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GWYLLY

Mediados de verano del año 5E985

(Tres años antes)

¡Brrrr!, hicieron las alas de la becada que revoloteaba entre los árboles. El proyectil de la honda silbó a través del aire, pero sin tocar al pájaro.

—¡Diantre! —gruñó Gwylly, enfadado—. ¿Cómo pude errar el disparo?

La pregunta no era más que un desahogo, ya que no había allí nadie que pudiese responder a ella. Gwylly estaba solo con Black, el perro de su padre adoptivo, y el animal se había dejado caer al suelo, también decepcionado.

El warrow miró a su negro amigo de cuatro patas.

—¿Cómo pude fallar, Black?

La cola del perro golpeó la tierra un par de veces, aunque los tristes ojos del can miraron acusadores al diminuto buccan, como si le dijesen: ¡Pues fallaste!

—Ya lo sé, boyo. Tú querías cobrar la pieza. Pero incluso yo fallo alguna vez. No soy infalible, ¿sabes?

Los ojos de Black no perdieron su tristeza ni su expresión acusadora.

—Además no me faltó mucho para acertar —indicó Gwylly alzando el pulgar y el índice, de manera que los separasen unos dos centímetros—. Una cosa así. ¿Lo ves? ¿Te das cuenta?

Black apartó la vista para escudriñar el gran bosque que los rodeaba.

—¡Está bien, está bien! Lo siento. No tenía intención de errar el tiro. ¡Ya iremos tras otra pieza!

Gwylly se agachó para levantar una ristra de tres becadas. La sostuvo delante del perro, y la sacudió para llamar su atención.

—¡Mira! ¡Sí que tuvimos un poco de suerte hoy! Black emitió un gruñido.

—¿Cómo? —preguntó el buccan—. ¡Ah, tú opinas que no tuvimos suerte! ¿Todo el mérito fue tuyo, por olfatear las aves?

El perro se puso a mover la cola, y Gwylly sonrió.

—Quizá tengas razón. Quizá tengas toda la razón.

Black quedó expectante.

—¡Anda! ¡Encuentra más aves!

Con un brinco de alegría, el negro perro se introdujo entre los árboles, alternativamente acercando el hocico al suelo y alzándolo para oliscar el aire.

Buccan y perro se internaron en el enmarañado bosque de Weiun. Atrás dejaban viejos y altos árboles de tronco muy grueso, cuyas hojas temblaban suavemente en la mañana estival. La alborozada pareja descendió por musgosas orillas para cruzar cristalinos arroyuelos. Black chapoteaba divertido a través de las límpidas aguas, sin detenerse a beber, y Gwylly lo seguía saltando de una piedra a otra. Se abrían paso entre grandes grupos de helechos, y la verde fronda susurraba al ser apartada. El gualdo sol curioseaba por entre las enredadas ramas, llenando las elevadas galerías verdes de tenues sombras salpicadas de puntos dorados.

De repente, Black se detuvo asustado ante una pared de oscuros robles que se extendía hacia la izquierda y la derecha hasta desaparecer en las profundidades del bosque. Cuando el perro se alejó, esquivando aquella negrura, Gwylly lo siguió con la misma intención, aunque no dejaba de echar furtivas miradas al lóbrego interior de la espesura, en busca de… ¿de qué? En realidad no lo sabía.

Era aquel uno de los lugares tenebrosos y escondidos, inaccesible para la gente corriente. Un lugar al que nadie se acercaba. Un lugar al que todo el mundo sólo hacía referencia en voz baja.

Asimismo circulaban historias de extraños seres que habitaban el misterioso paraje, borrosas figuras vistas sólo a medias, gigantescas y lentas unas, otras menudas y veloces. De algunas se decía que eran luminosas, mientras que de otras se afirmaba que consistían en la más negra de las oscuridades. Contaba también la gente de los alrededores que algunos de los pobladores de la selva estaban hechos de tierra, y que otros, en cambio, parecían parientes de los árboles y las plantas.

Pero cualquiera que fuese su naturaleza, no toleraban a los extraños.

Gwylly había oído los relatos referentes a personas desaparecidas en aquellos sitios, gente que, después de jurar que atravesaría la enigmática espesura, nunca había vuelto a salir de ella.

