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LIBERACIÓN
Principios del año 5E990
(El presente)
Riatha, Urus y Aravan descendieron por las serpenteantes calles de Nizari, siempre detrás del soldado que cabalgaba delante de ellos. Había caído la noche y el guía llevaba un farol, aunque entre las iluminadas viviendas y tiendas de la Ciudad Roja no habría hecho falta. El baeran iba rígido, blancos los nudillos de sus manos al sostener las riendas e incapaz todo él de controlar la furia que lo embargaba. A su lado, Riatha guardaba un amargo silencio, y sus labios no eran más que una estrecha línea blanca. Aravan, que se había rezagado un poco, apretaba tanto los dientes a causa de la frustración que los músculos se le contraían en las mejillas. Pese a que seguían al soldado, sus pensamientos eran para Faeril y Gwylly, que permanecían prisioneros y envenenados en la fortaleza, a merced del príncipe y como garantía de la muerte de Stoke. A medida que bajaban por la maraña de callejones, mayor era su cólera.
Por fin alcanzaron las puertas de la ciudad y, a una palabra del hombre que les daba escolta, los guardias los dejaron pasar. Pronto quedaron atrás las elevadas murallas.
Torcieron los tres hacia el oeste y luego en dirección al sur para internarse en los montes Talâk. A sus lados, las paredes del paso elegido se hacían cada vez más altas, como si quisieran tocar las estrellas. Ahora, el farol del guía arrojaba una oscilante luz sobre el pedregoso camino, y el resplandor empujaba hacia atrás las sombras a medida que penetraban en la negrura.
Siguieron adelante por el puerto de montaña, lleno de curvas y sinuosidades. Las paredes de roca tan pronto se cerraban como se echaban hacia atrás, llegando a separarse trescientos o cuatrocientos metros en algunos puntos mientras que, en otros, la distancia se reducía a un par de metros. El firme paso de los caballos devoraba el suelo y, en menos de dos horas, habían alcanzado su meta: una angosta grieta que se abría hacia el sur.
El soldado que los conducía se paró, reflejado el miedo en sus ojos, y esperó a que Aravan se pusiera a la cabeza del grupo.
—¡Ese es vuestro camino! —señaló en lengua kabla—. El lugar que buscáis se encuentra varios kilómetros más allá, al término del arroyo: una mezquita medio derruida del falso profeta. Aquí tenéis un mensaje del emir. Yo no entiendo el significado de sus palabras, pero me encargó que os las repitiese: «Recordad que las vidas de vuestros hijos se escapan como baja la arena de un reloj. ¡Sólo disponéis de una semana!».
Cuando el guía calló, Aravan dijo entre dientes:
—Pues transmítele tú esto a tu príncipe: «Regresaremos dentro de esta semana, y con la cabeza de Stoke en nuestro poder. Pero… ¡cuidado! Si algo les sucediera a los niños, entonces, sabrás por qué Stoke nos teme tanto».
Después de pronunciar estas palabras, Aravan hizo dar media vuelta a su caballo y se introdujo en la fisura con Riatha y Urus detrás. El soldado permaneció atento a las pisadas de los animales. Aquella embrujada garganta le producía un temor casi superior a su sentido del deber, y por la frente le chorreaba el sudor. Cuando ya no oyó a los caballos, se largó a una peligrosa velocidad por el sombrío puerto de montaña.
En el cañón resonó la queda voz de un cuervo.
—Se ha ido —murmuró Riatha, impulsando a su montura.
Urus la siguió con un gruñido, y los tres retrocedieron garganta abajo, la yegua de Aravan atada al semental del baeran.
Llegados a la estrecha abertura y de nuevo en el paso, el elfo abandonó la negrura, y tanto Riatha como Urus saltaron a tierra.
Fue Riatha quien habló primero.
—Tenemos dos posibilidades: continuar hasta el reducto de Stoke, darle muerte y volver a Nizari con su cabeza, o regresar ahora a Nizari, liberar a nuestros compañeros y partir entonces hacia la mezquita del barón.
Los ojos de Aravan centellearon a la luz de las estrellas.
