9

RIATHA

A través de los tiempo

(Pasado y presente)

Largos años atrás, en Adonar, una elfa y sus padres caminaban por las orillas de un cristalino arroyo que corría saltarín a través de un verde y jugoso claro. En lo alto de las ramas de los viejos árboles, alondras de plata emitían sus cantos de alegría. La elfa y sus progenitores hablaban de muchas cosas, del pasado, del presente y del futuro, porque la joven debía partir pronto —en la próxima madrugada— hacia Mithgar. Hallábanse a finales de la Segunda Era, aunque muy pocos lo sabían en aquella época, si es que alguien estaba enterado de ello, porque lo de prever el futuro es un don raro y precioso, sólo concedido a unos cuantos. Faltaban quizá cien o doscientos años para que terminase la era, o tal vez más. Nadie puede decirlo con precisión, ya que las fechas carecen de importancia para los elfos, quienes posiblemente tengan sólo en cuenta el paso de las estaciones. Pero, aunque no lleven exacta cuenta de días y fechas, los elfos siempre parecen saber dónde están el sol, la luna y las estrellas, cosa que también constituye un gran don.

En cualquier caso, Riatha paseaba con sus padres por el calvero durante su último día de estancia en Adonar, conversando sobre diversas cosas.

Tanto entonces como ahora, Riatha era una elfa joven, que empezaba a vivir. Mas igualmente eran jóvenes sus padres, Daor y Reín. No se sabe qué edad tenían, ya que, sea cual sea la edad de un elfo, este siempre se encuentra en el inicio de una vida sin fin. ¡Tanto importa que el elfo o la elfa haya vivido veinte o doscientos o dos mil años, si no más! Porque, en comparación con la eternidad, un elfo siempre habrá dado sólo unos pasos en su interminable camino, por muchos años que haya cumplido.

No significa esto que los elfos no puedan morir, dado que algunos son asesinados, ya sea mediante armas o venenos, o pierden la vida en accidente, o bien sucumben en la lucha con otra criatura dispuesta a sobrevivir. Asimismo, los elfos pueden morir de hambre o de sed, ahogarse, quemarse vivos y perecer de otros modos, entre los que existen un par de enfermedades raras pero fatales. Pero, sin una de estas intervenciones del destino, el tiempo transcurre para los elfos sin que la muerte pierda en ellos ni una sola mirada.

En consecuencia, con toda la eternidad por delante, no es de extrañar que la muerte de uno de ellos cause profundo dolor a los elfos. Poco importa el número de estaciones transcurridas desde el nacimiento del congénere perdido, pues por muchos que sean los años, el elfo acababa de cruzar el umbral de su vida, de empezar su camino, y la muerte ha apagado una existencia que no tenía por qué terminar.

Pero aquel luminoso día, cuando Riatha vagaba con Daor y Reín entre los viejos árboles, en sus mentes no había pensamientos de muerte ni agonía. Por el contrario, los tres hablaban del inminente viaje de Riatha a Mithgar, el mundo de los mortales, y de lo que ella podía encontrar allí, así como de las responsabilidades que caerían sobre ella.

Hicieron un alto y tomaron asiento en la orilla del reluciente arroyo, de cuya inquieta superficie parecían brotar chispas como diamantes. Daor miró a su hija de dorados cabellos y abordó un tema familiar:

—¿Qué representa vivir eternamente?

Los elfos eruditos habían formulado con frecuencia esta pregunta a los estudiantes, en los emparrados donde tenían lugar las clases. Pero ahora era su propio padre quien la hacía, y Riatha supuso que él mismo la contestaría.

Y, en efecto, Daor habló así mientras el riachuelo fluía alegre por su lado:

—¿Qué significa, hija? ¿Hasta qué punto afecta a las ambiciones, a la busca de poder y de gloria, al deseo de reunir conocimientos y descubrir la verdad?

»¿En qué sentido nos diferencia de los mortales una vida sin fin? ¿En los esfuerzos, en las relaciones, en la vida de día a día?

»Fíjate en la cachipolla: nace de súbito, tiene una vida frenética y muere de manera instantánea. ¿En qué difiere la fugaz existencia de la cachipolla de la de cualquier otro ser mortal? ¿De la del hombre, la del warrow o la del enano? ¿De la de tantos otros habitantes de Mithgar, el mundo mortal e intermedio?

»Vistas a través de los ojos de un ser inmortal, o sea, desde nuestra perspectiva, ¿pueden considerarse importantes tales diferencias? Continúo formulándome estas preguntas y otras, hija, como seguramente harás tú. Y quisiera saber en qué diferirían las respuestas desde el punto de vista de un insecto como la cachipolla…

»Ten en cuenta que la cachipolla es movida por el impulso más poderoso de todos: el de aparearse para la procreación. La supervivencia de las especies. No hay preguntas. El insecto no dedica su atención a otras necesidades.

»Si ahora nos olvidamos de la cachipolla para fijarnos en otras criaturas, descubriremos que sigue predominando en ellas ese instinto de reproducción. Sin embargo, a medida que la duración de la vida aumenta, aparecen en el ser otros impulsos, otras necesidades, otros deseos: la supervivencia, la protección, la comodidad, el bienestar, el placer, la curiosidad y muchas más cosas.

»Cuanto más larga la vida, mayor importancia adquieren estas otras necesidades, estos deseos, que incluso llegan a desplazar, en ocasiones, los impulsos más primitivos.

»Las necesidades y los deseos de los inmortales son tan distintos de los que sienten los mortales en su mayoría como los de ellos difieren de los experimentados por la cachipolla, por ejemplo.

»Aun así, debemos formularnos estas preguntas que nos permitirán comprender mejor la vida de los mortales y ver las cosas a través de sus ojos. Porque los actos de los mortales pueden influir grandemente en las vidas de los elfos, del mismo modo que los actos de los elfos afectan las vidas de los mortales.

»Es este efecto recíproco, el de los elfos sobre los mortales y el de los mortales sobre nosotros, los elfos, lo que deseo que consideres, Riatha, porque estás a punto de irte a Mithgar, el mundo de los mortales. Allí conocerás por vez primera a la especie mortal, que te parecerá extraña e incomparable.

»Pero hay otro aspecto. ¿Qué significa tener trato con mortales, hacer amistad con un mortal? ¿Qué puede significar amar a un mortal? Humano, warrow, enano o un Oculto, ¡quien sea! Si tú aceptas a uno de ellos como amigo, pronto se habrá ido, y, si te hubieses enamorado de él, sufrirías. Piensa también en esto: como sucede con la cachipolla, mientras tu amigo viva, seguirá los impulsos de su naturaleza. De una naturaleza diferente de la nuestra. Ahora bien: ¿es esto motivo suficiente para rehuir la amistad con los mortales?

»Es raro que las criaturas mortales se superen a sí mismas para mirar realmente a lo lejos, o para penetrar en las preguntas más fundamentales como “¿Por qué estamos aquí? ¿Cuál es nuestro objeto? ¿Qué naturaleza tiene el Creador? ¿Qué es real? ¿Qué no lo es? ¿Cómo puedo saberlo?”.

»Hasta el Gran Padre, el propio Adón, busca respuestas, aunque sus preguntas se apartan mucho de las nuestras. Él sonríe cuando lo llamamos Dios y se limita a decir que hay por encima de él otros tan superiores como nosotros lo somos con respecto a la cachipolla.

»Y ahora te pregunto a ti, hija: ¿cómo puede ser esto?

»Pero quizá sea esta la cuestión más importante de todas, aplicable además a cualquier cosa: ¿cómo puede ser? ¿Cómo puede ser…?

»Tal vez, siendo lo que somos, a nosotros se nos haya concedido tiempo suficiente, no sólo para reflexionar sobre estos misterios, sino también para hallar, finalmente, una respuesta o dos.

