39

LA MEZQUITA

Principios del año 5E990

(El presente)

Urus contempló la puesta de sol.

—No creo que quede suficiente luz diurna para alcanzar la mezquita y completar nuestra misión antes de que oscurezca. Aunque me siento bastante inquieto, reconozco que el plan de Faeril es sensato: el templo debe esperar a que amanezca de nuevo. Por lo tanto, debemos encontrar un refugio para la noche. Busquémoslo en la zona elevada, algo más cerca de la mezquita y encima de ella, para poder echarle una mirada y concretar nuestros planes.

Examinaron la ladera y, después de considerar varias posibilidades, eligieron un grupo de peñas existente en una cresta horizontal, un poco más alta que la meseta en que se apoyaba la mezquita.

La subida era pesada, por lo que desmontaron a ratos para que los animales no se fatigaran tanto. El sol se hundía despacio por el oeste.

—¡Uf! —jadeó Gwylly—. Eso queda más lejos de lo que parece.

—Ciertamente —asintió Urus—. Las montañas resultan engañosas respecto a las distancias. Eso tiene algo que ver con su enormidad.

—¿Es como un espejismo? ¿Una ilusión? —preguntó Gwylly.

—Más bien una desilusión, diría yo —intervino Faeril, que también trepaba sin descanso.

Durante la ascensión lanzaban alguna que otra mirada a la mezquita y sus alrededores, pero seguían sin observar el menor movimiento. El sol, siempre en su camino descendente, arrojaba cobrizos rayos a través de los oscuros picachos del este.

—¡Ay! —exclamó Gwylly—. Se me acaba de ocurrir algo espantoso. ¿Qué pasará si los riscos están infestados de elementos del Horrible Pueblo?

—Pues… que nos tocará luchar —respondió Aravan.

—Nuestro riesgo es todo o nada —añadió Urus—. No hay término medio.

—Pronto sabremos si nuestra decisión fue acertada —dijo la damman mientras subían la última parte de la pendiente, con los caballos detrás.

Se introdujeron entre los peñascos, unos pilares de roca que se alzaban cual colosales centinelas que vigilaran las laderas occidentales, en las que rebotaban los colorados rojos del crepúsculo. Un laberinto de inclinados caminos se extendía entre los riscos, abierto de cara al cielo, formando cámaras sin techo en aquella arboleda de piedra. Armas en mano y tirando de sus monturas, los cinco se internaron en la maraña de pasadizos y encontraron al fin un lugar relativamente plano donde atar los caballos.

Riatha se volvió hacia sus compañeros.

—Regresemos a donde podamos ver lo que hay más abajo y prepararnos para mañana. Y os recuerdo la conveniencia de esconder todo aquello que pueda brillar. Tú, Faeril, cubre las dagas, y tú, Aravan, la lanza de cristal. No quisiera que los últimos rayos del sol delatasen nuestra presencia a los vigilantes de la mezquita. Podrían atacarnos aprovechando la oscuridad de la noche, o tendernos una trampa para mañana…

Gwylly se estremeció ante aquellas palabras de mal agüero. Estrechó la mano de Faeril y la encontró temblorosa. Enseguida abrazó a su dammia y le susurró:

—¡Te amo!

Juntos siguieron entonces a sus amigos a través de los sinuosos senderos; Faeril se tapaba las bandoleras con la capa.

Pronto llegaron al lugar desde donde podían observar la mezquita, que quedaba a casi un kilómetro de distancia y a unos noventa metros más abajo. Las sombras eran ya muy alargadas, pero los compañeros aún veían gracias a los postreros resplandores del sol. Y, cuando todos estuvieron reunidos entre los pétreos pilares y echaron un vistazo al reducto de Stoke, Aravan les indicó un detalle que podía resultar vital para su plan:

—Calculo que la altura de la mezquita será de unos treinta metros desde el patio hasta la punta de la aguja, y que la cúpula tendrá la misma anchura. El edificio central puede alcanzar unos quince metros de altura, y unos noventa de largo por quizás un poco menos de ancho.

»La muralla se alzará unos cinco o seis metros, y creo que mide el doble que el largo y el ancho de la mezquita, o sea unos doscientos metros por ciento cincuenta.

»El minarete parece tener la misma altura que la mezquita: unos treinta metros. Y fijaos en los dos balcones simétricamente espaciados a ambos lados, de acuerdo con el otro que hay arriba, debajo de los arcos que sostienen la cúpula.

»Detrás de la mezquita, dentro de las murallas, hay tres…

—¡Pssst! —hizo Faeril, tensa—. He visto movimiento en el patio. ¡Allá en el rincón de la izquierda!

A Gwylly se le disparó el corazón.

En efecto, algo se agitaba en las sombras, detrás de los tres grandes edificios accesorios adosados a la muralla posterior.

—Es un caballo —dijo Riatha—. Y hay un potril y una cuadra.

—Probablemente para su abastecimiento —gruñó Urus—. Los rutch se comen los caballos.

El último fulgor del sol desapareció en el horizonte, y la mezquita quedó envuelta en sombras. Aravan se apresuró a completar la descripción, porque la oscuridad le pisaba los talones al crepúsculo en aquella parte del mundo.

—La meseta en que se encuentra el conjunto de edificios es pequeña, las laderas son muy empinadas, y la montaña que la respalda es formidable.

»Ved asimismo que el cañón serpentea por las cercanías, y que un tortuoso camino sube hasta la puerta delantera. Sólo por ahí podemos conducir a nuestras monturas.

—¿Vamos a llevarlas? —inquirió Gwylly.

—Es preciso —contestó Faeril—. Quizá necesitemos un medio rápido… para perseguir al enemigo o… para escapar.

Aravan rio.

—¡Ciertamente, pequeña! Para luchar o… para huir.

—Yo no pienso huir —protestó Urus.

—Ni yo —agregó Riatha.

En unos momentos se hizo negra noche, y en el cielo parpadearon las estrellas. Detrás de las montañas del este apareció entonces una gran luna llena cuyos, pálidos rayos acariciaron los elevados pasos.

—Si prescindimos del minarete y de la cúpula en forma de cebolla —comentó Faeril—, más que una mezquita parece una fortaleza.

—Probablemente también lo es, pequeña —contestó el elfo—. ¡Y menuda fortaleza! Cuando construyeron los templos dedicados al profeta Shat’weh, con frecuencia los atacaban los seguidores de Gyphon. Y si esta mezquita procede de aquella época, como otras que yo vi, los muros deben de ser muy gruesos, y las ventanas, con postigos por dentro, tendrán rejas. Además, las puertas resultarán difíciles de reventar. Sin duda alguna, la muralla exterior contará con parapetos para los guerreros, así como aspilleras para disparar sobre el enemigo. Y los pasadizos estarán agujereados para que pueda llover la muerte desde arriba.

—¡Huy! —murmuró Gwylly—. En mi opinión, no se trata precisamente de un lugar sagrado donde practicar la religión, sino que fue edificado para matar a la gente.

—¡Eso no te lo niego, muchacho! —dijo Aravan, a la vez que daba una palmada en el hombro al buccan.

Faeril entrelazó sus dedos con los de Gwylly y se volvió de nuevo hacia el elfo.

—¿Y cómo será por dentro ese antro?

Aravan contempló otra vez el recinto iluminado por las estrellas.

