6
EL MURO SINIESTRO
Finales de invierno del año 5E988
(El presente)
Era todavía oscuro cuando Riatha y Aravan despertaron a los demás. Pero en aquellas regiones del norte de Mithgar amanecía tarde, en esa época del año. En cualquier caso, a Faeril le parecía haber dormido poco. También a Gwylly le costó despertar en lo que era aún plena noche, y lo hizo entre gruñidos.
Cuando salieron al exterior para aliviar sus cuerpos, los dos warrows observaron que, aunque ya bastante bajo, el Ojo del Cazador brillaba todavía en el cielo.
—¡Por Adón! —exclamó el buccan—. Verlo produce escalofríos, ¿no?
Faeril no contestó, pero su ceñudo silencio hablaba por sí solo mientras se abría paso entre la nieve iluminada por las estrellas, con sus botas crujiendo contra la gélida capa blanca.
Al regreso de los warrows, el aroma del té recién preparado llenaba el ambiente, aunque mezclado con el acre humo que producía el estiércol de reno al ser quemado. Todos se desayunaron deprisa, a base de cecina y galleta con té caliente. Mientras comían, Riatha andaba de un lado a otro, ansiosa por partir. De vez en cuando se apartaba de las ruinas y miraba con ojos estrechos hacia el sur, en dirección a la oscura mole del lejano Muro Siniestro.
Al igual que la noche anterior, los conductores de los trineos derritieron nieve para obtener agua. Lo hacían con unos cazos de cobre, y luego llenaban los diversos odres que cada equipo llevaba. Como había dicho B’arr: «Si el perro no bebe bastante, el amo hace beber para que tenga suficiente makt, suficiente fuerza y resistencia. Comer nieve es malo. La nieve quita makt. Si come nieve, el perro se enfría por dentro. Necesita entonces más comida para entrar en calor. Más comida devuelve makt. Pero a veces escasea la comida…, a veces hay poca caza o poca pesca, y en viajes largos llevamos poca comida. Nosotros damos agua. Eso es bueno. El perro permanece caliente por dentro si bebe agua, y no siente frío por comer nieve. Y no desperdiciamos comida para que el perro recupere su makt».
Mientras derretían el agua, los encargados de los trineos hicieron varios viajes hasta donde aguardaban los perros para obligarlos a beber, tras lo cual volvían para llenar de líquido más odres, tarea en que los ayudaban los warrows.
Entretanto, Aravan y Riatha estaban ocupados en levantar el campo. Enrollaron fuertemente los sacos de dormir, que eran de plumas, y empaquetaron todos los demás utensilios.
Saciados los perros, los myggas y los fes cargaron los trineos mientras B’arr, Tchuka y Ruluk ataban los animales a la cuerda. Los perros más robustos iban los últimos, delante mismo de los trineos, donde su fuerza sería de mayor utilidad; los de menos peso y algo más rápidos habían sido sujetados a la parte central de la cuerda, y los que desarrollaban la máxima velocidad iban a la cabeza de cada tiro. Como decía B’arr: «Makt detrás, celeridad delante».
Los últimos en ser uncidos fueron los perros guía, Shlee, Laska y Garr, a los que los conductores de los trineos concedían un mayor largo de cuerda.
A un gesto afirmativo de B’arr, Gwylly y Faeril montaron en la barquilla y se taparon con las gruesas pieles. El conductor miró hacia atrás para cerciorarse de que los demás también estaban a punto.
—Hypp! —dijo, y el tiro se puso en marcha, esforzándose los animales en arrastrar el trineo, que poco a poco arrancó para deslizarse cada vez más aprisa por el helado desierto. Gwylly oyó cómo, a sus espaldas, los demás hombres gritaban «hypp» a sus propios tiros de perros.
El vasto páramo se extendía ante ellos mientras los animales trotaban afanosos bajo la plateada luz de la luna, suspendida a poca altura en el firmamento. Las estrellas todavía parpadeaban débilmente en el cielo ya pálido, y el Ojo del Cazador se hundió en el horizonte hasta hacerse invisible.
Transcurrió una hora y, de cuando en cuando, los conductores de los trineos gritaban «strak» o «venstre» o «hoyre» para que los perros corriesen en línea recta o torcieran hacia un lado u otro. Al fin asomó un tímido sol por el sudeste, que empezó a ascender formando un pequeño ángulo con el horizonte. Delante de ellos se alzaba negro y amenazador el Muro Siniestro, cubiertas de nieve las cumbres. Faeril y Gwylly se miraron mientras sus corazones latían con violencia.
