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LEGADO

Mitad y finales de verano del año 5E985

(Tres años antes)

—¿Pro… fecía…? —balbució Gwylly, con la vista fija en la joven damman que estaba en el umbral de la puerta y que, dados los cuchillos que llevaba cruzados sobre el pecho, parecía un guerrero—. ¿Q… qué profecía?

Antes de que ella pudiera responder, Gwylly oyó detrás de él la voz de su madre adoptiva, Nelda, que le decía:

—¡No olvides los buenos modos! Invítala a pasar.

Gwylly se hizo a un lado y la damman entró sin dejar de mirar, extrañada, a su congénere y a aquellos humanos tan altos, Orith y Nelda. En sus ojos había mil preguntas. Pero entonces se le acercó Black para saludarla moviendo la cola, e intentó darle un par de lametones. La damman rio y lo acarició, aunque sin dejar que la tocara. Como si de pronto reaccionase, Gwylly saltó hacia adelante y apartó a Black, aunque no sin esfuerzo, porque el perro era casi de su mismo tamaño.

¡Black! —ordenó Orith—. ¡No molestes!

El animal retrocedió con amplios movimientos de la cola.

—¡Cuidado con el rabo! —advirtió el hombre—. Para un ser de vuestro tamaño, uno de sus golpes puede resultar muy duro.

La risa de la joven damman de ojos dorados sonó cristalina, y a Gwylly se le ensanchó el corazón.

Nelda señaló la cocina.

—¡Entra, querida! ¿Has comido ya? ¿No tomarías, al menos, una taza de té?

La mujer humana condujo a la mesa a la recién llegada.

—No es frecuente que tengamos visita, sobre todo de una personita tan diminuta. ¿Cómo dijiste llamarte, querida?

—Faeril —contestó la damman mientras trepaba a una silla, la de Gwylly—. Faeril Twiggins.

A Gwylly le dio un nuevo vuelco el corazón. Faeril. ¡Qué nombre tan maravilloso! El buccan acercó otra silla y se sentó también, aunque a bastante menor altura porque la invitada ocupaba la suya, de modo que la barbilla a duras penas le llegaba al tablero. También Orith tomó asiento, y el perro se acurrucó debajo de él, sin dejar de azotar el suelo con la cola.

Nelda estaba ocupada con la preparación del té y de un plato de comida mientras Orith introducía hojas secas en su pipa y Gwylly contemplaba absorto a la damman…, incapaz, por lo visto, de mirar otra cosa…

Entonces, Faeril posó en él sus dorados ojos.

Aturdido como estaba, el buccan procuró parecer indiferente, mas no lo consiguió.

—Tú eres Gwylly Fenn, ¿no?

Él miró interrogante a Nelda y Orith, y luego nuevamente a Faeril.

—Mi nombre es Gwylly, sí, pero eso de Fenn… No sabemos qué…

—Lo encontré hace veinte años —explicó Orith, apretando la hierba de la pipa—. Entre los restos de un campamento. Sus padres habían muerto asesinados, probablemente por los rücks…

—Lo criamos como si fuera nuestro hijo —intervino Nelda y, por unos momentos, olvidó su tarea, las cerezas silvestres y el cuchillo, perdida la mirada en el recuerdo de aquellos días—. Envenenado el pobrecillo por el puñal de los rücks, y muy trastornado… Así es como llegó aquí.

Gwylly se tocó la casi olvidada cicatriz junto al nacimiento del pelo, y la siguió con la punta del dedo desde la frente hasta la sien.

Faeril se volvió hacia él.

—¡Así pues, no sabes quién eres! —exclamó—. Y, si no lo sabes tú, ¿cómo puedo tener la certeza de que realmente eres aquel al que yo busco?

A Gwylly le latió el corazón con violencia.

—¡Pero yo sí sé quién soy! —protestó—. Lo único que desconozco es el apellido que tenía.

Faeril se echó hacia atrás en su silla, pensativa.

