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AUGURIOS
Dos años más tarde…
(… y después)
Por fin se había derretido la nieve y el agua corría por todas partes. La primavera despertaba en la región de los Boskydells. En una pequeña casa del Bosque del Norte, Faeril, sus padres y su hermano menor estaban sentados delante del fuego tomando el té de la tarde. Su conversación giraba alrededor de cosas pasadas, presentes y aún por venir.
El padre de la damman se balanceaba en su mecedora.
—¿Estás decidida a hacer eso, hija?
—Sí, papá. Lo considero mi deber.
—No sé, Faeril… —intervino Dibby, sentado en el suelo con las piernas cruzadas—. Dejar para siempre los Bosky y regresar al valle de Arden… No sé qué decirte, hermana.
—Nunca más estarías con los tuyos —añadió Lorra, a la vez que daba vueltas y vueltas al bastidor de su bordado, sin dar ni un punto en su labor. Todo su esfuerzo era para contener las lágrimas.
—Es verdad, madre, pero… ¡fui tan feliz allí!
El padre meneó lentamente la cabeza.
—Además, mi dammsela, no podrías atravesar el tiempo…
Lorra dejó el bastidor y tomó su taza de té.
—Faeril ya lo sabe, Arlo. Ya lo sabe…
El día era gris y húmedo. El agua caía del alero, en parte para resbalar por los vidrios de la ventana, con lo que veteaba la débil luz que penetraba en la estancia y las vacilantes sombras se unían a las ya existentes en la pieza. El fuego ahuyentaba la lobreguez y la humedad, y su rojizo resplandor daba un aspecto cobrizo a la blanca mecha que recorría la negra cabellera de Faeril.
La damman contempló largamente el juego de las llamas. Por último dijo:
—Creo que habíamos acampado junto al vado del río Hanü cuando Aravan explicó algo que yo no he comprendido hasta ahora. Según él, «los augurios son con frecuencia enigmáticos y… peligrosos. Uno puede creer que significan una cosa cuando, en realidad, quieren decir todo lo contrario»… Ninguno de nosotros entendió realmente, a lo largo de los años, la profecía de Rael referente al Ojo del Cazador. Ahora, sin embargo, yo la entiendo.
Lorra entonó un quedo canto.
Cuando la primavera llegue a la tierra
pero el invierno aún la tenga agarrada con gélida mano
y el Ojo del Cazador aceche desde los nocturnos cielos,
surgirán por igual la plaga y la bendición.
Los Últimos de los Primogénitos de quienes allí estaban,
hallaránse a tu lado a la luz del Oso.
Cazador y cazado, ¿quién puede decir
cuál será cuál en determinado día?
—Sí, madre —sonó la suave voz de Faeril a través de la semioscuridad—. ¡Esa era la profecía!
—¿Y en qué consistía la mala interpretación, mi dammsela? —preguntó Lorra.
Faeril se enjugó las mejillas con el pulpejo de la mano.
—No fue realmente una mala interpretación, sino que… no acabábamos de comprender el sentido de las palabras. Ahora, en cambio, resulta claro:
»Siempre habíamos creído que la expresión de “Últimos Primogénitos” significaba ser los últimos de una larga serie de primogénitos, tanto buceos como dammselas. Pero representaba algo más que eso: se refería a los últimos de la línea de primogénitos, después de los cuales se rompería esa línea…
»¡Ay, madre mía! Nunca había amado a nadie como quería a Gwylly, y nunca volveré a amar a nadie. ¡A nadie!
Faeril se echó a llorar, y Lorra se acercó a ella para consolarla.
Dibby las miró impotente, sin saber qué hacer, y el propio Arlo se sacó del bolsillo un pañuelo con el que enjugarse los ojos. Aunque ningún otro miembro de la familia había conocido a Gwylly, sabían que Faeril tenía el corazón destrozado y sufrían con ella.
Finalmente dijo Dibby en tono afectuoso:
—No lo entiendo, papá.
Arlo miró a su hijo.
—Así son las cosas, Dibs. Algunos de nosotros sólo son capaces de amar una vez en la vida, y ya nunca más. Tu hermana es una de esas personas. Jamás volverá a casarse, y nunca tendrá hijos propios. Después de ella, la línea se romperá. Ya no habrá más Últimos Primogénitos. Faeril y Gwylly eran los últimos, hijo, tal como había anunciado la profecía, aunque nadie lo entendió hasta ahora. Tu hermana es la última, la última de todas.