—No tengas miedo, mi amor —dijo Gwylly, llena su voz de un valor que en realidad no sentía—. Una vez que penetremos en él, verás cómo el Muro Siniestro no resulta tan terrible.
Faeril se atrevió a mirar de nuevo las montañas, procurando no descubrir en ellas más de lo que realmente eran. Intentaba familiarizarse con aquella cordillera y dominar de ese modo su temor.
Los perros proseguían su carrera, acercándolos poco a poco al peligroso lugar donde, según se decía, vivía el engendro.
A media mañana hicieron un alto para estirar las piernas y dar un descanso a los animales, cada uno de los cuales recibió más agua. Asimismo, los viajeros aprovecharon la ocasión para hacer sus necesidades. No obstante, la parada fue breve y pronto reanudaron la marcha a la fría luz del sol, dejando atrás largas sombras.
A ese ritmo continuaron toda la gélida jornada. Los perros trotaban a buen paso, tirando de trineos y pasajeros a través de la blancura por espacio de una hora o dos para descansar luego un rato y beber.
En una de esas pausas comieron cecina y galleta, mas no se entretuvieron más de lo preciso.
Mientras tanto, el Muro Siniestro se elevaba cada vez más cercano, con sus picachos erguidos hacia el cielo.
Se detuvieron finalmente a la sombra de la sierra, que torcía hasta perderse en dirección nordeste bajo el sol crepuscular, porque B’arr no quería hacer correr a los perros en la oscuridad, en las lóbregas horas entre la caída de la noche y la salida de la luna.
Acamparon en un pequeño valle, semejante a una hondonada, que ofrecía escasa protección del cortante aire que bajaba de las cumbres. Allí, los perros no obtuvieron su ración de salmón, ya que sólo eran alimentados en días alternos.
Era un rincón tenebroso y frío, sin más iluminación que la proporcionada por la luna y las estrellas, y no tenían con qué encender un fuego. Llevaban consigo estiércol de reno, eso sí, pero había que reservarlo para derretir agua, de madrugada, tanto para los perros y los hombres como para los elfos y los warrows.
Y, una vez más, el Ojo del Cazador subía por el negro sendero de los cielos arrastrando su larga y llameante cola mientras, a intervalos, la tierra temblaba y se estremecía.
De nuevo, las horas previas al amanecer encontraron a Gwylly y Faeril transportando odres llenos de agua a los trineos. Los perros, que olfatearon la llegada de los warrows, salieron ansiosos de las madrigueras excavadas en la nieve y se sacudieron de la piel los diminutos cristales de hielo. Poseían esos animales una piel tan eficaz que no dejaba escapar de su cuerpo el calor suficiente para derretir la nieve en que se acostaban.
Después de un desayuno frío, los grupos prosiguieron el viaje hacia el Muro Siniestro, ahora tan cercano que Faeril tenía la sensación de que, con sólo alargar el brazo, podría tocar la oscura masa.
—Strak, strak! —gritaban los conductores de los trineos, y los perros tiraban valientemente de Gwylly y Faeril, de Riatha y Aravan a través de la nevada superficie que ahora, a la tenue luz lunar, había adquirido un tono gris plateado.
Se deslizaban los vehículos bajo los rayos argénteos mientras un alba retrasada aclaraba el cielo. Por fin salió el sol, aunque los viajeros no podían verlo todavía, dado que seguían pegados a las sombras de la cordillera.
Cada vez tenían más encima las impresionantes paredes de roca y nieve, y de vez en cuando temblaba la tierra. Sobrecogedor se alzaba ante ellos el Muro Siniestro, y parecía que los conductores de los trineos quisieran penetrar directamente en la masa de granito. Pero entonces, ya al mismísimo pie del formidable muro, encontraron un ancho río helado, de un oscuro color gris y cubierto de grietas.
—Venstre! —vocearon los hombres, y los perros doblaron hacia la izquierda para seguir el curso del río, a lo largo de las negras sombras arrojadas por la montaña.
