5
GLACIAR
A través del tiempo
(Pasado y presente)
Al principio, después que Adón hubo creado las estrellas y las hubo esparcido por los cielos, hizo el sol y el mundo y los brillantes cometas y los mandó recorrer el espacio.
Aunque también había creado la luna, la mantenía escondida en alguna parte, sin colocarla todavía en su interminable senda.
Quizás el mundo no estuviese aún preparado para recibir luz del astro de plata…
… porque, cuando el mundo fue creado, era áspero y de superficie medio derretida, un planeta carente de vida, aunque palpitaba y se revolvía y burbujeaba como si estuviese atrapado en una enorme caldera del infierno. Violentos chorros de fuego salían disparados hacia el exterior, como si la propia materia del globo quisiera escapar en forma de gigantescos surtidores, pero no podía y volvía a caer a la llameante base para perderse en la furia de los elementos.
En aquellos tiempos, hasta los cielos parecían querer destruir el mundo, ya que inmensas rocas de hierro y piedra y hielo caían de la gélida negrura reinante entre las estrellas para chocar contra la borbollante y agitada tierra, arrojando sobre ella piedra y materia fundida y metal licuado.
Sin embargo, la tierra resistió.
Transcurrieron eones y eones y, lentamente, ¡qué despacio!, el mundo empezó a enfriarse. El calor y el fuego se redujeron cada vez más.
Todavía más eones transcurrieron. Y el mundo seguía enfriándose, aunque los cielos arrojaban, de cuando en cuando, grandes proyectiles a la tierra. Pero esta resistía…
Y se enfriaba. Al fin se formó en ella una corteza, como una capa de escoria sobre el metal derretido.
El mundo continuó enfriándose.
Y resistió.
Entonces comenzó a llover. Pasaron eones…, y aún llovía.
Poco a poco se llenaron los océanos y fueron cubriendo la corteza hasta que, finalmente, sólo en un lugar hubo tierra: un vasto continente. Y, pese a que todavía llovía, el océano que cubría todo el resto del mundo no se hizo más profundo.
El continente era plano y de forma monótona en su mayor parte.
Fue entonces cuando Adón mandó a la luna que se uniese al sol en los cielos.
Y la luna, procedente de muy lejos, cayó en picado hacia la tierra como si fuera a estrellarse contra ella, tal como habían hecho las piedras enviadas por el infinito. Pero Adón tenía otros planes para la luna, que por milagro pasó de largo junto a la tierra.
La luna cruzó el espacio a gran velocidad, y era tan grande que pareció llenar el cielo. Titánicas convulsiones sacudieron la materia de que se componía la corteza, e ingentes llamas y cantidades de piedra fundida salieron disparadas. También la tierra reventó, como si un enorme martillo hubiese golpeado el gran continente y lo hubiese partido en trozos…, treinta y uno en total.
Tremendas mareas saltaron de los océanos e inundaron la tierra.
Desapareció la luna para volver a surgir, una furia plateada que causó grandes trastornos y calamidades a su paso.
Y los treinta y un continentes que cabalgaban sobre enormes planchas de corteza se deslizaron a través del llameante y fundido núcleo de la tierra hasta chocar unos contra otros, unirse aquí y allá, separarse y juntarse de nuevo en otros puntos, haciendo alzarse imponentes cadenas de montañas y abrirse escalofriantes abismos. Volcanes arrojaron lava, formáronse fallas y la piedra derretida salió brutalmente del interior de la tierra. Unos continentes se hundieron debajo de otros. Los mares hervían y sus fondos emergieron a la superficie para crear nuevas tierras.
Transcurrieron eones…
Y, durante ese tiempo, la luna huía y atacaba, huía y atacaba. Cada vez que se acercaba a la tierra, la faz del mundo sufría grandes destrozos, pero a cada paso no se alejaba ya tanto, ni se aproximaba como antes, como si empezase a conocer el mundo, como si intentara encontrar por fin un lugar no demasiado cercano ni demasiado apartado donde continuar su danza y, cada vez que pasaba de nuevo, su furia parecía haber disminuido.
Por fin se estabilizó la luna, aunque la rota corteza y los hendidos continentes seguían yendo a la deriva sobre las fundidas profundidades, sin cesar de golpearse y asomar de repente o sumergirse, formando volcanes y cordilleras o desplazando mares.
Cuando los continentes emergían y se separaban, en ocasiones eran muchos y, en otros momentos, eran muy pocos. En cierto momento llegó a haber sólo uno. Pero este se partió en varios cuando la quebrada corteza y el fuego que había debajo se movieron con fuerza y las masas de tierra se corrieron a través de la faz y de las entrañas del mundo.
