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REFUGIO

Principios del año 5E990

(El presente)

Por el este, los cielos se aclararon al llegar el alba, aunque el sol aún permanecía escondido detrás de las crestas de las montañas intermedias.

—Lo único que podemos hacer es esperar —dijo Riatha después de dejar el recipiente donde había preparado el té de tomillo de gwyn, y que había quedado ya vacío.

Delante de ella yacían los waerlings, que respiraban de forma débil y seguían muy pálidos.

Urus, sentado junto al fuego, se rodeaba las rodillas con los brazos, laxas las manos y la cabeza baja, fija la vista en… otra parte o, quizás, en algún punto existente en las profundidades de la tierra.

Aravan observaba el cielo matutino a cierta distancia de ellos.

Riatha se acercó al baeran.

—Estoy asustada, Urus. Aunque los waerlings tomaron el té, continúan al borde de la muerte.

El baeran apretó los puños.

—Ese canalla nunca pensó dejarlos vivir. Era mentira que nos concediera una semana para llevarle la cabeza de Stoke.

Riatha tomó la mano del amado y le acarició los dedos.

—Si lo que balbució Gwylly era cierto, el emir también mintió con respecto al antídoto. Tal vez ni siquiera lo tenga.

Urus la miró a los plateados ojos.

—¡Me siento tan inútil, tan impotente!

La elfa suspiró y le besó la mano.

—A todos nos sucede lo mismo, mi amor.

Aravan se volvió súbitamente y fue en busca de su caballo.

—Yo no experimento más que una ira terrible y os juro que, si sobrevivo a esta empresa, el emir de Nizari pagará cara su traición.

Una vez montado, agregó:

—Tanto nosotros como los animales necesitaremos agua y comida para varios días, porque la recuperación de los waerlings requerirá su tiempo. Ayer vi revolotear a dos palomas y, en una tierra como esta, esas aves constituyen las mejores guías para encontrar agua, sobre todo de madrugada y al anochecer.

»Además nos conviene alejar del cañón nuestro campamento. Tiene que haber una causa para que sea tan temido, y no me gusta que nuestro ruido y nuestro olor se noten tan cerca del borde.

»Ahora voy a seguir el vuelo de las palomas, para ver si encuentro un lugar seguro, ya que de momento nada, ¡nada!, puedo hacer aquí —exclamó lleno de frustración, aunque su mirada se suavizó al observar a los diminutos amigos.

Dicho esto, el elfo se alejó hasta el este.

—¡Ay, Adón, qué cansada estoy! —musitó Riatha instantes después.

Urus la estrechó dulcemente contra sí.

—Duerme, mi amor. Te despertaré si fuera necesario.

A media mañana regresó Aravan. Urus avivaba el fuego con pequeñas ramas de espino. El agua del pote colocado sobre el trípode arrancaba a hervir.

Riatha dormía a la sombra de un cobertizo improvisado por el baeran con su propia capa. También los waerlings descansaban a la sombra, protegidos por una manta colgada encima.

Aravan desmontó y, tras atar su caballo a un arbusto, tomó la galleta que le ofrecía Urus.

—¿Tuviste suerte? —murmuró el baeran.

—Pues sí —contestó el elfo en el mismo tono—. A una legua de aquí, más o menos. Es un sitio difícil de encontrar, escondido entre unos pliegues de la roca. Pero las palomas me condujeron a él.

Urus apartó el agua bullente del fuego, echó en ella unas desmenuzadas hojas, y tapó el pote para que la infusión reposara. Aravan miró a los waerlings y levantó una ceja con gesto interrogante.

—No se ha producido ningún cambio —contestó el baeran a la pregunta no formulada.

Ambos permanecieron sentados en silencio mientras la fragancia del té llenaba el aire.

Riatha se movió y abrió los ojos. Con un gemido se incorporó y, enseguida, acudió junto a Gwylly y Faeril. De rodillas a su lado, vigiló su respiración mientras les tomaba el pulso. Después levantó un párpado a cada uno, para comprobar la reacción de la pupila a la luz diurna. La elfa meneó la cabeza con pena.

—Siguen igual.

Y, mientras se disponía a internarse en la maleza para aliviar su cuerpo, dijo:

—Pon más agua a hervir, Urus. Les daremos más tomillo de gwyn.