La carrera duró cosa de una hora, hasta que un súbito «¡stanna!» gritado por B’arr, que bajó al estribo montado entre los últimos perros de su tiro e hizo presión sobre el hielo con las estacas de la galga, frenó gradualmente el trineo al pasar los animales a un trote más ligero y luego al paso, antes de pararse por completo y mirar extrañados hacia todos lados.
—¿Qué sucede, B’arr? —preguntó Faeril, desenfundándose de las pieles para ver qué novedad había.
También Tchuka y Ruluk detuvieron sus trineos, aunque manteniendo la debida distancia entre cada uno de los vehículos para evitar el riesgo de una pelea por el dominio entre los diferentes tiros de perros.
Faeril salió de la barquilla y repitió la pregunta.
—¿Qué sucede, B’arr?
El conductor del trineo señaló un punto del hielo donde había una pequeña mancha roja.
—¡Sangre! Blód! —añadió de cara a Tchuka y Ruluk—. Sorgefor din spans!
Luego, B’arr se volvió de nuevo hacia Faeril, a cuyo lado estaba ahora Gwylly.
—Yo digo que examinen las patas de los perros. El hielo produce cortes a alguno.
Por su parte, B’arr comenzó a mirar cada perro y, en efecto, encontró que dos tenían heridas causadas por las afiladas grietas formadas en el hielo. A continuación regresó al trineo y extrajo de él una bolsa llena de algo.
—¡Botines! —exclamó Faeril riéndose pese a su preocupación, cuando vio lo que se disponía a hacer B’arr—. ¡Botines para perros!
—Renhud —gruñó el hombre, aunque sonrió a Faeril, y comenzó a calzar a cada perro los botines de gamuza mientras los animales permanecían quietos y pacientes—. Debo proteger de los cortes. A los perros no gustan las botas, pero las llevan mientras corren.
Faeril se acurrucó junto a B’arr y le acarició la piel al can llamado Kano, procurando esquivar sus lametones.
—Pero les vendarás las patas cuando nos paremos a descansar esta noche, ¿no?
B’arr cubrió con otro botín la pata trasera izquierda del perro de turno.
—No, mygga. A perros no gusta. Quitan los vendajes a mordiscos. Mejor lamen los cortes, como quieren lamer la cara de mygga. Lamen heridas y curan.
B’arr se echó a reír cuando Kano quiso saltar otra vez sobre Faeril para lamerle la cara y ella lo rechazó.
—Deja que Kano lama la cara, pequeña. Si tú enferma, no pones bien, pero le sientes mejor.
B’arr rio de nuevo y, ahora, Faeril sonrió también.
Haciéndose a un lado, Gwylly se dedicó a observar una de las resquebrajaduras existentes en la helada superficie del río. En ese momento tembló el suelo, y el warrow comprendió entonces por qué estaba tan rajado el hielo.
—¡Caramba, cómo corta! —exclamó, pasando con cuidado el dedo pulgar por el filo—. Pero yo me pregunto, B’arr, ¿a causa de qué se ve tan gris el hielo? ¡Si parece leche helada o, mejor dicho, leche mezclada con suciedad!
El conductor del trineo miró sonriente al hombrecillo.
—¡Ah, tus ojos de mygga son buenos! Es jokel melk… Leche de los glaciares, como decís en vuestra lengua.
Cuando hubo atado el último botín a Kano, mientras el perro le lamía la cara a B’arr, este señaló con la barbilla en la dirección en que viajaban.
—Delante hay un gran jokel. El hielo cae de arriba. Hielo turbio. Lleno de jokel melk. Derretida en verano. Forma río. El río se oscurece. Todo crece bien en agua de jokel, el jokel melk. Pero el río se endurece en invierno. La tierra tiembla. El río se agrieta y revienta. Forma bordes como cuchillos en todas partes. Hiere patas de perros. Lo que mujer mygga llama «botín» es sokk para nosotros. Protege patas de perros del hielo.
Aravan llegó a tiempo de oír las palabras de B’arr.
—Leche de los glaciares —murmuró—. Agua cargada de cieno. Un río lleno de piedra pulverizada, molida en el mismo Muro Siniestro por el pesado hielo del Gran Glaciar del norte. Y las tierras que beben de esta gélida corriente se enriquecen. En las riberas crecen profusamente las plantas y las flores y la hierba más verde que os podáis imaginar, y en los largos días de verano se estiran para recibir el sol.