—No me fío nada de ese asesino de asesinos. Aunque le llevásemos la cabeza de Stoke, podría traicionarnos. Temo que, si fallamos o por algún motivo nos retrasamos, los waerlings pierdan la vida…
»¡No, Riatha! Ir en busca de Stoke sabiéndolos en manos de ese emir, entraña un serio riesgo para Faeril y Gwylly. Prefiero volver atrás y salvarlos ahora, esta misma noche.
La elfa estuvo de acuerdo.
—A mí tampoco me inspira ninguna confianza ese «supremo asesino», ya que, cuando fui a ver a los waerlings, los encontré decaídos y pálidos, ya bajo los efectos del veneno.
Urus escupió al suelo.
—¿Serías capaz de dar con la habitación donde están encerrados?
—¡Sí! Miré por la ventana y me pude situar. Si no los han cambiado de cuarto, los tienen en el tercer piso, encima de un jardín ornamental. A la izquierda de la ventana, o sea a la derecha, mirado desde fuera, en el centro del jardín hay una estatua ecuestre. Pero la ventana está protegida por una reja.
—De eso me encargo yo —declaró Urus—. Me preocupa más el veneno. ¿Cómo podemos anular su efecto?
—Con tomillo de gwyn.
—¿Servirá como antídoto?
—Que yo sepa, nunca ha fallado.
—No obstante, existe un riesgo —gruñó Urus—. El emir afirmó poseer el único contraveneno, y si nos llevamos del castillo a Gwylly y Faeril y, luego, el tomillo de gwyn no resulta eficaz…
—En tal caso, aún contaríamos con varios días para conseguir el antídoto.
Aravan miró a los dos.
—Eso, en el caso de que el emir realmente tenga un contraveneno.
—¡Diantre! —exclamó el baeran—. ¡Los imponderables van en aumento!
—Es cierto —respondió Riatha—. Pero, imponderables o no, debemos tomar una decisión.
El elfo se llevó una mano a la garganta. La piedra azul se notaba fría.
—Yo soy partidario de ir ahora mismo a la fortaleza, porque sospecho que los waerlings estén en peligro. Además, Riatha ha mencionado algo que podría desbaratar todos nuestros planes. ¿Qué pasará, si cambian a los pequeños de sitio?
Sin perder más tiempo en palabras montaron de nuevo y espolearon a sus caballos, que a medio galope tomaron otra vez el camino de la Ciudad Roja.
Cuando ya se aproximaban a la entrada del paso de montaña salió una luna menguante y macilenta, que arrojaba su oblicua luz sobre la tierra y producía con ello unas cortantes sombras de rocas, riscos y cumbres. Delante vieron la ciudad, agazapada contra las montañas, y, tal como habían decidido mientras regresaban, hicieron torcer a los nobles brutos peñas arriba, sin apartarse de las sombras, siempre camino de la esquina sudoeste de la muralla que rodeaba la ciudadela, por suponer que, quizás, allí habría menos vigilancia.
Llegados a un barranco poco hondo que quedaba a unos cuatrocientos metros de la muralla, ataron los caballos a los nudosos arbustos y, cargados con el equipo de escalada y con sus armas, continuaron agachados a lo largo de los surcos más profundos. Después de subir la cuesta que llevaba hacia la ciudadela, buscaron un lugar elevado desde donde observar las defensas. Encaramados por fin a una cresta, a la luz de la luna vieron cómo los centinelas hacían la ronda. Eran sólo dos y, juntos, recorrían las murallas. Sin embargo, en cada esquina había otro guardia que vigilaba los patios, aunque cada vez que pasaba la pareja de soldados se paraban todos a charlar un rato.
—¡Demonio! —gruñó Urus—. Dado el emplazamiento de los centinelas, creo que tendremos que trepar por la parte central del muro.
—En ese caso —opinó Aravan—, será mejor subir por la pared más occidental, dado que allí son más oscuras las sombras.
Riatha emitió un suspiro.
—Pero la habitación de los waerlings da justamente al este, donde la luna brilla con más intensidad.
—Eso no tiene remedio —musitó Urus—. ¡Adelante con el plan!
Los tres se descolgaron entre los pliegues de los cerros, en dirección al muro situado más al oeste.