»Y, aunque no logremos descubrir las verdades básicas, el esfuerzo parece valer la pena.

»Piensa, además, en esto: nosotros creemos que Elwydd creó a los elfos, aunque ella no lo diga.

»Pero una cosa sí sabemos: que vivimos largo tiempo en los mundos de Adón sin la presencia de otros pueblos. Y en aquel entonces, muy remoto ya, hicimos grandes conquistas. Guerreamos, perseguimos unos placeres sin fin, queríamos el dominio, el poder, la gloria… Y lo conseguimos todo…, pero todo fue en vano, todo se transformó en cenizas en nuestras bocas cuando creíamos poder saborear el éxito. En nuestra codicia habíamos buscado y hasta conseguido una soberanía en nuestra esfera, en las tierras y los mares, en los aires y sobre todos los seres vivientes, incluso sobre otros de nuestra misma especie. Y, cuando luchábamos por obtener el dominio absoluto, tuvimos que darnos cuenta de que eso era, y siempre será, una hueca ambición, un tremendo vacío cuando lo habíamos conseguido.

»Entonces buscamos la paz, la soledad, los pequeños placeres, la verdad y la belleza, todo cuanto habíamos desechado en nuestro afán de poder, y comprendimos que eran sólo esas cosas las que, en fin de cuentas, tenían sentido. Por consiguiente nos atuvimos a ellas, aparte de cuidar y proteger lo creado por Adón.

»Puede ser que Elwydd nos concediera todos esos largos años de dominio de los mundos para que pudiésemos descubrir el verdadero valor de las cosas. Que nos diera tiempo para desarrollarnos y madurar, para encontrar un camino mejor a través de la vida…

»Posiblemente sea así, ya que sólo después que nuestros pies emprendieron de manera irreversible ese último camino, realizó Elwydd sus demás creaciones: los utrunis, los enanos, los warrows, el hombre y los Ocultos. Al dar vida a esos seres después que nosotros hubiéramos encontrado nuestra verdadera senda, los protegió de nuestros crueles excesos en una época en que no sabíamos hacerlo mejor.

»Dado todo cuanto sabemos ahora y todo lo que hemos deducido, suponemos que eso es cierto: nos corresponde a nosotros apartar a otros de la vanidad y la codicia y la tiranía, apartarlos de aquellos lugares vacíos, áridos y fatales que, para nuestra desgracia, hollamos ya, y en cambio intentar, en momentos clave, guiarlos hacia aquellos otros sitios que nosotros encontramos fructíferos y consolidadores de una vida.

»Y, Riatha, hija mía, este es el manto que tú llevarás encima cuando entres en Mithgar: tu voluntad de proteger el mundo, ser una buena defensora y guiar a quienes lo necesiten hacia los caminos de la vida.

Dicho todo esto, Daor guardó silencio y, durante un rato, nadie dijo nada. No se trataba de nuevos pensamientos expuestos por el elfo, sino de profundos enigmas meditados por los de su raza a lo largo de gran parte de su existencia, después de superar sus desastrosos comienzos, miles y miles de años atrás, y de abandonar unas egoístas ambiciones para encaminarse por fin hacia la verdad y la iluminación, hacia la comprensión y la sabiduría.

Se levantó Daor e invitó a hacer lo mismo a Reín y Riatha, y juntos reanudaron el paseo junto a la orilla del cristalino arroyo que surcaba el verde y fresco calvero, mientras las plateadas alondras emitían su armonioso canto desde las frondosas ramas de los viejos árboles.

Aquel anochecer, sentada en el claro que se extendía delante de la vivienda, Riatha contemplaba la transformación del cielo, que de ser azul pasaba a un tono cerúleo para adquirir luego un color de espliego, más liláceo. Las nubes relucían en unos preciosos matices rosados y coralinos y, al predominar la oscuridad, Reín cruzó el suave césped para hablar con su hija. Llevaba consigo un regalo y, además, deseaba dar un consejo a Riatha.

Entregó a la joven un objeto largo y delgado, envuelto en seda.

—En tu calidad de protectora lian, esto te hará falta en Mithgar, que en ocasiones puede resultar un lugar peligroso.

Riatha desenvolvió el regalo. Era una espada. Una pieza magnífica, introducida en una vaina verde, de guarnición labrada, para llevarla colgada de la espalda o de la cintura, y la empuñadura tenía incrustaciones de pálido jade, con estrías diagonales para sujetarla mejor. El pomo era de vieja plata oscura, muy valiosa. Pero, cuando Riatha desenvainó el arma, jadeó impresionada, porque toda la hoja era de esa misma plata, que parecía capturar la luz de las estrellas.

—Madre, yo…

A la muchacha le costaba encontrar palabras con que agradecer tan maravilloso legado. Con lágrimas en los ojos estrechó las manos de la madre entre las suyas y las besó con amor.

También los ojos de Reín centellearon, y su voz sonó dulce cuando dijo:

—Es lo que te corresponde, mi pequeña. Yo llevaba esta misma espada cuando fui guardiana de Mithgar. Aquí en Adonar no la necesitamos. En el mundo de los mortales, en cambio, te hará falta.

Riatha se puso de pie y, hoja en mano, empezó a cortar el aire.

—¡Qué equilibrio, madre! ¿Tiene linaje?

—La espada fue forjada en Mithgar, más exactamente en Duellin, y le pusieron el nombre de Dúnamis, que yo nunca utilicé, y que también tú debes guardar para ti, sin pronunciarlo a la ligera, porque extrae fuerzas y energía de los aliados cercanos para pasarlas a tu persona. Y, si tu necesidad es suficientemente grave, absorbe incluso la vida. Agarra el arma por el puño, di su nombre, y Dúnamis volverá a ser una espada normal. No obstante, cuídate de llamarla sin verdadera necesidad, ya que haría pagar un terrible precio a los amigos que te rodearan: se debilitarían y quizá fuesen incapaces de defenderse. Ten siempre en cuenta que los mortales pueden perder años de vida, si esta les es absorbida.

Riatha contempló la espada con cierto recelo.

—¿Y tiene apellido?

—Dwynfor, su forjador, dijo que debía llamarse Azote de los Vulgs, aunque no explicó por qué.

La joven guardó la hoja con todo cuidado.

—¿Dwynfor? —repitió—. ¿Dwynfor, de Duellin, allá en la Átala de Mithgar?

—Sí.

—¡Pues ese Dwynfor tiene fama de ser el mejor forjador de espadas, madre!

—Así es, en efecto.

Riatha le tendió el arma a su dam.

—Es demasiado preciosa para alguien como yo…

—¡Calla, chiquilla! —la reprendió dulcemente Reín, insistiendo en que aceptase la espada—. ¿No acabo de decirte que aquí, en Adonar, no nos sirve para nada? Además no creo que haya nadie más adecuado que tú para llevarla. Y no me lo discutas, hija, porque quiero que la espada sea tuya. No vine a cuestionar quién debe poseer la hoja. Por fundamental que resulte Dúnamis, tengo que hablar contigo de algo todavía más importante.

Sentada de nuevo, Riatha apoyó en su regazo la envainada espada y miró a su madre.

—Tu padre dijo muchas cosas durante el paseo de hoy —prosiguió Reín—, mas no tocó todos los temas, porque tampoco habría podido hacerlo. Y la sabiduría llega a través de la experiencia, y no de las palabras.

Riatha, que había observado cierta tristeza en los ojos de la madre, bajó la cabeza en sentido afirmativo y esperó a que Reín continuara.

Esta permaneció callada por espacio de unos momentos, como si buscase las palabras adecuadas.