Dibby rompió en llanto.
—¿Y cuándo piensas partir? —preguntó Arlo, sin dejar el cuchillo con que realizaba una obra de talla.
Faeril contempló la lluvia que caía de nuevo.
—A finales de primavera, cuando el tiempo sea bueno.
—Pues esta vez, mi dammsela, saldré para despedirte.
Arlo hundió el cuchillo en la madera y le dio vuelta para hacer un agujero.
—También te vi marchar la otra vez, ¿sabes? —dijo sin levantar la voz.
—¿De veras? —exclamó Faeril, apartando la vista de su bordado.
—Sí, hija, y también tus hermanos. De escondidas, desde esa ventana —señaló Arlo.
—¿Y por qué no salisteis?
—Porque… si lo hubiera hecho, te habría suplicado que no te fueses, y yo sabía, tan bien como tú, que seguías la llamada de tu destino. No quise estorbar tus planes…
Faeril guardó silencio durante largo rato, mientras la lluvia tamborileaba sobre el tejado y el cuchillo de Arlo trabajaba la madera y las virutas caían al suelo. Finalmente, la damman se levantó y se acercó a su padre para besarlo en la mejilla.
Los rayos surcaban el cielo, retumbaban los truenos, y la lluvia era torrencial. Cuando los cuatro cenaban, por encima del ruido de la tormenta percibieron un intenso galopar de caballos y el fuerte sonido de un cuerno.
—¿Qué será eso?
Dibby corrió a la empañada ventana y, frotando un trozo de vidrio con los dedos, pudo ver algo de lo que sucedía fuera. A su lado estaba Arlo. Faeril y Lorra, en cambio, se refugiaron en un dormitorio.
El cuerno sonó ahora más cerca.
La damman volvió rápidamente al comedor con las bandoleras, ya cargadas de cuchillos, a través del pecho, y a la cintura llevaba sujeta una larga hoja.
También Lorra se había equipado con cuchillos.
Dibby quedó asombrado al verlas tan armadas.
—¿Creéis que hay peligro de algo?
—Quizá sí, Dibs —respondió Faeril, y su hermano fue inmediatamente en busca de dos nudosos palos, uno para él y otro para el padre.
En aquel momento, un jinete cabalgó hasta la casa a través de la incesante lluvia, llevando detrás otro caballo. A su paso levantaba enormes salpicaduras de agua y barro.
—Es un hombre —murmuró Arlo, aunque el estado de la ventana no se lo permitía ver con exactitud.
Pero un relámpago iluminó de súbito al jinete cuando desmontaba y se echaba la capucha hacia atrás.
—¡No! —exclamó Faeril—. ¡No es un hombre, sino un elfo! ¡Y es Jandrel, del valle de Arden! Algo ocurre allí…
Y, a pesar del diluvio, se precipitó hacia el exterior.
—¡Jandrel! ¡Jandrel! —gritó—. ¿Qué pasa? ¿Ha sucedido algo malo?
Una gran sonrisa surcó la mojada cara del elfo, que agarró a Faeril y le dio varias vueltas por el aire, ahora chorreando agua los dos.
—¿Algo malo, preguntas? ¡Ay, mi dulce y preciosa Faeril! ¿Qué cosa mala podría suceder? He venido a buscarte para que regreses conmigo a Arden y seas testigo del milagro… ¡Del primer nacimiento de un elfo en Mithgar! Dara Riatha…
—¿Quieres decir que ha tenido un hijo?
—No, pero está embarazada. Lleva en su seno un hijo de Urus. ¿No es maravilloso?
—Pero… ¡si eso es imposible, Jandrel! Una elfa no puede quedar encinta en Mithgar. Y, aunque eso fuera posible, la unión entre un humano y una elfa no da nunca fruto…
—¡Pues esta vez sí! —contestó Jandrel entre risas—. ¿No te dije que era un milagro?
Después de dejar en tierra a Faeril, el elfo agregó:
—Me manda Riatha. ¿Estás dispuesta a partir por la mañana? Quiere tenerte a su lado cuando dé a luz.
La fría lluvia seguía azotándolos a los dos.
—¿Tanta prisa corre? ¿Para cuándo espera la criatura?