Trasladaron el campamento a media tarde. Aravan iba delante, con Faeril en brazos. Riatha cabalgaba en medio, y Urus formaba la retaguardia sosteniendo a Gwylly. Unos cinco kilómetros hacia el este llegaron a un macizo de roca lleno de recovecos y de cuya cumbre descendían largos pliegues perpendiculares que aquí y allá presentaban cavidades poco profundas. Alcanzada la cara delantera de la pétrea colina, el elfo fue directamente hacia ella como si quisiera introducirse debajo, pero en el último instante torció hacia la derecha y desapareció. Riatha, que lo había seguido, ahogó un grito de asombro. Mas también ella se perdió de vista, y Urus encontró por fin una estrecha abertura que continuaba colina adentro. En el acto se dio cuenta de que nadie descubriría aquello sin una guía, ya que la cortina de piedra producía una ilusoria impresión de solidez.

El baeran hizo un chasquido con la lengua, y el semental siguió adelante y se metió en el angosto y alto pasadizo que se abría detrás de la pared en forma de cascada. Delante vio a Riatha, y más allá al elfo.

El túnel giraba luego hacia la izquierda y, al cabo de unos veinte pasos, desembocaba en un escondrijo cubierto de musgo y resguardado por un inmenso y pandeado saliente de roca. Rayos de luz penetraban a través de unas elevadas grietas formadas en la pared exterior e iluminaban así de manera difusa la gran oquedad. Los tres contemplaron maravillados aquel refugio. El aire era allí fresco y fragante, lleno de un suave olor a menta. Hacia el fondo, a unos treinta o cuarenta pasos de distancia, unos arroyuelos resbalaban roca abajo para verterse en un pequeño lago junto al que crecía un espléndido árbol de grueso tronco y largas ramas que se extendían hasta más allá de las oscuras aguas.

Un profundo silencio lo dominaba todo, y el quedo goteo aún parecía hacer más intensa la quietud, en vez de romperla.

—De no saber que no lo es —susurró Urus, cuya voz llenó todo el refugio—, afirmaría que se trata de un roble. Sin embargo, en Hyree no medran esos árboles.

Aravan se volvió en su silla.

—Pues no te engañan tus ojos, amigo, porque en este prodigioso lugar existe, en efecto, un hermoso roble.

Riatha desmontó y se hizo cargo de Faeril. Aravan saltó al suelo y Urus bajó también de su semental, aunque sin soltar a Gwylly.

Mientras Riatha y Urus preparaban un lecho para los waerlings, el elfo descargó a los caballos y los condujo a la charca, donde no solamente podrían beber agua fresca, sino además comer la suculenta hierba que crecía alrededor y que constituiría un buen suplemento para el grano que a diario recibían.

El baeran salió del escondrijo y regresó minutos después con los brazos cargados.

—Para el fuego —dijo, al apilar la hojarasca allí cerca—. Y ahora voy en busca de piedras para formar un círculo protector.

Después de varios viajes al exterior, Urus y Aravan colocaron debidamente las redondeadas piedras, y Riatha puso en marcha la lumbre. Apenas prendido el fuego, en toda la cavidad resonó el suspiro del viento, como si todo el refugio se lamentase al ver las llamas, y las ramas del poderoso roble se agitaron también.

De cara al interior de la caverna dijo entonces Aravan:

—¡Es preciso! No tenemos otra opción.

Ni Riatha ni Urus supieron a quién dirigía el elfo aquellas palabras.

Volvió el silencio a la oquedad, si bien el chorreo del agua parecía ahora un poco inquietante, alborotado.

Aravan miró a Riatha.

—Cuando esté listo el té, apaga el fuego.

La elfa hizo un gesta afirmativo y puso el pequeño recipiente sobre el trípode.

—Todavía no noto ningún cambio —declaró Riatha, apoyando la mano de Gwylly sobre el pecho del buccan.

—¿Cuánto tiempo hace ya? —preguntó Urus.

Aravan alzó el pulgar y dos dedos.

—Tres días… Uno en el borde del cañón, y dos en este agujero.

La elfa dedicó ahora su atención a Faeril y aplicó el oído a su pecho.