La cola de Black dejó de azotar el suelo, y los ojos del animal recorrieron a todos los allí presentes, los grandes y los pequeños, como si sintiera que algo especial ocurría en la casa.

Orith se levantó para arrancar una larga astilla de un tronco partido que había junto al horno de leña. La acercó a las llamas y, cuando hubo prendido, encendió con ella su pipa. La fragancia de las hojas invadió toda la cocina, transportada por la corriente de aire que penetraba por las ventanas.

Nelda colocó el plato delante de Faeril, y la damman respondió con una triste sonrisa. Era evidente que la diminuta joven había perdido el apetito.

—¿Y no hay ninguna pista? —preguntó Faeril, rompiendo el silencio.

Gwylly meneó la cabeza.

—Ninguna.

Aquella noche, unos murmullos despertaron a Faeril. Eran las voces de Nelda y Orith. Sin embargo, no pudo entender lo que decían, aunque por el tono supuso que discutían.

En el suelo, al lado de su cama, las garras de Black rascaron la madera. Sin duda, el perro cazaba en sueños.

Faeril se asomó al porche posterior. La rosada aurora se tornaba azul en el cielo del este. La joven oyó entonces el ruido de un hacha y vio a Orith que, no obstante lo temprano de la hora, ya cortaba leña y luego formaba con ella unos haces que dejaba cerca del establo. Black olfateaba la madera como si dentro del montón se escondiera algo.

La damman saludó con un gesto al hombre y se encaminó a la cuadra para atender a Cola Negra. Pero allí ya encontró a Gwylly almohazando al poni mientras este comía avena del pesebre. Enfrente, dos grandes mulas ronzaban satisfechas su grano, a la vez que, en una casilla próxima a la de Cola Negra, otro poni, este de color gris moteado, saboreaba también su avena.

Faeril tomó otra almohaza de un estante y entró en la casilla del poni gris para peinarlo.

—¿Es tuyo? —le preguntó a Gwylly mientras introducía la mano en el asa de cuero, demasiado grande para ella.

—Sí —contestó el buccan—. Se llama Dapper y tiene seis años.

—Pues el mío, cinco.

Faeril fue al estante en busca de una almohaza más pequeña, pero no la halló.

—¿No tienes otra de mi medida, Gwylly? ¿Una que yo pueda utilizar? La mía está en mis alforjas.

—No, pero yo casi he terminado.

Faeril trepó a la barandilla y observó cómo trabajaba Gwylly. De pronto, la damman contuvo el aliento.

El buccan alzó la vista. Los ojos de Faeril, muy abiertos, no se apartaban de su cintura. El buccan siguió la dirección de su mirada.

—¿Ves algo raro?

—¡Llevas una honda!

—¡Ah…! Es…

—¡Llevas una honda! —repitió la damman, sin dejarlo continuar.

Gwylly se desató el arma.

—Sí. ¿Qué hay de extraño en ello?

—¿Dónde la conseguiste? ¿Sabes usarla?

—¡Claro que sí! Y en cuanto a…

—¡Balas de plata! —lo interrumpió Faeril de nuevo—. ¿También tienes balas de plata?

—¿Balas de plata…?

En aquel momento, el fragmento de un vago recuerdo acudió a la mente del buccan.

—¡Oh, Gwylly! —gritó Faeril con voz rebosante de emoción—. Si tienes balas de plata, ¡lo sabré!

—¿Qué sabrás? —replicó el buccan, ya algo frustrado—. ¿Qué tiene que ver mi honda con todo eso? ¿Y qué, si yo tuviera proyectiles de plata? No es que yo crea que la plata deba ser desperdiciada de tal manera…

—¡Oh, sí que lo creerías! —declaró la damman.

—¿Que yo creería qué?

Gwylly estaba a punto de estallar.

—Sí. Tú creerías que la plata debía ser empleada para hacer balas.

