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VIAJE A ARDEN

Mitad y finales de verano del año 5E985

(Tres años atrás)

Gwylly y Faeril cabalgaron toda la mañana siguiendo los surcos dejados en el camino por el carro, largo tiempo atrás, desde la granja hasta la lejana carretera que conducía al mercado de Stonehill, aunque las marcas de las ruedas se veían ahora débiles y estaban cubiertas de maleza. A bastante distancia, a la derecha, se hallaba el espeso bosque de Weiun, y a la izquierda se alzaban las cumbres de los Montes de las Señales. Delante de los dos warrows, la pradera descendía de forma gradual hacia el borde de las Tierras Agrestes, por donde discurría la carretera de Crossland; más allá, quedaba Harth. Ellos siguieron la suave ladera abajo. Atrás dejaban el hogar de Gwylly, pero sus rostros miraban hacia el desconocido porvenir.

Sólo hacían una breve pausa cada hora para estirar un poco las piernas y permitir que los ponis descansaran o comiesen algo de grano. También se paraban en ocasiones para abrevar sus monturas y llenar de nuevo los odres de agua, pero en conjunto seguían su ruta de manera constante.

Llegado el mediodía pasaron por una cañada a cuyos lados se elevaban suaves colinas y, a continuación, torcieron hacia el este. A lo lejos distinguieron dos grandes picos que destacaban contra el horizonte.

—El Pico del Faro y el Pico del Norte —indicó Gwylly—. Acamparemos aquí esta noche, ya sea en una vertiente o en otra.

Faeril calculó a su modo la distancia.

—¿Quedan muy lejos?

—A unos treinta o treinta y cinco kilómetros —contestó Gwylly.

—Bien. Cola Negra ha llegado a hacer sesenta en un día, aunque no un día detrás de otro. No quisiera exigir de ella o de Dapper más de lo que pueden dar de sí.

—Mañana reduciremos la marcha, mi dammia —dijo Gwylly—. Espero que treinta o treinta y cinco kilómetros al día estén dentro de sus posibilidades.

Faeril buscó algo en su alforja derecha y sacó una doblada hoja de pergamino, que abrió con un crujido.

—El mapa muestra ese Pico del Faro e indica que Arden se encuentra unos trescientos cincuenta kilómetros más allá. Si hacemos treinta y cinco al día, tardaremos diez días en llegar. U once, si contamos el día de hoy.

Gwylly extendió la mano, y Faeril le pasó el dibujo. De nuevo, el buccan le dio varias vueltas a la hoja, como si orientando el papel en uno u otro sentido pudiera resolver el misterio de las palabras escritas. Faeril se tapó la boca con la mano para disimular la gracia que le hacían los esfuerzos de Gwylly.

«Esta misma noche tendré que empezar a enseñarle», pensó.

Prosiguieron viaje durante todo el largo día estival. El sol pasó por encima de ellos y luego se deslizó cielo occidental abajo, produciendo estiradas sombras delante de sus cuerpos y monturas. Los dos warrows no se detuvieron porque atardeciese, aunque los caballitos iban ahora al paso a través de las verdes y onduladas praderas. Los Montes de las Señales se retiraban ahora hacia el nordeste, mientras que las colinas de Dellin quedaban delante y se extendían hacia el sur.

Era ya avanzado el anochecer cuando por fin desembocaron en la gran carretera de Crossland, que enfilaron con sus monturas. Era una importante vía que iba de este a oeste, desde el canal de Ryngar, en el océano Occidental, unos mil doscientos kilómetros al oeste, hasta el paso de Crestan, a través del Muro Siniestro, unos quinientos kilómetros hacia el este, donde recibía el nombre de carretera de Landover y continuaba hasta remotos reinos.

Avanzaron otros ocho kilómetros, y era ya oscuro cuando decidieron pasar la noche en las laderas sur del Pico del Norte. Un poco al este y al sur asomaba la cresta del Pico del Faro, último monte de la cadena. La carretera serpenteaba entre las dos puntas, collado arriba para descender luego hacia el este.

El cielo estaba nítido. Sin embargo, Gwylly se sirvió de un hacha de mano para cortar algunos delgados troncos con que formar un cobijo.

—Por si acaso —dijo.

