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VENGANZA

Principios del año 5E990

(El presente)

Faeril se hallaba en un cementerio, en un matadero, en un osario, obligada a presenciar cómo la Muerte, cómo un carnicero, cómo el barón Stoke empuñaba la guadaña y sacrificaba reses o… asesinaba a seres humanos, a elfos y enanos y warrows. Numerosos rücks contemplaban la escena entre gritos de sarcasmo, y la sangre les resbalaba viscosa por los brazos al hundir ellos las ansiosas manos en los cuerpos de los caballos degollados, y arrancaban trozos medio sueltos de rezumante carne cruda. El zumbido de las moscas era continuo, y un repulsivo olor a muerte lo llenaba todo.

En alguna parte, encima de ella, allí donde resplandecía una débil luz, faeril oyó que Gwylly la llamaba.

Entre gemidos de terror y luchando contra los grilletes que la sujetaban, la damman se abrió camino, poco a poco, a través de las negras sombras, siempre hacia la luz. Arrastraba gruesas y largas cadenas, y las tinieblas que la rodeaban estaban pobladas de horribles imágenes: chorros de sangre que salían disparados, huesos que se rompían, intestinos que asomaban de vientres reventados… Algunas imágenes eran tan espantosas que resultaban imposibles de describir, pues la mente se negaba a comprender lo que los ojos habían visto. La damman anhelaba llegar a donde sonaba la voz de su Gwylly, que la llamaba… y la llamaba… y la llamaba…

Cuando Faeril recobró el conocimiento, se oyó gemir a sí misma, horrorizada, con la pesadilla aún aferrada a ella. Un pútrido hedor hacía irrespirable el ambiente. La damman abrió finalmente los ojos y se vio tendida en el pétreo suelo de un cuarto apenas iluminado. Oyó entonces que Gwylly la llamaba desde detrás, y ella se volvió como pudo hasta descubrir a su buccaran, arrodillado a poca distancia. Pero la llenó de angustia comprobar que Gwylly estaba encadenado a la pared, con las manos aherrojadas.

Faeril se incorporó dolorida. La cabeza le daba vueltas a consecuencia del esfuerzo, y fue entonces cuando se dio cuenta de que también ella había sido esposada. Chirriantes eslabones la mantenían enganchada a unos pesados refuerzos empotrados en la roca.

Una expresión de alivio y ansiedad a la vez surcó el rostro del buccan.

—¿Te encuentras bien, mi amor?

Faeril respiró hondo y movió la cabeza en un intento de sacudirse de encima el vértigo y olvidar en lo posible el horripilante sueño.

—Estoy un poco mareada, Gwylly.

—Eso te pasará, cariño. Aquel gas verdoso, ¿recuerdas? Tenías razón al decir que conviene respirar profundamente. ¡Pero por la boca!

La damman lo hizo repetidas veces.

—¿Dónde nos hallamos? ¿Y dónde están…?

Pero Faeril enmudeció al ver que, más allá, también Aravan y Riatha yacían aherrojados, ambos inconscientes.

—¿Crees que…, que están bien, Gwylly?

—Respiran, querida. Y los vi moverse.

El buccan alzó una mano y señaló hacia afuera.

—En cuanto a dónde estamos… Diría yo, mi dammia, que esto es una especie de infierno.

Faeril trató de escudriñar la oscuridad y, con una exclamación de horror, se echó hacia atrás. Porque el suelo estaba prácticamente cubierto de cadáveres de bocas abiertas, ciegos ojos fijos en la nada, de una espeluznante carne roja, como si la sangre seca lo cubriese todo…

Y, entonces, la damman se dio cuenta de que aquellos desdichados habían sido desollados.

Y empalados.

Abiertos desde la horcajadura hasta el ombligo, de los reventados abdómenes salían las entrañas.

«¡Sigo atrapada en mi pesadilla!», pensó Faeril.

Mas no era una pesadilla, sino la escalofriante realidad. La damman se cubrió la cara con las manos, pero aun así veía las imágenes. Y notaba el asqueroso olor y putrefacción.

—¡Oh, Gwylly!

La voz del buccan sonó suave.

—Lo sé, amor mío, lo sé.

Sin mirar a los muertos, Faeril se acercó a su buccaran tanto como se lo permitían las cadenas.

—No son lo suficientemente largas para que los prisioneros establezcan contacto entre sí —suspiró Gwylly.

La damman examinó los grilletes y los eslabones. Las esposas, de resistente hierro, estaban cerradas con llave y se ajustaban perfectamente a sus muñecas. Las cadenas medirían un metro y medio de largo y se hallaban sujetas a la pared a unos noventa centímetros de altura.

Faeril necesitó un rato para hacer acopio de fuerzas y prepararse para aquello a lo que sin duda tendrían que enfrentarse. «Bien, mi querida dammsela… No puedes pensar en la manera de escapar sin mirar antes dónde estás y qué hay aquí».

La warrow apretó los dientes, se puso de pie y se obligó a recorrer con la vista la oscura cámara llena de cadáveres en descomposición.

La pieza no tenía más iluminación que la que proporcionaba una lámpara de aceite colgada del techo en el centro, pero a Faeril le bastó para ver que el vasto encierro era prácticamente cuadrado, de unos veinte metros por lado y quizá cinco de altura. Del techo pendían otras lámparas no encendidas. Alrededor del centro de la mazmorra había cuatro pilares situados en las esquinas de una armazón que soportaba pesados maderos entrecruzados.

Junto a cada pilar se veía una mesa estrecha y alargada. Faeril descubrió, con el corazón encogido, que todas presentaban manchas de sangre y, además, estaban provistas de correas para mantener inmóviles a los prisioneros.