Gwylly volvió a contemplar el grisáceo hielo y, luego, la orilla cubierta de nieve, yerma en invierno, para finalmente alzar la vista hacia el colosal Muro Siniestro y preguntarse cómo algo tan oscuro y ominoso podía engendrar fertilidad en el glacial desierto.
Los conductores de los trineos pronto tuvieron a punto sus respectivos tiros para proseguir viaje. Todos los perros iban calzados con sus sokks de gamuza, y una vez más arrancaron todos en dirección este, y giraron alrededor de la base del imponente Muro Siniestro.
Siguieron, pues, la curva del río, aún helado en las postrimerías del invierno. Y cuando dieron la vuelta a un recodo, Faeril quedó boquiabierta, ya que a lo lejos vio grandes bloques de hielo, desprendidos de las alturas y cascados, que ahora formaban un enorme y revuelto montón apoyado en una inmensa pared de negro granito velado por una capa de escarcha. Y muy arriba, a unos seiscientos metros de altitud, la helada pared del Gran Glaciar del norte se alzaba blanca y mortal, quizás en una anchura de tres o cuatro kilómetros, y formidablemente maciza: un gigantesco río helado de más de un centenar de metros de altura, que descendía en forma de cascada.
En el preciso momento en que contemplaban aquella sobrecogedora maravilla, un gran trozo de saliente se desprendió, y la masa de hielo cayó en silencio durante lo que pareció una eternidad, antes de aplastarse contra la descomunal rampa. Segundos más tarde hubo un ensordecedor y estruendoso crujido, el fragor del hielo suelto, que sólo ahora llegaba a sus oídos, seguido finalmente por un atronador estrépito al precipitarse aquella masa.
Sin embargo, la faz del glaciar no parecía haber cambiado en nada con el desprendimiento.
B’arr azuzó a sus perros para apartarse cuanto antes de tan peligroso lugar. Tchuka y Ruluk hicieron lo mismo.
Seguir la curva les llevó más o menos una hora, hasta que por fin el glaciar y la cascada de hielo quedaron atrás, a su derecha. De todos modos continuaron la carrera durante otra hora, rodeando la zona de riesgo hasta alcanzar un cañón situado a bastante distancia del glaciar.
De nuevo tembló la tierra y, poco después, percibieron el eco del hielo derrumbado a lo lejos.
—Heyre! Húyre! —gritó B’arr, y los perros torcieron rápidamente hacia la derecha, obedientes, para introducirse en el ancho y umbrío desfiladero.
Delante de ellos, Gwylly y Faeril vieron un cañón de empinadas paredes que penetraba retorcido en el Muro Siniestro. Su final, que estaría detrás de alguna marcada curva, no se divisaba. A cosa de dos kilómetros se alzaban, a cada lado, unas paredes verticales cuyo extremo superior alcanzaría quizá los ochocientos metros de altura, pero que resultaban desfiguradas por las grietas y oquedades, así como por los salientes. Allí donde habían encontrado un punto de apoyo, la nieve y el hielo revestían las paredes. También crecían en tan sorprendente lugar algunos pinos achaparrados y nudosos, que el viento se había encargado de retorcer. Nieve helada cubría el ascendiente fondo del barranco. Cuál era el grueso de esa capa blanca, era algo que los warrows ignoraban.
B’arr atravesaba la quebrada en dirección a un punto indicado por Riatha, desde donde podrían subir sin peligro por el glaciar hasta la «Luz del Oso». Al menos, eso suponía ella.
—Strak, strak! —voceó B’arr, con lo que le ordenaba a Shlee que siguiera adelante, mandato que fue repetido por los demás conductores de trineo a medida que entraban en el cañón.
Cuando llegaron a la lejana curva, fue sólo para encontrarse con que los aguardaba otra más allá. Y otra más, y otra, a medida que se internaban en las montañas.
Declinaba el día, y las sombras se espesaron en aquella garganta de empinadas paredes. Y, cuanto más se esforzaban en avanzar, más despacio iban los perros a pesar del aguijonamiento de los conductores.
—¿Es esta la pendiente? —preguntó Faeril—. ¿Se cansan los perros?
—No, pequeña mygga —contestó B’arr—. A los perros no gusta este sitio.