Sin embargo, también corrían otras versiones según las cuales alguien en apuros había recibido ayuda de esos seres misteriosos.

Se comentaba que, antaño, todo el bosque de Weiun era una zona oscura. Cerrada. Pero que al llegar los warrows, perseguidos por un enemigo implacable, el bosque se abrió para dejarlos entrar y que pudiesen hallar refugio y esconderse en él.

Y después, una vez derrotado el enemigo, el bosque les cedió además hondonadas y calveros, así como también terreno poblado de árboles, aunque conservó para sí mismo gran parte de la selva, y bien cerrada, por cierto.

Entonces, los warrows formaron allí unas comunidades, a las que dieron el nombre de «claros». Desde aquella época vivían allí grupos de esa gente menuda, por regla general muy tranquilos. Sólo de tarde en tarde trataba de conquistar algún enemigo sus tierras, como había hecho Modru un milenio atrás, durante la Guerra de Invierno, aunque sin éxito.

Bajo la protección del viejo bosque, los warrows de Weiun se movían con entera libertad, si bien no penetraban en los lugares prohibidos, donde acechaban los Jinetes de las Zorras, los Montículos Vivientes, los Arboles Enojados, las Piedras Quejumbrosas y todas las demás criaturas que, según la tradición y las leyendas, existían allí.

Y, mientras Gwylly corría con Black a lo largo del borde de uno de esos vastos espacios oscuros, sus ojos miraban de un lado a otro, ansiosos por ver…, por ver…

De súbito, delante de ellos salió de la espesura un corzo y se lanzó a través de los helechos. Black dio un salto y ladró muy excitado, pero sin atreverse a perseguir al animal por no haber recibido la orden de Gwylly.

—¡Quieto, Black! —dijo este, sobresaltado.

El perro puso cara de asombro. ¿Que no cazara?

—Hoy no, Black. Hoy sólo cazamos aves.

Gwylly notó que el pulso se le normalizaba. A lo lejos, el ruido producida por el rojizo corzo se redujo…, se redujo hasta ser imperceptible, y el warrow se preguntó quién de los tres se había asustado más: si él, el perro o el rumiante.

—¡Aves, Black! ¡Busca aves!

Algo decepcionado, el perro dirigió una última mirada de acusación a Gwylly, antes de reanudar su correteo de una parte a otra, en su afán de notar olor a becada. Warrow y perro atravesaron la espesura sin que Gwylly pensara en los extraños habitantes de la selva, ya que, aunque conocía las leyendas y tradiciones, él no pertenecía propiamente a los warrows del bosque de Weiun, sino que había sido criado en otro sitio, en algún punto del lindero. Así pues, él y Black recorrieron la selva cazando aves. ¡Que otros se ocuparan de los seres de fábula!

Transcurrió así un cuarto de hora. Black iba y venía incansable, y Gwylly avanzaba detrás de él, más o menos en línea recta. Pero entonces se paró bruscamente el perro, con la cola tiesa y el hocico señalando hacia delante. Gwylly se detuvo detrás del tembloroso animal y cargó la honda.

—¡Muy bien, Black! —murmuró—. ¡Anda!

El animal avanzó despacio, seguido por un silencioso Gwylly que, con la honda a punto, no apartaba la vista del punto señalado por el hocico de Black.

¡Brrrr…!

Unas alas de becada batieron el aire. El warrow apuntó, soltó la tira de cáñamo y el proyectil dio en el ave, que cayó al suelo dando vueltas.

—¡Busca, Black!

El perro se precipitó hacia adelante y desapareció entre los helechos para reaparecer momentos después con la becada en la boca.

Gwylly se arrodilló y, tomando la pieza, le dio unas palmadas a Black y le rascó detrás de las orejas.

—¡Ay, Black, mi buen compañero! Sin duda eres el mejor descubridor y cobrador de becadas de todo el bosque de Weiun. ¡No, de todo Mithgar!

El warrow hizo un nudo en el cordel para añadir la nueva becada a las otras tres.

—¡Son tu olfato y mi honda lo que hace de nosotros un equipo tan eficaz! Tú y yo, Black, somos unos cazadores formidables. ¡No permitas que nadie lo niegue!

El perro permanecía sentado delante de Gwylly con la cola barriendo el suelo y los pardos ojos fijos en el buccan. No sabía exactamente qué le decían, pero comprendía que era algo bueno. Black estaba loco de alegría.