Debajo de la lámpara había otra mesa llena de extraños instrumentos que, con excepción de las tenazas y unos cuchillos de fina hoja, la joven damman no logró identificar.

También en medio de la pieza, colgaban de unas vigas unas cadenas y esposas que quedaban a unos dos metros y medio del suelo.

Y lo que, junto a la pared opuesta, Faeril había tomado por un cadáver entre las sombras, resultó ser un montón de alforjas y petates y… sus propias armas. La warrow sintió una terrible opresión en el pecho al ver el mangual de Urus, pero se sobrepuso. «Ya lloraremos después», se dijo, forzándose a pensar en la tarea que les aguardaba.

En medio de las paredes había oscuras puertas cerradas, y en las restantes partes de muro vio Faeril muchas cadenas y grilletes, todo enganchado a intervalos regulares. La joven calculó que allí cabían dieciséis prisioneros en total, cuatro en cada pared, dos a cada lado de una puerta.

Los waerlings estaban aherrojados uno junto al otro; Faeril cerca de la puerta, y Gwylly entre ella y el rincón. Riatha se encontraba después del ángulo adyacente, y Aravan un poco más allá.

Precisamente cuando Faeril los miraba, la elfa volvió a moverse y abrió los ojos entre profundas respiraciones, sin duda para eliminar de su organismo los restos del gas.

Y, mientras Riatha se recuperaba poco a poco, la damman continuó la inspección de su encierro y, aunque de mala gana, echó una ojeada a cada uno de los muertos. Por fortuna, Urus no figuraba entre ellos.

Dio luego otro vistazo a los despatarrados cadáveres. Pese a estar desnudos, todos iban armados como para entrar en batalla, y algunos llevaban yelmos o codales o grebas, pegado el metal a los restos de carne o a los huesos del cráneo, de los brazos o de las piernas. Había allí cuerpos que, evidentemente, llevaban tiempo muertos, mientras que otros parecían víctimas recientes. Pero todos habían sido desollados y empalados. Faeril contó nueve cadáveres putrefactos y otros catorce que habrían sido dejados allí hacía poco, sacrificados como reses pero todavía no en descomposición. «Nueve víctimas de quizá meses atrás, y catorce recientes… —se dijo Faeril—. ¡Claro! Las últimas catorce son los prisioneros de la caravana… ¡Y Stoke los asesinó a todos!».

Sin fuerzas para contemplar por más rato aquel horror, apartó la vista.

Riatha se había sentado, apoyada en la pared, y tenía los argénteos ojos clavados en el espantoso espectáculo.

Aravan empezaba a moverse.

Faeril rebuscó entre sus ropas por si encontraba algo que pudiera servir de ganzúa, si bien no tenía habilidad para esas cosas.

—¡Nada! —murmuró al fin, mirando al elfo.

Este, por su parte, miró interrogante a Gwylly. El buccan meneó la cabeza.

—Nada.

—Nos despojaron de todo lo que pudiésemos utilizar para salir de aquí.

Gwylly, que se había dejado caer de espaldas, desanimado, volvió a incorporarse de pronto.

—¿Conservas tu amuleto, Aravan?

—Sí, y está bien helado. Pero, dado que los esbirros de Stoke parecen no temerlo, no lo tocaré salvo que sea absolutamente necesario.

El elfo apoyó los pies en la pared y agarró la parte menos tirante de la cadena que le sujetaba la mano derecha. Pese a haberlo ya intentado en vano repetidas veces, se esforzó por romper un eslabón o arrancar un refuerzo de la pared, pero no lo consiguió.

—¡Qué problema! ¿No? —dijo Gwylly.

—¿Qué, mi buccaran? —preguntó Faeril—. No te entiendo.

—¡Que esta vez nos metimos en un buen problema!

La damman miró a su buccaran.

—Del que difícilmente saldremos vivos…

Aunque no podían tocarse, Gwylly alargó la mano hacia ella.

—Todavía respiramos, querida. Y donde hay vida… Quiero decir que debemos aprovechar cualquier posibilidad de huida. Aunque sólo sobreviva uno de nosotros, es factible que derrote a Stoke. Y, hablando de ese demonio, tal vez ya esté muerto, destruido por la luz del día…

—No, Gwylly —intervino Riatha—. Creo que sobrevivió a la claridad. Las esferas de cristal que cayeron a través de los matacanes eran cosa del barón. Ya se había valido de esos ingenios en otra ocasión.

—Ya lo sé —respondió el buccan—. Lo leí en el diario de los primogénitos.

—¿Qué hora será? —dijo Faeril.

—Se acerca el anochecer —le informó Aravan, cuyo don no había sufrido con el encarcelamiento.

La damman sintió tremendas palpitaciones al oír las siguientes palabras del elfo:

—Espero saber pronto si Stoke vive o no.

Era cerca de la medianoche cuando el chirrido de los pestillos y el ruido de la llave en la cerradura, así como el metálico golpe de una tranca al caer al suelo, anunciaron la llegada del barón.

La puerta se abrió con violencia para dar paso al monstruo y a la media docena de morenos hlēoks armados de porras y tulwars. Las largas hojas curvas centelleaban rojas a la luz de la lámpara. Y detrás de Stoke, entre las sombras, apareció un ghul seguido de dos rücks. Los rûpt corrieron a encender las restantes lámparas de aceite para ahuyentar la negrura.

El barón empuñaba una larga y dorada lanza de la que partían unas terribles hojas metálicas triangulares.

