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CAMINOS

Finales de invierno

hasta comienzos de otoño del año 5E990

(El presente)

Cabalgaron hacia el norte por el cañón, cuyas paredes se alzaban abruptas por ambos lados y, en consecuencia, les producían una sensación de encierro. Pero, aunque la garganta serpenteara constantemente de un lado a otro, ellos avanzaban a buen paso, impulsados por el deseo de salir del cañón antes del anochecer, para el que faltaban todavía unas nueve horas. El puerto de montaña se hallaba a unos sesenta kilómetros. Casi siempre, la caravana avanzaba a un trote corto y en silencio, perdidos los jinetes en sus pensamientos, aunque algún camello daba de cuando en cuando sonora expresión a sus protestas. Los animales eran dieciocho en total. Quince de ellos llevaban una ligera carga, y los tres restantes servían de montura, pero los odres de agua habían sido repartidos entre todas las bestias. Aravan iba delante, con Faeril, y tiraba de cinco camellos. Los seguía Riatha, con cinco animales a remolque, y el último era Urus, igualmente con cinco bestias a su cargo. Siempre hacia el norte avanzaba la pequeña caravana por la tortuosa garganta, y el día, que había estado en su esplendor matutino al emprender los cuatro la marcha, ya comenzaba a declinar.

Hacía unas cuatro horas que cabalgaban y el sol ya había pasado por encima de sus cabezas cuando, de pronto, Aravan levantó la mano y llamó a los demás:

—¡La piedra se pone fría!

No obstante prosiguieron su camino. Faeril sentía gran temor, pero al poco rato dijo:

—Es de día, ¿no? Poca puede ser la amenaza, pues.

—En efecto, Faeril —contestó Aravan—. No nos atacarán, salvo que haya algún humano entre sus filas. Pero eso es muy poco probable.

Cuando pasaban por delante de una negra abertura en la pared oriental, indicó Aravan:

—Sospecho que aquí está el refugio de los spaunen.

La damman trató de escudriñar la sombría oquedad, pero esta tenía una forma tan retorcida que no pudo ver nada.

—¿Cuánto llevamos de camino? —quiso saber.

—Unas siete leguas.

—Treinta y cinco kilómetros, pues —calculó Faeril—. Aquí es donde estaban el ghul y el corcel del infierno cuando tú y Urus los visteis por primera vez, y el lugar hacia el que anoche corrían los rücks y los hlēoks.

—Sí, pequeña. Creo que aciertas.

A medida que se alejaban de la siniestra grieta, la piedra azul de Aravan se puso más templada.

—Tengo la impresión de que dejamos una tarea sin realizar —señaló Faeril—. Una infernal guarida que debiéramos limpiar y luego cerrar para siempre.

—Quizá, pequeña, quizá. Pero los rûpt han quedado ahora sin jefe y, por consiguiente, no representan ya la amenaza de ames. Al verse solos, lo más probable es que se escondan en las montañas y se dediquen a pelear entre sí.

—¿Confías, Aravan, en que sus ataques cesen?

—No, Faeril. Siempre harán alguna incursión, pero no será de manera tan frecuente y, sobre todo, tendrán mucho menos éxito. Porque, sin una astuta mente que guíe a los spaunen, los viajeros y los mercaderes y los habitantes de las ciudades podrán estar bastante más tranquilos.

Durante otras cuatro horas trotaron hacia el norte, para desembocar por fin en el paso de montaña y dejar definitivamente detrás el cañón.

Torcieron entonces hacia la izquierda, en dirección al oeste, donde se hallaba el sultanato de Hyree. Quedaba una hora de día, mas ni siquiera se detuvieron al anochecer, porque querían alejarse todo lo posible del misterioso refugio de los rücks.

Continuaron, pues, por los sinuosos senderos de los montes Talâk mientras las estrellas tachonaban el cielo y salía el amarillo globo de la luna, cuyos destellos hacían destacar más las oscuras y alargadas sombras. Y como si los pálidos rayos los empujaran por detrás, los dieciocho camellos parecieron darse más prisa.

Acamparon a medianoche en lo más profundo del puerto de montaña, a unas diecisiete leguas del refugio de los spaunen.

Mientras Riatha le cambiaba los vendajes a Aravan, Urus estudió uno de los mapas de la elfa a la luz del fuego.

—En un solo día hemos hecho, más o menos, ciento diez kilómetros, algo que los camellos no soportarán.

—¡Ni yo! —replicó Aravan con un gemido—. Al menos, no lo resistirá mi trasero.

Riatha terminó de atender al elfo y se dedicó a Urus.

—No apretaremos tanto como hoy, en los próximos días —añadió Aravan, a la vez que se bajaba la manga—. ¡No en vano hemos salido ya del dichoso cañón!

El baeran gruñó.

—Calculo que nos faltan unos doscientos cuarenta kilómetros para abandonar el paso de montaña, y otros mil quinientos hasta el puerto de Khalísha.

—Quítate la camisa, chieran —dijo la elfa.

Unís se desató el justillo y se lo pasó por encima de la cabeza.

—Un mes más de viaje, y habremos llegado al mar —agregó Aravan.

Al retirarle el vendaje del hombro, Riatha comprobó que sólo una débil raya rosada revelaba dónde había sido herido el baeran. En los otros dos puntos —la muñeca y el costado—, ni siquiera eso se veía.

—¡Estás totalmente curado, Urus! —exclamó la elfa, admirada.

Él se rio.

—Es mi naturaleza, querida.

A continuación, Riatha entregó a Aravan el ungüento y las vendas, y se quitó el propio justillo. Y, mientras el elfo le renovaba las tiras de tela, dijo este:

—Mañana, tú y Faeril debéis poneros las ropas encontradas entre el botín que había en la mezquita. Yo prepararé mi estratagema especial, y Urus hará otro tanto. Porque, en el caso de tropezar con soldados, conviene que nos tomen por lo que afirmamos ser: los componentes de una caravana.

Urus y Riatha se declararon de acuerdo.

Faeril, en cambio, permanecía sentada aparte. Contemplaba la refulgente luna y por su rostro resbalaban gruesas lágrimas. Recordaba otros tiempos, otros lugares, otras lunas…

Vividos en compañía de Gwylly.

A la mañana siguiente, Riatha y Faeril se cubrieron con sendos thēobes, los largos vestidos negros que, con sus velos, esconderían los rasgados y rutilantes ojos de la damman, así como los plateados de la elfa y su rubia cabellera. Iban las dos tapadas de la cabeza a los pies y sólo se les veían las manos, como es costumbre entre las mujeres del desierto.