—Vamos, boyo —dijo Gwylly con las becadas colgadas del hombro—. Es hora de volver a casa. ¡Hora de enseñarles a mamá y papá lo que les llevamos para la cena!

Black entendía muy bien la palabra «casa», de manera que salió disparado en dirección al este, hacia el lindero del bosque, ya que el hogar se hallaba sólo a poca distancia, al borde de una ladera. La llanura que se extendía más abajo conducía a los Montes de las Señales, una cordillera azotada desde la antigüedad por el viento y la lluvia y que, con el paso del tiempo, había perdido altura hasta quedar como unos destacados peñascos, no más voluminosos que los espinazos y las costillas de los gigantes de otros días, que desde la fortaleza de Challerain, en el remoto norte, llegaba hasta el Pico del Faro y las colinas de Dellin, en el sur, trazando entre una y otros un largo arco hacia el este.

Gwylly y Black tomaron el camino de esa cadena de montañas, aunque la selva les impedía distinguir los riscos y las cumbres redondeadas, las escarpadas pendientes rocosas y las suaves laderas cubiertas de hierba de las tierras altas que tenían delante.

Cuando llegaron allí donde los árboles eran menos espesos, el sol estaba ya bastante alto en el cielo, porque se aproximaba el mediodía. La luz y el calor del verano llenaban el bosque. Todavía encontraron vetustos árboles a su paso, unos macizos troncos cubiertos de musgo que, en su silencio, parecían protegerlos, así como otros ya caídos o huecos. El perro se detenía de vez en cuando a olfatear algo, y luego se apresuraba a dar alcance a Gwylly y daba vueltas a su alrededor después de pararse un momento para recibir una caricia, antes de continuar su trote.

Finalmente salieron de la espesura para hallarse en la fértil meseta donde se alzaba la granja de Orith y Nelda. Ya desde lejos distinguió Gwylly la entrañable casa, de cuya chimenea ascendía perezoso el humo hasta desvanecerse en el azul del cielo.

Después de bajar warrow y perro hasta un arroyo, atravesarlo entre chapoteos y trepar por la orilla de enfrente hasta verse en la verde y ascendente pradera, Black emprendió rápida carrera. El viento le agitaba los bigotes, y detrás de él corría Gwylly.

Como era lógico, el perro llegó el primero a casa y empezó a retozar loco de alegría por el patio, entre aullidos de triunfo, en espera de que el warrow entrase jadeante en el porche.

—¡Ya estoy aquí! —anunció Gwylly sin necesidad, porque tanto él como Black se dirigían ya a la cocina, de donde partía un rico olorcillo. Una vez allí, el warrow se soltó las becadas del hombro para arrojarlas sobre la mesa. Su madre adoptiva, Nelda, que había estado de cara al horno de leña, lo saludó con una cálida sonrisa. Para aquella mujer, humana, ver a su pequeño hijo buccan siempre era una alegría.

Después de beber agua de un cacillo, Gwylly vertió un poco en una escudilla, para Black.

—¿Dónde está papá? —preguntó el warrow, todavía cansado, mientras el perro saciaba su sed a lametones.

—En el campo —contestó Nelda—. Ya tiene el almuerzo a punto.

—Pues yo he de preparar primero estas becadas —dijo Gwylly—, pero luego podría llevarle la comida.

Nelda hizo un gesto afirmativo, satisfecha, y el hijo salió con las aves al exterior, seguido nuevamente por el perro.

La mujer lo vio alejarse, lleno el corazón de contento, y después volvió a prestar su atención al horno de leña, donde removió el contenido de un pote con el pensamiento en otra parte.

Gwylly constituía toda su ilusión, ya que había llegado a ella unos veintidós años antes, en una negra hora de desesperación. Acababa de sufrir el tercer aborto, que además sería el último. Precisamente estaba sola, aquella noche en la que perdió a su bebé, porque Orith se había ido a Stonehill, casi dos semanas antes, para cambiar grano, remolachas y cebollas por otros productos que les hacían falta.

Al día siguiente, entre sollozos, había acabado de aplanar con una pala el montículo de tierra que marcaba la diminuta nueva tumba, junto a las otras dos ya cubiertas por la hierba y las flores silvestres, cuando oyó la voz de Orith y, al volverse, vio acercarse el carro tirado por las mulas.