—El corazón todavía le late, pero sin fuerza. Temo que el tomillo de gwyn sólo haya servido para mantener a raya los efectos del veneno del emir. Si se nos agotan nuestras provisiones de esas hojas, la ponzoña volverá a actuar de manera fatal.

Urus entrelazó sus dedos con tal violencia, que los nudillos se le pusieron blancos.

—Sin duda habrá algo que podamos hacer. Quizás el emir posea un contraveneno, pese a lo dicho, y encontremos el modo de conseguirlo…

Aravan sacudió la cabeza.

—No, Urus. Gwylly lo sabía. Ese demonio de emir no tiene ningún antídoto.

Aquella noche, el elfo cuidaba a los waerlings. A un lado del refugio, Urus y Riatha dormían hechos un ovillo. La caverna estaba a oscuras, aunque no del todo, porque el resplandor de las estrellas se filtraba por las aberturas de arriba. El elfo se había sentado sobre una piedra próxima a la charca y observaba cómo los arroyuelos se deslizaban hasta fundirse con el pequeño lago. Era extraño que este no se desbordara… ¿Adónde irían a parar las aguas? Tal vez desapareciesen bajo tierra.

Volvió a mirar luego a los warrows… ¡Tan pálidos, tan cerca de la muerte! Y le constaba que Riatha ya no disponía de mucho tomillo de gwyn.

Aravan procuró calmarse buscando consuelo en la oración a Adón, como había hecho cada noche desde su llegada a la oquedad.

Y rezó, pese a saber que Adón había prometido no intervenir nunca directamente en los asuntos del mundo medio. En caso contrario, según Adón, las manos de los dioses destruirían lo que habían creado, ya que su poder era enorme, y demasiado frágiles los seres a quienes ellos querían ayudar. Además, Adón decía que una interferencia de los dioses obstaculizaría el libre albedrío.

Aun así, el elfo rezaba por confiar en que, no obstante las pocas esperanzas, el Altísimo interviniese en su favor. Y, con el amuleto azul apretado en la mano, le dirigió estas palabras: «Adón, si es Tu voluntad, acoge en tu seno las almas de estos dos pequeños waerlings; pero, si no tienes intención de hacer morir a estos pobrecillos, ¡envíanos ayuda! Hazlo, Señor, porque estamos desesperados y nos queda poco tiempo…».

El silencio fue la única respuesta.

Entonces, Aravan se dirigió al gran roble:

—¡Oh, árbol! Parece ser que Adón se atiene a su promesa. ¡Si tú pudieses ayudarnos! Porque ya no sé a quién acudir…

Entre la parte alta de las ramas se produjo una extraña sombra, y el elfo contuvo el aliento. Echó luego una rápida mirada a las estrellas que desde allí dentro alcanzaba a ver. Estas seguían esparciendo todo su brillo, sin que las ocultara ninguna nube, y, sin embargo, entre las hojas del roble se apiñaban las sombras.

Y de pronto, cual espiral de negro humo, la oscuridad descendió rodeando el grueso tronco. Aravan empuñó la lanza pero no pronunció su nombre, porque el amuleto aún se notaba templado.

Sus ojos expresaron enorme sorpresa cuando una voz que hablaba la lengua de los Ocultos sonó en su mente:

Amigo.

—Amigo —respondió el elfo.

No te reconocí hasta que me hablaste a través de la piedra.

Aquella voz mental parecía vagamente femenina, aunque Aravan no estaba seguro de ello.

—Ignoraba que la piedra tuviese el poder de invocar…

No lo tiene. Sólo puede dirigirse a alguien como yo.

La sombra llegó al musgo de la base del tronco y entonces se fundió con una confusa aparición que se hallaba a unos cuarenta centímetros de altura. Avanzó a través del suelo y se detuvo delante del elfo. Aravan creyó distinguir una imprecisa oscuridad dentro de la sombra, como si el ser situado a poca distancia de él fuese aún menor y estuviera envuelto en negrura.

Tú pediste ayuda.

—Sí. Estamos en un grave apuro. Los dos waerlings yacen moribundos a causa de un veneno, y no tenemos remedio para ellos. Lo único que podemos hacer es retrasar un poco el fin. Pero pronto ya no habrá manera de detener la mano de la Descarnada.

¿Acaso no es el destino de los mortales morir algún día?