Entretanto, Faeril hizo un círculo de piedras y, tras encender el fuego, colocó encima un pote de agua para preparar un poco de té.

La joven acomodó debidamente los ponis y, mientras los almohazaba para quitarles los enredos del pelo, Gwylly montó el refugio con ayuda de pequeñas ramas que, sujetas a los arbolillos, constituían el tejado. El buccan no cesaba de charlar.

—Papá me habló una vez del Pico del Faro. Allí había antaño una torre de vigilancia. Formaba parte de una cadena de atalayas que se extendía desde la fortaleza de Challerain, allá en Rian, hasta este extremo de los Montes de las Señales. De hecho se dice que estos montes deben su nombre a las torres.

»En cualquier caso, en lo alto de la montaña encendían un fuego cuando había guerra, y así a lo largo de toda la cadena de atalayas, empezando por el norte, o bien por las colinas de Dellin, en el sur, o por donde los centinelas apostados vieran acercarse al enemigo.

»Utilizaban esta montaña porque es la más elevada de los alrededores, y el luego encendido en su cumbre se veía desde todas partes. Dos veces cayó durante la Guerra del Veto. La primera, sólo dos hombres de las Tierras Agrestes consiguieron derrotar a más de cuarenta enemigos y encender la hoguera, pese a que uno de los defensores murió. Fue entonces cuando la torre resultó destruida.

»La segunda vez, las Zorras Negras lograron liberarla. Habías oído hablar de las Zorras Negras, ¿verdad?

—No —confesó Faeril, y Gwylly continuó su explicación.

—Eran hombres de las Tierras Agrestes. Todo un pelotón. Otros les pusieron el nombre de Zorras Negras a causa de su astucia para derrotar a los secuaces de Modru y, también, por las prendas de cuero moteado, negro y gris, que llevaban para pasar más inadvertidos en las montañas donde peleaban. Dice papá que esos hombres acabaron por adoptar el nombre y pusieron un emblema en sus escudos: una zorra negra.

»Fuera como fuese, las zorras vencieron a los rücks pese a estar en desventaja numérica, e igualmente a quienes habían tomado el Pico del Faro por segunda vez.

Acabados de atender los ponis, Faeril se acercó al fuego y apartó el pote de agua hirviendo para añadir el té.

—¿No conoces algún relato de los warrows, que hable de los de nuestra raza?

Gwylly meneó la cabeza, y Faeril sintió una gran tristeza al comprobar que su buccaran no sabía nada respecto de los suyos.

El cobertizo estuvo listo cuando el sol se hundía en el horizonte. El buccan y la damman cenaron en la penumbra, acompañando la cecina y el duro pan con sorbos de té caliente mientras hablaban del camino que todavía les quedaba por recorrer. Faeril extrajo de su alforja el mapa y, a la luz del fuego, lo examinaron con detención. Al mismo tiempo, ella empezó a enseñarle a Gwylly el alfabeto de la lengua común. Señalaba las letras y, con una vara, dibujaba otras en el suelo. Habría preferido comenzar por la lengua twyll, para que pudiese ejercitarse leyendo los diarios, pero Gwylly no hablaba el idioma de los warrows y, en consecuencia, tendría que esperar.

Era ya tarde cuando salió la luna para derramar su resplandor sobre ellos. Había llegado la hora de acostarse y, por primera vez para uno y otro, se desnudaron delante de una persona del sexo opuesto. Gwylly quedó sin aliento al ver el exquisito esplendor del cuerpo de Faeril. A la joven se le disparó el corazón y no sabía si mirar a su buccaran o apartar la vista. Pero al fin, como llevados por el mismo pensamiento, ambos se acercaron envueltos en argéntea luz de luna. Él la tomó en sus brazos, ella se estrechó contra su cuerpo, y los dos se besaron larga y tiernamente. Luego se echaron y, aunque ninguno de ellos sabía con exactitud lo que debían hacer, lograron descubrir el placer de entregarse mutuamente mientras las estrellas de la bóveda celeste parpadeaban en silencio.