—La parte dedicada al culto se hallará debajo de la cúpula, con claustros a los lados. Las viviendas me las imagino en las murallas exteriores, y también en la zona posterior.

—Quizás haya cámaras subterráneas —agregó Riatha— y sótanos a más de un nivel.

—¡Sí! —exclamó el buccan—. Como en el monasterio de encima del glaciar. Casi todos los aposentos quedaban bajo tierra.

—Es muy posible —opinó Riatha.

—¡Mirad! —dijo entonces Urus, en tono sibilante.

Un ancho rayo amarillo iluminaba el antepatio, como si las puertas de la mezquita hubieran sido súbitamente abiertas de par en par y se derramase por ellas la luz. Pero, desde donde se habían refugiado los cinco, no podían distinguir la fachada del edificio, sino sólo su cara norte y la parte trasera. Aun así, resultó evidente que las grandes puertas estaban abiertas, porque un pelotón de rücks provistos de antorchas salió al patio con un jefe hlēok a su lado.

Gwylly apretó con fuerza la mano de su dammia, para tranquilizarla, y ella contestó de la misma forma.

—Si antes no teníamos la certeza de que Stoke se hallaba ahí abajo, ahora la tenemos —susurró Aravan.

Mientras algunos de los spaunen se disponían a retirar la gran tranca del portón delantero, otros subían las rampas que conducían a lo alto de las murallas para montar guardia, el hlēok entre ellos.

En el quieto aire de la montaña se percibían los sonidos procedentes de más abajo, mayormente unos murmullos ininteligibles. Pero, aunque alguna que otra palabra se oyera con más claridad, tampoco la entendían los cinco, porque el enemigo hablaba en lengua slûk.

—Yo no veo vulgs —dijo Gwylly.

—Esperemos que no haya ninguno —intervino Riatha—. Nos queda muy poco tomillo de gwyn.

Urus cambió de postura.

—Tal como conozco al barón, tendrá vulgs a su alrededor. Tres veces nos encontramos con él, o cuatro, mejor dicho, si contamos aquel refugio próximo al glaciar, y siempre llevaba rutch, hlēoks y vulgs consigo.

—Y ahora puede disponer también de un ghul y de un corcel del infierno —añadió Aravan—. Tal vez tenga incluso más de uno.

—Decapitación, una estaca a través del corazón, las armas de plata, el fuego, el despedazamiento… —recitó Gwylly—. Esos son los medios para dar muerte a un ghul, pero… ¿qué se hace con un corcel del infierno?

—Se parecen a los caballos, pero no lo son —contestó Aravan—. Y resultan tremendamente peligrosos. Su piel no tiene pelo y es dura como el cuero hervido. Muy difícil de cortar. Además son salvajes, y sus patas hendidas pueden provocar la muerte. Y la mordedura de esas bestias, si bien no mata en el acto, a veces tiene fatales consecuencias posteriores. No es venenosa, pero sí letal si no se desinfecta a tiempo.

—Yo oí decir que la cola de los corceles del infierno, parecida a una serpiente, es tan acerada como un látigo —agregó ahora Riatha—, aunque hay quien afirma que eso es sólo un rumor.

—Látigo o no, nunca os coloquéis detrás de uno de semejantes monstruos —recomendó Aravan—, porque sus coces son terribles.

—Bien, pero ¿cómo se los liquida? —inquirió Gwylly.

—Desde lejos, si es posible —explicó Urus—, con lanzas, flechas, hondas… Incluso mediante trampas, tales como pozos disimulados. De cerca sirve cualquier arma, tiene que servir, si sabes evitar que la bestia te mate a ti antes.

—Es aún peor que un ghul, entonces —replicó Gwylly.

—No, amigo —dijo Aravan—, porque un corcel del infierno es simplemente salvaje y no posee la astucia de un ghul.

Guardaron luego silencio mientras observaban cómo el Horrible Pueblo colocaba antorchas alrededor de la fortaleza y abría las puertas exteriores como si esperase alguna visita.

—Me pregunto —murmuró Faeril— qué otro enemigo puede aguardarnos en la mezquita.

—No lo sé. Sólo nos falta mencionar a los kraken, los ogros y los dragones.

—Pueden sorprendernos otros seres —señaló Aravan—. Bastante peores que los rutch, los lokas, los ghuls y los trolls.

—Los gargonis, por ejemplo —sugirió Gwylly.

Los dos elfos aspiraron el aire entre sus apretados dientes, y al fin musitó Aravan:

—Los gargonis podrían resultar peores, sí. Y hay más… Pero no creo que en los dominios de Stoke existan esos engendros.

—No es probable, desde luego —estuvo de acuerdo Riatha—, aunque cabría dentro de lo posible. En cualquier caso, no olvidéis que, como sucede con todos los spaunen, la luz del día los mata.

—Pero para eso hay que atraerlos a la claridad —gruñó Urus.

Otro grupo de rücks con antorchas salió por la puerta delantera y desapareció en el otro lado del muro. Detrás de ellos, unos guardias de la misma raza volvieron a cerrar la puerta y poner la tranca. Más allá de la fortaleza, el pelotón se hizo visible de nuevo mientras marchaba pesadamente carretera abajo, en dirección al cañón.

—Tal vez vayan a hacer la ronda por el desfiladero —opinó Aravan.

—O a relevar a la guardia del escondrijo —agregó Faeril—, si es que de veras existe algún refugio en la quebrada.

Llegado al cañón, el grupo torció hacia el norte y, aunque no era visible, los cinco pudieron seguir su camino por el resplandor que esparcían sus hachones.

Urus dijo entonces de cara al elfo:

—Avísame si sucede algo. Voy a ver qué hacen los caballos.

—Pues yo propongo que volvamos todos junto a ellos —intervino Riatha—, excepto el que esté de guardia. Necesitamos estar descansados, mañana, y permanecer aquí durante toda la noche resultaría agotador.

—Yo te traeré galleta y agua —le dijo dulcemente Faeril al elfo.

Dejando a este, los otros cuatro se retiraron de la cima para recorrer el complicado laberinto existente entre los peñascos hasta reunirse con las monturas.

Con la luna llena en las alturas y el amuleto azul colgado del cuello, Gwylly vigilaba la mezquita. No había logrado conciliar el sueño, de tanto como le preocupaba el día siguiente. Y ahora estaba de guardia, fija la vista en la fortaleza iluminada con antorchas, preguntándose qué ocurriría.

Los rücks patrullaban por las altas murallas y, de cuando en cuando, sus confusas voces llegaban hasta él.

La piedra azul estaba fría, pero no gélida. No obstante, al oír rodar un guijarro, Gwylly pegó un brinco y se volvió… para encontrarse con Faeril, que acudía a hacerle compañía.

—¡Oh! —jadeó el buccan—. ¡Vaya sobresalto!

—No podía dormir, Gwylly. Luchamos contra demasiadas… posibilidades.

—Ya sé qué quieres decir, cariño. Este asunto me impedía reposar de verdad.

La damman se sentó al lado de Gwylly y le tomó la mano.

—Temo que nuestra desventaja sea muy grande. Sólo somos cinco, y… ¿quién sabe cuántos habrá allí abajo, y de qué seres se tratará? Ellos están atrincherados en la fortaleza, en el refugio de Stoke, y nosotros desconocemos la distribución de las habitaciones, dónde se mete el barón y qué trampas puede tener preparadas para los incautos, o…

—Todo eso es, justamente, lo que me tiene tan inquieto.