—Tu padre preguntó: «¿Qué significa amar a un mortal?». Yo ignoro si Daor amó alguna vez a una mortal, pero lo que sí puedo decirte es que yo, Reín, lo que significa amar a un mortal, y que eso me causó mucho llanto.

Riatha vio asomar las lágrimas a los ojos de la madre, y se le encogió el corazón.

Reín se miró las manos cruzadas en el regazo, y su voz sonó queda en el ocaso.

—Cuando era guardiana lian, amé a un hombre mortal. Era fuerte y amable —explicó en un susurro, sin preocuparse ya por disimular las lágrimas—. Sabía tocar el arpa como ningún otro. Nos amábamos mucho… ¡Cuánto, cuánto nos llegamos a amar!

Un nuevo río de lágrimas resbaló por las mejillas de Reín, hasta el punto de impedirle seguir hablando.

Emocionada, Riatha dejó la espada sobre la hierba y estrechó las manos de la madre entre las suyas y le acarició los dedos y las palmas para transmitirle cariño y ánimos.

Reín tardó un rato en recobrar la serenidad, y cuando continuó lo hizo todavía con los ojos húmedos.

—Evian y yo sobrevivimos a la destrucción de Rwn, aunque por poco no lo contamos. Sin embargo, no sobrevivimos a la destrucción del tiempo…

Llorosa, la madre suplicó a Riatha:

—¡Procura no enamorarte de un mortal, hija! Porque, si así sucediera, verías marchitarse su juventud con el paso del tiempo, verías cómo el hombre perdía fuerza y vigor… Y, aunque lo quisieras igual, serías testigo de su lento declive, cosa que te destrozaría el alma.

»Y, mientras él se marchitara, tú seguirías joven, ya que permanecerás como eres ahora, del mismo modo que me sucedió a mí.

»Miraba yo a Evian y, detrás del amor que sin duda expresaban sus ojos, yo adivinaba cierta envidia, quizás incluso algo de odio, producido por el hecho de que yo no lo acompañara en el sendero del descenso a través del tiempo, sino que me mantuviera siempre lozana.

»Tuve que verlo envejecer y debilitarse, y para mí, en cambio, apenas pasaba el tiempo. Y, cuando Evian murió, mi corazón murió con él. Estuviéramos en una estación u otra, yo siempre me sentía en invierno, sin ganas de vivir.

»Transcurrieron incontables años y yo lloraba aún a Evian, tanto por los felices tiempos vividos como por lo que ya nunca volvería a ser.

»Me habría consolado tener unos hijos nacidos de nuestro amor, pero al faltar él ya no deseaba esos hijos o, mejor dicho, los únicos hijos deseados eran un imposible. Porque, incluso cuando Evian vivía, me constaba que de la unión de una de nuestra raza con un ser humano no podían nacer hijos, como tú ya sabrás, mas no sólo por ser yo una elfa y él un hombre, sino además por hallarnos en Mithgar, donde no cabe que un elfo sea concebido. Únicamente en Adonar puede acontecer semejante bendición, aunque ni aquí daría fruto un amor entre dos seres de las distintas razas… Eso sería imposible.

»Era tal mi desconsuelo, que no me creía capaz de volver a enamorarme jamás. Y poco faltó para que así fuera. Pero tu padre y yo llegamos a un acuerdo. Al principio, yo simplemente sentía simpatía hacia él. Luego, mis sentimientos se hicieron poco a poco más profundos.

»No obstante, cuando lo acepté como esposo, juré que, si algún día tenía la suerte de ser madre, trataría de proteger a mis hijos de un sufrimiento como el pasado por mí.

»Transcurrieron muchos años, y tu padre y yo nos ateníamos al sistema de los elfos, sin tener hijos, ya que el mundo de los elfos se mantenía entonces equilibrado. Pero llegó un día en que nuestro número había descendido tanto que Daor y yo y otras parejas pudimos procrear. En nuestra familia naciste primero tú, y luego llegó tu hermano Talar.

»Con tu nacimiento volvió la alegría a mi vida. El resto ya lo conoces.

»Sin embargo, nunca podré olvidar a Evian, y todavía lo lloro.

»Esta es la advertencia que quería hacerte, Riatha. Nunca ames a un mortal, porque el tiempo reclamará sus derechos, lento pero inexorable, y el dolor de tu corazón quizá no tenga remedio…

Reín calló, pero las lágrimas caían aún por su rostro. En las copas de los viejos árboles entonaban sus cantos vespertinos las alondras plateadas, y el cielo, cambiando de un tono lila al violeta para tornarse de un profundo color púrpura que se convirtió en un aterciopelado negro, dejó asomar las estrellas, que lanzaban destellos de oro, plata y cobre, mientras la argéntea luz de cuarto de luna penetraba a través del espeso tejido de hojas y dibujaba una filigrana de sombras en el suelo del bosque.

Por último, los grises ojos de Riatha se posaron en los de Reín.

—Te haré caso, madre, y procuraré guardar mi corazón.

Llegó el alba, aquella hora que no es noche ni día, pero sí un poco de ambos. Las nieblas matutinas serpentearon a través del calvero y entre los árboles, una niebla también intermedia, que no era agua ni aire, sino un poco de ambos… Y la separación entre el bosque y la cañada era asimismo un lugar intermedio, ni bosque ni campo, sino igualmente un poco de ambos…

Vestida de cuero gris, con Dúnamis al hombro, Riatha abrazó a sus padres y les dio un último beso. Montó luego de un salto en su caballo, que demostraba su impaciencia por partir.

Daor y Reín dieron un paso atrás, y él rodeó los hombros de la mujer con gesto consolador.

Con un adiós final, Riatha inició tarareando su viaje a Mithgar. Su voz subía y bajaba en una especie de salmodia. No cantaba ni hablaba, sino algo intermedio, perdida su mente en el ritual, ni del todo consciente ni inconsciente, sino algo intermedio.

Avanzaba el caballo de un modo raro, relucientes los cascos cuando daba sus complicados pasos. No era aquello una danza ni un trote, sino algo intermedio…

A la pálida luz del amanecer, Riatha y su montura desaparecieron bajo la arremolinada niebla que envolvía el espacio existente entre el bosque y el campo. Una gris vaharina fue cubriéndolos poco a poco a medida que se alejaban. La voz de Riatha sonó cada vez más débil hasta perderse del todo.

En el silencio dejado atrás, Daor abrazó a Reín.

Su hija se había ido.

Riatha salió del velo de niebla a la claridad del amanecer, sin interrumpir la salmodia, del mismo modo que el caballo seguía con su extraño paso. Sólo cuando la elfa vio las tierras que la rodeaban dejó de cantar, y también el animal normalizó su forma de moverse.

—Te portaste bien, Sombra. Gracias a ti estoy en Mithgar.

El caballo movió la cabeza de arriba abajo, como si la hubiese entendido.

Todavía flotaban a su alrededor jirones de la boira matutina. La elfa y su montura se encontraban entre la selva y el campo, como era de esperar, ya que los puntos clave de los cruces estaban bien igualados entre sí. De otro modo, el viaje habría resultado imposible. Cuanto mejor la señalización, más fáciles resultaban los pasos que había que dar entre un lugar y otro. No obstante, y con muy raras excepciones, la salmodia y la ritual forma de avanzar la montura eran necesarias, ya que, pese a las indicaciones, la diferencia entre el imponente Adonar y el aún joven e indómito país de Mithgar era grande y muchos desconocían esas marcas… En consecuencia, Riatha se atuvo a los ritos tradicionales en su camino, al arcano canto y a los exactos movimientos que debían mantener preparada su mente para la transición.

Así había llegado a Mithgar.

