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ALAS DE FUEGO

5 de febrero del año 5E990

(El presente)

Urus se puso de pie y levantó después a Riatha. El baeran parpadeaba para librarse de las lágrimas que le empañaban los ojos.

—No hay tiempo para duelos —murmuró—, porque aún tenemos que abrirnos el camino de salida. Ya lloraremos después la muerte del pobre Gwylly.

»Además estás herida, mi amor. Probablemente, también lo están Faeril y Aravan. Es preciso limpiar y vendar esos cortes, porque las armas de los rûpt suelen estar envenenadas, lo que al cabo de unos días puede acarrear la muerte.

Riatha comprendió las razones de Urus, enjugó sus propias lágrimas y se dirigió hacia el montón de cosas que les pertenecían.

—Haz guardia en esa puerta destrozada mientras yo busco algunas hierbas y otros remedios que los spaunen pudieron pasar por alto, porque el enemigo todavía es capaz de preparar un ataque —dijo la elfa—. También necesitamos vendas y ropa para Faeril.

Las alforjas estaban todavía cerradas, y los petates enrollados, y, durante el rato en que Riatha abría las bolsas de cuero y removía su contenido, el baeran empuñó su mangual y vigiló. No se molestó en retirar los escombros ni los cuerpos de los rutch muertos, porque, en caso de que realmente se produjera el asalto, más entorpecido se vería este por tanto estorbo.

Riatha encontró pronto los medicamentos, las prendas de repuesto de la damman y un justillo blanco que, roto a tiras, serviría para vendar heridas.

Asimismo halló los odres y, sacudiéndolos, descubrió que aún contenían agua. Los destapó para olerlos y, después, abrió la bolsa de las hierbas. Tras elegir unos polvos blancos, echó una pizca en cada recipiente y cerró luego los odres. Dio uno a Urus y cargó con los cuatro restantes.

—Bebe —dijo—. No hay peligro.

Riatha avanzó entonces entre los cadáveres para reunirse con Faeril y Aravan y, por el camino, recogió las botas de la damman.

—Toma —murmuró a la vez que entregaba un odre al elfo y dejaba todo lo demás en el suelo—. Podéis beber. El agua está en condiciones y, además, hay bastante. Incluso para lavar todas las heridas.

Luego, Riatha se arrodilló al lado de Faeril.

—Hemos de prepararnos para partir, pequeña. Pueden quedar enemigos por aquí…

—La piedra está fría —dijo Aravan—, aunque no tanto como otras veces. En cualquier caso, los spaunen se encuentran cerca. No sé exactamente de qué seres se tratará, pero sin duda quedan lokas y rutch en la mezquita. Ignoro si también hay vulgs y monstruos semejantes.

Faeril continuaba con su Gwylly en brazos, sin cesar de verter lágrimas mientras le acariciaba los cabellos. No alzó la vista al menear la cabeza.

—No hay vulgs —musitó—. Habrían acudido a los gritos de Stoke, en tal caso. Gwylly los mató a todos al hacer entrar la luz del día. Él los mató a todos…

—Aunque así sea, Faeril. Si Gwylly pudiera hablar, insistiría en que no expusieses tu vida innecesariamente y querría que te preparases para lo que todavía nos espera.

Riatha abrió las esposas que aún ceñían las muñecas de la menuda compañera y arrojó a un lado las cadenas. La warrow la miró.

—Abre también las de Gwylly —pidió, y la elfa lo hizo.

A continuación, Riatha tomó entre sus manos el rostro de Faeril.

—Ven, mi pequeña. Ponte de pie y deja que te vende las heridas. Tú también tienes que ir vestida y armada, porque tendremos que pelear para salir de esta mazmorra de muerte, y nos hará falta tu ayuda.

Faeril tardó en reaccionar. Sus ojos iban de Riatha a Aravan y a Urus. Por último posó la vista en su buccaran, cuyo cuerpo depositó con amor en el suelo de piedra. Permitió después que Riatha la examinara detenidamente, pero, aparte de las rozaduras producidas por los grilletes, la damman estaba ilesa.

La elfa le pasó un odre.