Siguieron la carretera de Crossland por el cañón existente entre el Pico del Norte y el Pico del Faro, dejaron atrás los Montes de las Señales y, por fin, se hallaron ante el campo abierto que se extendía hacia el este. Por el lado sur veían, en la lejanía, el bosque que bordeaba el río Salvaje. En el norte y en dirección al este se perdía en la distancia la cadena de montañas. Por el este era la carretera de Crossland lo único que rompía el paisaje con su serpenteo a través de la ondulada llanura. Y a esa desprotegida zona se encaminaron los dos.

Cabalgaron durante tres días. Por suerte, el tiempo les fue favorable, con cielos claros, días soleados y frescas noches de verano. La pareja hablaba de sus sueños e ilusiones y de la vida que les aguardaba. De noche Gwylly y Faeril empleaban un lenguaje totalmente distinto del utilizado durante la jornada, aunque el sentido era el mismo.

La damman continuó enseñando las letras al buccan, que aprendía con gran interés.

A última hora del quinto día de viaje llegaron a las Colinas Desiertas. Su camino culebreó entre ellas, descendiendo suavemente.

El séptimo día caía una llovizna cuando pasaron el Puente de los Arcos de Piedra, que cruzaba el río Caire, y entraron en el país de Rhone, al que algunos daban el nombre de Arada, dada la forma de reja de sus campos. Extendíase el reino entre el Caire, al oeste, y el río Saltarín en el este y el sur.

Delante de ellos, la carretera de Crossland desaparecía entre las oscuridades del Bosque Lúgubre, en el que se internaron.

—En tiempos remotos —explicó Gwylly—, este lugar tenía muy mala fama. Pero los hombres de las Tierras Agrestes y los elfos del valle de Arden lo limpiaron de sus peligrosos moradores. Al menos, eso es lo que me contaba mi padre. No obstante, con aquellos hostiles seres o sin ellos, esta selva todavía me produce escalofríos.

Faeril miró a su alrededor y también se estremeció, ya que toda la espesura parecía envuelta en un ominoso ambiente. Sus negros árboles y las sombrías inmediaciones resultaban aún más tristes a causa del color plomizo del cielo.

—No se parece en nada al bosque de Weiun. Ni siquiera los espacios «cerrados» eran tan horribles.

Gwylly miró a su dammia.

—¿Por cuántos pasaste?

—No lo recuerdo. Pero supongo que serían varios. Cuando vine en tu busca, no conocía la existencia del bosque de Weiun. Sólo sabía que alguien llamado Gwylly Fenn había nacido allí.

»Yo vivía en el Bosque del Norte, del Pequeño Valle del norte, allá en los Boskydells. En consecuencia, cuando vine, atravesé el río Spindle, por el vado del mismo nombre. Crucé luego las Colinas de la Batalla hasta penetrar en el bosque Je Weiun, porque me habían dicho que los warrows habitaban los claros. Y encontré a varios, pero ninguno de ellos conocía a la familia Fenn. Así pues, fui de calvero en calvero, decidida a dar con tu paradero.

»Alguien…, creo que fue un tal Bink…, dijo que debía dirigirme a Stonehill, porque allí había warrows que, tarde o temprano, aparecían para comerciar con algo. Pero, para abreviar, te explicaré que fue Hopsley Brewster, el dueño del Unicornio Manco, quien recordó que un warrow llamado Gwylly vivía con un matrimonio humano a unos ochenta kilómetros al este, siguiendo la carretera de Crossland, para torcer después hacia el norte, en una granja situada entre el bosque y los Montes de las Señales. Fue él quien me dibujó este mapa y, cuando además le pregunté por el camino del valle de Arden, me lo indicó también. Aquella misma noche emprendía la marcha. Y así logré hallarte, mi buccaran, oculto entre seres humanos.

Gwylly soltó una carcajada y Faeril sonrió, aunque al echar una mirada a la negrura del Bosque Lúgubre se estremeció, y se borró la sonrisa de su rostro.

—Pero no sabría decirte por cuántos lugares «cerrados» pasé. Nadie pensó en prevenirme contra ellos. Supondrían que ya conocía su existencia. Lo cierto es que crucé unos cuantos, Gwylly. ¡Unos cuantos!

Siguieron un poco más adelante. Una fría llovizna caía a través de las oscuras nombras del bosque. Gwylly rompió finalmente el silencio.