Gwylly retrocedió y miró desconcertado a Faeril. «¿Así es como actúan todas las dammans? ¿Pasando de un tema a otro como saltamontes en un campo?», se preguntó. Pero, al hablar, lo hizo de manera lenta, forzándose a parecer tranquilo.

—¿Por qué te sorprende tanto lo de mi honda?

—¿Dónde la conseguiste?

Gwylly se imaginó mil saltamontes lanzándose todos a la vez en mil direcciones distintas, y su voz salió rechinante entre los apretados dientes:

—¿Que dónde conseguí qué? ¿Las balas de plata? Ya te he dicho que yo no…

—¡La honda! —lo cortó Faeril—. ¿Dónde la obtuviste?

El buccan respiró profundamente.

—Era la honda de mi padre verdadero. Al menos, eso es lo que dice Orith.

El rostro de Faeril se iluminó.

—¿De veras? ¡Esto sí que es prometedor!

Gwylly creyó ver aterrizar incontables saltamontes que levantaban una nube de polvo, pero antes de que pudiese contestar sonó la llamada que anunciaba el desayuno.

Mientras el buccan y la damman regresaban lo más aprisa posible a la casa, Faeril miró extrañada al compañero y dijo:

—No es bueno hacer rechinar tanto los dientes. ¿Hace tiempo que tienes ese vicio?

Gwylly levantó ambas manos y no pudo contener una carcajada de frustración.

Durante el desayuno, Nelda pareció ojerosa, como si hubiera dormido mal. Asimismo daba la impresión de rehuir la mirada de Orith, pero terminada esa comida le hizo un gesto de afirmación. El hombre se levantó y salió de la pieza para volver poco después con una pequeña caja de madera de cedro, que dejó sobre la mesa con un carraspeo.

—Anoche, señorita Faeril, preguntaste si no existía ninguna pista que nos aclarase el pasado de Gwylly. Entonces no caí en ello, pero después lo recordé.

»Desde luego, Gwylly es el niño que encontré herido en lo que quedaba del campamento, y se lo traje a Nelda porque el pobrecillo estaba mal y necesitaba cuidados. Más tarde regresé para enterrar a sus padres y recoger todo cuanto los asesinos hubiesen dejado. Pero eso era muy poco; lo habían robado casi todo.

»Descubrí una honda y unos cuantos proyectiles metálicos que Gwylly pedía. Según él, habían pertenecido a su padre. Y, cuando le entregué las balas de acero, me preguntó algo muy raro: quería saber dónde estaban “las que brillaban”. En un primer momento no entendí a qué se refería, pero aquello me tuvo preocupado durante semanas. Luego lo olvidé y transcurrieron años sin que me acordara más de ello. Pero esta mañana, cuando partía leña, te oí hablar con Gwylly. Tú le preguntaste acerca de las balas de plata. No creas que os escuchaba, pero oí lo que decíais. Y de repente me vino a la memoria lo que había pedido el pequeño Gwylly: “¿Dónde están las que brillaban?”. Ahora comprendo que el niño se refería a las balas de plata.

»Sin duda alguna, los rücks debieron de llevarse todo lo de valor, y por eso yo no hallé ningún proyectil de plata. En otro caso se los habría traído.

Faeril miró a Gwylly con creciente excitación. El buccan se dijo que sus ojos brillaban como el oro. La damman parecía querer hablar, pero, antes de que pudiese hacerlo, Orith alzó la tapa de la caja de cedro.

—Sin embargo, entre los restos había algo que, al contrario de lo que sucedía con la plata, no tenía valor para los asaltantes: ¡esto!

Orith introdujo la mano en la caja y sacó de ella dos diarios que entregó a Faeril. La damman se puso a examinarlos con ansia mientras Orith proseguía:

—No lo recordé hasta que estuvimos todos acostados, señorita Faeril. Pero, ya ves, hace veinte años que encontré esos documentos.