Adelantaron otro par de kilómetros, pero los animales se mostraban remolones, hasta que, de súbito, Shlee hizo dar media vuelta a todo su tiro y se negó a continuar.
Gwylly recordó entonces cómo su perro, Black, rehusaba penetrar en alguno de los lugares «cerrados» del bosque de Weiun. Y no precisamente porque le diese miedo, sino más bien por inspirarle cierto respeto.
Ahora, en cambio, cuando Gwylly miró a Shlee, comprobó que, aunque al perro no se lo veía acobardado, tenía erizada la piel y parecía decir: «¡Mal sitio este! ¡Muy malo!».
El warrow se volvió y pudo observar que Laska y Garr habían hecho lo mismo que Shlee.
—¿B’arr?
La pregunta no formulada por Faeril parecía suspendida en el aire.
—Shlee sabe lo que se hace, pequeña. Confía en Shlee. Él sabe bien —respondió B’arr y les gritó a sus compañeros—: Ikke mer. Vi vende tilbake.
Nuevamente de cara a los warrows, el broncíneo rostro del conductor del trineo reflejó la preocupación que sentía.
—Nosotros retrocedemos. Vosotros venís. No hay seguridad. Shlee sabe. Laska sabe. Garr sabe. Todos los perros saben. Confiamos en perros. Todos saben.
Riatha y Aravan se apearon de sus trineos y se abrieron paso por la nieve hasta llegar junto a B’arr.
También Faeril se quitó de encima las mantas de piel y saltó de la barquilla.
—Dice B’arr que hemos de volver atrás —anunció con la incertidumbre retratada en su cara.
Gwylly, que había bajado detrás de ella, la rodeó con un brazo.
B’arr miró fijamente a Riatha.
—Shlee sabe bien, infé. Shlee sabe. Este sitio es malo.
Riatha suspiró.
—Sé qué creen los perros, B’arr. Sin embargo, tenemos que seguir adelante.
El conductor del trineo se volvió hacia Aravan.
—Anfé, haz comprender a infé que debemos regresar. Todos abandonamos este sitio malo. Todos los perros, todos los aleutianos, todos los myggas, todos los fes. Este lugar es vond…, malo. ¡Perro sabe!
Aravan se encogió de hombros.
—No tenemos otra elección, B’arr. Nuestro camino conduce allá.
Y Aravan señaló el desfiladero.
Riatha se dirigió a los waerlings.
—En estas montañas reina otra vez el mal. Yo había confiado en que no hubiese alcanzado esta parte del Muro Siniestro —dijo, echando un vistazo a los perros—. Pero, dado el comportamiento de los animales, de Laska y Garr y Shlee, temo que a esta región hayan llegado los spaunen, si no algo todavía peor…
A Faeril le martilleaba el corazón y le falló la voz. No obstante, miró el amenazador cielo y se colocó mejor las bandoleras antes de decir por fin, con decisión:
—Recojamos nuestras cosas y vayámonos.
Después de recibir un gesto afirmativo de Gwylly y Aravan, Riatha retornó al trineo de Tchuka, donde reunió sus efectos personales, tal como hacía Aravan en el trineo de Ruluk e hicieron Gwylly y Faeril en el de B’arr.
Riatha se introdujo un odre de agua debajo de su chaqueta, para que no se helara. Luego metió la espada en la vaina que llevaba colgada de la espalda y se echó al hombro la mochila, de forma que no constituyese un estorbo en caso de tener que utilizar el arma.
También Aravan se puso un odre bajo el anorak y envainó su largo cuchillo, que le pendía a la altura del muslo. Pasó seguidamente los brazos por las correas de su mochila y se abrochó estas delante. Por último empuñó la lanza de palo negro y hoja de cristal.
La honda de Gwylly iba atada a su cinturón, junto a las bolsas que contenían los proyectiles, y su daga colgaba del lado opuesto, de manera que, cuando el warrow tomó su odre de agua y cargó con su hato, estuvo dispuesto para emprender la marcha.
También Faeril se preparó, y casi parecía un erizo, con tantos cuchillos como llevaba entrecruzados en el torso. Se volvió hacia B’arr cuando hubo terminado de ponerse en condiciones y le tendió las manos.
—¡Ten cuidado, amigo! Sabes que te echaremos de menos.
B’arr se arrodilló y estrechó las pequeñas manos de la mygga.
