunada, pese al hecho de que le hacía tropezar con la gente y hacer que los desconocidos le lanzaran maldiciones: le permitió ganar el terreno suficiente como para evitar perderle cuando giró junto a una hilera de tenderetes de comidas y luego giró de nuevo. Alcanzó la hilera de tenderetes apenas a tiempo de verle saltar por encima de unas cuerdas y desaparecer tras una tienda de lona que había sido montada demasiado cerca de los edificios vecinos.
Terisa llegó hasta la tienda; entonces tuvo que detenerse. ¿Podía seguirle? Su traje y su chaquetón le harían difícil caminar por entre las cuerdas. Y no parecía haber otra salida del lugar donde Nyle se había metido, excepto por un lado o el otro de la tienda. Si él conocía otra, entonces ya lo había perdido. Y si volvía atrás mientras ella intentaba ir tras él, la atraparía.
Finalmente, se dirigió hacia la parte frontal de la tienda e hizo un esfuerzo por aguardar allí sin hacerse demasiado llamativa, mientras vigilaba ambos lados.
La tienda parecía ser del tamaño de una cabaña confortable. En un anillo en torno a su poste central habían sido instaladas toscas mesas encima mismo del lodo (no había ninguna cubierta en el suelo), y sobre estas mesas un cierto número de hombres y mujeres vendían cuentas y lentejuelas, chales y baratijas. Ninguna de las personas detrás de las mesas parecía particularmente atareada; un hombre llamó a Terisa, invitándola a entrar. Ella le ignoró y permaneció en su puesto.
Unos momentos más tarde empezó a sentirse un poco estúpida, pero un minuto o dos antes de que su testarudez empezara a desmoronarse un ligero estremecimiento agitó la tienda mientras Nyle regresaba, abriéndose camino por encima de las cuerdas.
Con el corazón latiéndole fuertemente, Terisa se agachó a medias tras la tienda para evitar ser vista, luego se volvió para observarle, con una mano apoyada en la lona para sostenerse.
El rostro de Nyle era concentrado, intenso. Fuera lo que fuese lo que estaba haciendo, no parecía proporcionarle ningún placer: su ceño estaba tan fuertemente fruncido que parecía clavarse en los huesos de debajo. Sin embargo, no era evidentemente un hombre que vacilara sólo porque no estaba disfrutando con lo que hacía. Quizá no esperaba ninguna alegría de la vida.
Sin reparar en la presencia de Terisa, Nyle se alejó por el mismo camino por el que había venido.
Estaba ya a punto de ir tras él, cuando otro estremecimiento de la lona le advirtió de que alguien más estaba cruzando las cuerdas de la tienda.
Se inmovilizó a tiempo para ver claramente al hombre que emergió por el mismo lugar por el que había aparecido Nyle hacía unos momentos.
Era el charlatán, con sus harapos agitándose extravagantemente.
¿El charlatán? Aquello era sorprendente. Sólo por el hecho en sí se hubiera sentido abrumada. Pero lo que la paralizó a una boquiabierta inmovilidad fue que ahora lo reconoció sin lugar a dudas. Pasó tan cerca de ella que fue capaz de identificarlo.
Tras la forma extravagante en que vestía, bajo las cenizas que tiznaban su rostro y su pelo, era el Príncipe Kragen. El pretendiente de Alend.
Todo pareció oscilar a su alrededor. Los significados cambiaron por todas partes. No puede ser, protestó. Le vi marcharse. Le vi cabalgar alejándose de Orison con todos sus hombres.
Pero, si deseaba volver en secreto, ¿de qué otro modo podría hacerlo? La presión llenó su garganta, creciendo y creciendo hasta que creyó que iba a asfixiarse. ¿De qué otro modo podrían él y Elega comunicarse? ¿De qué otro modo podrían hacer planes juntos?
Y Nyle estaba implicado con ellos. Elega había mentido. Por supuesto que había mentido. Sus «asuntos privados» lo tenían todo que ver con ella. No era extraño que no deseara encontrarse con su hermano.
Estaba complotando con Elega y el Príncipe Kragen contra el Rey de Mordant.
Y la invitación de Elega a Terisa de ir allí con ella no había sido en absoluto inocente. No tenía nada que ver con ningún deseo de una simple salida entre amigas. El ir de compras no había sido más que una excusa. Elega aún seguía intentando engañarla de alguna forma.
Terisa estaba tan desconcertada que no observó al juglar vestido de negro, con las afiladas estrellas de plata, hasta que empezó a actuar directamente delante de ella, a menos de seis metros de distancia.