Aunque aún amanecía y era aquella mágica hora intermedia, Riatha no habría podido regresar a Adonar por mucho que lo deseara. En dirección a Mithgar había que realizar el viaje a la luz de la aurora, mientras que a Adonar sólo se podía ir al anochecer. Eran la Cabalgada del Amanecer y la Cabalgada del Crepúsculo… Existía una antigua bendición para los elfos que vivían en Mithgar: «Idos a la hora del crepúsculo vespertina y volved con el amanecer».

Mas Riatha no pensaba en ese dicho de los elfos cuando por fin emergió de entre las nieblas para hallarse en el amanecer de Mithgar, sino que contempló la enmarañada vegetación al mismo tiempo que escuchaba el alegre y libre canto de los pájaros. Sus ojos descubrían nuevas formas y colores que aleteaban a través de la madrugada, y aquí y allá se deslizaba furtivo entre la maleza un animal, o bien corría por las ramas de los árboles.

«Realmente eres agreste e indómito, Mithgar…».

Riatha bebió el aire y la luz y los sonidos y las vistas que le ofrecían la selva, los campos y el cielo, y en todo, no obstante ser nuevo para ella, halló algo familiar. Finalmente hizo volver a su caballo hacia el norte, y lo impulsó a emprender un medio galope. Y, cuando el sol salió, el corazón de la muchacha rio por haber llegado a Mithgar y porque ella cabalgaba ahora hacia donde se encontraban su hermano Talar y la mujer de este, Trinith, que vivían entre los elfos de Darda Immer, el Bosque Luminoso de Átala.

Pasó un siglo, o quizá fuese más de uno, ya que el tiempo y los elfos no acaban de ponerse de acuerdo, y una estación sucedía a la otra hasta que volaron años sin cuenta. Riatha, Talar y Trinith permanecieron en el Bosque Luminoso durante las siguientes décadas, recibiendo lecciones de primeros auxilios, botánica y curandería.

Llegó el día en que Talar y Trinith se trasladaron a Duellin, a unas diez leguas de distancia, en la costa oriental de Átala. El hermano iba a dedicarse al arte de forjar espadas como aprendiz del propio y legendario Dwynfor, y Trinith quería tocar el arpa. Riatha, por su parte, emprendió otra tarea: la de montar guardia en las laderas del Karak mientras el volcán dormía, atenta a cualquier señal de que pudiese volver a despertar.

Transcurrieron las estaciones y, de vez en cuando, Riatha visitaba a su rubio hermano Talar y a su esposa, de cabellos de ébano, o bien ellos iban a verla a ella. Y al anochecer se reunían alrededor de los hogares de Darda Immer o de Duellin, donde Trinith se unía a otros arpistas para interpretar las melodías de los elfos, procedentes del mismísimo comienzo de los tiempos.

Pero hubo un momento en que, a través del mar, llegó la noticia de que en el Muro Siniestro, en la parte este de Mithgar, parecían congregarse en gran número los spaunen. Algo se preparaba, pues, y hacían falta guerreros.

Fue entonces cuando Riatha cabalgó hasta el puerto de Duellin para despedirse de Talar y Trinith, antes de embarcar con destino a Caer Pendwyr. Una nave de Arbalin la condujo rápidamente, junto con su corcel, por el océano de Weston y el mar de Avagon a la tierra llamada Pellar. La joven llevaba su espada colgada del hombro.

Poco después estalló la Gran Guerra, la Guerra del Veto.

Riatha iba con los elfos de Darda Galion, el inmenso bosque que se extendía a lo largo del Muro Siniestro.

Las batallas fueron sangrientas, y la lucha duró mucho tiempo. Hubo considerables pérdidas por ambas partes, con el consiguiente dolor. Frecuentes eran las Voces de Muerte, esos últimos mensajes enviados por elfos agonizantes a otros de su especie en el momento final, en desafío al tiempo y a la distancia, y que dejaban paralizados de estupor al destinatario, porque era triste saber que un querido compañero, que acababa de empezar su vida, había muerto.

Pero tan asolador como la pérdida de un elfo o de centenares de soldados resultó el Día de la Angustia, cuando Átala se hundió en el mar a causa de un cataclismo provocado por Gyphon, como se dijo.

Miles de vidas se perdieron, y muchos otros miles en la monstruosa catástrofe, tanto de humanos como de enanos, warrows y elfos. En todo Mithgar, los elfos caían de rodillas sin excepción, horrorizados ante los gritos de muerte de centenares y centenares de sus congéneres en la hora final, voces que pasaron por las almas de todos los elfos cual un gélido y horrible soplo de viento.

Los efectos de la destrucción de Átala no acabaron con el hundimiento bajo las aguas de toda aquella zona, ¡no!, porque otros reinos de Mithgar también sufrieron las consecuencias al ser azotados por el maremoto que, con sus gigantescas olas, recorrió todo el océano de Weston y, al chocar contra la costa, inundó todo y barrió pueblos y ciudades, con la lógica muerte de incontables habitantes. Un tremendo estruendo resonó además en el mundo entero, como si se hubiera producido una espantosa explosión. El cielo se oscureció, cubierto por lo que parecía un paño mortuorio, y la ceniza cayó sobre las tierras situadas al otro lado del mar.

También Riatha había quedado aturdida en uno de esos lugares, dado que eran tantos los elfos muertos en el desastre de Átala, que no existía allí ninguno de su raza que hubiera escapado a las consecuencias. Pero, aunque estaba medio derrumbada por ese último y abrumador grito de desolación, no había recibido ningún mensaje mortal de Talar, por lo que suponía que seguía con vida, salvo que se lo hubiese enviado a Trinith, en cuyo caso ella no se habría enterado.

De todos modos, por la cantidad de gritos percibidos Riatha tenía noticia de muchas muertes, y el llanto sacudía su cuerpo. ¡Pensar en tantos desdichados elfos cuya vida acababa de empezar, fuera cual fuese su edad!

Poco a poco, su pena se redujo, dado que la Gran Guerra continuaba y, por mucho disgusto que la invadiera, tenía que batallar. Una guerra no espera a nadie. Así pues, siguió luchando aunque sintiera un terrible vacío en el pecho al pensar en Talar o Trinith.

Llegó sin embargo el día en que Talar se presentó en el boscoso campamento de los guardianes lianes, a los que pertenecía Riatha. Lloró ella de alegría al verlo, y también Talar dio rienda suelta a sus lágrimas, porque, al desaparecer súbitamente Átala bajo las aguas, Trinith había sido engullida por las enfurecidas fuerzas de la naturaleza. Talar la aguardaba en un barco que, al día siguiente, debía salir del puerto de Duellin con rumbo a Hovenkeep, allá en el sur, donde los dos pensaban unirse a los lianes de Darda Galion. Ella había desembarcado para decirle adiós a Glinner, el maestro arpista, cuando estalló el volcán Karak y se hundió Átala. El barco en que se hallaba Talar resultó destruido, y él sólo recordaba haberse visto flotando entre restos, al día siguiente. No sabía cómo había logrado escapar de los tremendos remolinos, al tragarse el mar toda aquella parte de continente a la que pertenecía la isla, pero la cosa era que aún vivía.

Días después —calculaba Talar que eran nueve— había sido salvado por un barco que lo condujo a un puerto de Gothon, y desde allí pudo llegar hasta Darda Galion y luego a Darda Erynian, siguiendo a la compañía con la que cabalgaba Riatha.

Y, no obstante el golpe recibido al saltar en pedazos el velero, aún había recibido el último mensaje de Trinith: «Te amo». Sólo esto. «Te amo…».

Y, del mismo modo que Riatha y Talar volvieron a estar juntos, la alegría y la pena se unieron aquel día en el claro del bosque.