Y, cosa milagrosa, Orith traía consigo a un niño warrow herido, una criatura minúscula, de tres o cuatro años de edad, con un terrible corte en la cabeza. El chiquillo tenía fiebre y llamaba constantemente a sus padres.

Nelda se lo llevó adentro. Según explicó Orith, sus familiares habían sido asesinados en un ataque de los rutch o de otra horda, allá en la carretera que atravesaba el país, entre el Pico del Faro y Stonehill, quienes habían saqueado el campamento para desnudar luego los cuerpos de las víctimas y robar los ponis. El chiquitín había sido dejado por muerto entre los restos, donde Orith lo encontró.

Tras limpiar la herida del pequeñuelo, cubierta de ennegrecida sangre seca, el hombre le había aplicado una cataplasma de hierbabuena de verano, con lo que probablemente había salvado la vida del niño, ya que era de sospechar que el arma con que lo habían golpeado estuviese envenenada. Después de eso, Orith había emprendido sin demora el camino de regreso, sin dar descanso a las mulas durante el resto del día e incluso a lo largo de la noche, y había llegado a casa a la mañana siguiente.

Nelda había renovado la cataplasma y cuidado al pequeñuelo con todo su amor, durmiendo a su lado. Y, cuando la mente del huerfanito se aclaró y este pudo hablar, explicó con su aguda voz de pajarillo que la gente mala había aparecido de noche y matado a sus padres. Conocía su nombre, Gwylly, pero no su apellido. Tampoco recordaba cómo se llamaban los autores de sus días, porque para él sólo eran «padre» y «madre».

Aproximadamente al cabo de una semana, al volver Orith al lugar de la matanza para enterrar los cadáveres, entre las pocas cosas aprovechables había descubierto una honda con su correspondiente bolsa de proyectiles de piedra, así como dos diarios, uno viejo y uno nuevo. Dejando atrás las dos tumbas, había regresado al hogar con todo cuanto quedaba de los padres del niño.

Gwylly, todavía encamado, reconoció enseguida la honda y las piedras, perteneciente todo ello a su padre, y preguntó dónde estaban las «cosas que brillaban». Ni Orith ni Nelda pudieron imaginarse a qué se refería, y el chiquillo tampoco supo aclararlo. Y aquellos diarios no habían servido de nada, dado que ni el hombre ni la mujer entendían la lengua en que estaban escritos, si bien, después de un detenido examen, Orith afirmó que el más nuevo parecía ser una copia del otro.

Cuando el pequeño Gwylly, recuperado del todo, pudo volver a corretear por la granja, ni Orith ni la estéril Nelda quisieron separarse de él…

Gwylly, Nelda y Orith acababan de cenar, y Black dormía en su rincón, cuando el crepúsculo descendió sobre la alquería. Las ventanas estaban abiertas, y el croar de las ranas del arroyo llegaba hasta ellos a través del silencioso aire del anochecer. Orith hablaba de la conveniencia de herrar las mulas, en cuanto fuese de día.

De repente, Black alzó la cabeza y puso tiesas las orejas. Seguidamente se levantó y trotó hasta la ventana para apoyarse en sus patas traseras y poner las delanteras en el alféizar. Empezó a agitar la cola y, tras dejarse caer nuevamente al suelo, se encaminó a la puerta y arañó el piso con las uñas.

También Gwylly saltó de su silla y corrió hacia la entrada en el mismo instante en que sonaba una suave llamada, a la que Black respondió con un breve ladrido.

El warrow movió el pestillo, abrió y… quedó maravillado ante los más bellos ojos dorados que hubiese visto jamás.

Los ojos de una muchacha de su raza.

Los ojos de una damman.

Ella sonrió.

—¿Eres Gwylly? ¿Gwylly Fen?

El warrow seguía con la boca abierta, incapaz de hablar. Sólo pudo emitir unos tartamudeos.

La joven miró al azorado buccan y a los dos humanos que asomaban detrás de él.

—¡Supongo que eres Gwylly, al que ando buscando! ¡Me costó mucho encontrarte!

»Soy Faeril Twiggins, y vengo por lo de la profecía.