El torbellino como de medianoche de su capa llamó su atención. Sus estrellas empezaron a danzar en sus manos. Lanzaban un reflejo de luz solar, hipnóticamente atractivo, mientras trazaban sus arcos en el aire, pasando entre sus dedos como copos de luz. Pronto se vio rodeada de lentejuelas.
El juglar no miraba lo que estaba haciendo. No necesitaba mirar: sus manos conocían bien su trabajo. En vez de ello, estudiaba atentamente a Terisa.
Las estrellas parecían sumirla cada vez más en un trance. Por un momento, como si fuera el roce de un sueño, lo vio todo.
Allá en medio del bazar, a una buena distancia de los torrentes de agua que caían de los tejados y aleros de Orison, el lodo estaba empezando a secarse bajo el calor del sol y el paso de muchos pies. Las botas de los hombres estaban manchadas, por supuesto, y las faldas de las mujeres sucias; pero el lodazal ya no frenaba el andar.
Nyle había desaparecido entre la multitud en una dirección; el Príncipe Kragen pronto lo haría en otra. Como si quisieran equilibrar la escena, sin embargo, Geraden y Elega se acercaban desde lugares opuestos, siguiendo la hilera de tenderetes de comidas.
La luz del sol parecía hacer que los olores de los tenderetes resultaran más fuertes. Pasteles, fritos, especias, carnes…, todo formaba parte de la arqueada danza de las estrellas.
Al parecer, Elega estaba buscando a alguien…, quizás a la propia Terisa. La forma en que fruncía los ojos le recordó a Terisa que la luz del sol no era el elemento natural de la dama, no el tipo de iluminación que hacía resaltar su belleza.
Geraden, por su parte, había divisado ya a Terisa. Agitó un brazo y avanzó sonriente hacia ella.
El cielo sobre sus cabezas era tan azul como en un sueño, azul y perfecto, el fondo ideal para el torbellino plata.
Pero el juglar tenía una nariz como la hoja de una hachuela; sus dientes estaban al descubierto en una sonrisa feral. Tuvo la indistinta impresión de que había cicatrices en sus mejillas. Sus ardientes ojos amarillos estaban fijos en ella…
Entonces, aquel momento de lucidez terminó, y no supo cómo ocurrieron las cosas.
Sin advertencia previa, las estrellas cambiaron su danza. De manos del juglar, empezaron a notar directamente en dirección a la cabeza de Terisa, como brillantes hojas de metal impulsadas por una fuerte brisa.
Apenas consciente de lo que hacía, Terisa apartó el rostro de la primera estrella. La segunda lamió su mejilla.
El resto de ellas hubieran debido alcanzarla de lleno. Pero fueron desviadas de su blanco cuando Geraden se lanzó contra el juglar y aferró fuertemente su brazo.
El juglar lanzó un golpe con su codo que derribó a Geraden al suelo. Luego, sus ropas flotaron hacia un lado, y una larga espada apareció como un tajo de acerado fuego en sus manos.
Saltó hacia Terisa.
En aquellos momentos ella caía de espaldas, tras tropezar con la tienda.
Todo pareció hacerse oscuro. La gente gritó, maldijo. Terisa chocó contra una de las mesas que exhibían sus chucherías y la volcó. Alguien chilló, mordido por la hoja del juglar. En un revoloteo de baratijas, Terisa cayó más allá de la mesa y golpeó el palo central de la tienda.
Entonces fue capaz de ver de nuevo.
Tan negro e irresistible como la medianoche, el juglar fue tras ella, agitando su espada como un látigo para alejar a los aterrorizados comerciantes y vendedores, apartándolos de su camino.
De alguna forma, Terisa recuperó sus piernas y puso el palo de la tienda entre ella y su atacante. Luego, perdió pie y cayó de nuevo.
—¡Gart! —ladró un hombre.
El grito hizo que el juglar se apartara de ella.
—No me digas —dijo Artagel, arrastrando las palabras mientras saltaba hacia delante, sonriendo secamente— que el Monomach del Gran Rey no puede hallar un oponente más digno de su valía que una mujer desarmada. Ya te advertí al respecto.
—¿Crees que tú tienes la valía suficiente? —siseó como seda el hombre de negro—. Yo ya sé que no.
Artagel apartó una mesa de una patada. Casi con el mismo movimiento, se lanzó al ataque.