Prosiguió la guerra, y Talar y Riatha peleaban tanto hombro con hombro como espalda con espalda. Les llegó entonces la noticia de que el Plano Superior había sido invadido por los spaunen de Gyphon, procedentes de Untagarda, de Neddra, del mundo subterráneo del Plano Inferior…

Ante tan malas nuevas, Riatha calculó la posibilidad de devolverle la espada a su madre, porque sin duda la necesitarían ahora en Adonar.

Pero, cuando se preparaba para la Cabalgada del Crepúsculo, su compañía fue atacada por el enemigo y, en vez de pasar de un mundo a otro, Riatha tuvo que luchar. La batalla se prolongó durante diez días, y en ese tiempo llegaron más noticias del Plano Superior, de Höhgarda: el ejército de Gyphon atravesaba ahora Adonar, en dirección —según parecía— a uno de los puntos de cruce, desde donde prepararía la invasión de Mithgar. Para evitar tal desastre, el propio Adón declaró que separaría los caminos existentes entre uno y otro plano y que, aunque cualquiera podía servirse de los rituales para regresar a su reino de origen, una vez allí no tendría manera de aventurarse a salir a otros mundos.

Por consiguiente, los elfos podían volver a Adonar, al Plano Superior, al reino de su sangre, pero no pasar al Plano Medio ni a Mithgar, así como tampoco al Plano Inferior ni a Neddra, ya que no eran de la misma raza. A su vez, los spaunen y los Malditos podían descender a Neddra, en el Plano Inferior, pero cuando estuviesen allí no les sería posible el retorno a los Planos Medio y Superior. Y quien procediera del Plano Medio tenía modo de regresar de los otros dos niveles, mas nunca volver a ellos.

Un día después, y gracias a Adón, los caminos abiertos entre los planos estaban obstruidos, y únicamente seguían existiendo las vías rituales. Para los elfos ya no había Cabalgada del Amanecer que valiese, pero sí podían valerse de la Cabalgada del Crepúsculo.

Después de la angustiosa duda de si debían regresar a Adonar y ayudar allí en la lucha contra Gyphon, o bien quedarse en Mithgar para enfrentarse a Modru, lugarteniente de Gyphon, y a las hordas que arremetían contra la Alianza, Riatha y Talar decidieron permanecer en el Plano Medio, donde parecían ser más necesarios, porque aquí la Gran Alianza formada por hombres y elfos, enanos y warrows y, finalmente, también por los utrinis, luchaba con furia contra los rücks y los hlēoks, los trolls y ghuls, corceles infernales, vulgs y otras monstruosas criaturas. También Modru contaba con el apoyo de seres humanos: los lakhs de Hyree y los rovers de Kistan, así como las hordas de Jēung. Además, en Mithgar los brujos peleaban contra otros brujos, pero igualmente contra dragones y gargonis.

Eran los días previos al Veto, y el Horrible Pueblo podía extenderse por aquellas tierras tanto de día como en la oscuridad, aunque se decía que, de cualquier forma, esos seres preferían las horas más negras de la noche.

Enormes batallas se produjeron en toda la faz del mundo, y muchos fueron los muertos.

Riatha y Talar, con otros lianes, recorrieron la falda oriental del Muro Siniestro para proteger Darda Galion, Darda Erynian y el Gran Bosque, así como los ondulados llanos intermedios.

Fue en la marca de Dalgor, allí donde el río Dalgor desemboca en el caudaloso Argón, donde encontraron a Aravan, que llevaba su lanza de cristal. Seguía este a Galarun, hijo del coron Eiron, rey elfo de Mithgar.

Galarun y su compañía cabalgaban a toda prisa, porque el soberano transportaba un gran símbolo de poder: la Espada del Alba. Y Galarun se dirigía a Darda Galion, donde emprendería la Cabalgada del Crepúsculo hacia Adonar, llevando consigo la espada de plata, porque se decía que el arma tenía el poder de matar a Gyphon, el Supremo Vûlk.

Riatha, Talar y la guardia de lianes se unieron a Galarun para realizar una misión sin par. Pero, cuando cruzaban la marca de Dalgor, se vieron súbitamente envueltos en niebla e, instantes más tarde, surgían del pantano miembros del Horrible Pueblo que se arrojaron sobre ellos. Hubo una violenta lucha con numerosas bajas, entre ellas la de Galarun.

Vencidos por fin los rûpt, Riatha y los suyos se dieron cuenta de que la Espada del Alba había desaparecido. Nadie supo decir si la habían robado los enemigos o si se había hundido en el pantano…

Modru acabó derrotado. La batalla del Crisol de Hèl lo aplastó por completo. Su descalabro hizo prevalecer aún más a Adón, y Gyphon fue confinado al abismo existente más allá de las esferas.

Asimismo, Adón creó una nueva y brillante estrella, que refulgía en los cielos rivalizando con la mismísima luna. El lucero resplandeció durante una semana, aproximadamente, y, al apagarse para desaparecer en la negrura de la que había surgido, el Horrible Pueblo fue expulsado de la claridad diurna y condenado a sufrir la Muerte Desecante si le daba la luz del sol.

Adón suprimió además el fuego que exhalaban los dragones que se habían unido contra él, y los convirtió en dragones fríos. También para ellos resultaba mortal la luz del día, si bien no se reducían a polvo dada la resistencia de su piel.

Con la separación, las vani-lērihha —las alondras de plata— habían desaparecido de Darda Galion, del Bosque Viejo. Ya no se oían sus gorjeos en las altas ramas, aquellos dulces cantos estudiados por Riatha. Y, cuando fue evidente que los pájaros no volverían, la elfa se trasladó a vivir al valle de Arden.

Pasaron siglos y más siglos, en los que Riatha se dedicó a la orfebrería, a la música —cantaba y tocaba el arpa—, a la jardinería, a la costura y también a la siega del grano, a labrar la piedra, a criar animales, a pintar, tejer y muchas otras cosas. Tenía toda la vida por delante para aprender, y estaba en sus comienzos.

A lo largo de los tiempos, Riatha había llevado a su lecho a alguno que otro amante. Era, al fin y al cabo, una mujer joven que de vez en cuando tenía sus deseos y apetitos, como cualquier otra. Hay que recordar, además, que la elfa iba a vivir siempre, y sin envejecer, por lo que no era de extrañar que tuviera un idilio o dos, a medida que transcurría cada siglo y cambiaban las estaciones. Sin embargo, todavía no se había enamorado de nadie.

Nuevas guerras azotaron Mithgar, aunque en su mayoría se trató de escaramuzas poco importantes en el largo diseño divino. En consecuencia, Riatha —que seguía en el valle de Arden— y Talar —que se hallaba en Darda Erynian— poco tuvieron que ver con ellas.

Ni siquiera la Guerra del Usurpador despertó su interés, pese a que otros elfos se vieron envueltos en la contienda. Quizá fuera precisamente por la intervención de otros lianes que ni Riatha ni Talar participaran en la lucha, ya que sólo era requerida una discreta y a la vez astuta guía de los humanos.

En ocasiones, no obstante, Riatha empuñaba su espada Dúnamis y partía en cumplimiento de alguna misión.

Lo mismo hacía su hermano.

Era lo natural, dado que los guardianes lianes vigilaban el mundo para impedir que las creaciones de Adón fuesen víctimas de cualquier estrago.

De todos modos, las aventuras emprendidas por Riatha no eran más que estaciones en el camino hacia su principal destino. Y, de haber contado el tiempo, habría sabido que habían pasado más de cuatro mil años desde su llegada al Plano Medio, unos cuarenta y un siglos —o quizá cuarenta y dos o cuarenta y tres, porque… ¿quién podía decirlo?—, antes de que se produjeran los acontecimientos que habían de conducir al sacudimiento de toda la creación. Pero, como todos los de su raza, Riatha apenas había notado el paso del tiempo. Aunque hubiesen transcurrido más de cuatro milenios, ella empezaba la senda de su vida, sin darse cuenta de las críticas circunstancias en que iba a verse.