—Dicen que en la parte norte del bosque de Weiun existe un laberinto formado por robles, que confunde la mente, y tengo entendido que una persona puede vagar por allí días enteros, semanas e incluso meses, perdida y sin volver a encontrar, quizá, la salida. Hasta se comenta que una de las hordas de Modru fue derrotada allí durante la Guerra de Invierno. Al menos, eso es lo que cuenta Orith. Ignoro si este es uno de los lugares cerrados, Faeril, pero en cualquier caso celebro que no te aventurases a entrar.

Ella esbozó una débil sonrisa mientras continuaba la lluvia y la oscuridad del Bosque Lúgubre los rodeaba, absorbiéndoles el alma.

El día siguiente fue más luminoso. Por fin asomaba el sol a través de la plomiza capa, y poco después empezaron a deslizarse por el cielo vellones de nubes.

Al décimo día salieron del Bosque Lúgubre y cruzaron el río Tumble a la altura del vado de Arden para entrar en los altos y despejados llanos de Rell, país conocido como Lianion entre los elfos de Lian. La pareja avanzó cosa de una legua más en sentido nordeste, para acampar por último cuando anochecía.

Era ya la tarde de la undécima jornada cuando llegaron los dos al desfiladero del valle de Arden.

Entre las empinadas paredes del cañón rugía el río Tumble y levantaba bullentes neblinas que impedían ver el valle que se extendía más allá. Las cascadas agrandaban la anchura del angosto desfiladero, y ni Gwylly ni Faeril sabían cómo entrar en él.

—Acerquémonos todo lo posible —propuso Faeril, y Gwylly estuvo de acuerdo, ya que había tenido la misma idea.

Espolearon, pues, a sus ponis a través de un bosquecillo de pinos y un campo de peñascos, en dirección a las estruendosas aguas. De pronto, de entre los árboles surgió una figura montada en un caballo gris oscuro y les obstruyó el camino. Gwylly puso a punto la honda, y Faeril se llevó una mano a uno de los cuchillos que llevaba colgados del pecho. Pero entonces el jinete alzó la voz y salió de las sombras para que le diera el sol.

Era un elfo.

Andor los condujo por un escondido sendero que pasaba por debajo de los tronantes saltos de agua, y la niebla de las cataratas los envolvió cuando recorrían aquel camino de mojada piedra para enfilar un ascendente túnel abierto en la roca y salir a la garganta que se abría al otro lado. Detrás de ellos, el río Tumble fluía veloz por el fondo del cañón, y la bruma enturbiaba la vista de las tierras de donde procedían, actuando cual blanca cortina que escondiera por un lado y otro el profundo valle.

Los warrows distinguieron a poca distancia un enorme árbol cuya altura alcanzaba varias decenas de metros, como si sus ramas superiores quisieran tocar el cielo. Tenía las hojas oscuras, del mismo tono que el anochecer.

—¡Oh! —exclamó Faeril sin alzar la voz—. ¡Debe de ser el más gigantesco de los árboles!

Andor sonrió.

—No; es pequeño. Lo llaman el Viejo Árbol Solitario y era un pimpollo cuando Talarin lo trajo de Darda Galion en la época en que vinimos a establecernos en este escondido valle.

—¿Un pimpollo? —repitió Gwylly—. ¡Pero si este árbol ha de ser milenario!

—Pues sí —asintió Andor.

El warrow estaba atónito. Empezaba a darse cuenta de que, en efecto, los elfos eran eternos.

Debajo de las protectoras ramas del descomunal árbol había un campamento de elfos, donde se hallaba la guardia de Arden. A él se dirigieron los tres, y unos elfos de Lian, vestidos de verde, saludaron a gritos a Andor, saliendo para ver de cerca a los diminutos waerlings, tan parecidos a sus propios niños.

Cuando los waerlings desmontaron, les ofrecieron sendas escudillas de estofado que ellos aceptaron ansiosos, ya que durante el largo viaje no habían tomado ni una sustancial comida caliente. Sentados por fin con sus escudillas y cucharas y pedazos de pan, vieron que Andor hablaba con Galron, el jefe de la guardia, y le repetía lo que ellos le habían dicho referente a su misión. Gwylly y Faeril hicieron vivos gestos afirmativos, eso sí, aunque no podían hablar por tener la boca llena. Engullían el estofado de corzo como si fuera ambrosía.