Faeril le acarició los dedos.

—Dicen que esta espera es la calma que precede a la tormenta, pero yo no siento nada de calma en mí.

El buccan le rodeó los hombros con el brazo, y juntos contemplaron en silencio la mezquita. Los rücks y sus semejantes seguían en lo alto de las murallas, escudriñando los alrededores mientras la refulgente luna subía a su cénit.

Gwylly acarició los cabellos de Faeril, cuyo argénteo mechón brillaba a la luz de la luna, y sonrió.

—Riatha nos recomendó cubrir todo aquello que resplandeciera, y tu plateada guedeja…

La joven se llevó una mano al pelo.

—¿De veras lo crees? No se me había ocurrido.

Gwylly la estrechó contra sí y le dio un fugaz beso.

—No, mi amor. Sólo bromeaba. No creo que…

—En cualquier caso, prefiero taparme —decidió Faeril y se tapó con la capucha—. No quisiera que nos delatase.

Llegó la medianoche, y la luna lucía esplendorosa.

—Bien, mi buccaran. Ahora soy yo quien se queda de guardia, y tú debes retirarte a descansar un poco.

Gwylly se desprendió del cuello el amuleto y se lo pasó a Faeril.

—Aquí tienes el distintivo, querida. Pero, en cuanto a irme a descansar, prefiero seguir un rato contigo.

La buena compañía daba consuelo a ambos, que permanecieron en su puesto de vigilancia con las manos unidas.

Transcurrido un rato, indicó la damman:

—¡Echa una mirada al cañón, Gwylly!

El buccan obedeció y no tardó en ver una ancha franja de borrosa luz de antorchas que procedía del extremo opuesto de aquella quebrada de escarpadas paredes. Poco a poco, aquello se movía hacia la abertura del cañón que daba al camino de la puerta delantera, y por esta entró un ghul montado en un corcel del infierno, acompañado de un rück a pie que empuñaba un hachón. Detrás de ellos avanzaba penosamente una fila de prisioneros atados a una larga cadena y vigilados por elementos del Horrible Pueblo que igualmente llevaban antorchas.

Faeril se agarró con fuerza a su buccaran con lágrimas en los ojos.

—¡Oh, Gwylly! —musitó—. ¡Traen nuevas víctimas para Stoke!

—Sí, mi amor. Y diría que se trata de hombres, aunque desde aquí es difícil asegurarlo.

Cerraban la fila unos asustados y reacios caballos y camellos de carga conducidos por vulgs. Si a los pobres animales los espantaba el hedor que despedía el corcel del infierno, aún les causaban más miedo aquellas negras y lupinas criaturas que corrían a sus lados.

—¡Diantre! —exclamó Gwylly—. ¡Tienen vulgs, en efecto!

—¡Y un ghul y un corcel del infierno, además! —añadió Faeril.

Sonó entonces un cuerno en la quieta noche y, cuando los rücks de dentro corrieron a abrir las puertas, unos estridentes gritos de bienvenida partieron de las murallas.

—¡Se han apoderado de una caravana! —susurró la damman, a la vez que se enjugaba los ojos—. ¡Tenemos que contarlos a todos!

Con la máxima atención, los dos empezaron a tomar nota de lo que veían.

—Un ghul, un corcel del infierno. Uno, dos tres… ¡catorce prisioneros! Siete vulgs, nueve rücks, tres caballos, dieciocho camellos. En los muros hay siete rücks más, y…

De repente, Faeril calló y, al cabo de unos instantes, agregó en tono sibilante:

—¡El minarete, Gwylly! Alguien se mueve entre las sombras.

Los ojos del buccan se volvieron en el acto hacia la punta de la aguja. En la oscuridad reinante en el remate circular vislumbraron una vaga forma que destacaba contra el resplandor de una antorcha que tenía detrás. Pero, entonces, la figura se esfumó en un negro remolino.

—¿Supones que era Stoke? —susurró Gwylly, con el corazón nuevamente disparado.

—Sssí… —contestó Faeril, apretando los labios—. Quizá debiéramos despertar a los demás.

—Yo no lo haría, cariño, porque poco podríamos hacer esta noche. El hecho de haber visto a Stoke no cambia nada.

—Tienes razón. Además, si nuestros compañeros duermen, realmente es descanso lo que necesitan, y no todavía más quebraderos de cabeza.

Cuando los prisioneros fueron introducidos en la mezquita, sus caballos y camellos quedaron encerrados en el espacio reservado para los animales, y los rücks comenzaron a descargar todo cuanto transportaban, para meterlo en el edificio más cercano.

A continuación, el ghul condujo a su corcel del infierno a través del patio lateral hasta la dependencia del rincón de la muralla posterior. Un rück acudió a abrirle la puerta, y el ghul desmontó e hizo entrar a la bestia, después de lo cual volvió a cerrarse aquella.

Poco después, el portón era abierto otra vez para dar paso a un pelotón. Este descendió al cañón y la luz de las antorchas se perdió en dirección al norte.

—He contado doce —murmuró Gwylly—. Me imagino que van a reunirse con los demás.

—No los acompaña ningún vulg —observó Faeril—. Esos seres siguen en el interior de la mezquita.

Un rato después, el ghul regresó por el patio lateral y penetró en el edificio principal.

Pasó una hora más, en la que la luna prosiguió su lento camino a través de los cielos mientras la bóveda de estrellas giraba también hacia el oeste.

Riatha no tardó en aparecer entre las sombras.

—¡Gwylly! Debieras descansar y dormir, en vez de velar aquí junto a Faeril.

—Lo sé, Riatha, pero no podía conciliar el sueño —respondió el buccan.

La damman se quitó la piedra azul para entregársela a la elfa.

—Creo que vimos a Stoke… en el minarete. Miraba cómo le llevaban unos prisioneros. Varios hombres. Parecía tratarse de toda una caravana, con sus caballos y camellos.

Riatha dirigió la vista a la lejana mezquita.

—¿Fue eso lo que anunció el cuerno?

—¿También lo oíste tú? —preguntó Gwylly—. Tampoco dormías, ¿eh?

La elfa sonrió.

—Ninguno duerme, supongo. Procuran reposar, pero nada más. ¿Cuántos prisioneros contasteis? —inquirió de cara a Faeril—. ¿Y cuántos enemigos?

—Catorce prisioneros con tres caballos y dieciocho camellos, un ghul, un corcel del infierno, siete vulgs, nueve rücks que vigilaban a los hombres, y siete rücks de guardia en las murallas.

—Y luego bajaron al desfiladero doce rücks —añadió Gwylly—, que se encaminaron al norte. Irían de patrulla o a algún escondrijo secreto.

—El corcel del infierno está en una cuadra del edificio posterior situado más al norte —explicó Faeril—. Pero, que nosotros sepamos, los vulgs continúan en el interior de la mezquita. Ni uno solo acompañó a la patrulla.

Riatha contempló la misteriosa fortaleza con resignación.

—Ya contaba con que hubiese vulgs dentro, dado que ahí reside su jefe. Id ahora a descansar. El día llegará suficientemente pronto sin que nosotros lo acuciemos.