La damman alzó la vista de las páginas y exclamó:

—¡Es esto, Gwylly! Diarios de los Primogénitos, uno viejo y otro nuevo. Quizá…

Rápidamente hojeó el librillo más nuevo hasta llegar al final.

—¡Sí! Yo tenía razón. Esta es la copia hecha por tu padre, porque aquí está vuestro árbol genealógico, y mira, aquí pone Gwylly Fenn. Y el nombre de tu padre era Darby. Y el del suyo fue Frek. Sigue la línea ascendente hasta llegar a Tomlin, que es el nombre de más arriba. ¡Oh, Gwylly! Esta es la prueba de que tú eres realmente Gwylly Fenn, Primogénito.

Faeril le pasó el diario al buccan, abierto por el final. Gwylly estudió la página con gran curiosidad, por todos lados, y acabó con el entrecejo fruncido.

—Y el diario viejo —continuó Faeril— es, en efecto, el copiado por Pequeño Urus del original de Pétalo, hace casi mil años…

La damman miró al hombre.

—Si lo hubieses leído en su día, Orith, no te habrías preguntado qué era y es Gwylly. No obstante, no puedo reprocharte nada, después de todo cuanto hiciste por él. Además es mucho pretender, por mi parte, que alguien que no sea warrow sepa leer twyll, la lengua de los warrows.

Orith miró a Nelda y después a Gwylly, que carraspeó, cerró el diario y lo dejó.

—En realidad, ni twyll, ni wilderan, ni la lengua común… —confesó—. Ninguno de nosotros sabe leer.

—¿Que no sabéis leer?

Faeril estaba pasmada.

—Ni una palabra. Ninguno de nosotros. No hace falta, en estas tierras tan apartadas.

—Pero todos los warrows de Boskydell…

Orith bajó la vista.

—Siempre tuvimos la intención de enviar a Gwylly a Stonehill, pero…

—¡Oh, no importa! —se apresuró a decir Faeril—. Tengo suficiente tiempo, más de dos años, para enseñarle a leer, tanto twyll como la lengua común. —Y se volvió muy excitada hacia Gwylly para añadir—: Te espera una gran tarea: aprender a leer y escribir, los números…

—Ya sé contar —replicó el buccan, un poco picado—. Uno tiene que ser capaz de sumar, si quiere vender los productos de la granja o comerciar con ellos.

Faeril se dio cuenta de que pisaba suelo resbaladizo.

—Bueno, pues practicaremos la lectura y la escritura.

Tomó seguidamente el diario menos viejo y dijo:

—Deja que te lea algo sobre tus antepasados, que fueron muy valientes. Sobre Tomlin y Pétalo, pero también sobre Riatha y Urus. Y también habla del barón Stoke…

»Cuando oigas la historia y las palabras de la profecía, sabrás qué me trajo hasta aquí y por qué llevo estos cuchillos. Y por qué debo buscar el valle de Arden y encontrar a la elfa Riatha. Comprenderás por qué es preciso que emprenda una larga busca, quizá peligrosa, y por qué he de viajar al Gran Glaciar del norte, situado en el lejano Muro Siniestro…

»Y comprenderás, asimismo, por qué debes abandonar este lugar y venir conmigo…

Tales palabras hicieron contener un grito de angustia a Nelda, cuyos ojos expresaron profunda pena.

De nuevo, aquella noche llegaron a oídos de Faeril las voces de Orith y Nelda. Pero, esta vez, la joven entendió al menos parte de lo que decían.

—Un día u otro tenía que dejarnos, Nelda, para encontrar a los suyos y vivir con los de su raza. ¿No ves cuánto se avienen Gwylly y esa señorita? ¡Están hechos el uno para el otro!

—¡Pero ella quiere llevárselo al Muro Siniestro, allí donde merodea el Horrible Pueblo!

—Si Gwylly decide seguirla, nosotros no se lo podemos impedir.

—¡Pueden matarlo, Orith! ¿No mataron a su familia?