Aravan, por su parte, se manchó ligeramente de marrón la cara, los brazos y las manos. Además se ató a la cabeza una cinta, con objeto de disimular las puntiagudas orejas que asomaban entre sus negros cabellos, que le permitiría a su vez taparse los ojos. Por último se puso un kaffiyeh blanco, sostenido por un agal adornado con cuentas. Se echó luego sobre los hombros una jellaba de color azul claro, larga y suelta.

Bronceado como ya estaba, Urus sólo se oscureció el pelo y la barba. Sí, en cambio, reemplazó su mangual por una cimitarra de ancha hoja curva y se introdujo el arma a través de la amplia faja también azul que le rodeaba la cintura. Completó su atuendo un turbante del mismo tono, que además le cubría parte de la cara.

Cuando todos estuvieron a punto, emprendieron viaje a Hyree.

Era ya la avanzada tarde del quinto día desde que habían abandonado la mezquita, cuando la caravana descendió del paso de montaña para entrar en el sultanato.

Había allí una pequeña guarnición formada por guardias fronterizos. Dos de ellos salieron del puesto y detuvieron la caravana.

—¿Qué noticias hay de Nizari? —inquirió el soldado en lengua hyrinia—. ¿Qué tal van las cosas por allí?

—¡Bien, bien! La ciudad resiste —contestó el embozado jefe de la caravana, que delante llevaba a su hija, totalmente cubierta de velos—. ¡Cada día se enriquece más, con los portazgos que cobra!

El otro hombre recorrió la caravana para ver qué géneros transportaba. Echó una mirada a la mujer que vestía el thēobe, pero pasó de largo.

—¿Tuvisteis algún problema en el cañón encantado?

—No, ninguno —contestó el jefe de la expedición—. Desde luego, pagué buen dinero para que me acompañara una escolta de Nizari.

—¿Visteis a unos extranjeros a caballo? Creo que eran tres hombres y dos niños… O quizá dos hombres y una mujer. ¿No encontrasteis tampoco las tumbas de los chiquillos?

—¡No! ¡Nada de eso! —replicó el fingido ciego, señalándose los vendados ojos—. ¡Además, yo no veo mucho! —agregó con una risotada.

El segundo soldado soltó un resoplido y sonrió.

—Tú, Khassim, tienes sesos de asno. ¡Eso sucedió un mes atrás! Aquellos fugitivos lograron escapar, o están todos muertos.

—Nos ordenaron preguntar —protestó Khassim—. ¡Nos ordenaron preguntar!

—Pues deja de hacerlo ya, memo. Nadie puede sobrevivir ni una sola noche cerca del cañón. ¡Mucho menos un mes entero, entonces! Esa gente está muerta, sin duda alguna. Debió de morir asesinada por el monstruo de la endemoniada garganta, que después se zamparía a sus víctimas.

El jefe ciego se volvió hacia el mudo guardaespaldas que iba al final de la caravana.

—¡Jula! —gritó, e hizo unas señales con las manos—. ¡Busca unos regalos adecuados para estos amables soldados!

En cuestión de segundos, la caravana pudo volver a ponerse en marcha. Los soldados admiraban todavía sus nuevos kaffiyehs y se pasaban de uno al otro los turbantes, indecisos entre quedarse las prendas de un níveo blanco o las azules, del color sagrado, y se servían mutuamente de espejo.

La caravana siguió en dirección al norte, por el lado occidental de los montes Talâk. Esta cara de la cordillera se hallaba cubierta de vegetación, dado que las elevadas crestas arrebataban la lluvia a las nubes y sólo permitían pasar a las laderas orientales los secos vientos que luego barrían el imponente Erg y las arenas del vasto Karoo.

Llegada la tercera noche del viaje, Aravan se sentó junto a Riatha y los dos conversaron quedamente en la noche sin luna.

El elfo añadió una rama al reducido fuego.

Dara, hace ya tiempo, cuando navegábamos hacia Pellar, te pregunté a quién defenderías más en caso de tener que elegir: si a tu amante o a aquellos que lo necesitaran más… Te encontraste dos o quizá tres veces ante esa prueba, y en cada ocasión corriste a proteger a los waerlings. Y te suplico que perdones mi duda.

—Hiciste bien en formular la pregunta, Aravan, porque ni yo misma me conocía, hasta que llegó el momento…

La elfa miró al dormido baeran.

—¡Ojalá hubiera sabido que a Urus lo afectan tan poco las heridas! Eso me habría ahorrado muchas angustias.

También Aravan se fijó en el baeran.

—¿Qué edad aparenta, en tu opinión?

Aro, Aravan. No sabría calcular los años de un humano.

—Yo diría que es joven —reflexionó el elfo—. Lord Hanor de Caer Pendwyr suponía que no tendría más de treinta años.

—¿Adónde quieres ir a parar, Aravan?

—Simplemente deseaba atraer tu atención sobre esto, dara. El barón Stoke decía que los elfos no éramos los únicos inmortales, y en esto tenía razón, porque… los Ocultos, por ejemplo, son tan inmortales como los dioses.

»También Stoke afirmaba ser inmortal, y hacía alarde de que sólo la plata pura o la plata estelar podrían matarlo, o el fuego, o los colmillos y las garras de otro…

—¡De otro Maldito! —lo cortó Riatha con el corazón a punto de estallarle, a la vez que una nueva esperanza se abría paso en su interior.

—Urus es lo que llaman un Maldito. ¡Aravan! ¿Crees de veras que…?

El elfo alzó las manos con las palmas hacia arriba.

—Sólo podemos esperar y tener paciencia, dara. Urus puede ser inmortal, o sólo un mortal muy longevo o… nada de todo eso. Lo único que sabemos es que… el tiempo lo dirá, Riatha. ¡El tiempo lo dirá!

Viajaban de día y acampaban de noche: el ciego jefe, su mujer y la hija, acompañados por el formidable guardaespaldas. En ocasiones se permitían hacer un alto en alguna aldea de la falda de la montaña para descansar un día entero en una posada decente y poder bañarse a solas, dormir en un lecho y adquirir provisiones.

En todas partes hallaron evidencia del hundimiento de la religión del profeta Shat’weh: minaretes en ruinas, mezquitas y templos abandonados, la falta de oraciones matutinas y vespertinas… De cuando en cuando, además, pasaba al galope un grupo de soldados. Los cuatro ignoraban si eso era corriente en aquellas tierras, pero en cualquier caso parecía significativo.