—Sí, pero tendría que ser de una muerte natural, y los pobres chicos no merecen acabar de modo tan horrible.

¿Y qué importan unos años más o menos, para los mortales? ¡De todas formas duran tan poco como una cachipolla!

—¿Que qué importan unos cuantos años? ¡Es todo cuanto tienen! ¡No quisiera ver acortadas en nada sus ya de por sí breves vidas!

Eres persuasivo, Aravan.

—¿Cómo conoces mi nombre?

Posees todavía la piedra, elfo.

—¿Cómo puedo llamarte?

Llámame Nimué, aunque no es mi verdadero nombre.

—¿Puedes ayudarme, Nimué?

La sombra se deslizó por el suelo cubierto de musgo hasta donde yacían Gwylly y Faeril. Permaneció largo rato junto a cada waerling y, a continuación, se trasladó a donde estaba el paquete de tomillo de gwyn e hizo allí una nueva pausa. Por último, Nimué se acercó a Aravan, no sin cierto temor, tocó por espacio de un instante el amuleto azul, y retrocedió enseguida como si lo asustara estar junto al elfo.

Aravan repitió la pregunta:

—¿Puedes ayudarnos, Nimué?

Quizá, pero lo que os ofrezco es un arma de dos filos, que corta por ambos lados y representa un gran peligro.

—¿Un gran peligro?

Sí. Cura o mata.

El elfo quedó muy pensativo, pero finalmente dijo:

—Sin ayuda, los waerlings están condenados a morir. Vale más tener una posibilidad entre mil que no contar con ninguna. ¡Habla, pues! Te escucho.

Existe una flor que sólo se abre de noche: la nyktohrodon o rosa nocturna. Debéis mezclar un pétalo de esa flor con cada hoja de tomillo de gwyn. Será como si los sutiles poderes de la noche se unieran a la briosa fuerza del día. Preparad un té con una hoja de cada planta para cada víctima e introducid el amuleto en el líquido, mientras reposa, porque yo he tocado la piedra y ahora contribuirá a la fusión. Haced que los enfermos beban pequeños sorbos durante tres noches seguidas, y repetid la cura al cabo de cinco días. Vero… ¡cuidado! Este tratamiento resulta muy doloroso, y en ello está el riesgo: el tormento que produce puede matar a los mortales.

—Pero esa mezcla también puede curar…

Desde luego.

—¿Y dónde encontraré esa flor llamada nyktohrodon? ¿Qué aspecto tiene?

Al oeste hay un cañón angosto…

—Ya lo conozco.

Allí dentro, junto a los bordes superiores, florece la rosa nocturna.

—¿De qué color es?

Blanca como la luna.

—¿Tengo que hacer algo especial?

No arranques toda la flor. Coge únicamente lo que necesitéis: ocho pétalos de ocho flores distintas. Al anochecer, antes de que salga la luna, ya que su luz no ha de caer sobre los pétalos. De no tomar esta precaución, perderían su potencia hasta la próxima florescencia en una noche sin luna. Tampoco debe darle el sol a lo que arranques, porque igualmente quedaría ineficaz. Envuelve los pétalos en una tela oscura y no los saques hasta que vayáis a utilizarlos, siempre a escondidas de la luna y del sol.

—¿Algo más?

Sí. Cuando de noche vayas en busca de las flores, ten cuidado, porque por la oscuridad del cañón se mueven cosas maléficas.

—¿Cosas de Neddra?

En general, sí. Pero no todas.

—Iré con cautela.

¿Tienes alguna otra pregunta que hacer? ¿No? Hay algo que no debéis olvidar: una vez acabado todo, estén vivos o muertos los mortales, no quiero que volváis a encender fuego en mis dominios.

Detrás de Aravan sonó la voz de Riatha:

—¿Hablas con Faeril o con Gwylly? ¿Están despiertos?

Aravan miró a la elfa y, apoyado en un codo, echó un vistazo a los waerlings. Rápidamente, el elfo se volvió de nuevo hacia Nimué, pero el ser envuelto en sombras había huido. Escudriñó entonces la copa del gran roble, y le pareció que entre las ramas más elevadas se desvanecía una borrosa oscuridad.

Urus se protegió los ojos con una mano.

—El sol se pone.

Aravan, situado junto al baeran, contempló el cañón que tenían a sus pies. Llevaba colgada de la espalda su lanza Krystallopýr.