De nuevo transcurrieron eones, pero a lo largo de extensos períodos de tiempo, como si los arrojase algún gigante celestial muy escondido, proyectiles de piedra y metal y hielo salían disparados de la oscuridad reinante entre las estrellas, algunos para golpear a la silenciosa luna, y otros para martillear la tierra. Durante milenios cayeron tronando, grandes y pequeños, montados en doradas colas llameantes; pero entonces, como si hubiera pasado una marea, los cielos se calmaron una vez más para permanecer así eras y eras, hasta que llegase la próxima ola.
Transcurrió más tiempo mientras la tierra se enfriaba.
Llegó un día en que se produjo una nevada, aunque se derritió al tocar el tórrido mundo. Aun así fue la primera nevada.
Y, durante el tiempo en que las estrellas rodaban a través de los eones y el sol y la luna y los brillantes cometas surcaban las alturas sin descanso, la tierra continuó enfriándose.
Cayó todavía más nieve, primero en el lejano norte, o quizás en el extremo sur.
Poco a poco se formó la vida, desde lo más simple hasta lo complejo. Las fuerzas impulsoras hicieron cada vez más intrincadas las plantas y otras criaturas, más capaces.
Pero, incluso antes y después que llegara la vida a la tierra, esta proseguía su enfriamiento.
Los continentes se movían como hasta entonces, y el mundo tan pronto se enfriaba como se calentaba de nuevo, como si lentamente se apartase del sol o se acercara a él. O tal vez fuera el sol el que se alejaba o aproximaba a la tierra… ¿Quién puede saberlo?
También cabe la posibilidad de que el calor del sol aumentara y se redujera despacio, como sucedía con la luz de la luna, aunque no con un ritmo mensual, sino a una escala mucho mayor. En cualquier caso, el tiempo cambió, porque los elementos dependen del calor del sol y de la estabilización de los continentes para formar los vientos de la tierra y las corrientes oceánicas, que son los motores del clima.
Y llegó el invierno. Con nieve. Los continentes siguieron corriéndose. Quizá se separasen el sol y la tierra —o el sol perdió fuerza—; la cosa es que el astro de oro no calentó el mundo como antes, y nevó aún más. La tierra entera se enfrió y se tornó glacial. Los océanos disminuyeron al quedar el agua aprisionada por la nieve y el hielo. Lentamente se formaron vastos glaciares, que crecieron y se abrieron paso a través de las tierras hasta que el hielo cubrió gran parte del mundo.
El clima se hizo duro y caprichoso. Ya no parecían existir las estaciones o, si las había, todas se producían al mismo tiempo: primavera, verano, invierno, otoño… Dependía de la dirección en que soplara el viento: si procedía de las zonas heladas, si iba hacia ellas o si corría a lo largo de ellas. Y, con frecuencia, el frío era terrible. Sólo en aquella parte del mundo donde el sol daba directamente se producía vida, aunque tampoco muy bien. Las especies luchaban con desespero por subsistir como fuera.
Pero entonces, cuando el sol empezó a irradiar más calor, o tal vez por aumentar de manera gradual la proximidad entre el sol y la tierra, el hielo retrocedió, fue derritiéndose despacio hasta que los océanos se llenaron y el mundo se hizo verde, incluso en el norte y en el sur.
Los continentes iban todavía a la deriva, y sus desplazamientos afectaban al viento y al oleaje, y diríase que el sol calentaba más en unas épocas que en otras, o que el mundo y el sol circulaban muy juntos en ocasiones, o muy distantes, porque nuevamente avanzó el hielo… para retroceder después… y volver a avanzar… y retroceder…
Los grandes glaciares se formaron repetidas veces, abriéndose rechinante paso desde el norte y desde el sur. Penetraban a través de la piedra y la tierra hasta la misma roca de fondo, produciendo morrenas y lenguas y grietas circulares y longitudinales, así como hongos glaciares. Así nacieron valles en forma de U y cordilleras de aristas cortantes como cuchillos. Enormes piedras fueron arrastradas centenares de kilómetros mientras el hielo se adueñaba de la faz de la tierra.
Sin embargo, esos mismos glaciares se retiraban luego, aunque dejando evidencia de su paso en las estrías y los grandes bloques, a veces colgados del modo más extraño, y en las demás cicatrices que surcaban el suelo.
El último período glaciar había retirado sus gélidas garras de Mithgar unos veinte mil años antes. Aun así, en los extremos norte y sur había vastas extensiones cubiertas de nieve y hielo. Y era raro que esos grandes casquetes de hielo se derritieran. Incluso a través de los largos eones, cuando los continentes se apartaron por completo del norte y del sur, los casquetes de hielo persistieron: un resto de lo que antaño había sido, y advertencia de lo que podía venir.