Porque el Gran Tejedor había estado reuniendo los más dispares hilos durante todo ese tiempo, y ahora comenzaba a elaborar con ellos los dibujos necesarios para dar forma al destino del mundo todavía por existir.

Un día llegó al valle de Arden un mensajero procedente de Darda Erynian, con noticias de Talar. Riatha, la esbelta y rubia elfa, tomó con alegría el pergamino que le enviaba su esbelto y rubio hermano, pero al romper el sello leyó palabras muy tristes:

Riatha:

En alguna parte del Muro Siniestro se esconde un monstruo que ataca a los inocentes e indefensos. Y no me refiero al draedan de Drimmendeeve, sino a un sanguinario enemigo. Si algo me sucediera, hermana mía, busca al barón Stoke, porque él es el malvado a quien debo dar caza.

TALAR.

Riatha sintió que una fría mano le oprimía el corazón y creyó ver el rostro del hermano, de acerados ojos grises.

Se sucedieron dos años, y luego otro, doce estaciones en total, sin que Talar volviese a dar fe de vida. ¿Dónde estaría? ¿Qué haría?

Era verano, y Riatha y los demás lianes se preparaban para el combate. La mente de la joven estaba ocupada con planes y estratagemas. Pero, cuando empuñó su espada, notó junto al pecho el pergamino de Talar. Lo leyó de nuevo, y una angustiosa premonición volvió a asaltarla. Riatha apartó aquella corazonada, diciéndose que sólo era la lógica preocupación por el hermano. Dejó a un lado el mensaje para terminar sus preparativos, ya que los elfos de Arden, unidos a los hombres de las Tierras Agrestes, partían aquel mismo día en dirección al Bosque Lúgubre, con objeto de limpiarlo del Horrible Pueblo que asaltaba caravanas y también a los grupos de viajeros que, siguiendo la carretera de Crossland, tenían que cruzar el temido bosque. Dado que esos lugares estaban habitados por rutch, lokas, ghuls, trolls y otros rûpt, era de temer que la campaña se prolongase durante meses.

Se rumoreaba, asimismo, que entre los spaunen del Bosque Lúgubre vivía uno de los últimos gargonis, cazadores tan temidos como lo era el draedan de Drimmendeeve, y los lianes no contaban con hechiceros capaces de poder con ellos.

Riatha acababa de colgarse del hombro la espada Dúnamis, cuando Aravan apareció en la puerta de su choza con la lanza de cristal.

—¿Estás lista?

Ella contestó con un gesto afirmativo, y juntos salieron al exterior, donde ya aguardaban sus caballos.

Acompañados por la guardia lian, emprendieron el camino a través del valle, peñasco oriental arriba para penetrar en el túnel que desembocaba junto al lindero nororiental del fatídico bosque.

Después del verano de la depuración del Bosque Lúgubre llegó el otoño, y Riatha estuvo ocupada con la cosecha. Aún no tenía noticias de Talar, pero confiaba en que, al ser este un guerrero tan hábil, no cometería imprudencias. Sin embargo, nunca había estado tanto tiempo sin saber de él.

Y entonces llegó el horrible día.

Riatha regresaba de segar el campo cuando, de repente, se vio arrodillada a la fuerza. Le ardía la piel y el corazón se le había disparado de tanto horror, porque a través de unos ojos que no eran los suyos veía la cara de lo que parecía ser un hombre: un rostro delgado, pálido y lobuno, de mirada amarilla y feroz risa. La cara de un enemigo.

Y en su mano de largos dedos había un amenazador cuchillo de fina hoja. El mensaje sin palabras fue este:

«Stoke!».

El dolor se inició en las plantas de los pies de Riatha y le subió por las piernas, como si le arrancaran la carne. La elfa gritó horrorizada y se llevó las manos a la cara. Otros lianes corrieron en su ayuda, mas no pudieron hacer nada.

Un insoportable suplicio llegó hasta sus muslos cuando se los desgarraron, y no sólo esta parte del cuerpo, sino también la espalda, los hombros y los brazos, las manos… Luego le fue rasgada la carne de la frente, de las mejillas y del cuello, del pecho, del estómago… Riatha era despellejada viva, entre horripilantes chillidos. Finalmente cayó y cayó, entre lloriqueos de agotamiento, a un burbujeante Hèl rojo como la sangre. La elfa creía que la cabeza le iba a estallar de miedo y angustia, odio y furia e inaguantable dolor.

Y de súbito fue atravesada, empalada, y de su abdomen salió un espantoso instrumento.

Un último grito llameó silencioso en su mente:

«Stoke!».

Y nada más. El martirio había desaparecido. El horror, no obstante, seguía.

Y también continuaban el odio y la furia.

Riatha lloraba y se desesperaba, vencida por la angustia y el tormento. Porque todo eso era un mensaje de muerte: Talar había sido asesinado.

Por Stoke.

Pasaron tres años, treinta y ocho lunas, y Riatha buscaba todavía a Stoke.

No cesaba de recorrer el Muro Siniestro, atenta a cualquier rumor referente a un enemigo, pero sin encontrar nada.

Empero, a principios del invierno oyó unos murmullos: «Vulfcwmb, en Aven. El barón ha vuelto».

Rugía una tempestad cuando Riatha descubrió los restos de unos carros y varios caballos acuchillados. Y atrapado debajo de un carromato volcado halló a un waerling inconsciente. Era Tomlin. Piedrecilla.

Su historia ya ha sido explicada en otra parte, por lo que no será repetida. Baste con decir que la elfa trasladó al menudo herido a un refugio de Vulfcwmb, donde fue reanimado y pudo informar a Riatha que unos vulgs y rûpt habían atacado la caravana de carros y se habían llevado a su padre, a su dammia, llamada Pétalo, y a los padres de ella.

En Vulfcwmb se unió a Riatha y Tomlin el baeran Urus, que también buscaba a Stoke con intención de vengarse.

Juntos lograron descubrir el reducto de Stoke, pero fueron capturados y encerrados en una celda junto a Pétalo, la única superviviente. Porque los demás waerlings habían sido asesinados por el barón Stoke, señor de los vulgs.

No tardó en aparecer el propio Stoke para liquidarlos también, transformado en un gigantesco vulg. Pero los prisioneros consiguieron huir, aunque por poco pierden la vida, sobre todo Urus.

Aquella misma noche, Stoke escapó de su venganza convertido en un extraño ser de alas coriáceas para introducirse en el Muro Siniestro. Entonces, los cuatro amigos prometieron darle caza, estuviera el barón en un sitio o en otro.

Dos años después sonaron de nuevo los rumores de que Stoke había vuelto.

Le siguieron la pista hasta la Fortaleza Pavorosa, mas el monstruo escapó una segunda vez de su cólera y, a pesar de que Riatha estuvo a punto de matarlo de un golpe de su espada, ella misma se salvó por un pelo de morir. También esa vez supo esconderse Stoke, y sus perseguidores perdieron el rastro. Transcurrieron otros diecisiete años, y entonces corrió la voz de que en las cercanías de Inge, en Aralan, allá a lo largo del Muro Siniestro, se producían misteriosas desapariciones. Quizá no anduviese lejos el barón.

Nuevamente se pusieron en marcha los cuatro, dispuestos a acabar con el engendro. Y lo hallaron en un monasterio situado en lo alto del Gran Glaciar del norte, en las inseguras tierras próximas a la Guarida del Dragón.