Stoke se detuvo un momento ante la mesa de los instrumentos, como si quisiera cerciorarse de que no faltaba nada. Era un hombre pálido y alto, de cabellos negros y largas y finas manos, rostro igualmente largo y delgado, nariz recta y estrecha, y blanquinosas mejillas imberbes. Una mueca burlona le curvaba las comisuras de los labios y dejaba al descubierto unos colmillos centelleantes y muy afilados. Aparentaba treinta y tantos años, aunque en realidad se acercaba a los mil seiscientos, mil de los cuales había pasado atrapado en un glaciar.

Miró por fin a sus prisioneros con ojos de un desvaído color de ámbar…, amarillo, según algunos.

Faeril se apretó contra la pared de piedra, y Gwylly se levantó para dar un paso hacia ella, como si deseara interponerse entre su dammia y el barón, mas sus cadenas se lo impidieron.

Riatha, también de pie, fijó la argéntea mirada en el asesino de tantos de los suyos, y sus ojos reflejaron un odio implacable.

Aravan dejó caer los hombros y dijo en lengua sylva:

—Aunque se parece al que mató a Galarun, no es el individuo de ojos amarillos a quien yo busco.

Stoke depositó con cuidado la dorada lanza entre los demás instrumentos y, a continuación, se plantó delante de sus cautivos con las manos en jarras y los ambarinos ojos llameantes.

Inmediatamente detrás de él se había colocado el ghul, del tamaño de un ser humano. Su negra mirada carente de alma refulgía en la blancuzca cara, y la encarnada raja que tenía por boca estaba llena de puntiagudos dientes amarillos. También él llevaba una lanza de crueles lengüetas, y un collar metálico cubierto de pinchos le protegía el cuello. Una parte de su cara presentaba horribles ampollas, como si hubiera sufrido quemaduras, y la mano que sostenía el arma se veía escaldada también, con los nudillos rojos, chamuscados, al igual que la muñeca y el antebrazo.

El ghul miró a Gwylly con aborrecimiento, como si ansiara asesinarlo, y un sordo rugido brotó de su pecho.

Pero Stoke no le hizo ningún caso, sino que examinó largamente a cada uno de sus prisioneros, abriendo algo más los ojos al ver a Faeril y Gwylly. Luego, su demente interés quedó fijado en Riatha, y el murmullo que siguió hizo estremecer a la damman:

—Hacía mucho tiempo que no tenía el placer de que un elfo cayese en mis manos, y ahora no dispongo de uno solo, sino de dos —agregó con una ojeada a Aravan.

Riatha permanecía en hosco silencio, apretados los puños.

Stoke echó un vistazo a los warrows y después se dirigió de nuevo a los elfos.

—Me sorprende que esos dos aún te acompañen, elfa. No sabía que los de su raza viviesen tanto, y me causarán gran satisfacción.

Faeril miró a Gwylly y después otra vez al barón.

«¡Adón! —pensó—. ¡Nos confunde con Tomlin y Pétalo!».

Stoke vio las armas amontonadas junto a la apartada pared y se volvió hacia Riatha.

—¡Siento lo ocurrido a mi viejo amigo Urus, porque me habría encantado escuchar sus aullidos al despellejarlo! Pero, aunque no pueda tener ese placer, el baeran me servirá de todas maneras: esta misma mañana mandé transportar su cadáver a mi depósito —dijo el barón señalando la puerta por la que había entrado—, y dentro de unas horas pasará a formar parte de mi invencible ejército.

Riatha apretó los dientes en un arrebato de ira y se habría arrojado contra él, de no ser por las cadenas.

—¡Urus está muerto y jamás te servirá, Stoke!

El barón soltó una malvada risa y replicó:

—¿Que no me servirá? ¡Imbécil! Ni siquiera sabes de qué hablo.

Stoke indicó los cadáveres esparcidos por la cámara con un gesto dramático.

—Cuando fuisteis encadenados, primero pensé dejaros a oscuras, pero luego preferí que vierais mi… obra y tuvieseis suficiente tiempo de admirarla, para saborear de antemano lo que os aguarda. Pero ni siquiera con los cadáveres delante podéis apreciar debidamente vuestro destino, por muy hermosos que resulten esos cuerpos y por muy exquisito que fuera el modo en que los hombres murieron.

»No; quiero enseñaros lo que pronto seréis, y la manera en que también vosotros serviréis al barón Stoke.

El monstruo se volvió hacia las profundidades de la cámara, y guardó silencio por espacio de unos momentos, como si hiciera acopio de fuerzas, de voluntad. Luego voceó:

—Ô nekroí!

Las arcanas palabras parecieron quedar suspendidas en el aire e hicieron pensar a Riatha en súbitas estalactitas. Los rücks y hlēoks miraron nerviosos a su alrededor y recularon hacia la puerta como si ansiaran salir disparados.

—Egò gàr ho Stókos dè kèleuo humás!

Un frío intenso reinó de repente en la cámara. Gwylly, tembloroso, observaba a Faeril, que se ceñía el cuerpo con los brazos, llenos los ojos de angustia.

—Akoúsete mè!

Aravan se llevó una mano al cuello. La piedra azul estaba helada.

—Peísesthe moi!

A la vacilante luz, a Faeril le pareció ver, por el rabillo del ojo, que algo se movía débilmente entre los muertos. Aunque el corazón le latía con furia, la damman se forzó a mirar en aquella dirección… a tiempo de ver cómo un negro escarabajo salía de la boca de un cadáver y escapaba a toda prisa.

«¡Ay, Adón! ¿Realmente salió de esa boca?», se preguntó.

La áspera voz llenó ahora el gélido ambiente:

—Stánton!

Como si procediera de diez mil gargantas, un escalofriante suspiro recorrió la pieza, y Faeril tuvo ahora la certeza de que un muerto se movía. La cabeza se volvió de lado, y los apagados ojos miraron a Stoke o… ¿acaso se fijaban en ella?

—Stánton!