Gart se volvió y lanzó un golpe como un hachazo contra Terisa.
La violencia de su movimiento era tan grande que hubiera podido partirla en dos. Afortunadamente, Artagel se anticipó al movimiento de Gart. Apareció por el otro lado del palo de la tienda a tiempo para detener el golpe y salvarla.
Luego, se situó entre ella y el Monomach del Gran Rey.
La tienda estaba vacía ahora excepto Terisa y los dos combatientes. Sus botas pisoteaban cuentas y encajes, hundiéndolos en el lodo, mientras atacaban, paraban y respondían. Sus hojas lanzaban chispas a cada uno de los golpes, una oscurecida y ominosa versión de la danza de las estrellas iluminada por el sol. Terisa podía oír la afanosa respiración de Artagel: sonaba como si aún no se hubiera recuperado por completo del daño en sus pulmones. La respiración de Gart era tan firme y regular que no producía ningún sonido.
Ataque. Parada. El resonar del acero.
Artagel tenía problemas con las mesas. Impedían sus golpes, interferían con sus paradas: se enredaban en sus pies de tal modo que estuvo a punto de caer. Sus movimientos eran tensos. Gart, por su parte, parecía flotar entre los obstáculos, como si él mismo los hubiera situado donde estaban para encajar con su entrenamiento y experiencia.
Sujetándose al palo de la tienda, Terisa se puso en pie. Sus manos eran resbaladizas a causa de la sangre. ¿De dónde procedía? Probablemente de su mejilla. Artagel iba a morir por culpa de ella. Por culpa de ella. Deseó echar a correr. Era la única cosa que podía hacer. Si distraía a Gart alejándose, Artagel tal vez tuviera una oportunidad. Pero el Monomach del Gran Rey permanecía tan cerca de la abertura de la tienda que no podía escapar.
Sintió deseos de gritar; pero el resonante entrechocar del acero y el ronco jadear de la respiración de Artagel hacían imposible cualquier otro sonido.
Tal como fueron las cosas, no necesitó gritar. Rugiendo como toros enloquecidos, Argus y Ribuld cargaron procedentes de la luz del sol hacia la penumbra de la tienda.
Aunque hubiera sabido qué debía mirar, tal vez no hubiera visto cómo consiguió salvarse Gart. Fue todo demasiado rápido. Quizás aprovechó el momento en que sus ojos necesitaron ajustarse. Todo lo que supo fue que lo oyó bufar intensamente mientras se giraba para enfrentarse a Argus y Ribuld con un golpe que, de alguna forma, les obligó a retroceder separadamente, alejándolos el uno del otro.
Artagel saltó tras él.
Demasiado intenso, demasiado desesperado. Desequilibrado.
Gart paró también aquel ataque, atrapó y retuvo la hoja de Artagel con la suya, luego se deslizó hacia un lado y barrió con su propia hoja, en un cortante movimiento lateral que abrió un profundo tajo en el costado de Artagel e hizo que la sangre brotara abundante entre sus costillas.
Jadeante, Artagel se dejó caer sobre una rodilla.
Aquél era todo el tiempo que necesitaban Ribuld y Argus para recuperarse y atacar de nuevo. De todos modos, Gart seguía siendo demasiado rápido para ellos. Antes de que pudieran alcanzarle, saltó hacia el palo de la tienda —y por encima del golpe que Artagel lanzó desesperadamente contra sus piernas— y cortó en lo alto la cuerda que sostenía la lona a la parte superior del palo.
Luego se inclinó y rodó hacia la salida, deslizándose tan suave como el aceite entre Argus y Ribuld, mientras la tienda se desplomaba sobre sus cabezas.
La húmeda y pesada lona empujó a Terisa de nuevo contra el lodo. Se agitó en él, intentando liberarse. En su mente, la hoja de Gart mordía profundamente el costado de Artagel, y la negra sangre fluía. Apenas oyó el clamor de los espectadores mientras el Monomach del Gran Rey huía impunemente.
Alertados por el tumulto, un cierto número de guardias llegó al lugar de los hechos casi inmediatamente. Liberaron a Terisa y Artagel, Argus y Ribuld. Improvisaron unas parihuelas y llevaron a toda prisa a Artagel hasta el médico más próximo. Recogieron a Geraden y le hicieron volver en sí. Iniciaron una búsqueda. El Castellano Lebbick llegó pronto a la escena de los hechos con refuerzos, organización y reprensiones severas. Fue registrado todo el bazar.
Pero nadie encontró a Gart.