—También yo echaré de menos. Pero comprendo que los myggas y los fes debéis partir, aunque temo que corréis peligro. Nosotros volvemos cuando… —dijo B’arr señalando al cielo nocturno mientras buscaba la explicación adecuada— cuando se va estrella con cola. Vosotros cuidado también, ¿eh? Entonces regresamos todos contentos a Innuk, ¿no? Llega el verano y pescamos mucho.
Faeril esbozó una sonrisa triste y besó en la mejilla al conductor del trineo, antes de marcharse.
Gwylly se despidió también de B’arr y, después, acarició la espesa piel de Garr y Laska y Shlee, susurrándole a cada perro algo que nadie más pudo oír.
Aravan y Riatha dijeron adiós a cada uno de los conductores de los trineos y, por fin, los cuatro —Riatha, Aravan, Gwylly y Faeril— continuaron pendiente arriba por las oscuridades del cañón mientras el cielo se ennegrecía en las alturas.
B’arr los siguió con la vista, inmóvil en el mismo punto durante largo rato. Miró luego su lanza de hoja de hueso y se preguntó qué peligroso juego llevarían entre manos aquellos cuatro seres, a qué mortal enemigo perseguirían para necesitar armas de acero y plata y luz de estrellas y cristal…
Finalmente contempló el lóbrego cielo e hizo una señal a Tchuka y Ruluk. Como les habían mandado, regresarían a las ruinas situadas dos días al norte para esperar a que la extraña estrella hubiese desaparecido del firmamento. Entonces volverían atrás en busca de los myggas y los fes. Agarrado de la guía del trineo, gritó «Hypp, hypp!», y los perros emprendieron inmediata carrera en respuesta.
A su orden de «¡venstre, Shlee, venstre!», el tiro dobló hacia la izquierda hasta iniciar el descenso. La voz de «Strak, strak!» hizo que los animales enfilaran el camino por el que habían venido. El tiro encabezado por Shlee desarrolló una gran velocidad, aunque no le fueron a la zaga los de Laska y Garr.
Era ya de noche cuando, grieta arriba, Gwylly y Faeril fueron indicando el camino a Riatha y Aravan. La luna salió, pero las heladas paredes del cañón les impedían verla. En lo alto, las estrellas pasaban en lenta procesión, y los cuatro compañeros sabían que, en alguna parte, surcaba el escondido horizonte el Ojo del Cazador.
Continuaron ascendiendo por el serpenteante y profundo desfiladero, cuyas empinadas paredes casi se juntaban en su parte superior, mientras el suelo cubierto de nieve parecía subir constantemente bajo sus pies.
De vez en cuando, la tierra temblaba y hacía caer sobre ellos una blanca lluvia acompañada de piedras y cortantes fragmentos de hielo.
Fue después de uno de esos desprendimientos cuando Gwylly pidió:
—¡Oye, Aravan! Háblame de Kalgalath, el dragón negro. Cómo lo mataron y qué más pasó.
El elfo miró al waerling y sonrió.
—Habría mucho que contar… y poco a la vez, ya que la vida de un determinado dragón es poco conocida. En cambio, referente a los dragones en general se sabe mucho. Son unos seres poderosos, que constituyen una seria amenaza. ¡Y hablan! Codiciosos de riquezas, acumulan tesoros. Viven en remotas fortalezas y, de cuando en cuando, hacen terribles incursiones para robar ganado y otros animales, aunque yo creo que ellos lo consideran cazar. Un antiguo refrán dice: «Cuando aparecen los dragones, todos tienen que ayudar». En mi opinión, sin embargo, nada se puede hacer si esas bestias atacan, y el refrán significa que hay que proteger y consolar a quienes resulten dañados por los monstruos.
»Los dragones duermen mil años y permanecen despiertos durante dos mil. Ahora están despabilados, precisamente, y ya llevan así unos quinientos años. Hay dos razas de dragones, aunque antaño sólo existía una: se los llama dragones de fuego y dragones fríos. El aliento de los dragones de fuego es una llama devastadora, y el de los dragones fríos consiste en una nube de veneno, y su saliva es una espuma ácida que carboniza tanto la carne como la piedra y el metal.
»Tiempo atrás no había dragones fríos, pero en la Gran Guerra del Veto algunos dragones se pusieron de parte de Gyphon. Y, al ser derrotado este, Adón les arrebató el fuego, con lo que se transformaron en los dragones fríos de hoy día.