Los waerlings regresaron a su campamento carente de fuego a través del rocoso laberinto. Las monturas dormitaban de pie entre los riscos. Sentado a un lado, Aravan parecía sumido en aquella meditación que para los elfos equivalía casi al sueño. Se apoyaba en un saliente de piedra, con la lanza atravesada en su regazo y los ojos abiertos, brillantes a la luz de la luna. También Urus se hallaba recostado en una roca, pero tenía los ojos cerrados.

Gwylly y Faeril extendieron sus mantas y se acostaron abrazados, buscando toda la comodidad posible en un suelo tan duro. Ni uno ni otro creían poder dormir…

… Sin embargo, les pareció que habían transcurrido sólo unos momentos cuando, con delicadeza, Riatha los despertó.

Detrás de las montañas del este, el alba asomaba rosada.

Abrevaron a los caballos, que también comieron grano, y luego se desayunaron ellos rápidamente. Al ver que Gwylly no pasaba de mordisquear su galleta, Urus dijo:

—En campaña, o cuando uno se prepara para la batalla, es preciso recordar esta frase de los guerreros: «Come cada vez que se te presente la oportunidad, porque no sabes cuándo podrás volver a hacerlo».

El buccan obedeció y, aunque masticaba sin ganas, acabó su ración.

—¿Siguen dentro los vulgs? —preguntó Faeril.

—Ninguno salió mientras yo o Urus hacíamos guardia —le informó Riatha—. Ni tampoco regresó nadie del cañón. Y ahora las puertas están cerradas y atrancadas.

Gwylly tragó saliva.

—De manera que la mezquita está llena de elementos del Horrible Pueblo: rücks, hlēoks, vulgs y un ghul… —masculló y, después de tomar otro bocado de galleta, agregó—: Y, por si fuera poco, en la cuadra hay un corcel del infierno.

—Así es —respondió Riatha—. Pero escuchadme bien: nuestra misión consiste en entrar, descubrir el paradero de Stoke, matarlo y volver a salir. Nadie nos manda dar muerte a otros seres. En consecuencia se impone una gran cautela y astucia. ¡No el exterminio de montones de spaunen! Ya se desbandarán cuando su señor haya dejado de existir.

Aravan alzó la vista.

—Si Stoke es aquel a quien busco, el hombre de los ojos amarillos, tendré que recuperar además la Espada del Alba, que probablemente esté escondida en la mezquita.

—Yo te ayudaré a ello —tronó Urus.

El elfo miró a los demás, que asintieron.

—Sólo podremos surcar esos mares si llegamos a ellos —declaró el elfo.

—¿Y qué haremos con los prisioneros? —inquirió Faeril—. ¡No vamos a dejarlos encerrados!

—Si los cautivos aún viven, los liberaremos —declaró el baeran—, pero no confío en encontrar a ninguno con vida.

—Detrás de las montañas, el sol ya besa el horizonte que no vemos —indicó Riatha—. ¡Vayámonos!

Sacaron a los caballos de entre los riscos para conducirlos ladera abajo hasta llegar a donde pudiesen montarlos sin problemas. Gwylly se sentó delante de Riatha, y Faeril delante de Aravan, para dirigirse al punto donde el camino salía de la garganta, ya que esa vereda constituía el único modo de alcanzar, cabalgando, la meseta de abruptos lados.

Descendían poco a poco, pues el suelo era allí escabroso. A su izquierda se alzaba la mezquita, cuyas rojizas paredes laterales, al igual que la anaranjada cúpula, resultaban oscuras a causa de la sombra arrojada por el sol que salía por detrás de la montaña.

Dejaron la meseta y siguieron hacia el cañón, hasta que consideraron que los caballos podrían subir la cuesta que los llevaría al camino. Después de torcer hacia el este, tuvieron que vencer una serie de altibajos, siempre sin perder de vista los rojos muros. En un rincón de la izquierda asomaba audaz el minarete, cuya cúpula quedaba a unos treinta metros de altura sobre la muralla. En el centro de esta se hallaba la enorme puerta de hojas recubiertas de hierro. Detrás, los compañeros pudieron ver los pisos superiores de la mezquita y la gran cúpula.

Cuando se acercaban al misterioso conjunto, Gwylly hizo una profunda respiración y se volvió hacia la elfa.

—¿Por qué me late tan deprisa el corazón, Riatha? Me entrené bien para esta misión, y ahora, sin embargo, temo no estar preparado.

La elfa le sonrió.

—Todos tenemos palpitaciones, Gwylly. No existe ejercicio capaz de revestirnos de hierro, cuando se acerca el momento. Y es lógico, porque nos enfrentamos a lo desconocido. No obstante, te aseguro que estás preparado. Ya verás cómo, cuando llegue el momento de actuar, descubrirás que tus manos y tu corazón, tu cuerpo y tu mente funcionan de perfecto acuerdo. No te entrenaste en vano.

—Ojalá tengas razón, Riatha. ¡Confío en que así sea!

Una vez ante las atrancadas puertas, desmontaron.

—Yo escalaré el muro y las abriré —anunció Urus, al mismo tiempo que entregaba las riendas de su semental a Aravan, antes de desenrollar una cuerda y lanzar el gancho.

Sujeto este, el baeran trepó y salvó la imponente barrera de unos seis metros de alto. Pronto oyeron sus compañeros cómo Urus tiraba de la tranca e, instantes después, aunque no sin crujidos de protesta, la hoja de la derecha se abrió, empujada por el hombretón. A través de la abertura, los cuatro pudieron ver ahora parte de un pórtico situado a unos treinta metros de distancia, detrás del cual había una gran puerta de bronce en el centro del edificio.

Aravan se llevó un dedo a los labios y murmuró:

—Aunque sea de día y el Horrible Pueblo duerma, conviene no hacer ruido, porque en las cámaras interiores de la fortaleza pueden estar de guardia algunos spaunen.

Con las armas en la mano penetraron en el patio anterior, conduciendo de las riendas a sus monturas, y sólo el repiqueteo de los cascos interrumpía el silencio.

Tenían ahora delante toda la fachada de la mezquita, con sus aberturas uniformemente espaciadas en los tres pisos de que se componía el edificio. En cada planta había galerías de unos quince metros de ancho que cubrían toda su extensión. En medio se encontraba la abertura mayor de todas, de al menos quince metros de ancho y que llegaba hasta el tercer piso, y detrás de ella asomaba la formidable puerta de bronce. El resto de las aberturas se alzaban hasta unos tres o cuatro metros del suelo, y más arriba se veían, en cada planta, ventanas fuertemente enrejadas cuyos alféizares quedaban ya en la sombra, porque las piezas a que pertenecían estaban totalmente a oscuras.

Los cinco ataron sus cabalgaduras a las barras con aros empotradas en la fachada, a los lados de la entrada principal. Seguidamente pasaron bajo el arco para entrar en el amplio porche, camino de la puerta de bronce. A cada lado de esta había estrechas y profundas aspilleras, y Gwylly comprobó que, en su parte interior, unos postigos de hierro cerraban por completo esas saeteras.

Urus intentó empujar la puerta hacia adentro y también tirar de ella, pero sin resultado.

—Está atrancada.

—Igual que las ventanas —susurró Aravan—. Además, por dentro hay postigos metálicos.

Por más que buscaran, todo estaba bien cerrado.