—Tal vez sea esa la razón que lo impulse a ir allí. ¡Para vengarse de lo que le arrebataron!

—Pero nosotros lo recogimos y lo amamos tanto como si fuera hijo nuestro… ¿No significa eso nada?

—Sí que significa, y mucho. Lo criamos rodeado de cariño, y Gwylly sabe cuánto lo queremos. Cualquiera puede ver que él también nos ama, mujer. Pero su destino es el de vivir con los de su raza. ¿No te haces cargo?

—La pareja podría vivir aquí, Orith. Gwylly no necesita ir tan lejos, ni ella tampoco. ¿Para qué quieren meterse en líos con elfos y penetrar en el Muro Siniestro? Sobre todo, después de lo que oímos con respecto a Stoke. Quiero decir que, si el barón tiene algo que ver con todo eso…

—Stoke o no, profecía o no, es Gwylly quien debe tomar su decisión. Aunque se exponga a peligros. Aunque nosotros pudiésemos protegerlo para siempre de cualquier riesgo, no tenemos derecho a intervenir.

—¡Pero es tan pequeño!

—Es un adulto, Nelda, y no crecerá más.

Faeril percibió unos sollozos, y su corazón voló hacia aquellos padres cuyo hijo podía optar por marcharse para seguir su propio camino. Y, como sucede siempre en las familias que se aman, cuando llega el momento de que un hijo o una hija abandona el hogar paterno, la tristeza llena el pecho de todos aunque sea para bien y al hijo en cuestión le aguarde un brillante futuro. Y hay ocasiones en que la tristeza se convierte en angustia, y la felicidad en temor, si el futuro se presenta oscuro, lleno de incertidumbre y, quizás, incluso de desgracias. Por ejemplo, si llama el deber y los hijos y las hijas se creen en la obligación de responder y aceptar el peligro… Entonces tiemblan las almas y se rompen los corazones de quienes tienen que dejarlos ir. A esto se enfrentaban Nelda y Orith, porque el porvenir de su hijo se presentaba arriesgado. El hecho de que Nelda y Orith fuesen humanos y su hijo un «warrow» no tenía importancia alguna, ya que lo consideraban su retoño y, de haber podido, lo habrían protegido toda la vida de cualquier mal.

Sin embargo, Gwylly era el otro Último Primogénito, y Faeril sabía que el mismo destino que la había llamado a ella se había hecho oír por él. La diferencia consistía en que Gwylly no había sabido hasta ahora que tenía una misión que cumplir en la vida. Y, al contrario que Lorra, madre de Faeril, ni Nelda ni Orith tenían ni idea de tal misión. Ningún miembro de esa familia estaba preparado para la llamada del destino.

Y cuando, a última hora del día, Faeril terminó de leerles el diario y de explicarles la profecía, además de mostrarles su propia copia del diario de Pétalo, le preguntó finalmente a Gwylly si estaba dispuesto a ir con ella antes de que acabara la semana. El buccan no contestó y en su lugar se puso a mirar por la ventana con las manos a la espalda.

Así estaban las cosas.

Sin resolver.

Y ahora, mientras Faeril yacía en su lecho y escuchaba el llanto de Nelda, se preguntó qué haría Gwylly, qué decidiría contestarle a la voz del destino y… qué resultaría de esa respuesta.

Black fue nuevamente tras su objetivo.

Gwylly se llevó un dedo a los labios para hacerle mantener silencio e indicó a Faeril que siguiera adelante. La damman avanzó con cautela a través de los helechos que cubrían el suelo del bosque, fija la vista en el lugar señalado firmemente por el negro hocico del perro.

De repente, la liebre abandonó su refugio a grandes saltos.

—¡Corre! —gritó Gwylly, y Black se lanzó a toda prisa tras ella, seguido por Gwylly y Faeril, el buccan y la damman, que reían mientras animaban al perro—. ¡Aprisa, Black, aprisa! ¡Ea, ea…!