Galron aguardó sentado delante de ellos con las piernas cruzadas, y observó que sus ojos, semejantes a piedras preciosas, lo miraban todo sin perder detalle aunque comiesen. El elfo sonrió al notar cómo Faeril contemplaba la bandera que ondeaba en lo alto del palo: un árbol verde sobre campo gris. Seguidamente, la vista de la damman se perdió en la inmensa y frondosa copa, y en sus dorados ojos despertó la comprensión mientras tomaba otra cucharada de estofado.

—No me extraña que te asombre la enormidad de este árbol. Es el símbolo del valle de Arden y existe desde que Talarin y los suyos encontraron este lugar.

También Gwylly miraba el emblema de la bandera cuando Galron añadió:

—Dicen que, cuando el árbol muera, nosotros tampoco viviremos en el valle de Arden.

Los ojos de Faeril expresaron consternación al oír eso, y la joven perdió el apetito. El propio Gwylly dejó a un lado la escudilla. Galron alargó una mano, como si quisiera consolarlos, pero luego la dejó caer.

Kesa, vixi… No vinisteis aquí para hablar de tiempos pasados ni del porvenir. Queréis ver a dara Riatha, y ella está… —Galron echó una ojeada a Cola Negra y Dapper e hizo un cálculo— a dos días de distancia, en dirección norte.

Poco a poco, los dos waerlings atravesaron el valle poblado de pinos, siguiendo las rápidas aguas del río Tumble. Iba con ellos Jandrel, el lian elegido por Galron para escoltarlos en su viaje en busca de Riatha. A lo lejos se alzaban, a derecha e izquierda, imponentes paredes de cañones, y también veían a su paso, aquí y allá, profundas gargantas. Abundaban bastante las grietas entre los peñascos, aunque las elevadas paredes eran, en su mayor parte, de liso granito.

En aquellas partes donde el cañón se estrechaba de manera sobrecogedora, los tres se servían de senderos abiertos en lo alto de la barrera de roca que formaba el muro occidental del valle. Jandrel explicó que, en aquellas quebradas, la parte baja del valle se convertía en un furioso torrente cuando el río se desbordaba, y que por tal motivo habían hecho los caminos. Los viajeros cabalgaron cañón adelante, tan pronto siguiendo las pétreas sendas como a través de las verdes y acogedoras galerías en las profundidades del bosque de pinos.

En el campamento montado aquella noche, Jandrel miró a Faeril y Gwylly por encima de su taza de té y dijo:

—Sois los primeros waerlings que veo desde la Guerra de Invierno. Fue entonces cuando conocí a Tuckerby Orillabaja, el portador de la Flecha Roja.

Faeril abrió desmesuradamente los ojos:

—¿Que viste a Tuck?

También Gwylly puso cara de sorpresa, porque hasta un warrow huérfano había oído la historia de Tuckerby Orillabaja, héroe de la Guerra de Invierno.

—¡Pues sí! —contestó Jandrel—. Vi cabalgar por el valle de Arden a sir Tuckerby con alor Gildor y el rey Galen, camino de Pellar, con el fin de reunir a sus huestes, pero los planes les salieron mal y tuvieron que actuar de otra manera.

»Entonces, yo era capitán de la guardia de Arden, y la Nube Negra dominaba el país.

—¿Y cómo era Tuck? —preguntó Gwylly.

Jandrel tomó el resto de su té y dejó la taza.

—Menudo como tú. Tenía el pelo negro, sin embargo, y no rojo como el tuyo. Negro como el de Faeril. Y sus ojos eran dos zafiros o, mejor dicho, igual de azules. En conjunto no se diferenciaba mucho de ti, Gwylly, ni de cualquiera de tu raza. Por alguna razón desconocida, el warrow se sonrojó.

Faeril encogió las piernas.

—¡De modo que viste a tres de los cuatro héroes! —exclamó impresionada.

—¡Vi a los cuatro, Faeril!

La joven warrow pareció sorprendida.