Dieron la vuelta al edificio y dejaron atrás el corral de los camellos, pero no vieron ni un solo caballo. Tampoco hallaron ninguna puerta que llevase al interior de la mezquita, pese a probar todos los accesos y tratar de mirar por todas las ventanas y aspilleras, herméticamente cerradas.

El sol ya surgía por encima de las montañas, pero la extraña fortaleza quedaba todavía a la sombra de la gran ladera que tenía detrás mismo, y así permanecería casi hasta el mediodía.

Faeril se mostraba cada vez más inquieta, a medida que volvían a acercarse a la fachada delantera.

—¡Tiene que haber un modo de entrar! Oíd… ¿no podría hundir el oso una de estas puertas menores? —preguntó al pasar junto a una de ellas.

—Quizá sí, quizá no —replicó Urus—. Preferiría encontrar otro camino… porque, como Riatha dice bien, debemos actuar con gran astucia y cautela, y nada de eso es la especialidad del oso. Me parece más prudente entrar en la mezquita como hombre, ya que en la ciudadela de Nizari pudimos comprobar, al rescataros, que el oso es demasiado imprevisible. No, Faeril. No es el momento adecuado para que el oso aparezca ante el barón Stoke.

—Una idea quería tomar forma en mi mente —dijo entonces Gwylly—, pero no acabo de… ¡Un momento! Acaba de ocurrírseme de nuevo. Cuando vimos a Stoke en el minarete, desapareció hacia abajo, ¿no?

Faeril palmoteo con entusiasmo.

—¡Y no cruzó el patio! ¡Eres una maravilla, mi Gwylly! —exclamó, y besó a su buccaran.

—Ha de existir algún pasadizo subterráneo —agregó el warrow con amplia sonrisa—, y si está abierto…

Se dirigieron, pues, al minarete. En su base vieron una pequeña puerta de bronce, igualmente cerrada.

—Si decidimos hundir una puerta, tiene que ser esta —declaró Urus.

El baeran ojeó los lados de la torre. Dos balcones circulares la rodeaban, dos balcones situados entre el patio y la cúpula.

—Seis brazas hasta el primero, seis hasta el segundo y otras seis hasta arriba.

—¿Brazas? —repitió Gwylly.

—Sí. Cada braza representa un metro y medio.

—¡Ah!

Urus desenrolló otra vez la cuerda y preparó el rezón.

—Apartaos —recomendó—. Podría errar el tiro.

Pero acertó y trepó al primer balcón, donde había otra puerta cerrada.

Arrojó nuevamente el gancho y subió al segundo balcón circular. También allí estaba cerrada la puerta.

Llegado por fin arriba, desapareció por espacio de unos instantes para asomarse luego al balcón y saludar a sus amigos.

Pasaron unos largos momentos y, luego, los compañeros oyeron cómo desatrancaba y abría la puerta.

—Sólo había una trampa, y no estaba asegurada —anunció y, a continuación, señaló hacia adentro y hacia abajo—. Necesitaremos luces, porque veo un camino descendente.

Aravan y Faeril regresaron a donde aguardaban los caballos y extrajeron de las alforjas tres diminutas linternas encaperuzadas.

Una vez de vuelta, dijo el elfo:

—Propongo que Faeril, Riatha y Urus lleven las luces. Gwylly y yo necesitamos dos manos para nuestras armas.

Riatha se hizo cargo de un farol, que encendió rápidamente.

—Para evitar que nos descubran, mantened las linternas cubiertas. La poca luz que den nos bastará para ver el camino.

Penetraron seguidamente en el minarete. Una escalera de caracol conducía a la cúpula, y la luz diurna se filtraba por la trampa de arriba. Delante de ellos había una oscura abertura, de la que bajaba un recto tramo de escaleras que, por debajo del patio, llevaría sin duda a la mezquita.

Urus iba delante cuando iniciaron el descenso. Lo seguía Riatha, con Gwylly y Faeril cogidos de las manos, y el último era Aravan.

El buccan volvía a tener unas terribles palpitaciones, y para distraerse un poco empezó a contar los peldaños.

Después de bajar treinta llegaron a un rellano donde una reja les cerraba el paso. Los afilados dientes de la armazón estaban metidos en unos agujeros abiertos en la piedra. Detrás de la reja se extendía un angosto corredor que continuaba en línea recta hacia la mezquita. A cierta distancia descubrieron un torno en una de las paredes. Urus y Aravan intentaron subir la reja, pero sin éxito.

—Alguien la bajó y cerró —murmuró el baeran.

—¿No hay manera de abrirla? —preguntó Faeril—. La llave tendrá que estar en algún sitio.

La elfa señaló el torno.

—¿Ves aquella manivela, detrás de la máquina? ¡Pues eso es la llave! Se hace girar la manivela, y la reja se alza.

Faeril apretó la cabeza contra las barras y miró.

—Si los barrotes estuvieran un poco más separados entre sí —dijo Gwylly— o se pudiesen doblar, creo que Faeril y yo lograríamos pasar.

Aravan examinó los hierros.

—Son demasiado pesados para torcerlos con la mano —opinó—, incluso para alguien tan forzudo como Urus. En cambio, si contáramos con una palanca suficientemente larga…

—¿Serviría la tranca de la puerta de arriba? —intervino la damman.

—No. Es corta.

—¿Y una de las estacas de la cerca del corral? —sugirió Faeril.

Minutos más tarde, Urus y Aravan transportaban el poste escalera abajo hasta la reja. Lo introdujeron entre los barrotes a media altura entre el suelo y el techo, donde la elasticidad sería mayor. A continuación, Urus, Aravan y Riatha hicieron toda la fuerza posible contra la palanca. Lentamente cedieron los barrotes, pero el extremo del poste chocó contra la pared.

—Pruébalo ahora —dijo Urus, al mismo tiempo que levantaba a Gwylly hasta la curvatura de los hierros.

Pero el warrow no pudo meter la cabeza.

—Necesito más espacio —susurró.

—Dejad que lo intente yo —propuso Faeril.

Al momento, la menuda damman se había desprendido de sus bandoleras y de la capa, así como de su cuchillo largo y su daga.

Urus la sostuvo mientras ella, con un contenido gemido de dolor al arañarse con el hierro, lograba pasar al fin la cabeza. Luego contrajo el cuerpo y se retorció hasta caer por fin al suelo, al otro lado de la reja.

A Gwylly se le disparó nuevamente el corazón. ¡Pensar que su dammia estaba fuera de su alcance, y él todavía en el mismo sitio! Si de pronto apareciese alguna horrible criatura… El buccan sacudió la cabeza para apartar semejantes pensamientos, pero la angustia continuó.

—¡Toma! —dijo Riatha, dándole las bandoleras a la waerling a través de la endiablada reja.

La damman corrió con ellas hasta la manivela situada detrás del torno y, aunque no sin esfuerzo, consiguió destrabar la puerta.

Urus introdujo entonces el poste debajo de la reja y la empujó hacia arriba entre chirridos de protesta del hierro. Gwylly fue el primero en deslizarse por el hueco, con cuidado de no pincharse con las puntas de los barrotes, y abrazó a Faeril apenas puesto de pie. Riatha lo siguió deprisa, con Aravan pisándole los talones. El elfo probó de utilizar el torno para subir más la armazón, pero comprendió que una sola vuelta del artilugio causaría demasiado ruido. Y así, mientras Aravan, Riatha, Gwylly y Faeril se servían del poste para levantar todo lo posible la reja, Urus pasó por debajo.