La liebre cambiaba de dirección a escape, entre los árboles del bosque de Weiun, y gracias a sus hábiles maniobras y curvas en horquilla mantenía la distancia entre ella y el negro can. Mientras daba mil inesperadas vueltas podía con Black, pero al emprender una carrera recta, el perro le ganaba terreno a cada momento. La liebre parecía ya perdida cuando Faeril chilló:

—¡Corre, pequeño roedor, corre! ¡Si no lo haces, servirás de comida a unos granjeros!

La liebre prosiguió su huida con el perro dos o tres pasos detrás. Por fin, y a grandes saltos, el roedor se introdujo entre los oscuros robles para desaparecer en la umbrosa cañada que se abría detrás. Black, incapaz de pararse de golpe, cayó de narices, porque ni siquiera en su afán por perseguir a una liebre estaba dispuesto a entrar en uno de los espacios «cerrados».

El animal se sacudió antes de regresar al trote junto a Gwylly y Faeril, que reían jadeantes.

—¡Ay, Blackie, mi amigo! —exclamó el buccan, que aún respiraba con fatiga—. ¡La liebre ha sido más lista que tú!

Los tres se encaminaron al remanso rodeado de rocas que formaba un rápido riachuelo de musgosas orillas, donde Black bebió con tanta ansia como si no fuese a acabar nunca. Sólo hizo una pausa para tomar aire y mirar a su alrededor antes de volver a sus lengüetadas. Gwylly y Faeril se acomodaron en el saliente de roca para descansar también.

—¿Por qué se paró en seco Black? —preguntó Faeril—. Porque un paso o dos más habrían bastado para que la liebre se convirtiera hoy en nuestra cena.

El buccan señaló los foscos robles y el bosque que se extendía detrás, y dijo:

—Es uno de los espacios cerrados, Faeril, y el perro sabe que no debe entrar en ellos.

La damman contempló largamente la espesura indicada por Gwylly, y se estremeció.

—Pues yo crucé una selva semejante cuando te buscaba, Gwylly. Tuve la impresión de que los árboles y las sombras sólo toleraban mi presencia de mala gana.

El buccan quedó boquiabierto.

—¿Que tú cruzaste el bosque? ¿Y no se resistía Cola Negra?

—Sí, desde luego. Pero yo tenía tanto interés en dar contigo que no quería perder tiempo en rodeos.

—La próxima vez será mejor que des el rodeo, Faeril.

Durante un rato permanecieron callados. Black se echó entre ellos, y Faeril le rascó las orejas. Finalmente inquirió Gwylly:

—¿Y qué había allí, en un sitio como ese?

La damman reflexionó unos instantes.

—Una gran penumbra —respondió por último—. Galerías verdes y mucha sombra. A veces creí percibir unos susurros, como si alguien o algo vigilara. Por el rabillo del ojo me pareció ver movimiento entre los árboles. Sin embargo, al mirar bien no descubrí nada…

»Mientras cabalgaba entre las sombras, Cola Negra se mostró nerviosa y asustadiza. Como ya te he dicho, aquellos lugares parecían tolerar sólo apenas mi presencia. Tanto mi poni como yo estuvimos contentos cuando los abandonamos. ¿Nunca estuviste en uno de esos sitios, Gwylly?

—Una vez. Por espacio de unos momentos —contestó el buccan—. Cuando Orith se enteró, me prohibió volver a ir. Según él, allí viven cosas, no precisamente malas, pero a las que no conviene molestar. Dijo que sólo los seres salvajes tienen el paso libre.

De nuevo se hizo el silencio entre ambos. Lo único que se oía era el murmullo de una suave brisa y el rumor del riachuelo, así como, de cuando en cuando, la dulce voz de algún pájaro.

Hacía ya nueve días que Faeril había llegado a la pequeña granja, y ocho de la lectura del diario. No obstante, Gwylly aún no había respondido a su pregunta de si iría con ella al valle de Arden.