—Dentro de una hora estará oscuro. La luna no saldrá hasta mucho más tarde, entre la medianoche y el amanecer, o sea que disponemos de unas nueve horas para encontrar las blancas flores.

Cada cual iba preparado con su equipo de escalada, si bien el plan consistía en que Aravan bajase al cañón para recoger todos los pétalos posibles mientras Urus daba cuerda o la cobraba.

El crepúsculo dio paso rápidamente a la noche, y pronto los dos amigos tuvieron sólo la luz procedente de las estrellas.

Caminaban por el borde de la garganta, atentos a cualquier flor blanca que destacase abajo.

—Me pregunto cuándo se abrirán —murmuró Urus.

—Lo ignoro —contestó el elfo—. Nimué no me lo dijo.

Transcurrió una hora, y el baeran bisbisó:

—¡Mira eso!

En la pared del cañón, a unos tres metros de sus pies, una flor blanca había vuelto su corola de cara a las estrellas, como si buscara sus centelleantes rayos.

Urus sujetó enseguida la cuerda al cuerpo de Aravan, y este se dejó caer despacio a las profundidades del desfiladero.

Cuando alcanzó la flor, aspiró su fragancia.

—Huele como una rosa blanca corriente —le dijo al baeran sin levantar la voz—, aunque su aroma quizá sea más delicado.

Con todo cuidado arrancó un pétalo, que envolvió en un trozo de suave tela oscura, y se lo guardó en el bolsillo de su jubón. Sin pérdida de tiempo trepó adonde lo aguardaba Urus. Encima de donde crecía la rosa nocturna dejaron un pequeño montón de piedras, para no cometer el error de coger otro pétalo de la misma flor.

Siguieron la búsqueda desde el alto borde del cañón. De nuevo fue Urus quien descubrió una rosa y, al arrancar Aravan uno de sus pétalos, vio una tercera a lo lejos.

Dos horas pasaron antes de aparecer la siguiente flor, y acababa de descender el elfo a la garganta cuando le susurró a Urus:

—¡Oye, que el amuleto se enfría…!

Subió sin demora, y ambos se echaron boca abajo para escudriñar las sombras. Poco después oyeron el repiqueteo de los cascos de una montura que se acercaba, si bien el eco les impedía saber por qué lado. Finalmente vieron a un jinete que cabalgaba hacia el sur. Tenía el color blanquinoso de un cadáver, y sus cabellos eran negros como ala de cuervo. Se cubría con una capa oscura, y en la mano llevaba una lanza provista de crueles lengüetas. De su cintura pendía un tulwar y, no obstante las tinieblas reinantes en el cañón, Urus y Aravan vieron que también los pantalones y las botas eran negras. El hombre no usaba yelmo, pero alrededor del cuello lucía un ancho y grueso collar metálico con puntas, como si quisiera protegerse del peligro de una decapitación.

La montura era parecida a un caballo, pero sólo relativamente, ya que no tenía pelo y era de pezuñas hendidas. Al pasar por debajo de ellos, el baeran y el elfo se fijaron en que su cola hacía pensar en una serpiente, pues incluso tenía escamas. Hombre y bestia dejaban un olor fétido tras de sí.

De repente, el animal lanzó un grito y se detuvo. Tembláronle los ollares y volvió la cabeza nervioso, como si intentara localizar algo o a alguien con el olfato. El jinete miró también y pronunció unas ásperas y guturales palabras en slēuk.

Aravan y Urus se retiraron del borde para no ser vistos, y el elfo estrechó fuertemente entre sus dedos el amuleto, cerrados los ojos.

Segundos más tarde sonó en el cañón una seca orden, y el ruido de cascos se alejó. Los amigos se asomaron entonces con cautela y pudieron comprobar que el hombre y su extraña montura desaparecían en una curva, sin duda en dirección a donde, según se decía, se hallaba el reducto de Stoke.

Cuando estuvo seguro de que no podía ser oído, Aravan exclamó:

—¡Un ghul! ¡Y un corcel del infierno!