Sonaron ahora diez mil tristes gemidos, y los cadáveres empezaron a moverse, en efecto; a levantar brazos y piernas. Un estremecedor llanto llenó la estancia, y los rücks emprendieron la huida y desaparecieron en la tenebrosa sala situada al otro lado de la puerta.

Los muertos se alzaron tambaleantes, armas en mano y con los intestinos colgando de los reventados abdómenes.

Cuando todos los cadáveres estuvieron de pie delante de él, Stoke los señaló con un dedo que parecía pertenecer a una garra.

—Léksete!

Diez mil quejidos brotaron de las fláccidas mandíbulas:

—M’alim… Kibr… Kûmandân… Mîr…

Ahora fueron los hlēoks quienes huyeron de la mazmorra, cerrando la puerta tras de sí.

Sólo el ghul permaneció firme, surcada su quemada cara por una malévola sonrisa.

Stoke se volvió hacia Riatha.

—¿Lo ves? También vosotros os convertiréis en esto… ¡En soldados de mi invicto ejército! ¿Oís cómo me llaman?

Bisbiseos y lamentos inundaron la cámara. Las espectrales voces de los muertos subían y bajaban como una fantasmal marea.

—Hablan la lengua del desierto y te llaman amo, alteza, señor, príncipe y más cosas —contestó Aravan—. Pero escucha, Stoke: haces mal en ahondar en esas ciencias ocultas y castigar de tal forma a esos desgraciados muertos.

—¡Bah! —replicó el barón por encima de los horripilantes murmullos—. Yo ya he superado…

Pero de súbito se interrumpió para volverse hacia los cadáveres.

Hesukhádsete! —ordenó de un grito, y la cámara quedó en silencio.

Stoke se dirigió de nuevo a Aravan.

—Sí… He superado toda la habilidad de mi mentor, Ydral, que fue quien me enseñó los placeres de la cosecha humana, pero que hoy día ya quisiera poseer mis secretos.

»Sin embargo, ¿iba yo a darle tanto poder a otro? ¡No, porque es mío y sólo mío! Disfruto haciendo lo que me da la gana. ¿Qué importa que sea mi verdadero padre? ¡Sin duda formaría su propio ejército para que rivalizara con el mío!

La respuesta del elfo fue suave.

—¿Dónde está ahora tu padre?

El barón quedó un poco cortado, pero, antes de que pudiera decir algo, chilló Faeril:

—¿Para qué? ¿Para qué necesitas un ejército tan espantoso? ¡Una legión de hombres cruelmente asesinados!

Stoke soltó una carcajada y contestó de cara a la damman:

—Lo necesito para dominar el mundo. ¡Reflexiona, enana! Allá donde yo vaya, el temor me precederá. Las armas nada pueden contra los ya muertos. El veto de Adón no afecta a estos soldados, y con ellos conquistaré el mundo entero.

»El sultán de Hyree cree que reúno para él mi ejército de muertos, y no se imagina cuáles son en realidad mis intenciones. ¡Que él lleve adelante su guerra santa, su yihad! Yo tengo planes más importantes.

Aravan insistió en su pregunta.

—¿Dónde está tu padre, Stoke? ¿Dónde se encuentra Ydral?

El barón señaló vagamente hacia el este y exclamó con ojos vibrantes de rabia:

—¿Acaso soy yo el guardián de mi padre? ¡No estoy aquí para someterme a preguntas tontas!

Con paso agitado comenzó a ir de un lado a otro, mirando a los cautivos como si fuesen simples objetos. Después, una lenta y cruel sonrisa le surcó el rostro.

—En cambio, estoy aquí para ver satisfechos mis…, mis sencillos placeres —agregó.

A continuación, Stoke se paró delante de Gwylly.

—¡Y tú, enano, eres el que más sufrirá! ¿De veras creías que la luz del sol iba a matarme? Yo soy un vampiro y nunca moriré, porque no existe nadie suficientemente listo para poder conmigo. Y, salvo que la plata pura atraviese mi cuerpo, o un arma de la rara plata estelar, o que me envuelva el fuego o que me venzan las garras y los colmillos de otro ser igual a mí, ¡viviré eternamente!

»Los elfos no son los únicos inmortales.

»Y, en cuanto a vuestro torpe intento, yo me hallaba en mi forma presente, en la que el sol sólo puede causarme dolor. Pero vosotros lo pagaréis caro.

»Enteraos, además, de que a mí no me afecta el veto de Adón; al contrario de lo que le sucede a mi jemadar —añadió el barón, señalando al ghul—. Él sí que moriría, si le diera la luz diurna. Fijaos en lo que un poco de claridad le produjo. ¿Veis las quemaduras y ampollas que tiene? Estaba en el fondo de la habitación cuando abriste el postigo, pequeñajo, y sólo recibió la luz de refilón. Sin embargo, se achicharró y tuvo que huir.

—Lástima —replicó Gwylly—. Tendría que haber esperado a que tu ghul estuviera más cerca.

Stoke murmuró una palabra en slûk y, en el acto, el ghul dio un salto adelante y le largó un puñetazo en la cara a Gwylly. El menudo warrow fue a parar contra la pared y cayó desmadejado al suelo.

—¡Canalla! —chilló Faeril, pero fue inútil que quisiera lanzarse sobre el ghul, porque las cadenas se lo impedían.

—¡No, Faeril! —jadeó el buccan en lengua twyll, al mismo tiempo que se ponía de pie sobre unas piernas todavía inseguras, con la nariz sangrante—. Estoy bien y no quiero que te hagan daño.

El cadavérico enemigo retrocedió, abierta la horrible boca en una vil mueca burlona. El barón volvió a decir algo en slûk, y el ghul, siempre con la misma expresión, se dirigió al pilar de piedra más próximo y extrajo una llave de una ranura.