Llovió dos veces: la primera, de forma suave, pero la segunda fue torrencial, con fuerte viento además. Días después, los viajeros aún tuvieron que vadear corrientes que se precipitaban montaña abajo.

Durante casi un mes continuaron su camino hacia el norte, pero llegó un día —el vigesimonoveno después de su partida de la mezquita— en que treparon a un picacho para contemplar las azules aguas del mar de Avagon.

A sus pies se extendía el puerto de Khalísha, y por la bahía iban y venían dhows de vela latina. Al ver aquello, a Faeril se le saltaron las lágrimas. Al preguntarle Aravan por el motivo del súbito llanto, la damman respondió:

—¿No recuerdas aquel espejismo? ¿Unos barcos como estos, navegando por el desierto? ¡Gwylly era tan feliz, entonces! Y yo… y yo también lo era.

En la ciudad vendieron el género que habían llevado consigo en la caravana, camellos inclusive, y sólo se quedaron con unas pocas cosas. El ciego jefe regateaba con tremenda habilidad y supo obtener un buen beneficio con todo. Además, el formidable guardaespaldas mudo, el de la peligrosa cimitarra, era el encargado de pesar el oro y la plata.

Tomaron pasajes para Arbalin, ya que ningún barco de Khalísha iba a Pellar, y a los nueve días de su llegada a la ciudad portuaria se hicieron a la mar, por la mañana, en un dhow de tres mástiles, el Hilâl, que zarpó con la marea menguante. Navegaron día y noche por el Avagon, tripulado el barco por unos marineros morenos, delgados y menudos. Surcaron aguas atestadas de piratas, pero por lo visto ni el capitán ni los hombres tenían miedo, ya que Hyree y Kistan mantenían estrechas relaciones comerciales, estratégicas y religiosas. En consecuencia, de noche viajaban con las luces encendidas y, de día, lucían llamativas velas rojas, para anunciar a todo el mundo que el Hilâl era un barco valiente, un barco gobernado por hombres.

Aunque el capitán tenía su propio camarote y la tripulación se alojaba en la bodega, el ciego y su imponente esclavo dormían al aire libre mientras que la mujer y la niña compartían una pequeña tienda en cubierta.

Las dos pasajeras femeninas permanecían encerradas durante el día y sólo podían salir a estirar las piernas cuando estaba oscuro, porque así lo exigían las costumbres hyrinianas en los barcos. Era en las horas nocturnas cuando Riatha y Faeril —quedos los pasos de la elfa y silenciosos los de la warrow— hacían un poco de ejercicio y se acercaban al timonel, que de cara a las estrellas le rezaba al profeta. Claramente habían entendido ellas el nombre «Shat’weh». Cuando el marinero vio por vez primera que lo observaban, se puso a hablar afablemente con aquellas «mujeres» que vestían un thēobe, pero ni Riatha ni Faeril le entendieron, ya que no conocían la lengua hyriniana. Limitáronse las dos a hacer unas rígidas inclinaciones y continuaron el paseo, dejando atrás a un estupefacto timonel que, mientras manejaba con energía el gobernalle, no perdía de vista a las visitantes, reflejada la ansiedad en sus ojos.

La noche siguiente fue la del equinoccio de primavera, y Aravan se dirigió al mismo timonel para hablarle en voz baja. Y, en las próximas horas, el marinero observó con asombro cómo los cuatro pasajeros daban los majestuosos pasos del rito con que los elfos celebraban la llegada de la primavera, a la vez que los dos seres altos y delgados entonaban unos himnos.

Terminada la danza, dijo una Faeril nuevamente anegada en lágrimas:

—Es preciso que deje de llorar por cada pequeñez. Al mismo tiempo, ¿cómo voy a contenerme? ¿Cómo puede uno dejar de recordar horas felices, cuando el ser amado estaba al lado, el ser ya perdido…?

Urus se arrodilló para abrazar a la menuda damman.

—¡Ni siquiera debes intentar olvidar a Gwylly, Faeril! ¡Nunca! Por el contrario, procura saborear la dicha que tuviste, ya que, mientras nos acordemos de Gwylly, algo de él seguirá vivo.

El mar estaba en calma pese a que llovió varias veces y el viento soplaba con fuerza. Aun así tardaron unos veintiún días en alcanzar la isla de Arbalin, a la que llegaron con la marea de la tarde.

Aquel anochecer, una vez en tierra, volvieron a aparecer dos elfos lianes, una pequeña warrow y un enorme baeran. El ciego amo y su mudo guardaespaldas habían desaparecido para siempre en las jabonaduras, después de un buen baño, y también su mujer y su hija dejaron de existir al desprenderse de sus thēobes.

Tuvieron suerte y se aseguraron pasajes para un barco de Arbalin, el Delfino, que partiría en dirección a Pellar sólo dos días más tarde. El día once de abril levaron anclas con la marea del alba.

Navegaron a lo largo de las costas de Jugo hasta más allá de la desembocadura del gran río Argón, y la tierra que pronto divisaron a babor era la del reino de Pellar. Dejaron atrás la cala de Thell —allí donde el Eroean se hallaba escondido en una gruta— y continuaron hacia el este, siempre pegados a la costa de Pellar.

Con la marea del mediodía entraron en la bahía de Hile, dominada por los acantilados de Pendwyr. Faeril sintió gran alivio al verse de nuevo en la ciudad, aunque allá donde mirara no descubría más que la dejadez de los seres humanos; sucias aguas residuales caían rocas abajo, contaminando la bahía.

Desembarcaron a primera hora de la tarde y subieron la empinada escalera de los riscos para atravesar luego la ruidosa y abarrotada ciudad. El olor que despedían los muladares era horrible, y no había quien aguantara los efluvios de las aguas fecales.

En la fortaleza les dio la bienvenida el comandante Rori, quien enseguida se ocupó de que obtuviesen buen alojamiento. Poco después, el mismo Rori les anunció que lord Leith los recibiría por la mañana, ya que el rey Garon y la reina Thayla se encontraban desde luego en Challerain, adonde habían viajado al comenzar la primavera, y no regresarían hasta principios de otoño.

Cuando aquella noche se acostó Faeril, pensó en lo bueno que era estar de regreso. Pero aún sería mucho mejor volver al hogar, estuviese este en un sitio o en otro. No obstante, la damman no se imaginó sus Boskydells, sino una casita del valle de Arden, donde con su buccaran había vivido tan feliz, en la pequeña colina junto al río Tumble.