Resplandeciente de alegría, Jandrel abrió las manos con las palmas hacia arriba.
—¡Ah, pequeña! Eso nadie lo sabe. No tenemos experiencia en los milagros. El último nacimiento de un elfo del que se tiene noticia ocurrió hace más de cinco mil años en Adonar, antes de la Separación. Y siendo Urus el padre, ¿quién puede predecir cuando nacerá el chiquillo?
Dibby y Arlo salieron de la casa entre chapoteos. Llevaban consigo el capote de Faeril y se lo echaron sobre los hombros.
—Tus caballos son demasiado grandes para cobijarlos en mi cuadra para ponis —dijo Arlo—, pero pueden meterse en aquel establo de enfrente. Y en cuanto a ti —añadió, mirando al alto elfo—, tampoco podrás entrar por la puerta de casa. Pero, si no tienes inconveniente en hacerlo a gatas, con gusto te invitaremos a cenar. Por suerte hay comida suficiente para todos.
A primera hora de la mañana siguiente —era el diez de abril del año 5E993— Faeril y Jandrel estaban ya a punto para la marcha.
En medio de los lacrimosos adioses, Arlo abrazó y besó a su hija y dijo:
—Te pediría que no nos dejases, Faeril, pero creo que sigues lo que te marca tu destino. ¡Cuídate mucho, mi dammsela querida!
También Dibby se adelantó hacia la hermana.
—Cuando Finch y Hawly regresen, les transmitiré tu adiós.
Faeril lo estrechó contra sí y murmuró:
—Ve a ver a Lacey y explícale el motivo de mi inesperada partida. Ya sabes que le gustas, Dibs… Y dile…, dile que le escribiré.
Por último la abrazó Lorra.
—Creo que tu padre tiene razón, hija. Todo esto había de suceder. No obstante, te echaremos mucho de menos.
—Yo también a vosotros, madre. Pero escribiré con frecuencia. Cada vez que encuentre un correo que venga por aquí. Quizá no transcurran ni dos o tres años entre cada carta.
Jandrel fue en busca de los caballos. Después de un último beso a sus padres y al hermano, Faeril montó ayudada por el elfo. Y aquella húmeda mañana emprendieron los dos a buen paso el regreso al valle de Arden. Delante iba Jandrel, y detrás, en el corcel atado al primero con una correa, seguía la damman. Antes de perderse de vista en el sendero que conducía hacia el este, el elfo se llevó el cuerno a los labios, y su voz de despedida resonó en todo el Bosque del Norte.
Cuatro días más tarde pasaron la noche en Stonehill, y la siguiente en casa de Orith y Nelda. Y, al quinto día de dejar la pequeña granja, entraron en el valle de Arden por la zona de la cascada. Una jornada más, y entre alegres saludos llegaron a la aldea de los elfos, situada en la parte norte del cañón. Habían recorrido entre diecisiete y dieciocho leguas cada día, aunque cambiando el ritmo de la marcha para que las monturas no se fatigaran demasiado, de modo que los kilómetros hechos en sólo once días sumaban casi mil.
Riatha estaba radiante, y Urus recibió a Faeril y Jandrel con una amplia sonrisa.
La damman observó con atención a la elfa.
—Tengo entendido que estás embarazada, pero no veo que…
Riatha se echó a reír.
—Según los cálculos que parecen más aproximados, el niño no nacerá hasta el otoño. En octubre, quizá.
Faeril hizo la cuenta. Seis meses, o cinco…
—¿Cómo pudo suceder, Riatha? Yo creía que los elfos no podíais procrear, en Mithgar, y que la unión entre un humano y una de tu raza no daba fruto.
—Y es cierto, Faeril. En el caso de Urus, sin embargo, es distinto. Por lo visto, no es sólo humano.
—Un Maldito, soy —intervino el baeran con su voz tronante—. Al menos, eso era lo que yo pensaba… hasta ahora.
—¿Y ahora? —preguntó la damman.
—¡Ahora soy un afortunado! —declaró Urus y, más que satisfecho, abrazó a Riatha.
Faeril se instaló en la pequeña casa que había habitado antes con Gwylly, cerca del río Tumble, y que Inarion había reservado para ella, convencido —al parecer— de que la damman volvería algún día.
