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RESTABLECIMIENTO

Principios del año 5E990

(El presente)

—Era como si cada fibra de mi cuerpo ardiera —musitó Gwylly con la garganta áspera—. Sin embargo, sólo mi mente lo recuerda; no el cuerpo.

Riatha le tocó una mano.

—Bueno es que no notes los padecimientos de días pasados, porque el mero hacer memoria de ello podría matarte.

—¿Por qué dolía tanto? —preguntó Faeril, con voz aún ronca—. ¿Por qué era peor el remedio que la enfermedad?

—No lo sé con certeza, pero los dos parecíais quemaros. Diría yo que la mezcla de rosa nocturna y tomillo de gwyn extraía el veneno del emir, para consumirlo. Además había transcurrido mucho tiempo desde que bebisteis la ponzoña hasta que empezamos el tratamiento. En consecuencia, el veneno había penetrado hasta lo más profundo de vuestro ser, y la cura tuvo que ser tremendamente intensa.

—Lo único que yo sé —dijo el buccan— es que creía tener fuego dentro.

Faeril sonrió.

—Y es que lo tenías, Gwylly. Al menos, era lo que los dos sentíamos.

—¡Maldito sea el emir! —intervino Urus—. Quiso forzarnos a llevar a cabo lo que nosotros ya habíamos jurado hacer.

—Pero pagará su error —añadió Aravan.

—Quizá contribuyésemos nosotros a su acción.

—¿Cómo? —inquirió Riatha, muy abiertos los ojos.

—Me explicaré. De saber el emir que nosotros éramos warrows, tal vez se habría dado cuenta de nuestra casta de guerreros. En cambio nos tomó por hijos de elfos y, claro, pensó que obstaculizaríamos la búsqueda de Stoke. De lo contrario nos habría hecho prometer lealtad en lugar de obligaros a ir los tres a asesinar al barón mientras nos retenía a nosotros como rehenes.

—¡No, Gwylly! —replicó Aravan—. Estoy convencido de que en su corazón siempre anidó la maldad. Estaba enterado de nuestra llegada. ¿Cómo? Lo ignoro. En cualquier caso, es evidente que Stoke sabía que lo perseguíamos del modo más tenaz y, por ello, recurrió a la pérfida ayuda del emir.

»En cuanto a manteneros como rehenes, ¡bah! Nos mintió desde el principio. Pero, como ansia ver muerto a Stoke, inventó todo ese endiablado plan.

Gwylly tomó una galleta y murmuró:

—Si tanto desea que muera el barón, ¿por qué no mandó a la mezquita a su ejército, con orden de destruirlo? Podría haber ido él mismo con los soldados y liquidar personalmente a Stoke.

Aravan dejó de andar de un lado a otro y se sentó.

—En primer lugar, Gwylly, el emir sería incapaz de arriesgarse tanto. ¡Y la empresa sería muy peligrosa! De sobra sabemos que es un cobarde, que teme morir a manos de un asesino. ¿No visteis cómo se rodeaba de guardias? Además no toma ninguna comida ni bebida sin antes hacérsela probar al catador. ¡No! Ese tipo no se atreve a ir con su ejército a ninguna parte. Prefiere lograr sus propósitos a través de otros.

»En segundo lugar, no enviaría a sus hombres porque, como recordaréis, dijo que Stoke gozaba del favor del sultán de Hyree, por lo que el emir nunca procedería abiertamente contra el soberano.

»Pero… ¡escucha! Al mandarnos a nosotros, sus manos quedaban limpias de todo acto de rebelión comprobable. Si nosotros tenemos suerte y conseguimos dar muerte a Stoke y el sultán le pide luego explicaciones, él dirá que nosotros éramos simplemente unos forasteros de paso. Y… ¿qué motivo de sospecha podía tener él? ¿Por qué había de imaginarse que nos disponíamos a liquidar al barón?

»Y en el caso de que el plan del emir hubiera seguido su curso y nosotros, tras derrotar a Stoke, hubiéramos regresado para rescataros, nos habría matado a todos sin el menor escrúpulo para poder decirle después al sultán que había ejecutado a los asesinos.