Y Faeril lloró hasta quedar vencida por el sueño.

—¡Maldición! —exclamó el corpulento hombre y pegó un puñetazo en la mesa—. ¿Otra yihad? ¿Es que no van a aprender nunca?

—¡Mi lord Hanor! —trató de calmarlo lord Leith—. No se ha hablado de una nueva yihad o guerra santa. Simplemente sabemos que las mezquitas del profeta fueron destruidas, y eso no es ninguna novedad. Nuestros espías…

—Oí comentar que hay movimiento militar. ¿Y qué otra cosa puede significar, sino la preparación de una yihad?

Leith se volvió hacia el comandante Rori.

—¿Qué cuentan tus espías al respecto, Rori?

—Todo parece indicar que, en efecto, se está preparando algo.

Aravan carraspeó.

—Es posible que los planes del sultán hayan sido postergados, porque al morir Stoke no hay quien cuente ya con un ejército de cadáveres. El secreto de esos cuerpos se perdió para siempre con la desaparición del monstruo.

Lord Leith suspiró.

—Quizá sea así, lord Aravan. En cualquier caso, el rey Garon debe ser informado. Mañana mismo enviaré un mensajero a Challerain con vuestras noticias.

Después de un silencio preguntó Faeril:

—Por cierto, comandante Rori, ¿regresó Halid? La última vez que lo vimos se disponía a cruzar el desierto en dirección a Sabrá, para alcanzar todavía el Bello Vento del capitán Legori.

—Volvió, sí —contestó el comandante, al mismo tiempo que contemplaba el plateado mechón en la negra cabellera de la damman—. Llegó en diciembre y nos explicó que, en Sabrá, estuvo a punto de ser colgado por ladrón de caballos.

»Pero Halid no permaneció aquí más que un día. A la mañana siguiente partió hacia Darda Erynian, y a principios de abril se presentó de nuevo en Pendwyr, esta vez con dos elfos llamados Hoja de Plata y Tuon. Los tres embarcaron rumbo a Sabrá, en busca de aquel pozo del Karoo en que se esconde una criatura espantosa.

—Uâjii —murmuró Aravan.

—Eso mismo —dijo Rori—. El pozo de Uâjii. Iban decididos a matar al gusano y vengar la muerte de Reigo. No os encontrasteis por…, déjame calcular…, por una diferencia de ocho días exactos.

—¡Al cuerno con ese monstruo del pozo! —tronó lord Hanor—. Peor es el monstruo que ocupa el trono de Hyree. Habrá que hacer algo. Asesinarlo, tal vez… En caso contrario, se armará una verdadera yihad.

Los azules ojos de Aravan se clavaron en el consejero.

—¿Decís que el sultán es un monstruo? Nosotros sólo teníamos sospechas. ¿Habéis conseguido pruebas de algún hecho execrable?

Hanor cerró el puño.

—¡No necesito pruebas, lord Aravan! Me basta con mis sospechas. ¡Yo afirmo que es un monstruo y, como todos los monstruos que puedan existir, debiera ser eliminado!

La mirada de Aravan se tornó glacial.

—En nuestro viaje nos enfrentamos a varios monstruos y logramos liquidar al peor de todos ellos. Sin embargo, no pude dar su merecido al que yo ando buscando desde hace incontables años. Quedan todavía muchos en este mundo, lord Hanor. Si quisierais derrotarlos a todos, nunca acabaríais vuestra tarea, porque aún más están en desarrollo.

»Quizá tengáis razón al decir que todos merecen morir, y ya les llegará el día, si son mortales. Ni vos ni nadie que yo conozca puede desgarrar los velos del tiempo, y vos sólo tenéis sospechas de maldades todavía por cometer. Os pregunto, lord Hanor: ¿mataríais a todo aquel del que sospecháis que el día de mañana puede perpetrar graves delitos? Y permitidme otra pregunta: si pudierais matar a todos los que simplemente os inspiran sospechas, ¿quién sería entonces el monstruo?

»Quizá fuese acertado, por vuestra parte, procurar dar muerte a quienes pueden asesinar a personas inocentes, pero creo que, en general, tiene que haber otros modos de frustrar sus siniestros planes.

Hanor emitió un bufido.

—¿Cómo habláis así, elfo, cuando vos perseguís a alguien para eliminarlo? ¿Y cuál es el motivo? ¡La venganza!

—No lo niego, lord Hanor. Pero, en muchos aspectos, la venganza es el motivo más puro de todos, porque exige el castigo que merece un acto totalmente injusto, y en el fondo constituye la suma y la sustancia de vuestras propias leyes humanas.

Leith alzó las manos como si quisiera interponerse entre el elfo y el hombre.

—Dejadlo estar, caballeros. No obstante, quiero decir esto: vuestro punto de vista es acertado, lord Aravan. Realmente debemos castigar las canalladas cometidas; pero, en cuanto a las infamias que puedan ocurrir en el futuro, ¿quién sabe aún cuáles serán? De tener previo conocimiento de ello, podríamos prevenir tales fechorías, pero por desgracia no es así.

Lord Hanor hizo rechinar los dientes.

—Tengo la certeza de que el sultán de…

—¡Dejadlo estar, dije! —lo cortó Leith.

Hanor calló. Era evidente que le costaba tragarse sus propias palabras.

Se produjo un momento de violencia, al que el primo del rey puso hábilmente fin dirigiéndose a Faeril para tomarle las pequeñas manos.

—Señora, me apena profundamente la noticia de vuestra pérdida. Pero sabed esto: vuestro sir Gwylly fue un héroe, y el mundo se ha empobrecido sin él.

Los ojos de la damman se llenaron de lágrimas cuando lord Leith le besó las manos, y apenas logró musitar unas palabras de agradecimiento.

Tres días después, Faeril, Aravan, Riatha y Urus abandonaban Pendwyr en dirección norte, de regreso a casa. Llevaban consigo seis caballos: cuatro monturas y dos bestias de carga.

Atravesaron las colinas de Glave y se internaron en el Gran Bosque. Urus iba delante y llevaba de una correa el caballo de Faeril. Los seguían Riatha y Aravan, cada cual con un animal de carga atrás.