—Bebe un poco, y luego vístete.

Faeril tenía la garganta reseca y se llenó el estómago de agua, ya que, como los demás, no había tomado nada desde primeras horas de la mañana, cuando habían iniciado el descenso desde los riscos.

Mientras la damman se ponía la ropa y volvía a sujetarse las bandoleras, Riatha lavó y vendó las heridas recibidas por Aravan, aplicándole una pomada aquí y allá. Seguidamente, el elfo hizo lo mismo con ella.

Riatha bebió un largo trago de su odre y le dijo después a Aravan:

—Vigila tú la puerta reventada mientras yo me ocupo de Urus.

Pero, cuando el baeran se sometió al reconocimiento de la elfa, sus heridas ya estaban casi cerradas y no eran más que unas rojas rayas en su carne.

—Siempre me sucedió lo mismo —explicó Urus—. Es mi naturaleza.

—Plata pura y rara plata estelar —murmuró Faeril—. Sólo eso puede hacerte verdadero daño. Eso, el fuego, y… y los colmillos y las garras de otro ser maldito.

Riatha miró a Faeril y después a Urus. En sus argénteos ojos brillaba el asombro. Muy pensativa, la elfa limpió las heridas del baeran, les aplicó ungüento y vendó una o dos.

Cuando el hombre se vestía, dijo Riatha:

—Ahora debemos decidir por dónde escapamos y dónde nos conviene pasar el resto de la noche, porque faltan más de cinco horas para que amanezca.

—Nos interesa salir enseguida al exterior —gruñó Urus—, dado que, cuanto más próxima esté la madrugada, menos ganas de atacar tendrán los rûpt. Por el contrario, si nos quedáramos aquí, podrían arrojarse sobre nosotros en cualquier momento.

Ambos miraron luego al elfo, que había seguido la conversación desde los restos de la puerta.

—Yo opino lo mismo que Urus —declaró Aravan—. Cuanto antes salgamos, mejor.

—Estemos dentro o fuera, pueden atacarnos mientras esté oscuro —dijo Riatha—. Por lo tanto, necesitamos un lugar seguro hasta que se haga de día.

Urus asintió, meditabundo, sin levantar la vista del suelo. Al fin se dirigió a sus compañeros:

—¡El minarete! Podemos cerrar la trampilla de arriba. Aunque nos atacaran, sólo entrarían de uno en uno.

—¡Vayamos, pues! —dijo Riatha.

—¡Esperad! —exclamó Faeril—. Yo no puedo ni quiero abandonar a Gwylly en este…, en este horrible matadero, en este maldito lugar de muerte.

Riatha se arrodilló para abrazarla.

—¡No temas! —trató de consolar a su pequeña amiga—. ¿Cómo íbamos a dejar a Gwylly entre esta…, esta hediondez? ¡Yo misma lo llevaré!

—¡Un momento! —advirtió Aravan—. Hay algo que todavía debo hacer.

Y, mientras los demás escogían aquellas cosas suyas que les convenía llevar consigo, el elfo emprendió la repugnante tarea de atravesar el corazón de cada uno de los muertos con su abrasadora lanza Krystallopýr, para así cerciorarse de que ninguno de ellos volvería a levantarse jamás.

Al ver eso, Riatha se acercó al ghul liquidado por Faeril y, de un certero golpe dado debajo del punzante collar de acero, decapitó a la infernal criatura y después la desmembró. Cuando hubo terminado, arrancó del corazón del ghul la daga de plata de Faeril, que devolvió a esta.

La damman se ciñó el cuchillo largo y envainó la daga. Encontró luego la honda y las bolsas de proyectiles de Gwylly, así como sus restantes armas, y se lo llevó todo con los petates de ambos. Antes de partir, empero, envolvió a su buccaran en una manta.

Cargados finalmente con sus alforjas y demás cosas, los cuatro salieron por la destrozada puerta. Urus iba delante. Lo seguía Riatha con el cuerpecillo de Gwylly. Faeril era la tercera, y Aravan, como de costumbre, formaba la retaguardia.