Poco faltó para que Stoke se escabullera otra vez bajo su forma de aquel ser de alas coriáceas, pero Tomlin lo hirió con un proyectil de plata lanzado con su honda, con lo que la infernal criatura perdió estabilidad y tuvo que aterrizar por fin en el blanco helero.

Era una noche de primavera, el aniversario de la muerte del negro dragón Kalgalath, y toda la zona sufría violentas sacudidas. El propio glaciar se agitaba y crujía, con lo que se abrían y cerraban profundas grietas.

Aun así, los compañeros lograron descender hasta donde se había posado Stoke. Cuando se desplegaron para atraparlo, el malvado barón no mató a Riatha por milagro, ya que la dejó sin sentido al golpearla brutalmente con un enorme y mellado trozo de hielo. Pero, antes de que el monstruo decapitara a la elfa, Pétalo le arrojó uno de sus cuchillos de plata, que se le clavó en el brazo izquierdo. Con un aullido de angustia, dado que las armas de plata eran veneno para él, Stoke adoptó la forma de un vulg y se preparó para saltar una tremenda fisura abierta en el glaciar, pero en aquel momento llegó Urus y saltó también para interceptar el paso al engendro, con el resultado de que ambos cayeron enganchados a las negras profundidades y, al momento, la grieta se cerró de golpe.

Transcurrieron cinco años, o tal vez fuesen seis, ya que los elfos no llevan una cuenta tan exacta como los hombres. Riatha regresó al monasterio existente encima del glaciar, allá en las trepidantes tierras. La envolvían mil recuerdos de la Fortaleza Pavorosa y de Vulfcwmb, así como de la abadía que se alzaba gris y sombría delante de ella.

«¡… Oh! ¡Si no es un niño, sino un waldan…!».

«… Tomlin. Mi nombre es Tomlin. Pero todo el mundo me llama Tom o Tommy…, o también Piedrecilla, a causa de la honda que siempre llevo conmigo…».

«… Pregunto de nuevo si alguien quiere venir con nosotros…».

«… Yo soy Urus, e iré…».

«… Yo soy Urus…».

«… e iré…».

Con una honda respiración, Riatha atravesó el patio de piedra en dirección a la doble puerta de madera, ahora cerrada, del gran edificio rectangular cuya torre central parecía querer perforar el oscuro cielo. Desenvainó a Dúnamis y empujó hacia adentro la hoja de la izquierda, mientras seguía percibiendo voces de otros tiempos.

«… Cuidado, porque aunque parezca abandonado…».

La elfa dejó atrás un vestíbulo vacío y otras puertas, antes de penetrar en la vasta pieza.

«… Una sala dedicada al culto…».

En el otro extremo de la galería medio oculta bajo las sombras había un altar consagrado a Adón. La mente de Riatha se llenó de visiones del pasado.

… Detrás del altar, en el suelo, había un hisopo, un pequeño utensilio portátil para la aspersión de agua bendita. Urus lo alzó. Parecía de marfil y plata, pero…, si Stoke estaba ahí, ¿por qué habría dejado semejante tesoro?

La elfa contempló los balcones que se abrían a una cierta altura. Un súbito temblor sacudió el suelo.

… Rugientes vulgs, aullantes rutch y lokas que blandían amenazadoras cimitarras… Entrechocar de acero… Pétalo corriendo a lo largo de una soga tendida entre un balcón y otro…

Ahora, en cambio, en la pieza dominada por las sombras no había más que silencio.

Riatha procuró borrar los recuerdos y volvió a salir al exterior.

Los cielos se habían puesto tenebrosos, y soplaba un susurrante viento. Nuevamente tembló la tierra.

Riatha dejó su montura en la cuadra y bajó del monasterio al glaciar surcado de grietas. Sus pensamientos eran para el compañero al que había venido a llorar.

… la oscuridad se acumulaba en el fondo de la celda y envolvía a Urus, cuya forma cambiaba. Se puso a cuatro patas, sacó unas largas garras negras y enormes colmillos, y, donde momentos antes estaba Urus, había un gran oso…

La elfa examinó el hielo desde lejos. «Vine a llorar junto a tu tumba, pero no sé si encontraré el lugar en el que te hundiste, mi Urus».

Riatha se aventuró río adentro, por la helada superficie, esquivando las grietas y resquebrajaduras a la vez que, de cuando en cuando, echaba una mirada al monasterio para no perder la orientación. Finalmente llegó al punto donde le parecía que Urus se había hundido con Stoke en una quiebra ahora inexistente, y buscó alguna señal de que, en efecto, aquel era el sitio. Pero fue inútil. Cansada y triste regresó al monasterio.

Por la noche, la elfa cayó en aquel estado meditabundo que sirve de reposo a los de su raza, si bien a ratos también duermen de verdad, y su mente recorrió los recuerdos, felices unos y penosos otros.

«… nunca ames a un mortal, porque el tiempo reclamará sus derechos…».

«… Te haré caso, madre, y procuraré guardar mi corazón…».

«… Soy Urus, e iré…».

… Con gran estrépito cayó sobre ella una viga…

Riatha despertó sobresaltada.

En la cuadra que había debajo, la yegua dormía de pie. Un gélido viento formaba remolinos en los techos que la elfa tenía encima. Esta se sacudió la manta de los hombros y bajó del desván. Se asomó al exterior y escudriñó el cielo. Aún estaba encapotado y no se veía ni una estrella.

A la izquierda se elevaba la torre del monasterio. «Desde allí arriba quizá pueda distinguir dónde aterrizó Stoke en el glaciar y, en consecuencia, ver dónde cayó Urus…».

Riatha se echó su espada Dúnamis a la espalda, porque no se atrevía a penetrar desarmada en el tenebroso edificio… ¡No en el Muro Siniestro!

Mientras avanzaba hacia allí, volvieron a ella los recuerdos.

… Unos poderosos brazos la alzaron. La Fortaleza Pavorosa ardía. A su alrededor todo era fuego… La viga le había roto la pierna y el brazo izquierdo, pero los waerlings la arrastraron al exterior mientras Urus levantaba el entramado en llamas. Aunque con grandes quemaduras en su cuerpo, Urus la llevó a través del incendio mientras se derrumbaban los techos y la conflagración se apoderaba de todo…

Riatha entró en la sala de culto, pasó junto al altar y por la sacristía situada detrás y, finalmente, llegó a una escalera de caracol que se perdía en la negrura y conducía al campanario.

Subió como pudo, siempre acongojada por las remembranzas.

… Urus saltaba escalera arriba, con ella detrás, y en lo alto se oía huir a Stoke. Los waerlings los seguían lo más aprisa posible. Riatha llevaba la espada en la mano, y tenía la certeza de que, si Stoke se le ponía al alcance, era hombre muerto.

La elfa subía sin descanso, pisándole los talones a Urus. El baeran perseguía a Stoke en un inexorable silencio.

A través de una trampilla entraron en una cámara donde unas macizas armazones de madera sostenían las grandes campanas de hierro, ahora mudas.

Urus soltó entonces un rugido de furia, y ella llegó a tiempo de ver, a la clara luz de la luna, cómo escapaba entre aleteos una forma oscura: Stoke.

Pero Piedrecilla apareció a su lado y disparó con su honda un proyectil de plata…

Riatha alcanzó el punto más alto de la torre. Se abrió paso entre las silenciosas campanas de hierro, salió al balcón y recorrió con la vista el extenso glaciar…

—¡Una luz! —murmuró—. ¿Allí, en el helero?

Efectivamente, en el blanco campo se distinguía, a lo lejos, un débil resplandor que permanecía inmóvil.

Riatha descendió a toda prisa de la torre y cruzó la sala de culto con el corazón martilleándole de mala manera en el pecho. Una vez más bajó por el glaciar, temerosa de resbalar y caer en alguna grieta o fisura, hasta llegar al fin a aquel punto divisado desde el campanario.