Era plena primavera; la vida resurgía. Abríanse los capullos y en los árboles y arbustos asomaban pálidas y tiernas hojas, las amarillentas hierbas reverdecían, y aquí y allá surgían alegres florecillas. Faeril se dijo que casi había olvidado cuan verdes eran las tierras del supremo rey, porque en sus viajes por mar habían surcado profundas y oscuras aguas, y el Karoo era de un triste color pardusco. Hasta el verdor de los montes de Talâk parecía apagado y pobre, en comparación con el esplendor que ahora los rodeaba.

Y, mientras cruzaban el renaciente bosque, volvieron a él tras sus largos viajes numerosas aves, que se encargaban de despertar cada mañana a los cuatro compañeros. Entre los árboles se escurrían los animales y, en un par de ocasiones, la damman vio cómo un venado se alejaba a saltos. Al anochecer, las ranas les ofrecían sonoras serenatas.

Llegaron las lluvias primaverales y, durante varias jornadas, tuvieron que cabalgar por una selva empapada, y menos mal que sus capotes los protegían. De noche acampaban donde podían. A veces, bajo un cobertizo montado a toda prisa; otros días, al abrigo de algún peñasco hueco, y sólo en contadas ocasiones pudieron alojarse en la cabaña de un leñador o en un granero.

Si no llovía, acampaban al aire libre, y mantenían vivas discusiones alrededor del fuego.

Faeril había de recordar especialmente una: la de una noche en que se había sentado sobre una zarza.

—¡Oh! —exclamó la damman, y los demás la miraron enseguida—. ¡Caramba, señor espino! Yo pensaba descansar en este tronco.

Faeril se puso a rebuscar entre sus alforjas hasta encontrar sus guantes de escalada, que en el acto se calzó. Agarró entonces el largo tallo y empezó a tirar de él para desenterrarlo. Pero no salía.

Lo intentó de nuevo, pero igualmente sin resultado.

Urus se colocó a su lado con el capote sobre los hombros.

—Probaremos suerte juntos, pequeña.

La damman hizo toda la fuerza posible y, con ayuda del baeran, arrancó la zarza con raíces y todo, que por cierto eran tan largas como la rama que había pinchado a Faeril.

La warrow dedicó una risita a Urus, y este se la devolvió. A continuación, el baeran y Riatha se encaminaron al río. Faeril los siguió con la vista por espacio de unos momentos, y luego contempló sonriente la media luna. Finalmente arrojó al fuego la rama de zarza y, perdida en sus pensamientos, vio cómo ardía.

Al cabo de un rato notó que Aravan la observaba.

—¡Si todos los problemas fuesen tan fáciles de resolver! —suspiró la damman, señalando la zarza.

—Es verdad —contestó Aravan—. Ciertos problemas tienen raíces muy profundas.

—Me estuve preguntando, amigo elfo, si la humanidad llegará alguna vez a la raíz de sus problemas, como parecéis haber hecho vosotros. Recordaba tu discusión con lord Hanor, en Caer Pendwyr…

Aravan movió la cabeza.

—¡Ay, mi pequeña! Los elfos no hemos resuelto todos los problemas afrontándolos.

—Pero tú…, quiero decir los elfos…, vosotros no despojáis el país. Y, por otras conversaciones mantenidas, sé que los elfos ya no estáis empeñados en conquistarlo y dominarlo todo.

—Realmente, Faeril, solucionamos muchos de los asuntos más espinosos, pero aún quedan otros. Sin embargo, ya sé por dónde vas.

»¿Conseguirá la humanidad llegar a la raíz de sus problemas? No creo que el hombre viva lo suficiente para ello.

»Entre los elfos hay quien ha vivido todas las épocas. Fueron esos quienes produjeron cambios al buscar y analizar las raíces de nuestros problemas. En cualquier caso, nosotros descubrimos que, en el fondo, todas las raíces estaban enredadas, como sucede con las del hombre. Si uno tira de una raíz, lo que hará será exponer otra, y otra, y otra más.

»Pero el ser humano es de vida corta. Está demasiado ocupado en la satisfacción de sus imprudentes apetitos. Además se excede en la procreación. Temo que, un día, entre todos los humanos saqueen el mundo. ¿Quién de ellos será capaz de renunciar a sus caprichos para preocuparse de los efectos que sobre el mundo puede tener la presencia del hombre? Y… ¿qué ser humano existirá durante el tiempo suficiente para acumular los conocimientos necesarios para que le ilumine de una vez la mente?

Faeril removió los rescoldos de la leña quemada.

—Tú, Aravan, dijiste una vez que los hijos del hombre constituían eslabones del pasado al futuro. ¿No podría trabajar la humanidad de acuerdo, para conseguir esos conocimientos y pasar lo aprendido de una generación a la siguiente, de modo que la nueva generación se apoyara en la experiencia de sus mayores y así, una generación detrás de otra, hasta adquirir finalmente sabiduría?

—La humanidad podría lograr eso, sí. Pero fíjate bien en esto: para aprender, tienes que saber escuchar. Y el género humano grita demasiado para prestar atención.

—Bien, pero del mismo modo que Urus y yo conseguimos arrancar la zarza de cuajo entre los dos, creo que el hombre sólo resolverá sus muchos problemas mediante la colaboración. Si busca las verdaderas raíces de las cosas y las saca a la luz del día para examinarlas, quizá llegue a transformar espinos en flores y zarzales en jardines. De lo contrario sólo recorta un poco un problema, y de las mismas raíces nacerán más y más pinchos. Lord Hanor quería matar al sultán de Hyree, ¿no? Y tal vez tuviera razón, pero… ¿no sería eso una simple poda? ¿No surgirían nuevos déspotas de las mismas raíces?

Aravan miró sonriente a Faeril.

—¡Ay, mi pequeña! Ahora empiezas tú a plantearte los mismos problemas que preocuparon tanto tiempo atrás a nuestros elfos filósofos.

—¿Por qué no facilitan los elfos una respuesta a los humanos, pues?

—El hombre no escucha, Faeríl, y tendrá que ver las consecuencias de sus actos antes de comprender, por fin, que necesita cambiar, pero tal vez ni siquiera entonces posea la fortaleza para hacerlo. Recuerda el caso de los lemings: ¡ignoran que corren todos juntos hacia su destrucción! Y, si tú intentases detenerlos en su loca carrera, sencillamente pasarían por encima de ti. Confiemos en que la humanidad reaccione antes de que sea tarde y tenga entonces la fuerza de voluntad necesaria para actuar de la forma debida.