En el momento de abandonar la infernal cámara, Urus imitó con fuerza la voz del oso, y la damman oyó cómo por la oscura sala se alejaban a toda prisa unas pisadas.

El baeran los condujo a una escalera de caracol, que subieron hasta una trampilla abierta que daba al estrado del altar situado en la sala de oración, y en cuyas cuatro esquinas ardía una antorcha que esparcía intensa luz. Al contrario que la primera vez que habían penetrado allí, ahora no se percibían murmullos en la sala.

Al bajar del estrado, a Faeril le latía el corazón con violencia, ya que en cualquier momento podían caer sobre ellos flechas de negro astil o gruesas saetas de ballesta, disparadas desde las sombras.

La damman vio brillar algo en el suelo y, al aproximarse, descubrió que se trataba del cuchillo de plata que habían arrojado contra Stoke, aunque sin darle. Rápidamente lo envainó. En la lucha había perdido casi todos sus cuchillos, pero al menos volvía a poseer ahora las dos dagas de plata.

El reducido grupo atravesó la estancia en busca del camino seguido al llegar, pero la reja obstaculizaba todavía la puerta del rincón, por lo que Urus eligió la entrada por la que había aparecido el ogro.

Entraron en un angosto corredor que desembocaba en una sala transversal que a ambos lados se perdía entre las sombras. Enfrente se abría una escalera cuyos peldaños subían y también bajaban.

—Esto nos llevará al pasadizo subterráneo que une la mezquita con el minarete —susurró Urus, y todos descendieron.

No tropezaron con ningún enemigo en el túnel y corrieron por él sirviéndose de una antorcha descolgada de su soporte para iluminar el camino. La reja del fondo continuaba media abierta, y el poste procedente de la cerca se apoyaba aún en la pared.

Urus hizo girar el torno con el consiguiente crujido del trinquete y de las cadenas cuando, entre protestas del hierro, la armazón fue alzada.

Así que hubieron pasado sus compañeros, el baeran colocó el poste debajo de la reja levantada y, con su mangual, rompió las cadenas elevadoras del mecanismo, destrozando asimismo los radios de la rueda del trinquete. Cuando también Urus estuvo al otro lado, de un tirón retiró el poste, y los dientes de la reja se hincaron de nuevo con gran estrépito en el suelo.

Subió entonces el grupo a la planta baja del minarete, donde aún estaba abierta la puerta del patio, por la que penetraba la brillante luz de la luna.

—Es posible que, después de nuestra «invasión», los rûpt no volvieran aquí —jadeó Urus, a la vez que dejaba en el suelo su carga—. Sin embargo, arriba puede haber alguno, y, aunque el estruendo de la reja al cerrarse haya delatado nuestra presencia, esos engendros quizá crean que somos otros rutch. Yo iré en primer lugar, por si alguno está al acecho. Tú, Aravan, apaga la antorcha y ven conmigo. Y tú, Riatha, quédate aquí con Faeril… y con Gwylly.

Con su mangual en la mano izquierda, el baeran se lanzó escalera arriba, y el elfo lo siguió con su lanza de cristal.

A Faeril se le disparó el corazón cuando vio alejarse a los amigos, cuyas suaves pisadas dejaron de sonar cuando también ellos se perdieron de vista. Luego no hubo más que silencio.

Riatha depositó el cuerpo del infortunado Gwylly con todo cariño en el suelo. Seguidamente desenvainó su espada Dúnamis y se asomó al pasillo para vigilar.

Faeril, con el cuchillo largo a punto, aguardó entre las sombras.

No se oía nada. La fachada de la mezquita era una masa oscura, y de sus caballos no había ni rastro.

Transcurrieron largos, casi interminables momentos antes de que regresara Urus.

—No hay enemigo a la vista.

La damman inició la subida. Detrás de ella iba Riatha con Gwylly en brazos. Abajo, Urus cerró y atrancó la puerta que daba al patio y, después de recoger todas las cosas dejadas, siguió a las mujeres.

En lo alto del minarete, Aravan escudriñaba la noche a través de los arcos de la estancia circular. La luna, dos días después del plenilunio, se aproximaba a su cénit, vertiendo su pálida luz sobre la mezquita, el patio y los terrenos que rodeaban las murallas.