De cara a Gwylly graznó entonces Stoke:

—Es evidente, imbécil, que sientes cariño hacia la enana, y ya veo el modo de hacerte sufrir.

El ghul agarró a Faeril por las muñecas y abrió las esposas. La damman luchó cuanto pudo por desasirse y le propinó puntapiés, pero se vio arrastrada por entre medio de los cadáveres, que aún seguían levantados, hasta el centro de la pieza.

—¡Stoke! ¡Malvado! —gritó Gwylly, tirando de sus cadenas—. ¡Suéltala, asesino!

En amargo silencio, Riatha y Aravan intentaron librarse de sus ataduras, mas el hierro no cedió.

El barón contempló satisfecho cómo el ghul levantaba a Faeril por un brazo y sujetaba este a un aro colgado en medio de la cámara. Luego hizo lo mismo con la otra muñeca, sin hacer caso de las protestas y las maldiciones que la damman le lanzaba en twyll.

Stoke llamó al ghul con un gesto y, a continuación, miró al buccan:

—No temas, enano, porque podrás presenciar la escena desde bien cerca.

Con enorme fuerza, el ghul asió a Gwylly por el justillo y, lleno de odio por el daño que le había causado, lo golpeó contra el muro hasta dejarlo atontado. Inmediatamente después, el repelente ser le abrió las esposas y lo arrastró hasta el punto central de la mazmorra, donde lo ató de forma que quedase colgado frente a Faeril.

Detrás, Riatha y Aravan entonaron un canto fúnebre, ya que no podían hacer otra cosa. Angustiados a más no poder, suplicaron a Adón que recibiera en su seno las almas de los dos diminutos waerlings.

Cuando el ghul devolvió la llave a su sitio, Stoke se acercó a la mesa de los instrumentos, y allí eligió una ampolla que contenía un líquido rojo como la sangre. Colocado después delante de Faeril, acercó el recipiente a la luz.

—Has de beber esto, porque no quiero que te desmayes de placer. Este elixir te mantendrá alerta hasta el final, aumentando las exquisitas sensaciones con que te castigaré… Como hice con estos otros… ¡Tus compañeros de armas! —completó el barón sus explicaciones con un gesto que abarcaba a los enhiestos muertos, cuyos inmóviles ojos miraban con fijeza, caída la mandíbula en un sarcástico gesto.

Stoke alzó la ampolla para hacer beber a la damman, pero Faeril volvió la cara y cerró los labios con energía.

—¿Cómo? ¿No confías en mí? ¡No es veneno! Sólo necesitas tomar un sorbo. ¡Mira!

El monstruo se llevó el recipiente a los labios y bebió un poco.

Lo intentó de nuevo con la warrow, pero esta rechazó otra vez aquella poción.

Entonces, el barón hizo una señal al ghul, que sostuvo a la damman mientras él obligaba a Faeril a abrir la boca. Gwylly emitió gritos de desesperación mientras pataleaba en un vano esfuerzo por impedir aquello.

Los torturadores se dedicaron seguidamente a él, y el ghul propinó un tremendo golpe en el vientre a Gwylly, que jadeó de dolor, momento que aprovechó Stoke para verter el líquido en su boca y obligarlo a tragarlo.

El barón regresó junto a la mesa y dejó el pequeño frasco. Cogió entonces la dorada lanza, que mediría unos ocho centímetros de diámetro y setenta y cinco de largo. En su romo extremo tenía hincadas cuatro hojas, y otras, triangulares y afiladas como navajas, ocupaban casi todo el palo, en el que había engastadas diversas sanguinarias y que estaba rematado por una reluciente placa metálica.

Stoke se situó delante de Gwylly, todavía boqueante a consecuencia del puñetazo recibido en el estómago.

—¿Cómo te haré padecer más, enano? Creo que, simplemente, haciéndote ver y escuchar cómo me encargo de tu amor.

Al momento, el barón se volvió hacia Faeril y dijo con una falsa amabilidad que escondía su cruel saña:

—Entérate, preciosa. Primero te desnudaré para poder admirar tu blanca piel…, y luego te la arrancaré poco a poco, empezando por los pies.

Con los ojos desorbitados de terror y el corazón latiéndole furiosamente, la damman luchó como una fiera contra los grilletes; pero, aparte del chacoloteo de las cadenas, no consiguió nada.

Stoke sonrió malévolo ante el efecto que sus palabras producían, y dijo solícito:

—¡Oh, no temas, pequeña! El elixir que tomaste no sólo agudizará tus sentidos hasta un grado inimaginable, sino que además vivirás bien despierta cada uno de los horribles momentos.

Faeril gimió de miedo. Detrás de ella, Gwylly gritó furibundo mientras, aherrojados a la pared, Aravan y Riatha seguían con su canto fúnebre.

Stoke alzó la voz para ser oído.

—Y, cuando te haya desollado —anunció, alzando la espantosa lanza dorada, que resplandeció a la escasa luz—, ¡este será tu siguiente premio!

Entre fieras risotadas, el barón retrocedió para dejar la lanza en el suelo, donde Faeril pudiera verla. El diabólico instrumento descansaba sobre la base, de manera que la escalofriante arma se mantuviera vertical, fulgurantes todas sus mortales hojas.

Stoke tomó entonces de la mesa un cuchillo y, después de ordenar al ghul que sujetara las piernas de la damman, descalzó a esta y arrojó las botas a un rincón. Con manos temblorosas de infame ansia, aplicó el puñal a las ropas de la aterrorizada Faeril y las rajó de abajo arriba.