—Las grietas entre las piedras están rellenas de mortero, y las juntas son estrechas y poco profundas —susurró Riatha—. Ninguno de vosotros dos tiene los dedos tan delgados como yo. Soy la única que puede trepar.
Urus quiso protestar, pero Aravan se lo impidió.
—Tiene razón Riatha.
—Cuando llegue arriba, bajaré una soga. Esperad mi señal antes de escalar la pared. Tiraré tres veces de la cuerda, cuando no haya peligro.
La elfa escalaba despacio, aprovechando una ranura entre dos macizas columnas colindantes. Introducía los dedos y las puntas de los pies allí donde le era posible, y se sujetaba en tres puntos de apoyo mientras trasladaba el cuarto, siempre asegurándose antes de moverse. Todavía la separaban de las almenas unos doce metros, pero aún le tocaría trepar luego uno y medio más. Y le costó un esfuerzo terrible superar esa distancia.
Cuando ya había alcanzado la máxima altura, Riatha hizo una pausa y aguzó el oído, pero no pudo percibir nada. Con todo cuidado subió al merlón y, así que pudo, saltó al interior.
Allí volvió a escuchar… Nada. Se atrevió a asomar la cabeza y se agachó de nuevo. La patrulla dejaba en aquel momento el ángulo sudoccidental y avanzaba hacia ella.
Rápidamente pero con cautela, la elfa se agarró otra vez al merlón. Tenía que actuar con tremenda prisa, pero al mismo tiempo despacio. Pequeños fragmentos de mortero suelto cayeron al oscuro vacío. Por fin, Riatha encontró los anteriores puntos de apoyo y bajó un trozo de muro.
Permaneció en aquella postura lo que le pareció una eternidad, hasta que, afortunadamente, los centinelas siguieron su ronda. Cuando los supo bastante lejos, volvió a trepar al coronamiento. Temblando de nerviosismo y cansancio, desenrolló una cuerda y, después de echar otra instantánea mirada, enganchó el rezón mediante dos uñas y dio soga. Apenas notó el tirón dado desde abajo, devolvió la señal, repitiéndola dos veces más.
Urus fue el primero en subir. En cuanto estuvo arriba, Riatha le susurró:
—Al otro lado del parapeto hay una rampa descendente… Baja por ella cuando nadie se dé cuenta.
El baeran escudriñó los rincones opuestos, se atrevió un poco más y, del modo más hábil y silencioso, pronto hubo cruzado la muralla.
La elfa tiró nuevamente de la cuerda, y ahora trepó Aravan, tan ágilmente como un marinero treparía por el aparejo.
Mientras el elfo desenganchaba el rezón y enrollaba la soga, Riatha se deslizó hasta el parapeto opuesto y corrió rampa abajo.
Con increíble celeridad la siguió Aravan.
Los tres se reunieron a la sombra de los edificios accesorios. Luego, siempre pegados al muro, avanzaron por la oscuridad, dando la vuelta por detrás hasta alcanzar el otro lado. Cada vez que la luna permitía ver pasar a algún soldado, se detenían. Finalmente llegaron a la distante pared, saltando de un edificio a otro, hasta el enlosado patio. Enfrente, aunque más hacia la parte posterior de la ciudadela, distinguieron un jardín donde, entre unos arbustos bajos, se alzaban varias palmeras. En medio de los árboles estaba la estatua descrita por Riatha: un hombre a caballo. Encima, a la izquierda, se veía en el tercer piso una ventana oscura y enrejada.
—¡Es allí! —bisbisó la elfa—. En ese cuarto estaban Faeril y Gwylly.
Aravan examinó el patio exterior.
—Cuando lo crucemos, la luna nos dará de lleno, y la pared que hemos de escalar queda totalmente iluminada por sus rayos.
—En cualquier caso tenemos que hacerlo —gruñó Urus.
—¿Y la reja? —inquirió la elfa.
—Bastará con atar una cuerda a su alrededor —contestó el baeran—. El oso se encargará del resto.
Aravan abrió desmesuradamente los ojos y miró a Riatha.
—Tú te quedas abajo con el oso, dara. Esta vez seré yo quien trepe.
—Si la piedra lo permite —lo advirtió la elfa.