Faeril y Riatha asomaron por la trampilla con Urus detrás. El baeran dejó caer al suelo cuanto llevaba, al mismo tiempo que Riatha se disponía a acostar a Gwylly.

—¡A la luz de la luna! —suplicó la damman con los ojos llenos de lágrimas—. Él siempre decía que la luz de la luna era algo especial…

Cuando la elfa hubo depositado el cuerpo del buccan donde pudiera recibir los plateados rayos, Urus volvió a bajar la escalera de caracol. Faeril, sentada junto a su amado buccaran, retiró la manta que lo cubría y tomó su fría mano entre las suyas, sollozando quedamente.

Momentos después retornaba el baeran con el poste de la cerca. Cerró la trampilla tras de sí y, a continuación, colocó la estaca a través de ella. Para mayor seguridad, introdujo uno de sus extremos en un desaguadero y metió el otro bajo el arco de una mesa de piedra.

—¡Bueno! —dijo—. Creo que esto bastará.

De pronto oyeron un lejano chacoloteo.

Aravan ladeó la cabeza para escuchar.

—¡Han levantado una reja! —murmuró.

Faeril se puso de pie y desenvainó su cuchillo largo.

—¡Abajo!

—No —la corrigió Aravan—. Creo que ha sido la verja de la puerta principal.

También Riatha sacó su espada.

—¡Vienen! —dijo con voz áspera.

Lo siguiente que percibieron fue el metálico ruido de una pesada puerta de bronce que chocaba contra la piedra, y el oscilante resplandor de una antorcha les llegó desde el pórtico de entrada. Pasaron varios segundos y, de repente, cinco hlēoks cruzaron a toda prisa el espacio que los separaba de la puerta delantera. Uno empuñaba un hachón, mientras que los demás se encaramaban para retirar la tranca y abrir el portal de la izquierda, aunque sólo lo justo para escurrirse por el hueco. Y todos corrieron atajos abajo en dirección al cañón. Pero antes de que lo alcanzasen, tres rücks salieron disparados para darles caza.

Aravan se llevó la mano al amuleto azul y rio en silencio.

—Aún noto fría la piedra, pero ya se calienta. Me figuro que eran los últimos elementos del Horrible Pueblo, y que sólo uno queda atrás.

—Tal vez crean que el oso todavía está dentro. ¡Por eso huyen!

—Aunque así sea —indicó Riatha, que volvía a envainar la espada—, no juguemos con la fortuna. Faltan únicamente cinco horas para que amanezca… Entonces podremos dejar nuestro elevado refugio.

El elfo siguió con la vista a los rûpt cuando entraron en el cañón y siguieron su huida hacia el norte.

Luego miró a Urus y dijo:

—Por cierto, amigo, que todos te considerábamos muerto. ¡Explícanos qué ocurrió!

El baeran se sentó en el suelo e invitó a Riatha y Faeril a que se acomodaran junto a él, una a cada lado, aunque de modo que la damman no pudiese ver el cuerpo de Gwylly.

—Cuando el ogro me tuvo entre sus garras, comprendí que estaba listo, porque noté que el monstruo me arrancaba la vida. Mis huesos se rompían, de mi pecho brotaba la sangre, y yo me ahogaba… Finalmente, todo se volvió negro.

»Ignoro cuánto tiempo permanecí sumido en la oscuridad, pero al despertar supe que había estado… muerto.

»Quizá Faeril esté en lo cierto al afirmar que yo sólo puedo morir si me hieren con plata pura o con plata estelar. O si me veo envuelto por el fuego, o si caigo entre los colmillos de otro ser maldito.

»En cualquier caso, al recobrar el conocimiento me vi atado a una mesa. Pero enseguida me di cuenta de que las heridas que me había producido el ogro estaban curadas, porque no sentía dolor al respirar, y la sangre no llenaba ya mis pulmones y mi garganta. Miré a mi alrededor, pues, y a mi lado descubrí cadáveres horriblemente mutilados. Les habían abierto el pecho, tenían el cráneo hendido, sus piernas y brazos aparecían desollados hasta el hueso, esparcidos por allí los músculos y tejidos y órganos, como si aquello fuera obra de un loco. ¡De Stoke, pensé! Sin duda estaba en su infernal laboratorio.