Una vez desnuda, el monstruo le dijo a Gwylly:

—¡Ahora, enano, experimenta el placer de presenciar cómo tu amada muere entre terribles sufrimientos!

El buccan cerró los ojos y volvió la cara hacia arriba, negándose a mirar.

Pero, en el mismo instante en que Stoke aplicaba el afilado cuchillo a la planta de un pie de Faeril, en el corredor se produjo una conmoción y tres rücks entraron enloquecidos en la pieza y cerraron la puerta tras de sí.

Gwylly abrió los ojos de nuevo y… ¡apenas pudo creer lo que sucedía!

Stoke increpó rabioso a los inoportunos en lengua slûk, pero su voz resultó ahogada por un rugido ensordecedor…

Un terrible golpe echó abajo la puerta, que cayó sobre los rücks, y encima de los restos apareció una bestia formidable.

El oso.

Stoke dio una súbita media vuelta y les graznó a los cadáveres:

—Ekeî eisìn hoi polémioi hoi emoí!

Los muertos fijaron en el oso sus inmóviles ojos. Otros avanzaron hacia Riatha y Aravan, y los restantes se dispusieron a encargarse de Gwylly y Faeril.

—¡Faeril! ¡Mi dammia! —chilló el buccan, comenzando a trepar por la cadena que aferraba su mano derecha.

La damman miró a su buccaran, y luego hacia arriba. Inmediatamente se puso a subir también hacia las vigas que sostenían los ganchos de las cadenas.

Thanatósete autoús! —bramó Stoke.

El fantasmal aullido de diez mil horripilantes voces que aumentaban y disminuían de volumen acompañó el pesado andar de las filas de cadáveres que empuñaban sus cimitarras y tulwars y porras, dispuestos a matar al oso, a los elfos y a los warrows.

El oso sabía que aquellos bípedos no eran urwas. ¡Sin embargo, se atrevían a desafiarlo! Entre rugidos de furia, se lanzó contra ellos y comenzó a destrozar a los enemigos descargando sus imponentes garras a diestro y siniestro.

Gwylly alcanzó por fin la viga de madera y logró soltar del gancho el último eslabón de la cadena que le sujetaba la mano izquierda.

En aquel momento, Faeril llegaba también a su viga. Su rostro reflejaba una firme determinación.

—Ve en busca de la llave, Gwylly, y libera a los elfos —le dijo jadeante—. Yo recuperaré nuestras armas.

Debajo de ellos, el oso rugía a más y mejor y hacía estragos entre las filas de los no muertos. Los empujaba hacia atrás, los derribaba con tremenda dureza, y sus garras despedazaban la putrefacta carne con una energía que habría significado la muerte para cualquier vivo. Pero aquellos soldados no podían volver a morir, por lo que, por poderosos que fueran los golpes, se levantaban para atacar de nuevo.

Mientras tanto, los pestíferos cadáveres se acercaban a Aravan y Riatha, sin que estos pudieran hacer nada para defenderse, encadenados como estaban. Aun así, Riatha dio un brusco puntapié a uno de los no muertos que iban a atacarlos, y le rompió la pierna del golpe. Inmediatamente, la elfa le arrebató el tulwar y, de un alfanjazo, decapitó a la horrible criatura y aún tuvo tiempo de parar la arremetida de otra.

A su lado, Aravan pudo apartarse en el último instante lo justo para que el cadáver se estrellara contra la pared y, entonces, le agarró la muñeca para quebrarle el brazo por el codo, apoyándolo en su propia rodilla, tras lo cual se apoderó de la porra que el no muerto blandía. Después, el elfo le aplastó el cráneo a otro con la barra de hierro, y la calavera quedó machacada como un huevo podrido.

Y, en el centro de la cámara, un oscuro resplandor envolvió al barón, que cambió de forma hasta caer de cuatro patas y, donde poco antes estaba Stoke, ahora había un enorme y negro vulg de peligrosos y goteantes colmillos.

Arriba, Gwylly agarró la cadena adyacente, la que le atenazaba la mano derecha, y, alzando el eslabón superior hasta el gancho, lo soltó también.

Y, aunque de sus aherrojadas muñecas pendían cadenas de dos metros y medio de largo, el buccan quedó libre. Debajo, empero, tenía soldados no muertos que emitían espectrales lamentos y seguían empuñando sus armas.

Cuando el vulg cargó contra el oso, Gwylly se deslizó un poco cadena abajo y, balanceándose un poco, consiguió alcanzar otra cadena. Tomó impulso el buccan y, cuando a más altura estaba, se soltó y voló por los aires. La caída fue dura, y un intenso dolor recorrió todo el cuerpo de Gwylly, ya que el efecto del elixir aumentaba de manera terrible las consecuencias del impacto. Al ponerse finalmente de pie, la pierna izquierda le produjo un verdadero martirio al warrow, y su mente hubiese querido gritar. Cada paso le resultaba angustioso, por lo que cojeaba fuertemente, y entre lágrimas buscó a Faeril, que también iniciaba el descenso al suelo. Algunos de los cadáveres que lo habían seguido hasta entonces a él, se interesaron ahora por su dammia.

El oso, por su parte, arreó un tremendo golpe en la cabeza al voluminoso vulg negro, que lo puso fuera de combate por el momento. Había luchado en otros tiempos contra ese urwa, que por poco había logrado vencerlo entonces. Entre espeluznantes rugidos y sin hacer caso de tulwars y cimitarras y porras, el oso atacó de nuevo al derribado vulg, sabedor de que aquel cuadrúpedo negro era su peor enemigo.