Aguardaron a que la patrulla se hubiese encaminado al otro lado de la cúpula central. En el patio no se veía ni un alma, y los centinelas apostados en las esquinas parecían atentos a lo que se divisaba más allá de las murallas. Los tres lograron introducirse en el jardín y se agacharon detrás del amplio pedestal de la estatua, atentos a cualquier voz de alarma, pero nadie gritó.
La escultura que les servía de protección reproducía claramente la figura del emir, aunque le daba un aire más heroico del que tenía el corpulento príncipe.
Al no notar peligro, Riatha, Urus y Aravan se acercaron a la pared del edificio. Pero las juntas entre las rojas losas de mármol que recubrían aquella fachada eran tan delgadas que hacían totalmente imposible una trepa.
—¡Cuerno! —musitó Aravan—. Y no podemos utilizar clavos, porque el ruido atraería a los guardias. Un rezón, pues —agregó, después de dar un paso atrás y alzar la vista.
—Eso también se oirá —señaló Riatha.
Urus se puso a arrancar parte del dobladillo de su camisa.
—Envolveremos las uñas —murmuró.
Así lo hicieron, y también recubrieron el mango del pequeño rezón. Esperaron después a que la patrulla volviera a perderse en la distancia y los centinelas de las esquinas estuviesen despistados. Aravan arrojó el ancla, que en efecto quedó enganchada a la reja al primer intento, sin más ruido que un sordo golpecillo.
A continuación, el elfo volvió su capa del revés, porque, si bien por dentro tampoco tenía el mismo color que el mármol, quedaría un poco más disimulado.
—Haré una señal cuando esté a punto.
Nuevamente aguardaron a que pasara la guardia, y el elfo emprendió el ascenso. Alcanzada la ventana, gracias a la luz de la luna pudo comprobar que, en efecto, en el lecho yacían dos seres menudos.
Agarrado a las floridas rejas, Aravan soltó el rezón, metió la mano y reajustó las puntas para que se cogieran al alféizar. Hizo entonces un nudo corredizo en la cuerda y sujetó a ella una argolla que, a su vez, ató a sus arreos de escalada; cuando tuvo la certeza de que el gancho resistiría, dejó que la soga soportara su peso.
Sacó a continuación otra cuerda, con la que rodeó las rejas, y dejó caer ambos extremos para que los atrapasen los que esperaban en el patio. Contuvo la respiración, sin hacer el menor movimiento, cuando de nuevo hizo su aparición la patrulla.
Los hombres se detuvieron a hablar con el centinela de la esquina durante un rato y, poco a poco, reanudaron su ronda entre risas. Los guardias hicieron unos comentarios con el centinela de la esquina siguiente, y también este rio mientras la pareja se alejaba a paso lento.
Aravan respiró con alivio cuando la patrulla se perdió de vista.
Y abajo, entre los árboles, de una reluciente oscuridad emergió el oso.
A toda prisa, Riatha sujetó la resistente cuerda alrededor del animal, que no ayudaba en absoluto, sino que oliscaba entre las flores en busca de algún bulbo que comer.
—¡Tira, Urus! —dijo la elfa.
El oso miró a la bípeda, cuyos cabellos centelleaban pálidos en la clara noche. Volvió luego la gran cabeza y, por encima del hombro, examinó las sogas que pendían fláccidas a través de las ramas.
Con un gruñido, dio unos pasos hacia adelante, hasta que las cuerdas se pusieron tensas. Se inclinó entonces sobre ellas y tiró más… Pero sin resultado.
La bípeda le murmuró al oído que hiciera todavía más fuerza.
El oso lo intentó y lo intentó, porque comprendía que había de suceder algo; pero, fuera lo que fuese, no ocurría, y aquello le daba rabia.
—¡RRROOOO…! —rugió llevado por la furia, y su vozarrón resonó en todos los patios, tronando entre los diversos edificios y los muros de la ciudadela. ¡RRRoooo…! ¡RRRoooo…! ¡RRRooooooo! Rrrooooooo… oooooooo… ooo…
Y de pronto, con un crujido, saltó la reja de la ventana con marco y todo, y fue a caer al jardín con gran estruendo mientras el oso daba vueltas y gruñía y mordía la cuerda ahora floja, a la vez que la bípeda le susurraba a la oreja:
—¡Urus, Urus…!