»Traté de soltarme, pero las correas que me sujetaban eran terriblemente resistentes, y entonces comprendí que sólo el oso lograría recobrar la libertad.

»Fijé mi mente en una sola idea, pues, y le ordené al oso que fuera en busca de cada uno de vosotros, si todavía vivíais, e inicié mi transformación…

Preso de una sorda rabia por verse inmovilizado de aquella manera, el oso rompió las ataduras y saltó de la mesa. En la cámara había dos humanos muertos, atados a sendos tableros. El animal los oliscó, mas aquellos restos no pertenecían a ninguno de los bípedos a quienes él buscaba, y gruñó quedamente al comprender que sus compañeros corrían peligro.

El oso abandonó la cámara con paso airado y se halló en un corredor al que por ambos lados daban puertas, abiertas unas y cerradas otras. Sin saber qué elegir, la fiera tomó la dirección de su pata más oscura y levantó la nariz en busca del rastro de sus compañeros. Sería difícil dar con ellos, ya que en el sótano donde los había dejado reinaba un espantoso olor a muerte.

El oso metió el hocico en cada pieza, derribando aquellas puertas que por estar abiertas lo estorbaban en su camino. Las diversas cámaras contenían extrañas cosas que él no entendía: jaulas de hierro, colgadas del techo, con bípedos muertos dentro; dobles puertas igualmente de hierro, con bípedos aplastados entre ellas, y en otros cuartos vio mesas alargadas, con bípedos muertos atados a ellas, despedazados sus cuerpos, con los brazos por un lado y las piernas por otro. Pero ninguno de aquellos cadáveres pertenecía a sus compañeros, aunque el animal comprendió instintivamente que, si no acudía pronto en su auxilio, algo semejante les sucedería.

Detrás de una puerta, el oso halló la guarida de un viejo enemigo, uno con el que había luchado largo tiempo atrás. El hedor le recordaba el de un urwa, pero no, no era el de un urwa. En el interior estaba el revuelto lecho del enemigo. Y en el cuartucho se notaba el olor de la sangre de un bípedo cuya muerte por asesinato no databa de más de un día atrás.

Pero la víctima no era uno de sus amigos.

Con un resoplido para quitarse de la nariz la horrible pestilencia, el oso salió de nuevo al pasillo y… tropezó con tres urwas.

Estos gritaron y huyeron aterrorizados al instante.

El oso rugió y emprendió su persecución.

Delante corrían los urwas entre gritos de pavor.

Pero, aparte de esos chillidos, el oso percibió otros sonidos, otros gritos y aullidos, y entonces sí que reconoció las voces de los pequeños bípedos con los que había hecho amistad.

Inmediatamente dejó de correr detrás de los urwas y siguió la dirección que le indicaban los lamentos de sus compañeros.

Los urwas entraron por una puerta que cerraron de golpe tras de sí, pero precisamente detrás de esa puerta había oído el oso los gritos de los pequeños bípedos. La bestia cargó con toda su fuerza contra ella y la hundió, aplastando así de paso a los urwas.

Y, cuando estuvo encima de los restos, distinguió claramente los angustiosos quejidos de sus camaradas y los vio colgados de cadenas. Y notó el fuerte olor de su viejo enemigo, el urwa que no era un urwa, percibió su voz y… y se encontró con un montón de bípedos muertos que se disponían a atacarlo. Y eso lo sacó de quicio.

—El resto ya lo sabéis —concluyó Urus el relato.

Aravan abandonó la vigilancia de la puerta.

—¡Bendito sea el oso, Urus, porque llegó en el último instante!

Pero, entonces, la mirada del elfo cayó sobre el cuerpecillo envuelto en una manta.

Al lado de Urus, Faeril se echó a llorar de nuevo, y el hombretón la estrechó entre sus brazos para acunarla con delicadeza y acariciarle el pelo mientras la damman lloraba desconsolada. Nadie sabe lo que Urus murmuró, porque sonó como un suave zumbido, como un profundo rumor que partiera de su pecho. Y la exhausta y diminuta warrow plañó hasta quedarse dormida.