Durante las siguientes semanas, asombrados elfos de todo Mithgar llegaron al valle de Arden para estar presentes cuando naciera la criatura.
Inarion y Urus enviaron unos delegados a la Gran Casa Verde en busca de una comadrona baeran, ya que los elfos no tenían práctica en eso. Y llegó una mujer fornida, que sobrepasaba el metro ochenta de estatura. Pese a su aspecto, era una mujer amable, llamada Yselle, y no tardó en hacerse muy amiga de Riatha.
En los talleres de Arden, los orfebres y quienes trabajaban las piedras preciosas y el marfil y otros materiales raros empezaron a preparar regalos para la criatura, aunque no sabían si sería niño o niña.
Entre estos artesanos se hallaba una diminuta damman que quiso aprender a hacer finas cadenas, porque Faeril deseaba realizar con sus propias manos el regalo de nacimiento. Y así creó un colgante de cristal con su correspondiente cadena de platino. La piedra destacaba por contener la figura de un halcón con las alas desplegadas, como si fuese a echar a volar. La damman no sabía por qué había elegido el platino, y no el oro, la plata o incluso la plata estelar, pero al tocar aquel metal decidió que no quería otro. Y, mientras trabajaba en la pieza, un escurridizo pensamiento corría por su mente. A cada momento creía tenerlo a su alcance, pero siempre se le escapaba. Sólo cuando tuvo terminada la joya y vio el centelleo del cristal y de la cadena a la luz del sol, recordó de súbito las palabras de Dodona, pronunciadas allá en el círculo del bosque de Kandra: «Sí, hija, tus compañeros son dignos. Y tú viajas con un amigo. Lo sé, porque la piedra que llevas colgada del cuello es suya, y no tuya. Además te acompaña un señor de los osos, y me consta de dónde procede. Viajas con una compañera que llevará en sí la esperanza del mundo, y que es igualmente digna. Vas asimismo con uno que ayudará a librar al mundo de una monstruosidad, aunque no sea la que vosotros buscáis. Y va contigo uno que te ama, y a quien tú correspondes en el amor. Todos tus compañeros son realmente honorables».
Faeril contuvo la respiración.
«Viajas con una compañera que llevará en sí la esperanza del mundo, y que es igualmente digna…», repitió la damman para sí.
Impresionada por aquellos pensamientos, Faeril se sentó sin soltar el cristal.
¿Podía ser eso a lo que se refería Dodona? ¿A que Riatha tendría un hijo que sería la esperanza del mundo?
Y de pronto resonaron en su memoria las palabras de Aravan: «Los augurios son con frecuencia enigmáticos y… peligrosos. Uno puede creer que significan una cosa cuando, en realidad, quieren decir todo lo contrario».
Faeril se guardó aquellos pensamientos para sí misma. Deseaba reflexionar más sobre las palabras de Dodona antes de compartir su intuición. Pero repetidamente contemplaba el nítido cristal que contenía el ave.
Y, como si unas compuertas hubiesen sido abiertas, visiones y frases inundaron su mente al recordar su peligroso primer viaje a las profundidades de la transparente piedra.
De repente había visto a una elfa —no sabía si era Riatha—, detrás de la cual había un corpulento hombre. Seguía un jinete —¿hombre o elfo?— con un halcón en el hombro y algo centelleante en las manos.
Y la elfa exclamaba en lengua twyll:
Ruana fi Za’o
de Kiler fi ca omos,
sekena, ircuma, va lin du
en Vailena fi ca Lomos.
Palabras que significaban:
Jinete de lo imposible
e hijo de lo mismo,
como buscador
viajará por los planos.
Día tras día, la mente de Faeril volvía a aquellas visiones, a aquellas palabras: «Jinete de lo imposible, hijo de lo mismo… Hijo de lo mismo… Jinete de lo imposible… ¿Hijo de lo imposible?».
La criatura de Riatha: ¡el hijo imposible!
A la damman le latió el corazón con violencia.
«¡Ya lo tengo! ¡El niño de Riatha es el hijo imposible! ¡Será un buscador y viajará entre los planos!».
Hecha un torbellino su mente, Faeril se preparó un té y tomó asiento, pero lo dejó enfriar, perdida como estaba en sus pensamientos, en aquellas posibilidades.
«… con un halcón en el hombro y algo centelleante en las manos…». ¿Sería la Espada del Alba?