Faeril se puso la capa y sus armas y, con los demás, inició el cauteloso camino por el angosto túnel. La luz que se filtraba por la escalera disminuía cada vez más. Súbitamente, Gwylly creyó percibir unos murmullos lejanos.

—Riatha… —musitó—. ¿No oyes nada?

—Sí —contestó ella—. Los ecos de unas voces distantes.

Pronto avanzaron envueltos en unas tinieblas sólo rechazadas por la escasa claridad que esparcían las tapadas linternas. Pero entonces resonó de manera indudable, aunque a bastante distancia delante de ellos, un pesado ruido de pies, acompañado de un rumor de voces, y apareció un débil pero creciente resplandor.

Los cinco escondieron rápidamente sus linternas bajo las capas y se apretaron contra la pared.

A lo lejos, un grupo de elementos del Horrible Pueblo, provistos de antorchas, cruzó por un corredor transversal. Sus voces y luces perforaban las sombras. Gwylly apartó los ojos, temeroso de que su brillo delatara la presencia de todos ellos.

Por fortuna, aquellas criaturas pasaron sin detenerse, y sus luces y pisadas se debilitaron hasta perderse en la nada.

El buccan lanzó un suspiro, y sólo entonces se dio cuenta de que había estado conteniendo la respiración.

—¡Adelante! —susurró Urus, y los compañeros reanudaron la marcha a través de la oscuridad.

Sus pequeños faroles sólo dejaban escapar minúsculos destellos por debajo de sus caperuzas metálicas.

Pronto alcanzaron un cruce, tal vez a unos ochenta metros del minarete, según los cálculos de Gwylly, si bien este no estaba muy seguro por haber perdido la cuenta al ver pasar, aunque de lejos, a los spaunen. Hacia la derecha y la izquierda partían corredores, y por todas partes se abrían pasillos y galerías. Aún se percibían unas voces remotas, y en algún túnel había una débil claridad, como si más allá ardiesen antorchas.

El camino seguía a través del cruce, siempre en línea recta, oscuro y silencioso.

—Me figuro que estamos en los sótanos de la mezquita —jadeó Riatha—, debajo de los claustros exteriores. A la derecha hay una galería que debe de pasar por debajo de la fachada delantera de la mezquita. La de la izquierda conducirá, probablemente, a la parte norte del templo. Y enfrente tiene que quedar la cámara principal, debajo de la cúpula.

—Si debajo de la cúpula hay una cámara —murmuró Urus—, sin duda es donde se encontrará Stoke. Siempre en el centro de todo, rodeado de sus servidores.

Riatha estuvo de acuerdo.

Después de mirar a izquierda y derecha y no observar movimiento, uno tras otro pasaron el cruce en un vuelo.

Recorrieron otros seis metros, más o menos, antes de llegar al pie de una escalera que conducía a una puerta cerrada. Los cinco subieron esos peldaños, treinta y dos en total, por el acostumbrado orden: Urus, Riatha, Gwylly, Faeril y Aravan.

A sus espaldas volvieron a sonar voces y pisadas de botas claveteadas. Una vez más escondieron las linternas y permanecieron a oscuras en el extremo de la escalera. Otro pelotón pasó por el corredor de abajo.

Desaparecido también este, Urus miró a sus compañeros, cada uno de los cuales hizo una señal afirmativa. Con gran cuidado, el baeran hizo girar el picaporte. El pestillo se movió con un ligero chasquido, y Urus empujó poco a poco la puerta hacia adentro, sin poder evitar que los goznes rechinaran ligeramente. Desde más allá, la luz de unas antorchas iluminó la base de la escalera, al mismo tiempo que sonaba el confuso eco de unas voces. Urus sacó la nariz y, sin pensarlo más, atravesó la puerta con Riatha pisándole los talones. Detrás iban Gwylly y Faeril, seguidos de Aravan.

Entraron en la sala principal de la mezquita. Encima de ellos se alzaba, entre sombras, la impresionante cúpula. En el centro de la pieza ardían varios hachones, colocados en las esquinas de un estrado, y arrojaban su vacilante claridad sobre la oscuridad. En la gran sala no había spaunen, aunque los murmullos de esas criaturas resonaban en todas partes. El espacio era enorme y cuadrado, de unos cincuenta metros por lado. Pero, aparte del estrado y de un altar en el centro de la gran pieza, colocado exactamente debajo del punto más elevado de la cúpula, no había allí ni un solo mueble. En medio de la pared delantera se abría un arco, idéntico a los que se veían en medio de las paredes laterales.

—Creo que este conduce a la entrada principal —señaló Gwylly—, pero no sé adonde llevan los otros. Seguramente, a los claustros.

—Bien, y… ¿qué hacemos ahora? —preguntó Faeril.

Urus miró hacia el fondo de la sala. Allí destacaba un cuarto arco.

—En el monasterio situado encima del glaciar, la sacristía se encontraba detrás de la pieza principal. Fue aún más allá y más abajo donde descubrimos a Stoke.

—Vayamos, pues —susurró Riatha.

Se deslizaron lo más aprisa posible en aquella dirección, pegados a la pared. El ruido de los pies de los rücks y el rumor de voces de los spaunen, que aumentaba y se reducía a intervalos, parecía seguirlos entre las sombras. En el momento en que se acercaban al arco lateral, salió de él una monstruosa figura enorme y pesada, que sobrepasaba los cuatro metros de estatura. Tenía el aspecto de un rück gigante, pero no lo era. ¡Era un ogro!

—¡Un troll! —exclamó Riatha.

Detrás del coloso apareció un grupo de rücks y hlēoks.

Las facciones del ogro revelaron sorpresa y furia.

Con un rugido, el engendro se arrojó sobre Urus, extendidas sus manazas para aplastar al intruso.

El baeran se hizo a un lado, volteó su mangual con formidable energía, y la pinchuda bola de hierro golpeó la casi pétrea piel del ogro, que retrocedió entre rugidos de dolor y rabia.

Los rücks y hlēoks emergieron prácticamente a borbotones entre espantosos aullidos, blandiendo cimitarras y porras, y su ataque obligó a retroceder a la elfa y a los dos warrows hasta chocar con Aravan, que estaba detrás.

Krystallopýr! —murmuró el elfo, de cara a su lanza, en un intento de acudir en ayuda de Urus, pero un hlēok armado con un tulwar se colocó entre él y el troll.

Aravan paró el arma del hlēok con el palo de su lanza y, con un hábil movimiento, hundió la afilada y quemante hoja de cristal en el abdomen del enemigo hasta que le asomaron los intestinos por la herida. El monstruo pegó un grito y cayó al suelo, moribundo, pero otros dos hlēoks ocuparon su lugar y cargaron contra Aravan, dispuestos a matarlo.

Gwylly disparó entonces un proyectil con su honda y le destrozó el cráneo a un rück, y Faeril, por su parte, arrojó uno de sus cuchillos contra otro. Sin embargo, los restantes rücks podían más que los waerlings, y de no ser por Riatha, que con su eficaz espada Dúnamis los hizo replegarse, habrían estado perdidos.

En alguna parte sonó de repente un estridente cuerno en demanda de auxilio.