Urus miró por encima del hombro para asegurarse de que sus propios caballos seguían atados a unos arbustos a cierta distancia del borde del cañón; si les llegaba el olor del corcel del infierno, y no teniendo a sus amos al lado, se apoderaría de ellos el pánico. Ya se mostraban inquietos por el débil rastro de pestilencia que habían notado, pero por fortuna se lo llevó una ráfaga de aire.

El baeran se volvió hacia el elfo.

—¿Crees que ese endemoniado corcel pudo advertir nuestra presencia? ¿Se detendría por eso? En tal caso…

—No, Urus. Más bien me figuro que percibió la existencia del amuleto. Ciertas criaturas son más sensibles que otras. Yo procuré utilizar la piedra para impulsarlo a seguir adelante. Quizá tuviera suerte, o no. En cualquier caso, bestia y jinete se largaron.

»Sin embargo, el hecho de su paso por aquí es una mala noticia. Yo pensaba que todos esos seres habían muerto en la Guerra de Invierno.

Urus emitió un gruñido.

—Lo único que sé de esa guerra es lo que me contaron. En cambio, estoy enterado de lo que son los ghuls. Unos enemigos horribles. Casi imposibles de liquidar. Las heridas no significan nada para ellos, salvo que hayan sido producidas por armas de plata o por alguna hoja especial.

—En efecto, pero hay algo más. Si les atraviesan el corazón con un objeto de madera, ya sea una estaca o una flecha, les cortan la cabeza o son desmembrados, también mueren. Otra cosa que no soportan, es el fuego y, por ejemplo, la luz del día.

—Lo que veo venir —contestó Urus— es que, si Stoke llama a semejantes aliados, nos tocará enfrentarnos a unos enemigos espantosos.

—Sin duda alguna, amigo, y no olvides a los corceles del infierno, porque a veces actúan por su cuenta y resultan muy peligrosos.

Urus recogió la cuerda aún sujeta al equipo de Aravan e inquirió:

—¿Con qué otros enemigos tropezaremos en la mezquita de Stoke? A no dudarlo habrá allí rutch y hlēoks, ghuls y corceles del infierno…

El elfo se deslizó nuevamente pared abajo y añadió esto a la ya preocupante lista del baeran:

—No olvides a los vulgs, Urus. Y, si Stoke recurre además a nuestros enemigos de antaño, también estará rodeado de trolls.

El rostro del baeran adquirió una expresión hosca cuando murmuró:

—¡Ogros!

Obtenido el octavo y último pétalo, Aravan subió definitivamente al borde. Urus estudió el cielo en un intento de calcular la hora de la noche, y el elfo dijo mientras se desprendía del cinturón de escalada:

—Nos queda todavía una hora antes de que salga la luna. Tal vez podamos iniciar el tratamiento de los waerlings hoy mismo.

El baeran se colgó del hombro la soga enrollada.

—¡Vayamos, pues!

Apenas montados, espolearon a los animales en dirección al refugio situado entre las rocas. El terreno era escabroso y no podían galopar ni darse mucha prisa, aunque de cuando en cuando conseguían ir al trote. No obstante las dificultades, cubrieron los cinco kilómetros en menos de una hora.

Aunque en la oquedad no había más luz que la que se filtraba por las aberturas de arriba, los ojos de los elfos y también los del baeran veían lo suficiente.

—Enciende el fuego, dara —dijo Aravan—. Tuvimos éxito.

Momentos después ardió una pequeña llama, cuyo escaso resplandor apenas iluminaba la caverna.

Urus desensilló los caballos mientras Riatha y Aravan hablaban del tratamiento a que debían ser sometidos los warrows y procedió a almohazar a las bestias. Apenas había acabado con una cuando el agua rompió a hervir.

Apartado el pote del fuego, la elfa desmenuzó cuidadosamente un blanco pétalo de rosa que echó al agua, y enseguida añadió una dorada hoja de tomillo de gwyn. Mientras partía el delicado pétalo, Riatha murmuraba:

—Lirio, laurel de montaña y rosa.

Con ello describía la combinación de aromas que desprendía el blanco pétalo.

Aravan se descolgó del cuello la piedra azul y, pendida de la delgada correa, la sumergió en la caliente mezcla y removió todo lentamente.

Riatha repitió la operación con otro pétalo y más tomillo. Estaban los tres muy inquietos, y el elfo no dejaba de agitar el líquido en una y otra dirección. Al fin señaló Riatha:

—Sólo falta un cuarto de hora para que salga la luna.