»Asimismo, si nosotros llegamos a obedecer e ir a la mezquita, y fracasamos en nuestro intento, el emir diría al sultán, simplemente, que nos habíamos escapado de su ciudadela, pero que, por lo menos, vosotros estabais muertos.

»Lo que afirmará ahora, si hay mala suerte y Stoke nos vence, es que todos escapamos de la fortaleza…

Faeril bajó la cabeza, apesadumbrada.

—Astuto y traidor es el emir. Tanto si salimos victoriosos como si fallamos siempre tendrá una respuesta para el sultán o el barón, según quien haga la pregunta.

—¡Qué lugar tan extraordinario es este! —comentó Gwylly, y Faeril le dio la razón.

Ambos caminaron por el musgo hasta el pie del roble. La damman alzó la vista hacia las ramas, con la esperanza de ver a Nimué, pero sus ojos no percibieron más que oscura fronda.

—Confío en que a ella no le parezca mal —susurró Faeril mientras se desnudaba para meterse en el agua, igual que hacía Gwylly.

—¿Y por qué supones que Nimué es un ser femenino? —quiso saber el buccan, a quien se le ponía carne de gallina en las frías aguas.

—Pues no lo sé, la verdad. Sencillamente, este rincón tan maravilloso me parece más propio de un espíritu femenino que de uno masculino.

Gwylly se sumergió unos instantes; sacó luego la cabeza entre resoplidos, y se sacudió el agua de los ojos.

—El fondo es arenoso y, dado que no tenemos jabón, esto nos servirá —dijo, a la vez que mostraba a su dammia un puñado de sablón.

En efecto, utilizaron aquella arena para frotarse el cuerpo y el cabello, y entre chapuzones se aclaraban y limpiaban. Por último, Gwylly le susurró a Faeril:

—Deja que te lave la espalda, mi amor.

La damman sonrió y, apartándose la melena del cogote, se volvió de espaldas a su buccaran.

—Ya sabes lo que sucede cada vez que me lo haces…

—¡Ya lo creo que lo sé, cariño!

Poco después, bajo el espléndido ramaje del roble, alguien murmuró:

—Espero que Nimué tenga la delicadeza de mirar hacia otro lado.

Pasaron dos días más, en los que los warrows continuaron su recuperación. Urus y Aravan, incapaces de dar muerte a las palomas que acudían a beber de la charca, habían salido de caza y regresaron con unas cuantas codornices. Y, cuando el viento del anochecer azotaba las laderas de las montañas, el baeran encendió un pequeño fuego en el exterior de la caverna y asó las aves.

Era la primera carne que comían desde hacía diecisiete días.

Mientras cenaban, Gwylly preguntó con la boca llena y bastante ronco todavía:

—¡A ver quién resuelve este enigma! ¿Cómo pudo ganarse el favor del sultán de Hyree un monstruo como el barón Stoke?

—Sólo ellos dos pueden saberlo —contestó Riatha—, pero quizás esto nos sirva de pista. Escuchad todos:

»En la Gran Guerra del Veto y también en la Guerra de Invierno, Hyree se puso de parte del enemigo. Y, en ambas ocasiones, los de Hyree veneraron a Gyphon, el Gran Impostor.

»Cuando cruzamos Nizari, vimos mezquitas abandonadas y minaretes en ruinas. Al preguntar Faeril el porqué, oímos de labios del propio emir que los imâmîn habían sido arrojados del país en tiempos de su abuelo por haber querido imponer un falso profeta en vez de honrar al verdadero dios, cosa que hacían desde casi novecientos años atrás.

»Y ahora fijaos en lo que digo: novecientos años antes del abuelo del emir se produjo la Guerra de Invierno, cuando Hyree adoraba a Gyphon.

»Después de la guerra predominó en Hyree la religión del profeta Shat’weh, o sea la del desierto. Por consiguiente, aquellas mezquitas y los minaretes eran las construcciones dedicadas a Shat’weh, a quien el emir llamaba el falso profeta.

»Recordad que, según él, Hyree había vuelto a sus creencias de antes, al camino verdadero. Y eso sólo puede significar una cosa…

—¡Gyphon! —intervino Faeril—. Ahora comprendo por qué tú, Riatha, impediste que yo hiciera más preguntas referentes a las mezquitas y los minaretes, al falso profeta y al verdadero camino…

—Sí, porque aún no sabíamos la traición que el emir preparaba, y yo no quise que advirtiera que estábamos suficientemente enterados de su fe en Gyphon para llevar noticia de ello a Pellar, al supremo rey.