Urus volvió a azotar al troll con su mangual y le rompió un hueso de la caja torácica, con el consiguiente aullido de dolor del engendro. El baeran se atrevió a lanzar una ojeada a sus compañeros y bramó:

—¡Poneos a salvo!

Pero, en aquel mismo instante, el troll agarró a Urus con sus fenomenales brazos y lo estrechó contra sí para inmovilizarlo. El baeran intentó golpearlo de nuevo, pero no pudo empuñar debidamente el arma. Quizás en su forma de oso habría logrado librarse del troll e incluso eliminarlo, pero lo súbito del ataque no le había dado tiempo de transformarse. Y ahora Urus pataleaba bajo el abrazo del monstruo como un chiquillo cogido por un adulto, y todos sus esfuerzos resultaban inútiles.

—¡Urus! —gritó Riatha, y dio un paso adelante.

Pero una vez más, los rücks quisieron atacar a los waerlings, y la elfa tuvo que acudir en su defensa.

Gwylly le lanzó una bala al ogro y, si bien le dio en la cabeza, sólo rebotó en aquel cráneo que parecía de granito. Segundos después, un ululante rück se arrojaba sobre el buccan, dispuesto a aplastarlo con su porra, pero un cuchillo de acero se clavó hasta el mango en la espalda del diabólico enemigo y lo hizo retroceder entre tambaleos. No obstante, la porra del moribundo rück golpeó con fuerza a Gwylly y lo dejó atontado en el suelo.

En aquel mismo momento se oyó un terrible crujido de huesos, y Urus se desplomó inerte, con burbujas de sangre en la boca. Seguidamente, el ogro tiró al baeran contra la pared. El roto cuerpo de Urus sufrió un tremendo choque y cayó al suelo con un ruido sordo. Sin pérdida de tiempo, el troll saltó hacia él y lo tocó con la pata para cerciorarse de que el hombre estaba muerto.

Faeril, de pie junto a su inconsciente buccaran y con un cuchillo en cada mano, lanzó un grito de guerra en twyll:

—Blēut vor blēut!

Aravan arrancó su lanza del pecho de un hlēok y corrió hacia Riatha, con su lanza de cristal preparada para atravesar al enemigo que acosaba a la elfa, pero la hoja de esta, forjada con plata estelar, degolló al monstruo, que aún dio unos pasos atrás, tambaleante, antes de derrumbarse.

Los restantes spaunen retrocedieron temblorosos, con el miedo reflejado en las caras.

Riatha descubrió entonces el desmadejado cuerpo de Urus, sobre el que se inclinaba el ogro.

—¡Urus! —chilló, y quiso correr hacia él, pero Aravan se lo impidió, sujetándola.

—No hay nada que puedas hacer por él —dijo con dureza—. Es tarde.

—¡Urus! —volvió a gritar la elfa, a la vez que luchaba por desasirse.

—¡No, dara! —repitió el elfo con voz ronca—. Debemos hacer caso de las últimas palabras de Urus y buscar un sitio seguro.

La elfa sacudió la cabeza para limpiar sus ojos de lágrimas mientras miraba alternativamente el cuerpo del baeran y cómo el ogro tocaba a su víctima.

—No me iré hasta que haya matado al troll —jadeó Riatha, debatiéndose para soltarse.

Pero Aravan la tenía bien agarrada.

—¡Los waerlings, dara, los waerlings! Es el momento de proteger a los vivos, y no de vengar a los muertos.

La elfa vio que Faeril ayudaba a ponerse de pie al buccan, todavía algo inseguro, y dedicó de nuevo su atención a Urus y al troll.

Detrás hubo de pronto un fuerte chirrido metálico, y Riatha se volvió a tiempo de ver cómo una reja caía y cerraba la puerta por la que habían entrado poco antes.

Y un cuerno de los rûpt seguía dando la alarma.

Gwylly procuraba sacudirse de encima el atontamiento cuando Riatha dijo entre dientes:

—¡La entrada!

Entretanto, el troll se había apartado de Urus y avanzaba en dirección a los cuatro entre los gritos de regocijo de los rücks y hlēoks.

Los compañeros dieron una presta media vuelta y echaron a correr hacia el arco abierto en la pared delantera. Iban como locos y, por encima de los aullidos de los spaunen y de los sonidos del cuerno, oían las tronantes pisadas del ogro, que los seguía con los rücks y demás seres monstruosos.

Los fugitivos se precipitaron pasillo abajo hasta llegar a un vestíbulo de unos ocho metros de ancho por quince de largo. En alguna parte de las sombras que tenían delante estaba la puerta, pero también allí había una reja cerrada, empotrada en el marco exterior de modo que quedara sujeto el travesaño.

—¡No! —chilló Gwylly al ver la barrera de hierro, y sus ojos buscaron enseguida el torno y el modo de levantar la reja mientras Aravan y la elfa se disponían a rechazar el ataque del troll, que justamente bajaba la cabeza para entrar en el vestíbulo con todos los rücks y hlēoks.

El buccan miraba de un lado a otro, pero allí no había torno ni puertas laterales. En el techo vio matacanes, una especie de aspilleras destinadas a hacer caer la muerte sobre cualquier invasor. Encima del abovedado pasillo que conducía a la sala principal había una larga ranura, y Gwylly distinguió los pinchos de una reja alzada. Aquel vestíbulo era, pues, una trampa mortal para quien se atreviera a entrar.

Una trampa mortal en la que ellos ya estaban metidos.

Sin embargo, no llovió la muerte desde arriba, sino que adoptó la forma de un formidable ogro escoltado por rücks y hlēoks de maliciosa sonrisa.

Desesperado, Gwylly se puso a golpear uno de los postigos de hierro que tapaban una de las angostas aberturas.

El troll atacó a Aravan, que se agachó a la vez que Riatha daba un salto hacia adelante y trataba de hundir su espada Dúnamis en el costado de la bestia, pero el arma de plata estelar resbaló. El troll emitió un rugido y, de un manotazo, arrojó a la elfa contra la pared del vestíbulo. Riatha perdió la espada, que cayó con estrépito al suelo.

Un hlēok corría ya hacia la elfa, pero Faeril se le adelantó y derribó al rûpt de una furiosa cuchillada, con lo que los demás spaunen recularon asustados.

Aravan aprovechó entonces la ocasión para clavarle la lanza de cristal al troll. La abrasadora hoja penetró hasta el fondo del vientre de la infernal criatura, quien prorrumpió en escalofriantes gritos. Aravan torció entonces la lanza, y al troll se le desorbitaron los ojos, porque Krystallopýr perforaba ahora su cuerpo hacia arriba. Cuando el arma le atravesó el corazón, el engendro se retiró bamboleante. El elfo tiró bruscamente de la lanza, cuya hoja de cristal estaba al rojo vivo. Aún dio el troll unos pasos más, mientras su negra sangre se derramaba sobre la piedra; la roca chisporroteaba allí donde el líquido caía, y oscuros penachudos de humo se elevaban. Por fin, el monstruo se desplomó al suelo, muerto.

Y en el arco que había detrás apareció un hombre.

De ojos amarillos.

Stoke.

Con gruñidores vulgs a su lado.

Balak! —gritó.

La reja interior cayó con un fuerte chirrido y gran estrépito hasta quedar encajada en los agujeros del suelo.

Gluktu glush! —ordenó entonces el barón, y todos los rücks y hlēoks del vestíbulo avanzaron.