El Gran Bosque era una enorme extensión de tierras maderables, de más de mil kilómetros de largo por cuatrocientos de ancho. Pero Urus parecía conocer cada rincón de aquella selva y cabalgó con pasmosa seguridad hacia su destino. En el centro del bosque encontraron un vasto calvero conocido simplemente por El Claro, y tan amplio, que la espesura, que quedaba a unos cuarenta y cinco kilómetros de distancia, apenas se veía.

De pronto exclamó Faeril:

—Este es el sitio al que tú llegaste con Tomlin y Pétalo, Riatha, hace mil años, para cantar las hazañas de Urus…

El baeran miró a la elfa con una pregunta en los ojos.

—Sí, mi amor —respondió ella—. Aquel día, tú te convertiste en leyenda. Tomlin relataba tus proezas, y yo las cantaba.

Urus gruñó algo y meneó la cabeza, pero Faeril notó que se sentía satisfecho.

Los cuatro atravesaron el despejado espacio y, en un hermoso crepúsculo de mayo, hicieron su entrada en una aldea escondida entre la fronda.

Permanecieron un mes entero en el poblado baeran, en espera del Día Largo del Año, fecha de la Asamblea. Todos los baeran se reunían entonces en el calvero del Gran Bosque para tomar parte en concursos, cantar y hablar de famosas hazañas. Por eso había estado Urus tan satisfecho de oír las proezas de Tomlin y de Riatha, porque no cabía mayor honor que el de que los hechos de uno fueran explicados y cantados en la Asamblea de los baeran.

Pero, cuando llegó el día, objeto de relatos y cantos fue Gwylly, cosa que cautivó a todos los baeran allí reunidos y les encogió el corazón.

No había quien tuviera los ojos secos cuando Riatha acabó su canción y la última nota del arpa se perdió en el quieto aire del bosque.

El grupo prosiguió su viaje hacia el norte y cruzó el río Rissanin por el vado de Eryn para entrar en Darda Erynian, lugar conocido también como la Gran Casa Verde o como Bosque Oscuro de los Antiguos.

Cruzaron los cuatro aquellas tierras selváticas escoltados por elfos dylvanos, parientes de los lianes aunque de estatura algo menor.

Parecieron transcurrir incontables los largos días de verano con sus templadas noches. Sin embargo, a las dos semanas habían alcanzado la carretera de Landover y pasado el caudaloso río Argón.

Allí se separaron de ellos los dylvanos, y el pequeño grupo tomó el camino del paso de Crestan, en el Muro Siniestro.

Por espacio de otros dos días, los cuatro cabalgaron por la alta montaña de ruidosos torrentes, grandes cascadas, espesos bosques de coníferas y tranquilos prados cubiertos de flores silvestres del estío.

Superado el paso de Crestan iniciaron el descenso, pero no llegaron a su destino, el valle de Arden, hasta el día nueve de julio.

Allí fueron recibidos con los brazos abiertos, aunque también con lágrimas en los ojos cuando los habitantes del valle se enteraron de lo sucedido.

Faeril almohazaba a Cola Negra y Dapper, los ponis devueltos a Arden desde el puerto de Ander, en Rian, casi tres años atrás.

Riatha entró muy sonriente en la cuadra, con un pergamino doblado en la mano.

—¡Mira esto! —dijo—. Es una carta de los sacerdotes adonitas de aquel monasterio situado en lo alto del glaciar. Está fechada hace dos años, va dirigida a Aravan y…, ¡ha llegado hoy! Acompañaba a este escrito la carta que Aravan había enviado a alor Inarion un año antes, cuando se encontraba en el monasterio con Urus todavía convaleciente.

»Cuando Inarion la recibió, Aravan se echó a reír y dijo que era una suerte que nada urgente dependiera de su llegada.

»Respecto de esta carta de Doran, Aravan cree que todos debemos leer las palabras del abad, por lo que me la ha pasado para que te la enseñe a ti y luego se la lleve a Urus.

Mi estimado lord Aravan:

Como vos nos aconsejasteis, Gavan y yo bajamos a las praderas donde pacen los rebaños de renos, apenas llegado el verano, y allí encontramos a los aleutianos. Los apenó mucho la noticia de la muerte de B’arr, Tchuka y Ruluk a manos del Horrible Pueblo, y enseguida enviaron una expedición al Muro Siniestro, pero sin resultado.

En otoño nos acompañaron a la aldea de Innuk, a orillas del mar Boreal.

Gavan y yo esperamos mucho tiempo a que llegara un barco fiordlandés, que al final apareció. Dos años han transcurrido desde que nos instalamos en este pueblo, pero hasta ahora no hemos tenido oportunidad de enviar vuestra carta al valle de Arden, tal como deseabais.

También escribí al patriarca de mi propia orden adonita para explicarle lo ocurrido aquí y en el monasterio. Como vos sugeristeis, le aconsejé que, de desear volver a habitar el cenobio, lo haga con sacerdotes guerreros, que es lo que requiere un lugar tan peligroso.

En cuanto a Gavan y a mí, nos entró la vocación de atender a los aleutianos, tanto en Innuk como en otras aldeas, aunque esta gente es de una terrible tozudez e insiste en que todo lo bueno procede de Tak’lat de las Nieves, y no de Adón, o de Shuwah de los Mares, o de Jinník de los Aires, o de… ¡yo qué sé! Estos aleutianos parecen tener mil dioses: el dios de los cuervos, el de los peces, el de las focas, el de las ballenas… Dioses para los árboles, para la nieve y el hielo, para el fuego, la lluvia, el agua, y muchos más. Todo cuanto existe en la superficie de la tierra o debajo de ella, en el cielo o más arriba, en el mar o en sus profundidades, ya sea real o imaginario, material o inmaterial, conocido o desconocido, esté vivo o muerto, ha de tener su dios.

Confío en que Gavan viva muchos años, porque yo solo no podría terminar semejante tarea.

Espero que esta carta os encuentre a todos bien, y que vuestra busca tuviera un final satisfactorio.

Vuestro en Adón,

DORAN, abad.

Riatha y Urus contrajeron matrimonio en una bonita ceremonia al estilo de los elfos en la noche del equinoccio de otoño, y fue Inarion quien les hizo pronunciar sus mutuas promesas en la resplandeciente sala. Riatha, jubilosa, lucía un encantador vestido de seda de color verde pálido, de mangas largas, ribeteado de doradas cintas de raso. Con otras cintas, estas del mismo tono verde del vestido, le habían entrelazado los rubios cabellos, y otra, adornada con áureos berilos, le ceñía la frente. Urus, espléndido, iba de oscuro terciopelo marrón, con aplicaciones acaneladas en los abombados hombros, volantes del mismo tono en las muñecas y un volante de encaje, igualmente acanelado, que le recorría el pecho de arriba abajo.