—Pero eso no presagia nada bueno para Mithgar —opinó Aravan.

—¿Otra guerra por la supremacía, supones? —inquirió Urus.

El elfo abrió las manos, palmas hacia arriba.

—¿Quién puede decirlo? Pero una cosa es cierta: cuando terminó la Gran Guerra del Veto, aún quedaban algunos mortales en Adonar, y a su regreso a Mithgar…

—¿No estaba interceptado el camino entre los planos, antes del fin de la guerra? —preguntó Gwylly.

—No para los nativos de Mithgar. El camino de Mithgar estaba aún abierto para ellos, y en realidad todavía lo está, si bien quedó cerrado para los elfos, del mismo modo que el camino de regreso a Adonar sigue abierto para nosotros, los elfos, mientras que los mortales no pueden pasar.

—¡Es cierto! —declaró el buccan—. Lo había olvidado.

—En cualquier caso, los mortales nos trajeron noticia de todo lo sucedido cuando Gyphon fue juzgado y condenado por Adón. El Impostor se vio desterrado más allá de las Esferas, pero, antes de caer al Gran Abismo, dijo: «Incluso ahora he puesto en marcha unos acontecimientos que nadie podrá detener. ¡Volveré dispuesto a conquistarlo todo! ¡Y seré yo quien mande!».

»La Piedra de Myrken fue uno de esos acontecimientos prometidos por Gyphon, y provocó la Guerra de Invierno. ¿Quién sabe qué otros planes pudo poner en marcha?

—Eso me hace sentir escalofríos —dijo Gwylly.

—¡Y a mí! —agregó Faeril—. Pero… ¿qué tiene que ver lo de Gyphon con Stoke?

—El sultán sólo apoyará al barón si ve en él a un poderoso aliado —intervino Urus—. Tened en cuenta esto: Stoke atrae hacia sí al Horrible Pueblo. Es posible que el sultán piense que el barón va a proporcionarle un ejército de esa clase de criaturas. Un ejército que domine la noche.

—¡Cielos! —exclamó Gwylly—. ¿Podría significar eso la preparación de una nueva guerra con Gyphon? ¿Y cuándo, me pregunto?

El buccan recorrió con la vista a sus compañeros, mas ninguno tuvo respuesta para ello.

—Si salimos victoriosos de nuestra empresa —opinó Urus al fin—, por lo menos habremos eliminado a Stoke de las filas enemigas.

Luego, el baeran se levantó para contemplar el suelo. El sol se hundía detrás de la cordillera.

—Voy en busca de la pala para enterrar los huesos de las codornices y los restos del fuego, porque se acerca la noche y no quisiera que su olor flotase en el aire.

—Nos indicaron que la mezquita quedaba a una buena jornada de distancia de Nizari —dijo Faeril, recobrada ya del todo la voz—. Sin embargo, el ghul que visteis montado a un corcel del infierno iba al paso. Eso sólo puede significar una cosa: que en alguna parte existe un escondrijo seguro para los proscritos, ya sea una grieta o una cueva; un sitio al que no llegue la luz del día.

Urus le sonrió a Aravan.

—Nosotros podríamos haber llegado a la misma conclusión, pero no fue así. Estos waldans son gente lista. Al menos, nuestra Faeril lo es.

La damman se mostró satisfecha.

—Tuve buenos maestros —dijo.

—No, pequeña amiga —contestó el elfo—. La inteligencia es algo que no se inculca, y únicamente se puede acrecentar un poco.

—Continúa, Faeril —urgió Riatha—. ¿Qué crees que deberíamos hacer?

—Sólo esto —respondió la waerling—. Si es verdad que una cabalgada de un día entero separa Nizari de la mezquita y nosotros hacemos el viaje durante las horas de luz, llegaremos allá cuando oscurezca. Y de noche es cuando los rücks y demás se sienten más fuertes, porque no tienen que temer los efectos del sol.