El hielo era allí casi transparente, y desde las profundidades emergía una suave luminosidad áurea. Riatha lanzó una mirada al distante monasterio, y concluyó que la zona donde había estado buscando se hallaba muy próxima. Sí; sin duda era aquel punto. Sin embargo, ¿no quedaba más próximo al monasterio?

Entonces recordó el movimiento. ¡El glaciar avanzaba! Urus había desaparecido allí, desde luego, pero desde entonces se habría movido mucho el hielo.

Riatha sintió la necesidad de hacer algo, mas… ¿qué? Si aquella luz marcaba realmente el sitio en que se hallaba Urus, su cuerpo tenía que estar a una profundidad terrible, atrapado para siempre en los translúcidos hielos. «¡No! No para siempre… Sólo hasta que el hielo llegue hasta la gran pared del norte. Y cuando eso suceda, mi Urus, yo estaré allí para encontrarte y encargarme de que recibas el entierro que te corresponde».

Riatha lloró, y gruesas lágrimas resbalaron por sus mejillas. Arrodillada sobre el hielo, extendió las manos sobre el misterioso resplandor dorado en busca de… consuelo y alivio. Y el mundo temblaba de vez en cuando, sacudido desde los restos de Kalgalath.

Era ya de madrugada cuando la elfa regresó al monasterio después de tomar buena nota del lugar donde refulgía aquella áurea luz, cuyo tenue brillo le encogía el corazón.

Riatha abandonó el mismo día el monasterio. Las poderosas campanas de hierro no habían sonado desde el intenso terremoto de aquella noche de primavera, la de la muerte de Urus.

Pasaron cuatro o cinco años. Llegó el día en que Rael hizo una profecía, y Riatha fue a comunicársela a Piedrecilla y Pétalo, los waerlings, a quienes agradó muy poco aquel augurio, pero que prometieron preparar a sus primogénitos a través del tiempo.

Más años transcurrieron, se produjo la Guerra de Invierno y, con ella, la Negra Nube se posó sobre la tierra. Riatha, que estaba en Riamon en aquel entonces, se unió a los guardianes lianes para combatir de nuevo a los seguidores de Modru.

Muchos fueron los mensajes de muerte que desde los campos de combate llegaron, gélidos, a las almas de los elfos, sobre todo de la batalla de Kregyn; pero no hubo ningún lugar en que los supervivientes no continuaran luchando, exponiéndose a morir pese a estar en el comienzo de sus vidas, fuera cual fuese su edad. Actuar de otra manera habría significado rendirse a la eterna condenación de Modru y Gyphon.

Finalizada esa guerra, la elfa volvió al valle de Arden.

Se retiraron al pasado más años, y alguien trajo entonces la noticia de que Tomlin —Piedrecilla— había muerto ocho estaciones antes de cumplirse las cuatro décadas del término de la Guerra de Invierno. Riatha viajó a los Boskydells y tocó el arpa y cantó las hazañas de Tomlin junto a su tumba, cumpliendo así la palabra dada largo tiempo atrás en otra ceremonia fúnebre: la reunión de los baeran en el claro del Gran Bosque, donde Tomlin y ella habían cantado también las hazañas de Urus. En aquella ocasión, el waerling había insistido en que le gustaría que alguien le hiciera un homenaje parecido cuando muriera. En consecuencia, Riatha pulsó las centelleantes cuerdas de su arpa de plata y dejó que su dulce voz se elevara por los aires para acompañar al cielo el alma del amigo.

Después se llevó consigo al valle de Arden a Pétalo, donde la diminuta damman vivió muy respetada por todos.

Al cabo de otros siete años fue Pétalo la que sucumbió a su propia mortalidad. Riatha cabalgó nuevamente a los Boskydells para sepultar en aquellas ricas tierras a Pétalo junto a su compañero de toda la vida. Una vez más, la elfa le cantó a un ser amado, acompañándose con su arpa de plata. Además grabó una lápida y la colocó sobre la tumba. Había escrito el texto en lengua sylva, la de los lianes, y decía únicamente «Mis queridos amigos».

Durante los siglos siguientes, Riatha hizo con frecuencia el largo camino hasta el Gran Glaciar del norte, y cada vez encontró, de noche, aquel dorado resplandor. Con el tiempo, la luz se desplazaba ligeramente hacia el norte y el este, empujada por la masa de hielo, que se movía de modo constante, aunque sin prisas, con el transcurrir de los centenares de años. Pero Riatha no dejaba nunca de llorar a su perdido Urus.

Fue en esos siglos cuando la elfa aprendió silvicultura y también el manejo del arco. Asimismo se perfeccionó en el montañismo y estudió las artes del sigilo y del acecho, y no menos las formas de esconderse, ya que el Muro Siniestro volvía a ser una cordillera peligrosa. Los rûpt y otros seres empezaban a aventurarse nuevamente, después de los siglos de aplastante derrota que habían seguido a la Guerra de Invierno y a la de Drimmendeeve. Por consiguiente, cada visita que Riatha hacía al Gran Glaciar del norte resultaba más expuesta.

No obstante el peligro, la elfa peregrinaba cada cuarto de siglo al lugar de la desaparición de Urus, y en una ocasión llevó consigo a Aravan, porque el compañero deseaba visitar el abandonado monasterio cuyas campanas de hierro sonaban cuando los temblores de tierra eran intensos. El elfo aún buscaba la espada de plata, extraviada tanto tiempo atrás. Riatha lo condujo además a las ruinas de la Fortaleza Pavorosa y a los escombros del torreón de Stoke, en las proximidades de Vulfcwmb, para que removiera los restos para ver si encontraba la espada, pero todo fue inútil.

Una década sucedió a otra, y Riatha no abandonaba sus estudios de música y de pintura, aparte de practicar la jardinería decorativa y la conservación de las sedas, así como la investigación de los misterios que encerraban los cristales, las gemas y los metales preciosos.

Tampoco olvidaba el manejo de la espada, ejercitándose con otros maestros elfos.

Reunía Riatha todos esos conocimientos, sabedora de que aún adquiriría muchos otros. Al fin y al cabo, estaba en el comienzo de su vida.

Llegaron y se fueron los inviernos, inviernos en que la tierra permanecía dormida; transcurrieron siglos enteros de estaciones que se sucedían una a otra, cada invierno seguido del despertar de una primavera, de una primavera tras otra. Hubo incontables veranos de brillante colorido, con sus horas de madurez, de plenitud. Y luego se hacía otoño: el tiempo de la cosecha, de recoger lo que la generosa tierra ofrecía.

Transcurrieron siglos, imposibles ya de contar los años. Y las estrellas seguían su arcano camino por los cielos, formando presagios y señales para quienes supieran leerlas. El glaciar continuaba su lento descenso por la ladera, y con él se movía también la profunda luminosidad, siempre hacia el norte y el este, alejándose de la dirección general del helero, pero sin cesar en su perezosa actividad.

Poco a poco se fue aproximando también el momento en que el Ojo del Cazador se abriría paso a través de las corrientes nocturnas, hasta quedar sólo a unos dos años y medio de distancia.

Y, llegado el tiempo de la cosecha, casi un milenio después de la Guerra de Invierno, Riatha segaba un día un campo cuando sonó una voz a sus espaldas. La elfa se volvió con la mano a guisa de visera, y reconoció a Jandrel, que iba acompañado de dos waerlings montados en sendos ponis.

Riatha entregó su guadaña a uno de los espigadores y caminó hacia los visitantes. Pese a no conocer los nombres de los diminutos personajes, sabía quiénes eran…

Acababan de llegar los Últimos Primogénitos.