Durante las cinco jornadas de trabajo del buccan con Orith, Faeril había ayudado a Nelda en la cocina y demostrado su propia habilidad culinaria, proporcionando incluso a la mujer la receta de un sabroso y tierno pastel. Además no dejó de charlar sobre su familia, allá en los Boskydells. Y Nelda sintió que el corazón le pesaba menos.

Pero, en los días destinados a la caza en el bosque de Weiun, Faeril había acompañado a Gwylly y Black y había hecho gala de una gran destreza en el lanzamiento de cuchillos para cazar pequeños animales.

Nueve días habían transcurrido, pues, dos más de los que ella había calculado, y todavía no tenía la respuesta.

—Me voy mañana, Gwylly —anunció con dulzura—, vengas o no vengas conmigo.

El buccan respiró hondo.

—Iré contigo, Faeril. Es mi deber. Si no te di antes una contestación, fue porque tenía que conceder a mis padres unos días para que se hicieran a la idea.

Gwylly se volvió hacia ella, y sus verdes ojos penetraron en los dorados de la damman.

—Además no puedo dejarte partir sola, ya que te has adueñado de mi corazón. Ya habrás comprendido, Faeril, que estoy enamorado de ti. Me cautivaste desde el momento en que te vi en la puerta de casa.

Faeril le dedicó una dulce mirada ambarina. Luego se inclinó por encima de Black, tomó el rostro de Gwylly en sus manos y lo besó con ternura.

—¡Mamá! ¡Papá! Venimos del bosque con caza de sobra y, además, con una noticia maravillosa.

Nelda alzó la vista de las judías que partía y comprobó el resplandor existente en el rostro de su hijo y la sonrisa en el de Faeril. Orith, que se lavaba la cara en la jofaina, se volvió con la cara chorreante y cogió una toalla.

Las patas de Black resonaron sobre el suelo de madera cuando el perro se dirigió a su recipiente de agua y dio unos cuantos lengüetazos.

Gwylly enseñó los cuatro conejos y los dejó encima de la mesa. Seguidamente tomó a Faeril de la mano y dijo:

—Mamá, papá: Faeril y yo… Bien, ella accede a… Bueno, desde ahora es mi dammia, y yo soy su buccaran.

Orith dejó de secarse y miró a Gwylly por encima del borde de la toalla.

—¿Dammia? ¿Buccaran?

Nelda rio.

—¡Ay, estos hombres! Lo que Gwylly intenta decirnos, Orith, es que son novios. Hasta el más tonto podía ver que esto sucedería.

La mujer dejó el cuenco de judías verdes y abrió los brazos para estrechar contra sí a Gwylly y Faeril.

—¡Hijo mío! —susurró—. Tienes que quererla mucho y cuidar siempre de ella.

Pero de súbito desapareció la alegría del rostro de Nelda. Le tembló la voz y el desánimo asomó a sus ojos.

—Y eso significa, mi Gwylly, que no puedes permitirle adentrarse sola en el Muro Siniestro…

A la mañana siguiente, en medio de un lacrimoso adiós, Faeril y Gwylly partieron montados en Cola Negra y Dapper hacia la carretera que cruzaba aquellas tierras en dirección al sur y que, luego, los conduciría al valle de Arden, situado al este.

Nelda, Orith y Black los siguieron con la vista. Orith rodeaba con el brazo los hombros de Nelda, y la buena mujer apoyaba la cabeza en el pecho del marido. Ambos tenían la pena reflejada en la cara, ya que su amado hijo y Faeril cabalgaban hacia el peligro. Al menos, eso parecía. El matrimonio permaneció largo rato en la misma postura, hasta que el buccan y la damman desaparecieron de su vista. Entonces, Nelda y Orith dieron media vuelta y regresaron a la casa mientras Black se echaba y, con un suspiro, apoyaba la barbilla en las patas delanteras, fijos los pardos ojos en la dirección tomada por Gwylly.