»Empero, nosotros no podemos cabalgar en las horas nocturnas, y mucho menos pasar por el cañón, ya que es entonces cuando los spaunen lo utilizan. En realidad creo que no nos conviene cabalgar por el cañón en ningún momento. En caso contrario dejaríamos una buena pista para los vulgs y otros seres semejantes, sobre todo si existe un punto de descanso para el Horrible Pueblo en esa garganta o en otro lugar cercano. Probablemente lo recorren de vez en cuando, y yo no quisiera que nos encontrasen. En mi opinión nos convendría buscar un camino que se apartara totalmente del cañón, para que nadie descubra nuestras huellas.

»Por consiguiente, sugiero esto: que durante el día vayamos por el borde de la garganta, bien alejados de ella, principalmente de noche, que es cuando más cuidado hay que tener.

»Y, cuando hallemos la mezquita, de ser posible hemos de esperar la luz del día para entrar en ella. De ese modo, si nos vemos en excesivos apuros, podremos retroceder al soleado exterior.

Cuando Faeril calló, pasaron unos momentos sin que nadie hablara. Fue Urus quien por fin gruñó:

—¿Lo veis? ¡Ya dije yo que estos waldans eran listos!

Cuando los demás aprobaron el plan, Gwylly abrazó y besó orgulloso a su dammia.

—¡Y pensar que eres mía, toda mía! —le susurró.

A los veintidós días de su entrada en el refugio, los cinco se prepararon para partir con las primeras luces del amanecer.

Una semana antes, Faeril y Gwylly habían repasado las cosas sacadas por Riatha de la ciudadela, para ellos, y encontraron casi todo lo que podrían necesitar: armas, prendas de vestir, equipos de escalada y otros objetos varios. Hecho el inventario, la elfa había dicho:

—Cuando fuisteis separados de nosotros por orden del emir, yo sabía que volveríamos para recogeros. Por lo tanto, nos llevamos también vuestras armas al retirar las nuestras de aquella mesa donde habían dejado todo, en previsión de la liberación que podría ser necesaria. Si los guardias hubieran estado bien alerta, nos lo habrían impedido, pero afortunadamente no fue así, y aquí tenéis lo que salvamos.

Llegaba ahora el momento de emprender de nuevo la misión y llevarla a cabo.

Mientras Riatha, Urus y Aravan ensillaban y cargaban sus caballos, Gwylly y Faeril se ciñeron sus bandoleras y bolsas de proyectiles, los cuchillos y la honda y las dagas. Se habían puesto las ropas más apropiadas para el desierto, dejando atrás las sedas y los rasos del emir —que llevaban en el momento de ser salvados—, todo ello limpio y doblado al pie del roble como regalo para Nimué. Después de echar una última mirada al maravilloso refugio, los cinco se dispusieron a abandonarlo.

Urus y Riatha hicieron salir a sus monturas, seguidos de los waerlings. Aravan, en cambio, permaneció en la oquedad con la piedra azul en la mano. Y, cuando sus compañeros se hubieron ido, la voz del elfo resonó tranquila en la gran caverna:

—¡Gracias, Nimué, por habernos permitido utilizar tu secreto lugar, el refugio que tanto necesitábamos! Y aún te agradecemos más la salvación de los waerlings, que tanto significan para nosotros, pues su presencia mejora el mundo.

»Ahora nos proponemos reparar antiguos agravios y librar al mundo de un monstruo. Si sobrevivimos a la empresa y podemos hacer algo por ti…

Calló el elfo, y la única respuesta consistió en el silencio.

Aravan dio media vuelta y condujo a su caballo hacia la estrecha salida. En ese mismo instante…

Amigo, dijo la muda voz.

—¡Amigo! —contestó Aravan, expectante.

Pero no oyó nada más, y lentamente se unió a los compañeros que lo aguardaban a la débil luz de la aurora.

El grupo cabalgó hacia el sur. Gwylly iba sentado delante de Riatha, en la cruz del caballo, y Faeril se había instalado del mismo modo en la montura de Aravan.

La tierra que pisaban era todavía más escabrosa de lo que habían podido imaginar, pero Urus vio una ventaja en ello.

—Es muy poco probable que los esbirros de Stoke pasen por aquí —opinó—. Sin duda preferirán el cómodo cañón.