Amaneció y el sol asomó por detrás de las montañas. Los cuatro bajaron del minarete, Gwylly siempre en brazos de Riatha. Detrás de la mezquita hallaron camellos en el corral. De sus propios caballos no quedaba ni huella.

—Me imagino que los mataron los rutch —dijo Urus—. Excepto que estén muy bien adiestrados, los nobles brutos no soportan a los camellos, con su mal olor y sus eructos. Es probable que los rûpt sacrificaran a nuestras monturas para no tener que aguantar su pánico o su enojo. Además, cualquier excusa les serviría para conseguir carne de caballo.

—Tengamos monturas o no —replicó Aravan—, nos aguarda un largo viaje. Necesitaremos comida y agua, así como sillas para los camellos.

Intervino entonces Faeril, con voz temblorosa:

—Buscad vosotros tres. Yo permaneceré aquí junto a mi buccaran. Pero os recuerdo que hará falta leña para una pira funeraria. Era su deseo ser quemado…

El edificio más próximo a la cuadra había sido en otros tiempos una herrería, porque allí vieron una fragua y fuelles, grandes mazos de madera, y tenazas, yunques y otras cosas que, evidentemente, llevaban años sin ser utilizadas. Asimismo había montones de objetos robados u obtenidos en saqueos o asaltos a caravanas: sedas y rasos, tallas de marfil y ébano, piedras semipreciosas, especias y condimentos en botes y tarros, pequeñas cestas llenas de galletas, cajas de té, barriles de aceite, cofres de contenido desconocido, lámparas de latón y de bronce, alfombras tejidas a mano y mil otros tesoros apilados de cualquier manera. Buscaron entre todo aquello y hallaron lo que necesitaban, aunque no apareció ninguna silla doble para llevar montada a una niña o, mejor dicho, a Faeril.

En el edificio siguiente, un almacén, encontraron más cosas, así como una escalera descendente. Estaban a punto de poner el pie en el peldaño superior, cuando Riatha susurró:

—¡Pssst! Oigo gotear agua, abajo.

En el sótano había una cisterna, a la que caía el agua que se filtraba a través de la roca de la montaña. También descubrieron un pasadizo subterráneo que llevaba a la mezquita. Urus se llenó de agua el hueco de la mano y la olió antes de probarla.

—Es buena —dijo.

—Tenemos cuanto precisamos para dejar este endemoniado lugar —indicó Aravan—. Agua, comida y camellos.

Riatha se volvió hacia el elfo.

—¿Piensas regresar por Nizari? ¿Y volver a cruzar el Karoo? Eso sería peligroso.

—Tienes razón, dara. En la Ciudad Roja quieren nuestra muerte y, aunque fuese de noche, resultaría difícil pasar inadvertidos. Valdrá más que torzamos hacia el oeste y nos internemos en Hyree para seguir luego en dirección norte por el lado occidental de los montes Talâk, haciéndonos pasar por miembros de una caravana. Hacia el norte, también, se encuentra el puerto de Khalísha, que da al mar de Avagon. Allí podremos tomar pasajes para Pellar.

Riatha alzó una mano.

—Si penetramos en Hyree, necesitaremos disfraces. Si es cierto que se preparan para una guerra santa o yihad, como allí la llaman, nos tomarán por espías si no disimulamos nuestra verdadera naturaleza.

Aravan hizo un gesto afirmativo y miró interrogante a Urus.

—Adelante con el plan, pues —dijo este.

Dieron agua a los camellos y los dejaron beber cuanto les apeteció. Colocadas las sillas de montar, cargaron los animales con odres de agua y comida y lo que habían recogido del almacén de la mezquita.

Hecho todo esto, desmontaron la cerca y, con los palos, formaron una pira funeraria y la cubrieron por completo con sedas y rasos.

A continuación lavaron a Gwylly, limpiándole de sangre el cuerpo, y lo vistieron con las prendas de cuero que le habían regalado los elfos. Por último tendieron sobre la pira al warrow.