—Pero si yo creía que Brega estaba en el sur…

—Lo estaba, sí, pequeña. Pero después de la batalla de Kregyn, una vez terminada la guerra, todos regresaron de la Torre de Hierro de Modru, tanto los capitanes como los demás. Fue entonces cuando vi a Brega, y también a Patrel, el de la armadura dorada, y a Merrilee. Entre los supervivientes había otros cinco warrows, héroes todos ellos. Hace mil veranos, vi en total unos ocho waerlings, cada uno de los cuales nada tenía que ver con los elfos, los enanos o los hombres, pero sin los cuales no habríamos sobrevivido.

»¡Hai! ¡Ealle hál va Waerlinga!

Más avanzada la noche, Gwylly permanecía despierto. Con el brazo rodeaba el cuerpecillo de la dormida Faeril mientras sus pensamientos giraban aún alrededor de las palabras de Jandrel, y se preguntaba si realmente podía darles crédito: «En conjunto no se diferenciaba mucho de ti, ni de cualquiera de tu raza… —recordó Gwylly, a la vez que contemplaba las estrellas—. No se diferenciaba mucho de ti…, de ti…».

Con el eco de la voz del elfo en su mente, el warrow quedó sumido en un profundo sueño.

En las alturas brillaba la luna creciente.

Después de levantar el campamento a la mañana siguiente, continuaron su camino hacia el norte. Jandrel los guio a través del fragante bosque de pinos.

Cuando hicieron un descanso, Gwylly preguntó:

—No quiero pecar de curioso, pero anoche dijiste que habías sido capitán de la guardia de Arden. Ahora, sin embargo, no lo eres… ¿A qué se debe eso, Jandrel?

El elfo rio.

—Entre los lianes, nadie ocupa largo tiempo un cargo. Como mucho, durante unos cientos de veranos. Incluso el primer guardián de Arden y el coron de todos los elfos llegan a cansarse de lo que hacen y buscan otras actividades, otras tareas.

»Yo, en efecto, fui capitán de la guardia de Arden, años atrás, y quizá vuelva a serlo algún día. Pero después de la Guerra de Invierno me dediqué a la jardinería y, a partir de eso, también a los animales en apuros.

»Retorné finalmente a la guardia de Arden para una breve estancia de diez años, más o menos, como hace todo miembro del Lian, tanto si es varón como hembra. Espero verme pronto en las montañas, estudiando su estructura y naturaleza, y allí permaneceré un centenar de veranos, aproximadamente…

»En consecuencia, Gwylly, no interpretes de ningún modo mi anterior cargo ni el que tengo ahora. Espera a conocer los sistemas de los lianes y comprender la duración de nuestras vidas.

—Pero si vuestras vidas son… ¡son interminables! —exclamó Gwylly de manera impulsiva.

—Así es —contestó Jandrel—. Así es.

Y prosiguieron el viaje por la selva, sin acampar de nuevo hasta haber recorrido otros cuarenta kilómetros.

Aquella noche, Gwylly y Faeril susurraron quedamente entre sí, reflexionando sobre cómo podía cambiar la vida de una persona si era eterna, y qué cambios cabían en una sociedad formada por tales seres.

A cierta distancia, apoyada la espalda en el tronco de un árbol, el elfo lian sonreía para sí mismo.

Era ya el mediodía de la siguiente jornada cuando Jandrel introdujo a los dos waerlings en la zona de las viviendas de tejado de paja, tan típicas de los elfos del valle de Arden. Los lianes levantaron la vista de cualesquiera trabajos que realizasen, o miraron a los menudos recién llegados desde donde se hallaran. Era evidente que les hacían gracia. Faeril y Gwylly, por su parte, lo contemplaban todo con asombro. ¡De modo que aquella era la aldea de los elfos! Todo era allí belleza, suave colorido y encanto.

Después de unas preguntas, los tres cabalgaron otro kilómetro hacia el norte, para llegar finalmente a un extenso campo de avena trabajado por los lianes. Una elfa de áureos cabellos manejaba una guadaña.

—Kel, Riatha, dara! —voceó Jandrel—. Vi didron ana al enistori!

Riatha apartó la vista del grano, se puso una mano a guisa de visera y miró a los visitantes, que se encontraban en el borde del campo. Inmediatamente entregó la guadaña a una de las espigadoras y echó a andar hacia los waerlings, ya que, aunque no conocía sus nombres, sabía quiénes eran y por qué venían.