Riatha causaba profundas heridas a los soldados no muertos, pero estos seguían adelante, imperturbables, y entre ellos avanzaba incluso un cuerpo decapitado, que repartía golpes al azar. La elfa comprendió que el único modo de deshacerse de ellos consistía en cortarles las manos y los brazos para que no pudieran empuñar armas, en cortarles las piernas para que les fuera imposible andar, y en cortarles a todos la cabeza para que los repugnantes cadáveres no pudiesen ver. Y comenzó la escabechina pese a saber que acabaría por sucumbir, dado que estaba encadenada a la pared.

A su lado, Aravan hundía cráneos y rompía brazos y piernas. Los no muertos volvían a levantarse, aunque sólo para ser abatidos de nuevo. Mas también el elfo se hallaba aherrojado.

Faeril se dejó caer al suelo desde unos dos metros y medio de altura, y el dolor que el choque le produjo en manos y rodillas azotó su cuerpo entero. Los cadáveres se lanzaron sobre ella con traidoras hojas y barras de hierro, pero a pesar de su sufrimiento logró hacerse a un lado y ponerse de pie. Y entonces, arrastrando sus cadenas, se abrió paso entre los no muertos en dirección a las armas amontonadas junto al muro.

Cuando el vulg se recobró un poco, el formidable oso lo tiró otra vez al suelo y saltó sobre su espalda. Enredados los dos, rodaron hasta donde estaban los cadáveres, apartándolos brutalmente. El vulg no podía clavarle las garras ni morder al oso, que lo tenía sujeto por detrás.

Gwylly alcanzó el pilar y, subido a él, buscó a ciegas la llave de las esposas, colgada en un hueco de la pared. Y sus dedos, aunque entorpecidos, la encontraron. La cogió con una exclamación de triunfo, pero en aquel instante fue empujado contra el pilar por el palo de una lanza armada de lengüetas y se desplomó entre tremendos dolores.

Semejante golpe habría dejado inconsciente al buccan en cualesquiera otras circunstancias, pero había tomado el elixir de Stoke, que no sólo acrecentaba los padecimientos, sino que además despejaba la mente.

El ghul se había inclinado sobre él, con la encarnada raja de su boca contraída en una sarcástica mueca. Amenazadores asomaban los amarillentos colmillos, y la horrenda cara quemada reflejaba el goce de la victoria, el saboreo anticipado de la venganza. El ghul alzó la lanza para el golpe final.

Pero el engendro no había contado con la increíble agilidad de los warrows. No obstante sus dolores, Gwylly rodó hacia un lado en el mismo instante en que las lengüetas de hierro chocaban contra el suelo. Rápidamente, el buccan se apartó gateando y, una vez de pie, asió las dos cadenas que engrillaban sus muñecas y, haciéndolas girar con fuerza sobre su cabeza, azotó con ellas al ghul, cuyos huesos crujieron de manera escalofriante.

Mas la bestia se limitó a reír, ya que tan poca cosa no podía con él.

Gwylly volvió a golpearlo, pero ahora estaba preparado el ghul, que agarró las cadenas y, lentamente, atrajo hacia sí al buccan. Y por mucho que se resistiera el pequeño warrow, las mortales lengüetas centelleaban cada vez más cerca.

Faeril apartó enérgicamente a los cadáveres para llegar al montón de armas, pescó la espada de Riatha y la lanza de Aravan y, con gran agilidad, se hizo a un lado cuando uno de los no muertos intentó atacarla. La damman volvió atrás en busca de sus bandoleras, aunque no pudo encontrar la honda de Gwylly ni los cuchillos largos, por lo que se contentó con coger la daga de plata regalada por los elfos.

El oso había clavado los dientes en los músculos de los hombros del vulg y, a la vez, sus patas rodeaban su cuerpo y las garras le despedazaban el pecho. El abrazo se hacía, por momentos, más y más estrujador. Finalmente, el oso levantó en el aire a su enemigo.

Gwylly se agitaba desesperado, pero el ghul lo tenía bien sujeto y, tirándolo boca abajo contra el suelo, le plantó un pie encima. Alzó entonces la infernal lanza y se la clavó al buccan, que lanzó un grito de agonía cuando las horribles lengüetas atravesaron su cuerpo hasta la piedra del piso y, por último, fueron arrancadas de golpe.

Faeril se abalanzó a través de la pieza con las cadenas serpenteantes detrás de ella, repartiendo golpes y dando continuos saltos para esquivar ataques, siempre en dirección hacia donde Riatha y Aravan resistían el desesperado combate, heridos los dos por las hojas y las porras. Por fin se presentó ante ellos la menuda damman, que no obstante la insistente presencia de los no muertos consiguió poner la lanza de cristal en manos de Aravan. En cambio fue empujada hacia atrás y no llegó a entregar el arma a la elfa.

Menos mal que Aravan pronunció entonces el nombre de su lanza —Krystallopýr!—, atacó furioso y, allí donde los no muertos caían, ya no volvían a levantarse, muertos ahora de verdad.

—¡A mí, Riatha! —gritó, porque su arma era suficientemente larga para protegerlos a ambos.

Apenas desembarazada de aquella confusión, Faeril se volvió para ver…

—¡Gwylly! —chilló fuera de sí, cuando el ghul hundía por segunda vez su lanza en el buccan.

Y por tercera.

Dejándolo todo con excepción de su daga de los elfos, Faeril salvó entre horripilados gritos la distancia que la separaba del ghul. Se arrojó sobre sus espaldas y le clavó la daga una y otra vez con tremendo odio.

El engendro soltó su mortal lanza con un escalofriante aullido y, echando sus garras hacia atrás, apresó a la damman. Pero Faeril estaba desnuda, ya que Stoke le había arrancado toda la ropa, y se le escurrió. Al mismo tiempo, el ghul empezó a dar vueltas y más vueltas en redondo, porque la daga era de plata pura y lo hacía retorcerse de dolor.