Muchos elfos se extrañaron de que Riatha se casara con un mortal, pese a que este tenía un aspecto muy juvenil para haber cumplido ya más de mil años.

Faeril lloró como si no fuera a dejar de hacerlo nunca. En parte, porque tenía el corazón inundado de alegría. Por otra, porque tenía el corazón encogido de dolor: hacía cinco años que, la misma noche y en el mismo lugar, había contraído matrimonio con Gwylly pronunciando los mismos votos.

Llegado el mes de octubre, Faeril dijo adiós a Riatha y Urus, pues deseaba regresar a los Boskydells. La elfa y el baeran la vieron partir con pena. La damman también se despidió de alor Inarion y de todos los demás amigos que tenía en el valle de Arden. Antes de que emprendiera el camino, Inarion le dijo:

—Si alguna vez tienes algún problema, siempre podrás venir a vivir con nosotros todo el tiempo que desees.

Faeril lo abrazó y besó, prometiendo que, en caso de convenirle, muy contenta regresaría al valle. Finalmente, ella y Aravan descendieron por el cañón, la damman montada en Cola Negra, con Dapper como bestia de carga, y el elfo en un roano.

Tardaron dos días en salir de Arden, pasando por debajo de las tronantes cataratas, hasta alcanzar la carretera de Crossland, donde torcieron hacia el oeste. El aire olía a otoño. Los días eran frescos y se hacían cortos, mientras que las noches, cada vez más largas, se notaban ya bastante frías. Faeril encontraba un recuerdo en cada colina, en cada riachuelo… Y cada árbol le traía a la memoria la felicidad de unos tiempos ya lejanos, cuando junto a ella cabalgaba su buccaran.

Con frecuencia se le llenaban de lágrimas los ojos.

En su viaje hacia tierras occidentales, los días pasaban deprisa. Las noches, en cambio, resultaban lentas. Cruzaron el vado de Arden y, al otro lado del río Tumble, se internaron en el Bosque Lúgubre, perteneciente ya al país de Rhone.

Al cabo de unas cuantas jornadas más, atravesaron el Puente de los Arcos de Piedra, construido sobre el río Caire, para hallarse en las Tierras Agrestes que se extendían entre Harth y Rian. Siguieron a través de las Colinas Desiertas y de las llanuras que había más allá, hasta divisar el Pico del Faro, donde las Zorras Negras habían derrotado a los spaunen.

Dejado atrás el Pico del Faro, Faeril y Aravan doblaron hacia el norte con objeto de visitar a los padres humanos de Gwylly, Orith y Nelda, que vivían al borde del espeso bosque de Weiun.

Anochecía ya cuando finalmente vieron la pequeña granja, y, cuando Faeril y Aravan entraron en el patio para desmontar, Black salió disparado de la casa entre ladridos de alegría.

Nelda se asomó al porche, seguida de Orith. Ambos miraron llenos de asombro al elfo y, entonces, Faeril apareció por detrás de este.

—¡Oh, hija! ¡Has vuelto a casa! —exclamó Nelda, bajando a toda prisa los peldaños para abrazarla llena de emoción.

Luego apartó un poco a la damman para contemplarla mejor.

—¡Pero qué bonita estás, pequeña mía!

Sus ojos buscaron entonces a Gwylly a través de la semioscuridad.

—¿Dónde se mete el bribonzuelo de nuestro hijo?

Al oír esto, Faeril se echó a llorar.

Siete días permanecieron la damman y el elfo con Orith y Nelda, hablando de todo lo sucedido y, sobre todo, de Gwylly. El matrimonio no cesaba de recordar cómo habían encontrado al niño y los felices años vividos en su compañía. Faeril explicó lo dichosos que Gwylly y ella habían sido juntos, y Aravan describió toda la tremenda aventura. Conversaban unos y otros con voz queda y soñadora.

Black no se movía de la puerta, fija la triste mirada en Faeril. Al menor ruido procedente del exterior levantaba la cabeza, como si esperase ver entrar a Gwylly de un momento a otro.

A primeras horas de la cuarta noche que pasaban con los padres de Gwylly, Faeril se lavaba la cara antes de acostarse cuando vio a Orith sentado en el porche a pesar del frío, porque el otoño ya había entrado con fuerza. Envuelta en una manta, salió para preguntar si necesitaba algo y lo halló contemplando la delgada luna creciente que asomaba por el oeste mientras un gélido viento empujaba las nubes a través del plateado arco celeste.

—Una vez —murmuró Faeril—, cuando estábamos en lo más profundo del desierto, Gwylly miró la luna que salía y se puso a cantar algo referente a una vaca y un gato y un perro, y luego también algo sobre un violín, un plato y una cuchara. ¡Ay, cómo me reí! Le pregunté dónde había aprendido esas maravillosas tonterías, y… ¿sabes qué me contestó?

Orith posó la vista en la damman, incapaz de contener el llanto.

—Yo le enseñé esa canción. ¡Era su favorita!

Faeril rodeó con los brazos a Orith y lo besó en la mejilla.

—Exactamente. Eso fue lo que me contestó.

A los siete días de su llegada, Aravan y Faeril se despidieron de Orith y Nelda para encaminarse a los Boskydells. Black los siguió durante un rato, pero se detuvo al oír el silbido de Orith. Antes de tomar una curva, Faeril se volvió para saludar con la mano, y lo último que vio fue que Orith rodeaba los hombros de Nelda con el brazo y ambos regresaban despacio a su solitaria casa.

El bosque de Weiun estaba vestido de amarillo, oro y escarlata, pero la damman y el elfo no penetraron en él, sino que cabalgaron por su borde, dejando a la derecha la frondosa selva y, a la izquierda, una cadena de colinas. Viajaron hacia el sur y, después, en dirección sudoeste, y aquella noche montaron su pequeño campamento entre unos cerros.

Poco antes del amanecer comenzó a caer una fría llovizna que los dejó calados y, cuando llegaron a la carretera de Crossland, esta se hallaba convertida casi en un lodazal.

Siguieron hacia el oeste, pero de vez en cuando desmontaban para que el roano y el poni pudiesen descansar un poco.