El don propio de los elfos les permitía saber, en cualquier momento, la posición del sol, de la luna y las estrellas.

Aravan removía despacio el medicamento.

—Saldrá por el otro lado de la cordillera, dara. Sin embargo, creo conveniente dar a los waerlings esta primera dosis antes de que la luna asome por el horizonte.

Después de acabar con los caballos, Urus tomó asiento junto a ellos.

El elfo se inclinó sobre la posición para inhalar su fragancia. Luego le pasó el pote a Riatha, para que lo oliese también.

—¿Qué te parece? Ya no distingo el aroma del tomillo de gwyn del de la rosa nocturna.

—Está a punto —respondió ella.

Una vez llenas dos tazas, Aravan tomó una y se arrodilló al lado de Faeril, mientras que Riatha se ocupaba de Gwylly. Con gran cuidado, echaron unas cuantas gotas en sus respectivas cucharas y se las dieron a los waerlings, que tragaron el remedio de manera automática.

El líquido disminuía, pero los desesperados elfos no se apresuraban pese a faltar sólo minutos para que el cuarto de luna menguante apareciera en el invisible horizonte.

—¡Bueno! Ya he acabado —jadeó la elfa, y le enjugó los labios al buccan.

Momentos después también había terminado Aravan su tarea.

—¡Con el tiempo bien justo! —murmuró Riatha, apoyándose en los calcañares—. Porque la luna sale ahora mismo.

Fue entonces cuando Gwylly empezó a chillar.

Y lo mismo hizo Faeril.

Durante los tres días siguientes, Riatha, Aravan y Urus salieron por turnos al exterior, porque era horrible presenciar el padecimiento de los waerlings. Pero ninguno lograba sacarse aquella pena de encima. Además, la elfa acostaba en su regazo ora a Faeril, ora a Gwylly, para cantarles con dulzura mientras los mecía, y por sus mejillas resbalaban gruesas lágrimas al ver cómo los pobres warrows se retorcían de dolor, contraída la boca en una silenciosa agonía, gritando sin descansar aunque no emitieran sonido alguno, agotadas sus voces en la primera hora de alaridos.

Después de la segunda dosis, Gwylly y Faeril abrieron los ojos, pero tenían la mirada extraviada y parecían no ver nada. Sus movimientos eran violentos, e incluso se arañaban a sí mismos. Probablemente habrían escapado, de poder hacerlo, y aquellas palabras no pronunciadas resonaban estridentes en los corazones de quienes los cuidaban: «¡Arde, arde…! ¡Todo se quema! ¡Adón, Adón, que todo arde!».

Urus sugirió que los waerlings fuesen bañados en el pequeño lago, pero eso aún pareció empeorar su estado. En consecuencia los tenían en brazos, estrechándolos contra sí para darles consuelo, aunque sin lograrlo, y sus incesantes y desgarradores gritos partían el corazón a los elfos y al baeran, por muy mudas que fueran las voces.

Al recibir la tercera dosis de rosa nocturna y tomillo de gwyn, Gwylly miró a Riatha con ojos delirantes y desorientados y, con lo poco que quedaba de sus energías, jadeó:

—¡Adón, Adón! ¿Por qué me haces sufrir tanto?

Y, cuando la elfa intentó hacerle tomar algo más de té, él la apartó con brusquedad y musitó entre estertores:

—¡No! ¡No…, no…!

Entre los tres tuvieron que sujetarlo para que tragara el medicamento. Pero lloraban al verse obligados a actuar de aquella forma.

Se volvieron entonces hacia Faeril, que abría los ojos en un paroxismo de dolor.

Aravan gritó entonces lleno de indignación, de cara a todo el mundo:

—¡Emir, maldito bastardo! ¡Con esto te has ganado la muerte!

A lo largo del día siguiente, los angustiosos susurros se redujeron lentamente, y antes de oscurecer cesaron por completo. Riatha aplicó el oído al pecho de cada waerling.

—¡Dios mío! Sus vidas penden todavía de un hilo… —susurró, y los ojos se le llenaron de lágrimas.

Aravan posó la vista en el roble.

—Nimué dijo que era una espada de dos filos. No sabemos si la poción significará la vida o la muerte.