Con las cadenas detrás de él y dejando un largo y sangriento rastro, Gwylly logró arrastrarse a través del suelo aunque la vida se le escapaba por momentos. No obstante, conservaba el conocimiento y sufría una agonía espantosa a causa del elixir de Stoke. Pudo distinguir todavía a Aravan y Riatha, en lucha con los cadáveres que se desplomaban a sus pies.

Y supo que debía llegar hasta ellos.

Se le nublaba la vista, y una terrible frialdad se había apoderado de su cuerpo. Estaba tan cansado, ¡tan cansado! Comprendía que no podría seguir adelante, pero… ¡era preciso!

Un sibilante ruido le llenó los oídos y, si bien distinguía a Riatha y ella lo veía a él, no alcanzó a entender lo que la elfa decía.

Sabía, sin embargo, que debía alcanzarla. Tenía que superar aquellos últimos pasos.

Porque él tenía la llave.

Con un último esfuerzo consiguió depositarla en la mano de Riatha. Sonrió débilmente… y la negrura lo envolvió.

En el fondo de la cámara, el ghul agarró a Faeril por los cabellos y, manteniéndola a un brazo de distancia, la zarandeó de un lado a otro, contraído de rabia el quemado rostro.

—¡Miserable! —chilló la damman, y le escupió en la maltrecha cara.

El ghul la cogió entonces por el cuello y se la acercó, y ella aprovechó la ocasión para hundirle la daga de plata en el corazón. Los negros ojos del monstruo se abrieron desmesuradamente al darse cuenta de lo que había hecho, y de lo que a su vez había hecho ella. Su hueca voz sonó ululante una vez más, y el ghul se desplomó definitivamente.

Faeril se vio rodeada en aquel momento de desollados cadáveres, pero antes de que estos pudieran emprender nada contra ella, volaron contra ellos la lanza de cristal y la espada de plata estelar. Al fin, Aravan y Riatha estaban libres.

En medio de la pieza, moviéndose como un torbellino, el oso estrujaba entre sus macizos brazos al negro vulg y le hincaba los dientes en la espalda para arrancarle trozos de piel y de carne. De repente, el oso descubrió la dorada arma dejada de pie en el suelo. Levantó enseguida al vulg, lo llevó a donde se hallaba la mortal lanza de Stoke y empaló al monstruo con todas sus fuerzas, de forma que las metálicas lengüetas le destrozaron las carnes e hicieron salir las entrañas del vulg por las horribles heridas.

—¡Ooooh…! —gimieron diez mil voces espectrales, y los cadáveres retrocedieron.

El vulg quiso morder aquello que lo traspasaba, pero no podía darle alcance y, cuanto más se agitaba, peores eran los desgarros.

Un oscuro resplandor cubrió entonces a la bestia, cuya forma empezó a cambiar y a crecer, a alargarse y adquirir anchura. Y, donde segundos antes había existido un vulg, se debatía un formidable y horroroso ser de coriáceas alas negras, con un espolón semejante a una cimitarra en la curva delantera de cada una de ellas, lleno el pico de desiguales dientes, y las garras queriendo aferrarse al aire entre espeluznantes graznidos, porque… ¡también el pajarraco estaba empalado!

Nuevamente se produjo el oscuro resplandor, seguido de una transformación, y el monstruo se redujo, se comprimió, fundiéronse las alas con el cuerpo, del que nacieron brazos y luego piernas mientras desaparecía el pico y la cabeza se redondeaba…, y donde había aleteado aquella espantosa cosa apareció el barón Stoke lanzando estremecedores gritos de dolor, porque también él estaba empalado. Tenía el vientre rajado, y de él brotaban los intestinos.

También a él le acrecentaba la agonía el elixir, manteniéndolo despierto y bien consciente cuando hubiera ansiado el alivio del desfallecimiento.

Sin embargo, ni el empalamiento haría morir a Stoke, dado que era un vampiro.

El oso avanzó hacia él con las garras en alto, dispuesto a matarlo.

Pero… en el último momento no lo hizo.

En cambio, el oso echó una mirada a la hembra bípeda, la que sostenía una oscura hoja de metal lleno de estrellas, lanzó un gruñido y se retiró.

En su lugar avanzó Riatha, espada en mano. El barón se desgañitaba a gritos, reflejado en sus ojos un sufrimiento indescriptible, porque cualquier gesto hundía más en sus ya laceradas carnes aquel sinnúmero de cuchillos.

Stoke miró a la elfa con un interminable aullido.

—¡Esto, por Talar! —dijo Riatha, retirando la espada Dúnamis mientras por su rostro resbalaban gruesas lágrimas—. ¡Y esto por Gwylly y por tantos otros!

Y con un formidable golpe de la espada de plata, cuya hoja refulgió como un relámpago cuando fue blandida a la luz de la lámpara, Riatha le cortó la cabeza al diabólico engendro.

Los cadáveres se desplomaron al suelo, porque ya no eran no muertos.

El oso se dejó caer sentado, y un oscuro resplandor lo envolvió. Riatha corrió hacia él cuando lo vio cambiar de forma, reducirse y ser de nuevo un forzudo hombre, un baeran.

Urus.

La elfa se arrodilló junto a él y, tomándole una mano, la besó y la acercó a su propia mejilla sin poder contener las lágrimas.

Chieran. Avó, chieran. Te creía muerto.

Urus la estrechó contra sí y la besó con ternura.

Pero también los ojos del baeran se humedecieron entonces, porque por encima del hombro vio a un afligido Aravan inclinado sobre Faeril.

La menuda damman, sentada en el suelo de piedra, acunaba en su regazo, entre sollozos, a su asesinado buccaran.