La damman alzó el colgante, aquel cristal que había llevado a través de buena parte de Mithgar, y en cuyo interior veía un halcón.
«¿Tiene esto algo que ver con el halcón que el jinete paseaba en su hombro?».
De nuevo resonaron las palabras de Aravan en su mente: «Los augurios son con frecuencia enigmáticos y… peligrosos. Uno puede creer que significan una cosa cuando, en realidad, quieren decir todo lo contrario».
El día primero de octubre llegaron al valle, entre todos los visitantes que acudían a Arden con motivo del próximo acontecimiento, dos esbeltos elfos, uno de los cuales empuñaba una lanza negra y, el otro, un arco. Eran Tuon y Hoja de Plata, ambos procedentes de Darda Erynian. Llevaba Tuon la lanza llamada Galgor Negro, y el arco de Hoja de Plata era de asta blanca.
Y con ellos apareció un hombre moreno y delgado, un gjeeniano, un guardián del reino: ¡Halid!
Buscó este a Faeril y tuvo palabras afectuosas para Gwylly.
—Yo también lo quería…
Y, cuando la damman le preguntó por el resultado de su misión, Halid respondió:
—¡Ah! Deja que te cuente lo del gusano del pozo de Uâjii y… ¡aina’àm!… el «maravilloso» plan de Hoja de Plata que por poco nos cuesta la vida a todos…
Faeril y Halid pasearon por el bosque de pinos. Él hablaba de la manera más animada, gesticulando vivamente con las manos, y Tuon y Hoja de Plata, que iban detrás, se reían tanto como la damman de las exageradas explicaciones del gjeeniano.
El nueve de octubre del año 5E993, al mediodía, Riatha dio a luz un varón. Faeril no se movió de su lado durante el parto, siendo asistida Riatha por la comadrona Yselle y dos elfas elegidas expresamente.
Pero, una vez cortado y atado el cordón umbilical y lavado el recién nacido, fue a la damman a quien le correspondió el honor de llevárselo a Urus, que iba de un lado a otro como un león enjaulado. Y el baeran tomó en sus grandes brazos al niño, que emitía fuertes vagidos, con la delicadeza de un soplo de aire. Apartó la suave manta que cubría a su hijo y lo contempló largamente. Vuelto por fin hacia Inarion, dijo:
—Tiene algo de elfo y algo de humano, pero berrea como un cachorro acabado de parir.
Juntos se encaminaron al porche de la amplia sala, donde todos se habían reunido, y Urus alzó al niño por encima de su cabeza, de cara a la luna nueva.
Y anunció con orgullo a la multitud:
—Hoy se ha producido un milagro, porque Riatha ha dado a luz un niño. ¡Ha nacido nuestro hijo!
Las voces de alegría se elevaron a los cielos.
La celebración se prolongó hasta altas horas de la noche. Fluía el vino, todo eran gritos de júbilo y gorjeantes risas, alocadas danzas y brindis. Cantaban los bardos y explicaban historias…
Aquella misma noche, alguien depositó junto al niño un precioso anillo artísticamente trabajado, con un hermoso azabache, pero ya para el dedo de un hombre adulto. Quien lo dejara, había entrado y salido sin ser visto. ¿Cómo? Nadie lo entendía. Sin embargo, los festejantes afirmaron haber oído ladridos de zorras en los bosques.
Aravan llegó al día siguiente, procedente del sur, con un regalo muy especial para el recién nacido: una diminuta flecha que siempre señalaba el norte e iba en un estuche de oro y cristal. Asimismo dio la noticia de que alguien había matado al emir de Nizari, lo que satisfizo enormemente a Urus.
Aquel mismo día, en el extenso claro se celebró la ceremonia del bautizo al estilo de los elfos, presidida por el jefe Inarion, que habló en sylva. Al acto asistieron todos los habitantes del valle, ya que nadie había presenciado el rito desde hacía más de cinco mil años.