En el refugio se hizo un grave silencio. Sólo se percibía el goteo del agua.

—Dormid vosotros —dijo Aravan finalmente—. Yo vigilaré.

Exhaustos como estaban, Urus y Riatha no discutieron, y momentos después habían caído en un profundo sueño.

Tres horas antes del alba, Faeril empezó a moverse y se puso de lado para ver la silueta del elfo, que destacaba contra la luz de las estrellas. Intentó hablar, pero no pudo. Aravan corrió a arrodillarse al lado de ella para tomarle el pulso y, emocionado, la estrechó contra sí y la besó en la frente.

De nuevo quiso decir algo la damman, mas aún le fallaban las fuerzas. No obstante, el elfo adivinó sus deseos y le dio agua y un trozo de galleta. Pero Faeril volvió a dormirse sin haber acabado ni una cosa ni otra.

Unas dos horas más tarde despertó Gwylly, ya con el pulso firme, y Aravan le ofreció también agua y galleta. El buccan pudo consumirlo todo, antes de desvanecerse otra vez.

Al día siguiente descansó el elfo mientras Urus y Riatha atendían a los waerlings.

Gwylly volvió a despertar a media tarde y, cuando tomaba agua y galleta, se despabiló Faeril.

El buccan esbozó una débil sonrisa a su dammia, que se la devolvió todavía muy fatigada. Gwylly se arrastró entonces hasta ella, la besó y le murmuró algo al oído. Eso hizo reír a Faeril, aunque sin voz, porque aún no la había recobrado. Sin embargo, llamó a Urus por señas y le susurró unas palabras, con lo que las tronantes carcajadas del baeran llenaron todo el refugio.

Urus miró a Riatha.

—Dice Gwylly que es una aventura divertida.

Nuevamente se llenó de risas la caverna.

Los días transcurrían despacio. Riatha, Urus y Aravan se recuperaron pronto del agotamiento de tantas horas de vela. Los waerlings, en cambio, se restablecían lentamente.

El elfo explicó al buccan y a la damman lo ocurrido: su liberación y la huida, el descubrimiento del refugio, cómo había aparecido Nimué, la busca de las rosas nocturnas, el paso del ghul por el cañón, montado en su corcel del infierno, y la aplicación del tratamiento…

Urus, por su parte, les contó sus transformaciones en oso: la primera vez poniendo en peligro todo el plan con sus inoportunos rugidos, y la segunda, haciendo salir de estampía con ellos a todo el grupo de enemigos. Los warrows se rieron en silencio de esta feliz intervención del baeran, porque seguían sin voz.

Riatha indicó entonces que todavía faltaba una dosis del problemático té, y que no podían retrasar su administración.

Gwylly removió la poción en las oscuras horas que preceden al amanecer. Se volvió luego hacia Faeril y alzó la taza.

—¡Te amo! —graznó antes de tomar el medicamento de un solo trago.

—¡Y yo a ti, mi buccaran! —contestó ella, también en un tono todavía muy ronco, e ingirió su té.

Casi inmediatamente jadeó Gwylly:

—¡Siento un calor…!

—¡Sí!

—¡Ay, ay, cómo quema! Todo, todo arde…

El buccan alargó la mano hacia Faeril, reflejado el sufrimiento en sus ojos. La damman quiso estrecharla, pero, antes de que ambas manos pudieran unirse, los dos se revolcaban de dolor.

Riatha se hizo cargo de Faeril, y Urus de Gwylly, y ambos acunaron a los waerlings sin poder contener las lágrimas.

Mientras tanto, Aravan daba zancadas de un lado a otro, incapaz de contener su furia.

Poco antes de la medianoche bajó del roble una sombra, que se arrimó a los dormidos waerlings y se detuvo un buen rato junto a cada uno. Cuando regresaba al árbol, Aravan se acercó al borde del lago, amuleto en mano.

—Nimué…

Esta vez, la espada ha cortado por un lado. La próxima puede cortar por el otro.

—Dime, Nimué: ¿ha alejado el arma la muerte o, por el contrario, ha destruido la vida?

Estos dos mortales amigos tuyos deben de ser de una raza muy sana, Aravan, porque creo que vivirán.

El elfo cayó de rodillas al suelo con la cara en las manos, y sus sollozos despertaron a Riatha.