Pero, justamente en aquel momento, Gwylly había logrado correr el pestillo del postigo.

—¡Tomad, para vosotros! —voceó, a la vez que abría al máximo la ballestera y la luz del día entraba a raudales por ella.

Los spaunen tocados directamente por la claridad sólo tuvieron tiempo de alzar la vista, espantados, y derrumbarse al suelo, donde quedaron convertidos en polvo. Los que se hallaban a un lado quisieron emprender la huida, pero cayeron también, súbitamente apergaminados y con los miembros retorcidos de la forma más grotesca. Se les hundían las costillas y, poco después, sus chillidos enmudecieron como cortados por una espada. El corpachón del troll muerto se redujo asimismo a polvo, aunque en un primer momento quedó de él un macizo esqueleto. Pero enseguida se deshicieron también los ligamentos y los cartílagos de las articulaciones, y los pesados huesos se separaron hasta quedar esparcidos por el suelo.

Desde arriba llegaban horribles voces a través de los matacanes, así como unos agitados y convulsos movimientos, después de lo cual llovió sólo ceniza.

Y detrás de la reja, mientras los vulgs desaparecían, Stoke aulló de ira y se echó hacia un lado cuando un reluciente cuchillo de plata pasó rozando su oreja, le produjo una sangrante herida y fue a caer algo más allá mientras el barón se desvanecía entre las sombras.

El silencio que siguió fue total, sobrecogedor.

Faeril se volvió hacia Gwylly para comprobar que, en efecto, estaba bien. Luego se arrodilló junto a Riatha y apoyó la oreja en su pecho. Al hacer ella eso, la elfa se movió y Faeril comenzó a frotarle la mano, llamándola.

—¡Riatha! ¡Riatha!

También Aravan acudió a examinar a la elfa.

—Sólo está aturdida, y ya se recuperará —dijo.

Gwylly, por su parte, acarició los cabellos a su dammia, que lo miró.

—Le tiré un cuchillo, pero erré —musitó Faeril—. No di en el blanco, ¡y Stoke ha escapado!

—¿Cómo? ¿Visteis a Stoke? —exclamó el buccan—. Yo no lo vi. Ese dichoso postigo… ¡Por poco no lo abro!

—Pero lo abriste, Gwylly —intervino Aravan, sonriente—, y supongo que con ello nos salvaste a todos.

Las lágrimas resbalaron por las mejillas de Riatha, apenas hubo recobrado esta el conocimiento.

Chieran! Avó, chieran! —murmuraba la deshecha elfa.

También a Faeril y a Gwylly se les humedecieron los ojos. Aravan los dejó para acercarse a la reja.

—Hay que encontrar la manera de salir de esta maldita trampa —dijo al cabo de un momento.

Gwylly se enjugó un par de lágrimas y se colocó, como el elfo, ante la reja interior. Ambos contemplaron la sala principal de la mezquita. Allá donde ya no alcanzaba la luz que penetraba por el ventanuco abierto, yacía entre las sombras una de las dagas de plata de Faeril, indirectamente iluminada por las antorchas del altar. Junto a la pared del fondo se veía el cuerpo sin vida de Urus. Gwylly apartó rápidamente la vista, porque no era momento para entregarse a la congoja.

El buccan carraspeó e intentó sobreponerse, pero la voz se le quebró al examinar con llorosos ojos la armazón de hierro que tenían delante. Se enjugó las lágrimas con la manga y musitó:

—Tal vez podamos doblar estas barras, como hicimos con las otras. Pero nos hará falta una palanca.

Dicho esto, el buccan dio media vuelta y se fijó en los huesos del troll.

—¡Oye! Quizá sirva el fémur de ese monstruo…

Fue hasta donde estaba el hueso y trató de levantarlo. Pero este medía más de un metro de largo y su peso superaba en mucho lo que el warrow podía alzar. Aun así, logró subir un poco un extremo.

—¡Qué barbaridad! —jadeó—. ¡Cualquiera carga con esto!

—Huesos de troll y piel de dragón —dijo Aravan, colocándose al lado de Gwylly—. A lo mejor es a causa de su solidez que son insensibles al veto de Adón.

El elfo agarró el fémur y, aunque el esfuerzo lo hizo gruñir, lo trasladó hasta la reja, donde con un sordo ruido lo dejó caer al suelo.

Riatha se puso de pie y se enjugó las lágrimas de los ojos. Faeril recogió la espada de plata estelar y se la entregó a su compañera, que la envainó y se la colgó del hombro.

Juntas, la damman y la elfa se acercaron a la reja, aunque la inmóvil y encogida figura de Urus entre las lejanas sombras atraía de continuo su triste mirada.

—Ya lamentaremos más tarde su pérdida, dara —murmuró el elfo con afecto—. Tenemos que procurar escapar de esta trampa antes de que se ponga el sol.

Incapaz de pronunciar palabra, Riatha se limitó a hacer un gesto afirmativo.

—Creo que la cerradura y el torno están en alguna parte de arriba —dijo el elfo, a la vez que estudiaba los matacanes que tenía encima—. Si encontramos la forma de subir, no sólo podremos alzar esta endemoniada reja sino también la que nos cierra la puerta exterior.

Gwylly dio unos pasos hacia el fémur.

—Probemos suerte, pues.

—El hueso puede resultar corto, como palanca —indicó Aravan—, pero lo intentaremos.

—¿En qué ayudamos nosotros? —preguntó Faeril—. Me refiero a Gwylly y a mí. Si introduces el fémur en lo alto, donde las barras son más fáciles de torcer, los warrows no llegaremos. Sin embargo deberíamos sumar nuestras fuerzas, ahora que Urus…

La damman no terminó la frase.

Durante unos momentos permanecieron todos callados, hasta que Aravan dijo:

—Primero trataremos de hacerlo Riatha y yo. Si no conseguimos combar las barras, ataremos una cuerda a la palanca y a los hierros para subiros a vosotros.

—¡Pssst! —hizo Riatha—. Alguien se mueve por arriba.

En efecto, oyeron pasos y un ruido semejante al que produciría una botella de vidrio que rodase por el suelo. De repente, por uno de los matacanes cayó una esfera reluciente que se rompió en mil pedazos. De los restos salieron con fuerza unos biliosos humos verdes.

—¡Contened la respiración! —gritó la elfa—. ¡Es un gas venenoso!

Gwylly tomó de golpe todo el aire que pudo, y luego cerró la boca. Otra esfera se estrelló contra el suelo del vestíbulo, con lo que una nueva ola de vapor verdoso invadió la pieza.

A una muda señal de Aravan, todos se echaron de cara a la reja, que daba a la gran cámara situada más allá.

Detrás de ellos, nuevas esferas de cristal se hacían añicos.

Gwylly vio los nauseabundos vapores que pasaban sobre ellos en dirección a la sala en que se hallaba el altar. Asió la mano de Faeril y contuvo la respiración, muy apretados los labios. Tenía la sensación de que los pulmones le iban a reventar, y todo su cuerpo pedía aire con desespero; una angustiosa negrura se le arremolinaba ante los ojos y parecía arrebatarle el conocimiento…

«¡No! —chilló su mente—. ¡No quiero respirar…!».

Pero al final no pudo más y aspiró a grandes bocanadas aquellos humos verdeamarillos. Y tuvo la sensación de caer en espiral a una oscuridad sin fondo.