Aquí y allá, en otros reinos de Mithgar, quedaban todavía vestigios de aquel entonces: tanto en el arco de las montañas Gronfang y en los Montes Grises de Xian como en la meseta de Utan, en la cordillera de Rigga, situada en el norte, y en las montañas Chulu, del continente sur… Todos estos lugares, y otros, conservaban recuerdos del último período glaciar.
En la imponente cadena conocida como el Muro Siniestro, más exactamente en su vertiente norte, se hallaba el vestigio quizá más destacado de todos, con excepción de los casquetes polares: el Gran Glaciar del norte, que descendía del interior de la oscura cordillera. Kilómetros y kilómetros de hielo, encerrados para siempre en un ancho río helado, que aunque helado seguía fluyendo en su parte central; despacio, sin duda, pero fluyendo… Tal vez un par de centímetros al día, tal vez unos palmos, pero no más, hasta llegar a la elevada pared norte, donde se partía para precipitarse a los llanos que se extendían muy abajo, arrastrando consigo macizos trozos de hielo.
En verano, cuando el calor llegaba a su punto máximo, el hielo caído se derretía y una corriente gélida, un río ancho y poco profundo, inundaba la tierra con sus aguas blancas y grises, cargadas de piedra pulverizada y sedimento procedentes del Muro Siniestro.
Además, en verano bajaba el agua de las superficies heladas de las alturas, deseosa de reducir para siempre el glaciar, pero sin conseguirlo. Si el verano se hubiera prolongado, el ventisquero tal vez se habría disuelto con el tiempo. Pero las estaciones transcurrían y siempre volvía el invierno con su carga de nieve.
Y, a lo largo de la cara norte del Muro Siniestro, en invierno rugía una tempestad detrás de otra, procedentes todas del mar Boreal, y durante ese tiempo caía la nieve sobre el glaciar como si no fuera a cesar nunca, porque ese glaciar se hallaba en el camino de la tormenta.
La nieve se acumulaba, una capa encima de otra, toneladas y toneladas, hasta convertirse en hielo que a veces era blanco y nacarado, o bien claro como el cristal. El peso de la masa hacía fluir el glaciar, que avanzaba a distintas velocidades, según la pendiente del terreno y la presión del hielo que había detrás. Y el Gran Glaciar del norte era macizo, y la pendiente muy inclinada, con lo que el cuerpo central descendía con asombrosa rapidez… para un glaciar, naturalmente. No obstante, aquí y allá había inmensos depósitos de hielo eternamente atrapado, ya que se habían formado en lo que podríamos llamar callejones sin salida o bien en remolinos solidificados entre montañas cerradas por todos lados.
La corriente causaba profundas grietas en el hielo, estrechas fisuras que se abrían y cerraban a medida que el hielo se aceleraba o retrasaba, cual mortales fauces que aceptaban todo lo que caía en ellas para cerrarse de nuevo entre escalofriantes crujidos.
Así había sucedido a través de los tiempos desde que comenzó el invierno, desde que los continentes a la deriva chocaron unos contra otros y surgieron las montañas, desde el nacimiento del Muro Siniestro.
Y así fue hasta últimamente —hablando en términos del lento fluir de un glaciar—, ya que algo trastornó esas ingentes masas de hielo: unos tres milenios y medio atrás —cosa que, para un glaciar, equivale más o menos a un abrir y cerrar de ojos—, un dragón halló la muerte en el Muro Siniestro. Era el negro Kalgalath, y su destrucción produjo una gran alteración en la tierra, que se vio sacudida con tremenda violencia. Hasta el Gran Glaciar del norte lo notó. Formáronse terribles grietas, el hielo se rajó y astilló, y la gélida masa resbaló a una velocidad nunca experimentada antes. Enormes trozos arrancados de la superficie se desplomaron sobre los valles. Con el tiempo, los temblores se calmaron, si bien nunca cesaron del todo, ni cesarán. Porque en el continente se había producido una falla, precisamente en el Muro Siniestro, y el deslizamiento de la tierra aún hacía que las plataformas se rozaran entre sí, con el resultado de fuertes sacudidas en tan inestable lugar.
El propio Gran Glaciar del norte se veía afectado por los terremotos que eran consecuencia de la muerte del dragón.
Aun así, el viento soplaba y llegaba el invierno, y las tormentas seguían azotando desde el mar Boreal. Nevaba sobre el glaciar, llenándolo para que volviera a ser lo que un día había sido y que continuaría siendo: el centro de un período glacial en espera de la resurrección.