»También los dragones fríos sufrieron las consecuencias del veto, porque la luz del sol los mata, si bien su escondrijo los salva de la Muerte Desecante que castiga a los demás miembros del Horrible Pueblo. ¿Nunca oíste el dicho de “¡Huesos de troll y piel de dragón!”? Tiene su origen en las dos cosas del Horrible Pueblo que no se resecan bajo la dorada luz de Adón, y que son los huesos de los trolls y la piel de los dragones. En consecuencia, los dragones fríos no se convierten en cenizas aunque se expongan a la luz diurna, como les ocurre a los rûpt o a los spaunen. Pero, aun así, el sol mata a los dragones fríos, mientras que a los dragones de fuego no los perjudica.
»En cualquier caso, todos los dragones, ya sean de fuego o fríos, son unos monstruos terribles, porque casi nada consigue destruirlos. Tienen unas garras semejantes a diamantinas cimitarras, y sus escamas de piel forman una armadura prácticamente invulnerable. Se elevan por los aires gracias a unas enormes alas coriáceas, produciendo unos torbellinos de aire capaces de derribar a cualquier enemigo.
»Se afirma que notan todo cuanto sucede en sus dominios, y que sus ojos ven lo escondido, lo no visto y lo invisible, tanto como lo perfectamente visible.
»Nadie sabe cuánto pueden vivir los dragones, y en esto quizá sean como los elfos, aunque lo dudo. Hay quien calcula que, si los tiempos de sueño y de vigilia de los dragones corresponden a los del hombre…, o sea que tres mil años de un dragón equivalen a un día del ser humano…, y dado que la vida de algunos hombres llega a abarcar cien veranos, digamos treinta y seis mil amaneceres, la del dragón podría durar cien mil millares de años.
Gwylly quedó boquiabierto, y luego exclamó:
—¿Cien mil millares?
—¡Sí, pequeñuelo! ¡Cien mil millares de años!
Gwylly se volvió hacia Faeril, confusa su mente ante un número tan grande, incapaz de comprender ni una mínima parte de lo que eso representaba. La damman, que leyó en los ojos del buccan el desconcierto de este, dijo:
—A ver si logro expresarlo de manera que podamos entenderlo, Gwylly…
Y, mientras proseguía el ascenso por la cuesta, explicó después de reflexionar un poco:
—Tal vez sirva esta comparación: oí decir que en una libra de trigo entran siete mil granos…
Gwylly hizo un gesto de afirmación, ya que recordaba haberle oído decir lo mismo a su padre adoptivo, si bien no podía imaginarse quién había podido contarlos.
Faeril continuó:
—También oí, una vez, que en una fanega de trigo caben unas cien libras.
Gwylly volvió a estar de acuerdo, ya que con frecuencia había ayudado en la cosecha, y conocía esa medida de áridos.
—Pues bien —calculó Faeril—, si eso es así, una fanega de trigo contendrá…, ¡unos setecientos mil granos!
El hombrecillo se encogió de hombros, un poco picado por sentirse atrapado en un misterioso y complicado ejercicio.
—Si tú lo dices… Pero no veo que eso tenga nada que ver con…
Faeril alzó una mano, y Gwylly calló. Poco después, buccan y damman seguían avanzando por la nieve mientras ella continuaba con sus rápidas cuentas.
—Eso significa que ciento cuarenta fanegas de trigo contendrían cien mil millares de granos.
Gwylly la miró sin comprenderla.
—¿No lo entiendes? Si cada uno de esos granos representa un año de la vida de un dragón, necesitaríamos ciento cuarenta fanegas llenas de trigo para obtener suficientes granos para calcular los años de vida de un dragón.
Eso, al menos, era algo que Gwylly podía imaginarse, ya que Orith sembraba y cosechaba trigo. En su mente, el buccan vio ciento cuarenta fanegas en fila delante de él, cada una repleta hasta los bordes de granos de trigo, cada grano representando un año. Y pensó en un cesto volcado —porque él lo había hecho— con todo el grano desparramado por el suelo, formando una capa uniforme que cubría una considerable extensión. Entonces trató de figurarse ciento cuarenta fanegas desparramadas y lo que eso significaría. Pero allí se le atascó la mente. ¡Imposible abarcar algo tan enorme! ¡Cada grano, un año en la vida de un dragón! No, no; resultaba demasiado difícil de imaginar…
Los pensamientos de Faeril seguían un camino totalmente diferente, y la damman echó una mirada a Riatha y Aravan, que iban cuesta arriba a poca distancia de ellos.