Inarion roció la frente del niño con agua cristalina, a la vez que salmodiaba la palabra «Agua». A continuación tocó las pequeñas manos y los pies de la criatura con la limpia tierra presentada en un recipiente de barro y dijo «¡Tierra!», después de lo cual pasó por encima del bebé una rama de laurel que antes había agitado suavemente entre el fragante humo que despedía un fuego hecho con virutas de saúco, al mismo tiempo que decía «¡Aire!». Iluminó entonces brevemente el rostro del dormido niño con una ardiente rama de tejo, a la par que pronunciaba la palabra «¡Fuego!», y acercó una piedra imán a los diminutos pies del recién nacido, a sus manos, a sus sienes y a su corazón, profiriendo la voz de «¡Éter!».
Por último, Inarion se volvió hacia Riatha.
—¿Y qué nombre le ponemos a tu hijo?
La elfa miró a Urus y, luego, al pequeñuelo.
—Se llamará Bair.
—Bair —susurró Inarion a la oreja derecha del niño, y seguidamente a su oreja izquierda.
La ceremonia concluyó con el anuncio que el jefe de los elfos hizo a todos los allí congregados:
—Amigos míos: ¡a partir de hoy, el niño llevará el nombre de Bair!
—¡Alor Bair! —gritaron tres veces seguidas todos los asistentes.
El niño bostezó y estuvo a punto de despertar, pero siguió dormido.
El día de su bautizo, Bair sólo tenía un día. Pero su edad no importaba, porque la vida no había hecho más que empezar para él.
Una semana más tarde, Aravan visitó a Faeril, y esta le confió sus conjeturas referentes a los augurios. La damman le recordó al elfo sus propias palabras, en las que advertía del peligro de tales presagios.
—Me figuro que estás en lo cierto, Faeril —dijo el elfo—. Es posible que, en efecto, Bair sea el jinete de los planos, el Caballero del Alba. No obstante, yo no puedo abandonar mi busca de la Espada del Alba, ni la del individuo de ojos amarillos que asesinó a Galarun, porque lo juré.
»¿Le dijiste algo a Riatha o a Urus?
—No.
—Pues creo que debes hacerlo, porque callarlo puede traer malas consecuencias.
—Igual que compartir mis conjeturas —replicó Faeril—. Porque lo que yo diga influirá, sin duda, en la forma de educar al niño, ya sea para bien o para mal. ¿Quién sabe? No, Aravan; yo no diré nada.
—Ni yo, Faeril. Pero escucha: los conocimientos encierran fuerza; la ignorancia, en cambio, es causa de debilidad. Siempre es mejor saber algo, aunque no sea todo, que no saber nada.
Faeril tuvo que admitir la razón de tales palabras.
Durante un rato permanecieron en silencio. Finalmente dijo Aravan:
—Me voy mañana, a primera hora.
Faeril suspiró.
—¿En qué dirección?
—Iré hacia el este… Cuando Stoke casi contestó a mi pregunta respecto del paradero de Ydral, señaló vagamente hacia oriente.
—Pero, Aravan, el camino del este es interminable.
El elfo se encogió de hombros.
—Tengo tiempo, Faeril. ¡Todo el tiempo del mundo!
Al día siguiente, Aravan partió del valle. Después de despedirlo, Faeril se volvió hacia Riatha y Urus, este último con Bair en brazos.
—Venid conmigo —dijo la damman—. Sentémonos un rato. Tengo algo que explicaros…, algo que aclarar.
Faeril permaneció ya siempre en Arden, ocupando la casita que había compartido con Gwylly, y su vida, aunque no tan larga como la de otros warrows, fue apacible y estuvo siempre rodeada de amor.
Fueron muchos los amigos que, a lo largo de los años, cuando los hermosos y oscuros cabellos de la damman, ya encanecidos, no permitían que destacase tanto el blanco mechón, visitaron a la estimada waerling, la última de los Últimos Primogénitos.
La damman cumplió sus ochenta y ocho al terminar el verano, la víspera del equinoccio de otoño. Y, después de las ceremonias celebradas en el claro del bosque, después de la fiesta en la gran sala de los elfos, después de dar las buenas noches a todos, regresó a través de la espesura y del prado a su pequeña casa para sentarse delante de ella y respirar el aromático aire, atenta al canto de los grillos, al parpadeo de las estrellas y a la plateada luna llena.
Y, mientras el argénteo río Tumble gorgoteaba quedamente en el cercano barranco, Faeril creyó percibir unos suaves pasos y alzó los ojos para ver a…
—¡Mi buccaran…! —musitó—. Sabía que vendrías a buscarme.
Y le tendió la mano, que Gwylly tomó.