A última hora de la tarde entraron en Stonehill por la puerta oriental y recorrieron las adoquinadas calles hasta encontrar El Unicornio Blanco, la mejor posada de la ciudad.

Dejaron sus monturas al delgado mozo de cuadras y se encaminaron a la acogedora sala común del albergue. Maltby Brewster, el posadero, y su esposa Murium recibieron con simpatía a Faeril, que cinco años antes había pasado por Stonehill cuando buscaba a Gwylly Fenn. Ambos tuvieron un gran disgusto al enterarse de que el buccan había muerto asesinado. No dejó de sorprenderlos el hecho de que la damman viajase con un importante elfo, pero enseguida prepararon alojamiento adecuado para cada uno de ellos.

La noticia de la llegada de esos huéspedes corrió como reguero de fuego por Stonehill, y mucha gente acudió a la posada para comer algo y tomar una cerveza con tal de ver con sus propios ojos al elfo. Aravan no decepcionó a nadie, ya que, acompañándose con un laúd de seis cuerdas, obsequió a todos con canciones marineras, algunas dulces y sentimentales, otras alegres e ingeniosas, sin que faltasen entre ellas las animadas, de tono subido, que provocaron sonoras risas.

Faeril y Aravan permanecieron en la ciudad todo el día siguiente y también la segunda noche, en espera de que el tiempo aclarase.

Cuando por fin amaneció sin amenaza de lluvia, decidieron abandonar Stonehill, y ¡cuál no sería su sorpresa al saber que ni Maltby ni Murium querían aceptar ni una sola moneda por su estancia en la posada! Según estos, las actuaciones del elfo habían constituido suficiente pago.

La mañana era gélida, y la niebla se arremolinaba entre los árboles. Enfilaron los viajeros la Carretera del Correo, que iba del castillo de Challerain, en el norte, a Caer Pendwyr, situado en el lejano sur, el mismo camino tomado por el supremo rey Garan y la reina Thayla en sus traslados de un lugar a otro.

La carretera torcía hacia el oeste antes de desviarse de nuevo hacia el norte y rodear las Colinas de la Batalla, donde largo tiempo atrás se había producido una gran lucha. El caballo y el poni avanzaban de manera tranquila, primero en dirección al oeste, luego al noroeste y, finalmente, al norte. Viajaba el grupo de día y acampaba por la noche. Alcanzada la carretera de los Dos Vados, Faeril y Aravan la siguieron para cabalgar ya directamente hacia los Boskydells. Al tercer día de su salida de Stonehill divisaron el formidable Círculo de Espinos, la barrera que rodeaba las tierras que tenían delante. A izquierda y derecha se extendía hasta donde la vista abarcaba, y su altura sería de unos quince metros. Era una espesa barrera de espinos, que en algunos puntos tenía una anchura de casi dos kilómetros, pero nunca menos de uno. Tan tupida era, que incluso los pájaros encontraban difícil penetrar a través de ella, y ese muro natural impedía el paso tanto a los amigos como a los enemigos, porque eran muy pocos los puntos por los que los viajeros y otros podían pasar.

Uno de esos sitios era el vado de Spindle, y a él se encaminaron la damman y el elfo. Pero, cuando llegaron al túnel que atravesaba la barrera de espinos, Aravan detuvo su caballo y dijo que no entraría. Desmontó, se acercó al poni de Faeril y, mirándola a los ojos, declaró:

—Este país es para vosotros, los seres diminutos, mi pequeña amiga, y sólo en caso de gran necesidad lo pisaría.

»Ahora, tú estarás a salvo en tu mundo, y yo tengo una promesa que cumplir. Y, cuando haya llevado a cabo el castigo, debo continuar mi busca. En alguna parte existe un hombre de ojos amarillos, un ladrón de espadas, un asesino de amigos. Tal vez sea Ydral, o quizá no. En cualquier caso, mi tarea no ha terminado.

»Así pues, te dejo. Pero no olvides, Faeril, que si un día te hago falta avísame y vendré, porque te quiero mucho, mi valiente y menuda amiga, y siempre te recordaré.

A la damman se le llenaron los ojos de lágrimas, y besó y abrazó con fuerza al elfo.

—¡Y yo a ti, alor Aravan! —contestó Faeril en lengua sylva—. ¡Te conservaré en mi memoria mientras viva!

El elfo montó de nuevo y, con un grito, espoleó a su caballo y retrocedió al galope por el camino que poco antes habían tomado ambos. Poco después, Faeril lo perdió de vista.

La damman se volvió de cara al túnel que atravesaba el Círculo de Espinos y animó a Cola Negra a seguir adelante. Al momento los engullía la negrura de la inmensa barrera, con el bueno de Dapper trotando detrás.

Faeril pasó aquella noche en el alojamiento de los vigilantes del Círculo de Espinos, junto al vado de Spindle, y el encargado de la guardia estuvo muy contento de tener compañía.

Al día siguiente partió la damman, siempre con la gran barrera a su derecha. Por la mañana pasó junto a la tumba de Hob e hizo torcer a sus ponis hacia el oeste por el camino de las Tierras Altas. Al atardecer había alcanzado el lindero del Bosque del Norte, donde acampó.

El lugar elegido amaneció cubierto de escarcha, y todos los alrededores presentaban una capa blanca: una pequeña muestra del invierno que se avecinaba.

Faeril reanudó la marcha por el interior del bosque, ya en dirección a su hogar, que aún quedaba a unos ochenta kilómetros de distancia. Cabalgó el día entero, y también parte del siguiente, hasta llegar por fin, ya muy avanzada la tarde, al lugar que la había visto crecer.

Entró en el diminuto patio de la pequeña casa y… halló a su padre cortando leña. El hombrecillo dejó caer el hacha cuando vio quién era: ¡su dammsela, que regresaba al cabo de cinco años! La besó y abrazó con entusiasmo y, enseguida, la empujó hacia la vivienda, llamando a todos a gritos para que viesen quién había vuelto. Lorra dejó en el acto la tarea que tenía entre manos y estrechó contra sí a la hija con toda su alma, a la vez que balbucía:

—¡Bienvenida a casa, mi Faeril! ¡Bendita sea la hora de tu regreso!

Y, cuando sus tres hermanos entraron en la habitación para besarla y abrazarla también, la menuda damman miró a su alrededor con lágrimas en los ojos… y comprendió en lo más profundo de su corazón que, aunque estaba nuevamente con los seres amados, aquello ya no era su hogar.