«Si la existencia de los dragones es tan larga, ¿cómo será la de los elfos? —se preguntó—. Porque ni todos los granos de arena de todas las playas, ni los de todos los desiertos del mundo bastan para empezar a contar los años de vida que le quedan a cada uno de ellos…».
Las palabras de Aravan cortaron el hilo de los cálculos de Faeril.
—Buen ejemplo el tuyo, pequeña amiga. No obstante, debo advertirte que el tiempo que los dragones duermen o están despiertos no tiene por qué guardar relación con la vida de un ser humano. Puede asemejarse más a la de otros seres: los waerlings, los elfos, los enanos o los utrinis… La verdad es que nadie lo sabe con certeza.
Faeril levantó la vista hacia el elfo, sopesando sus consideraciones.
—Dime pues, Aravan: ¿qué edad tiene ahora el más viejo de los dragones?
—¡Sólo Adón puede saberlo, Faeril! —contestó el elfo—. Los dragones ya estaban aquí cuando nosotros llegamos a Mithgar, y de eso hace una serie de miles de años.
Durante algún rato, los cuatro prosiguieron el ascenso sin hablar. Lo único que se oía, era el crujido de sus botas en la nieve. De nuevo tembló la tierra, y paredes abajo volvieron a llover cantidades de nieve, acompañadas de pedruscos y fragmentos de hielo que se estrellaron contra el suelo. Fue Gwylly quien, por fin, rompió el silencio.
—En resumen… ¿Qué hay de Kalgalath?
Aravan reanudó las reflexiones.
—Tengo entendido que el negro Kalgalath fue el dragón más poderoso de todo Mithgar, aunque hay quien afirma que Daagor aún lo superaba. Pero ese Daagor murió en la Gran Guerra, cuando luchaba al lado de Gyphon. Lo abatieron las artes de los brujos.
»El negro Kalgalath, en cambio, no se puso de parte de nadie, sino que supo mantenerse apartado de la guerra. Pero apareció un poderoso símbolo, el Kammerling, al que otros dieron el nombre de Martillo de la Ira, o también el de Martillo de Adón. Se decía que ese martillo mataría al más poderoso de los dragones.
»El negro Kalgalath, en su arrogancia, pensó que el martillo resultaría funesto para él y, arrebatándoselo a sus guardianes, a los utrinis, a los gigantes de piedra, se lo dio a un brujo para que lo ocultara.
»Pero dos héroes llamados Elyn y Thork recuperaron el famoso martillo y se sirvieron de él para liquidar a Kalgalath.
»Fue en su agonía cuando el negro Kalgalath golpeó la tierra con el Kammerling, en el lugar hoy llamado Guarida de Dragón, y lo hizo con tal furia que, desde entonces, la tierra se estremece y tiembla con el recuerdo de la muerte de Kalgalath en el Muro Siniestro…
Continuaron la subida durante una hora o dos, si no más. La noche se cerraba, y el Ojo del Cazador apareció en lo alto de la pared oriental del cañón, arrastrando la llameante cola.
Otra vez trepidó la tierra, ahora con fuerza, y grandes trozos de piedra y de hielo cayeron al desfiladero.
Hubo un momento en que Gwylly y Faeril creyeron percibir el lejano tañido de unas campanas de hierro. Pero a la vez llegó hasta ellos un vibrante aullido, muy largo…
Faeril se sintió el corazón en el cuello, y Gwylly le apretó la mano con fuerza.
—¿Lobos? —susurró la joven, temerosa de oír la respuesta.
Nuevamente sonó el aullido, quizá más potente esta vez, retumbando en las paredes y grietas, de forma que no se sabía de dónde llegaba, y el buccan estrechó espontáneamente los dedos de Faeril.
Riatha miró a su alrededor y, luego, recorrió con la vista tanto la pared más próxima como la rocalla desprendida.
—No, Faeril, no hay peligro de lobos —dijo con firmeza—. Se trata del grito de caza de los vulgs, que van en pos de alguna presa.