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JUSTO CASTIGO
Comienzos de primavera del año 5E991
(Cinco meses más tarde)
El emir de Nizari entró en su oscura alcoba sin más luz que una vela y cerró la bien protegida puerta tras de sí. Bostezó con fuerza, porque tenía sueño. Los juegos con su último jovenzuelo imberbe lo habían cansado. La vela produjo un resplandeciente halo cuando el príncipe avanzó por el dormitorio, de modo que las sombras retrocedieron rechazadas por el pequeño círculo de claridad.
El emir se dio cuenta de que no estaba solo cuando la débil luz se reflejó en un par de glaciales ojos, semejantes a zafiros, que lo vigilaban desde un rincón y pertenecían a una figura de capa y turbante que se cubría el rostro con una tela negra.
—¿Quién…? —preguntó el emir en lengua hyrinia, al mismo tiempo que alzaba la candela y daba un paso atrás.
Poco a poco, el misterioso personaje movió una mano y se destapó la cara.
—¡Tú! —jadeó el emir.
Quizá gritara y gritara al morir, pero nadie lo sabrá nunca ni podrá decirlo, porque todas las habitaciones de la Ciudadela Roja están aisladas acústicamente. Todo cuanto se sabe es que a la mañana siguiente, cuando el mayordomo Abid fue a despertar a su señor, el emir estaba muerto, atravesado su fornido cuerpo por un arma abrasadora —al menos, eso supuso el criado principal—, ya que la herida aparecía cauterizada, como si la hubiera producido una lanza al rojo vivo.
Nadie pudo imaginarse quién era el autor del magnicidio, aunque predominaba la opinión de que sólo un djinn habría sido capaz de introducirse en la alcoba sin ser visto por los guardias.