Mientras Riatha, Faeril y Urus administraban los postreros cuidados a Gwylly, Aravan se apartó con lágrimas en los ojos. Aún le quedaba algo por hacer.

Llevando consigo la lanza, un barril de aceite y un pesado martillo se encaminó al tercer edificio. Un terrible hedor llenaba allí el aire, cargado de miasmas, y el elfo oyó la voz de una enfurecida bestia detrás de la cerrada puerta. La abrió para permitir que la luz del día penetrase en la casa y, de un formidable golpe, Aravan cortó el grito del corcel del infierno, que cayó muerto al suelo y se deshizo.

El elfo tocó el amuleto y observó, con satisfacción, que ya no estaba frío. Se dirigió entonces a la entrada delantera de la mezquita y abrió de par en par el portal, cuya parte interior de bronce fue a parar de un empujón contra la pared del vestíbulo.

Aravan entró y, dejando atrás los esparcidos huesos de troll, llegó a la sala principal, ahora también inundada de luz. Fue hacia el abovedado pasillo que se abría al norte de la pieza, y allí, entre montones de polvo y restos, encontró cuchillos que se guardó en el cinto.

Seguidamente, Aravan subió al estrado central, bajó la escalera de caracol y penetró en la cámara de muerte donde yacía Stoke. Por si acaso, el elfo le clavó la lanza Krystallopýr en el pecho, para que le abrasara el corazón. Arrancó después del monstruoso cuerpo la horrible arma dorada y llena de lengüetas que el barón había utilizado para empalar a sus víctimas y, con el potente martillo de hierro, la destrozó. Arrastró entonces los restos de la puerta de madera hasta el centro de la cámara y arrojó sobre ellos lo que quedaba de Stoke, sin olvidar la cabeza. Vertió el aceite encima de todo ello y le prendió fuego. La seca madera estalló en enormes llamas y ardió con furiosa fuerza, devorando el cadáver del barón.

—¡Así te quemes para siempre en el infierno, maldito! —rugió el elfo.

Al dejar atrás aquel averno, Aravan agarró por los pelos la cabeza del ghul y se llevó también su horripilante lanza. A toda prisa volvió a subir la escalera de caracol y, por fin, salió a la luz del sol. Apenas fuera, la claridad redujo a polvo la cabeza del ghul, y el collar de pinchos cayó al suelo de piedra con estrépito.

—Ahora, Gwylly, ¡he terminado!

A su regreso, Aravan entregó los cuchillos a Faeril y arrojó a los pies de la pira el collar metálico y la lanza llena de lengüetas del ghul, roto el palo de esta en dos.

—¡El arma y la armadura de su enemigo, a los pies de Gwylly!

Faeril colocó en la mano de su muerto buccaran la honda, y le puso encima, además, una bala de plata. Luego vertieron fino aceite sobre las sedas y la madera.

Cuando todo estuvo a punto, Faeril dio a su Gwylly un último beso.

—¡Te amo! —susurró con voz entrecortada por la pena.

Entonces se retiró, y Urus, que llevaba cuatro antorchas encendidas, dio una a cada uno.

Y todos a la vez, situados en los puntos cardinales, encendieron la pira sin poder contener el llanto.

Con sus argénteos cantos, Riatha y Aravan acompañaron al cielo el alma de Gwylly.

Abandonaron el recinto de la mezquita con una larga recua de camellos. En aquel momento, una paloma blanca pasó volando hacia el norte.

—¡Presagio de un viaje sin problemas! —murmuró Aravan—. ¡Ojalá sea verdad!

Descendieron por los zigzagueantes senderos que conducían al cañón. Ya se disponían a internarse en él cuando Faeril, que iba montada delante de Aravan en una improvisada silla, volvió la mirada hacia la mezquita. Una columna de humo gris subía al cielo y, al emerger de las sombras de la montaña y recibir el beso del sol de la mañana, se tornó dorada.

Borrosa la vista a causa de las lágrimas, Faeril musitó:

—¡Sube, mi amor, sube hasta el reino de Adón en las áureas alas del fuego!