Así pues, avanzaron entre escarpados riscos y agrietadas mesetas y cuestas llenas de rocalla. De vez en cuando encontraban hendeduras que procuraban rodear, o bien las saltaban si eran estrechas, y los warrows se agarraban entonces fuertemente hasta que, después del brioso salto, los caballos tocaban de nuevo suelo firme.

Viajaron durante todo el día, aunque con frecuentes paradas para que los animales descansaran un poco. Y había ratos en que los cinco caminaban junto a sus monturas. Cuando el sol empezó a acercarse al horizonte occidental, buscaron un lugar protegido y, por fin, descubrieron una quiebra sin salida en un cercano peñasco.

En total no habrían recorrido aquel día más de cinco leguas.

Establecieron turnos de guardia, como de costumbre, y el que vigilaba tenía el amuleto de Aravan, que tan pronto se enfriaba como volvía a calentarse, pero en ningún momento llegó a ponerse gélido.

A medianoche lucía en el cielo una espléndida luna llena que iluminaba el paisaje como si fuese de día. Aun así, cuando la piedra azul se heló, no divisaron a ningún enemigo, y llegaron a la conclusión de que aquellas infernales criaturas debían de estar recorriendo el distante cañón.

El segundo día fue muy semejante al primero. El suelo era difícil y anfractuoso, y procuraban no perder de vista la garganta, ya que les servía de guía. Ni siquiera el mayordomo del emir sabía con exactitud dónde se hallaba la mezquita. «En alguna parte, cerca del barranco», había dicho Abid.

Por lo tanto, seguían el cañón desde arriba, siempre manteniéndolo apartado, a su derecha, y desde cada altura escudriñaban lo que tenían delante en busca de minaretes, cúpulas, agujas… Pero no veían nada.

Anochecía ya cuando cruzaron un arroyo que caía de la montaña, y no tardaron en comprobar que brotaba de una grieta. Sin embargo, no penetraron en ella, porque la pequeña corriente procedía de muy lejos.

—Esto se presta para que los rutch tengan aquí un escondite —murmuró Riatha, que se arrodilló más arriba de donde bebían los caballos, para rellenar su odre—, y yo no quisiera meterme en un sitio donde pueden aparecer los spaunen. Ya encontraremos otro rincón.

Un kilómetro más allá hicieron por fin un alto entre unos grandes pedruscos, ya de noche. El orden de las guardias era el de siempre: Aravan, Gwylly, Faeril, Riatha y Urus.

Estaba a punto de amanecer cuando, de pronto, la piedra se enfrió y el baeran vio la silueta de algo grande que pasaba aleteando por delante de la luna en dirección al sur.

—¡Stoke! —dijo sibilante.

Pero el ser ya había desaparecido.

Urus no despertó a los demás.

Todo aquel día cabalgaron entre enormes rocas, siguiendo un tortuoso sendero que avanzaba hacia el sur. De cuando en cuando salían a un campo abierto y estudiaban su situación, siempre atentos a no alejarse demasiado del cañón. Pero también hacían algún alto cuando llevaban largo rato sin desembocar en un espacio libre, y uno u otro trepaba a una de las rocas para ver dónde quedaba el desfiladero y comunicárselo a los demás. Y súbitamente se hallaron en un elevado y rocoso borde a cuyo pie se abría el cañón, que había torcido hacia un lado y ahora atravesaba su camino en diagonal.

A toda prisa se retiraron para dar un rodeo.

Dejados finalmente atrás los pedruscos, se vieron ante una cuesta muy empinada. Y, una vez en la cumbre, divisaron en lontananza, montañas arriba, una gran mezquita amurallada que resplandecía bajo el sol de la tarde. El edificio era rojizo, con un cúpula anaranjada. Y a uno de sus lados destacaba un esbelto minarete.

Gwylly creyó que el corazón le saltaba a la garganta, de la impresión, y notó su martilleo en las orejas. Miró a Faeril y comprobó que también ella, muy seria, posaba la vista en él. Luego volvió a atraerlo la misteriosa mezquita.

A tanta distancia no lograron descubrir movimiento alguno, pero sin duda lo habría…

Allí dentro se atrincheraba un monstruo.