Arriba, Aravan entró de un salto en la pieza y recogió la cuerda que le había servido para trepar.
En lo alto de las murallas, los centinelas empezaron a gritar, y sus propias voces producían una terrible confusión de ecos. Todo eran correrías, y los hombres trataban de escudriñar los patios, incapaces de descubrir el origen de aquel estrépito.
Abriéronse las puertas de los cuarteles y se oyeron los atropellados pasos de los soldados que en un dos por tres salieron a ver qué pasaba, armas en mano.
—¡Transfórmate, Urus! —jadeó Riatha cuando el oso, después de encontrar floja la soga, había dejado de gruñir.
El animal la miró y se dejó caer sobre sus cuartos traseros. Al momento lo envolvía una oscura luminosidad, y el oso se convirtió de nuevo en Urus.
—¡Diantre! —murmuró y, recordándolo todo, se desprendió del arnés de cuerdas.
—¡Deprisa! —insistió Riatha—. ¡Tenemos que escondernos!
Acurrucados detrás de la estatua, el baeran recogió la soga hasta tener junto a él las barras de la reja y la desató.
En el patio, los guardias se precipitaban hacia la fachada principal.
Entretanto, Aravan hallaba inconscientes a los warrows, cuya respiración era ya superficial. El elfo tomó el pulso a sus amigos, y comprobó que era rápido y muy débil.
Inmediatamente pasó la cuerda por debajo de los brazos de Faeril, la levantó en brazos y la transportó hasta la ventana. Abajo, los soldados seguían corriendo desconcertados, como si temiesen un ataque, y en lo alto de las defensas, otros miraban hacia todos lados en busca del enemigo.
Al ver que el patio lateral estaba momentáneamente limpio, Aravan bajó a la damman al jardín, donde Riatha la desató enseguida para que el elfo pudiese subir de nuevo la soga.
Poco después era descolgado el cuerpo inerte de Gwylly y, tan pronto como tocó el suelo, Aravan saltó por encima del alféizar y sólo se tomó el tiempo preciso para dejar cerrados los postigos, antes de deslizarse pared abajo. Mientras Urus trasladaba al warrow a la base de la estatua, el elfo desenganchó el rezón de la ventana y luego los siguió.
—Esto no me gusta nada —dijo Riatha, después de auscultar a Faeril y tomarle el puso a Gwylly—. Los waerlings se nos mueren. Hay que conducirlos a lugar seguro, donde podamos intentar hacer algo por ellos.
Más guardias corrían por el patio cuando la elfa extrajo un pequeño paquete de debajo de su capa, y de él sacó dos hojas de tomillo de gwyn. Se puso una en la boca y dio la otra a Urus.
—Mastícala, pero no la tragues. Luego échale el jugo en la boca a Gwylly.
Riatha hizo lo mismo con Faeril, y ambos waerlings lo tragaron de manera refleja.
—Ahora la pulpa —indicó la elfa, colocando lo ya mascado en la parte interior de la mejilla de la damman.
Urus la imitó e introdujo la pulpa en la boca del buccan.
—Tenemos que salir de aquí enseguida —decidió Riatha—, pero sin llevar al descubierto a los waerlings.
—Tapados con nuestras capas, pues —sugirió Aravan—, y echados al hombro. Urus cargará con Gwylly, y yo con Faeril.
El elfo armó una especie de silla de cuerda para el buccan, pasándole la soga por cada uno de los muslos y alrededor del pecho y de la cintura, y de ese modo lo sujetó a los hombros del baeran como una mochila o como las mujeres de ciertos pueblos llevan a sus bebés. Repitió después lo mismo con Faeril, y Riatha lo ayudó a cargarla sobre sus espaldas.
Cubiertos finalmente los waerlings, Urus y Aravan indicaron hallarse a punto.
—Vayámonos, pues —musitó Riatha—. Dada la confusión reinante, probablemente logremos escapar.
—Sí —asintió Urus—. Corramos a la rampa para, desde allí, descolgarnos por el otro lado de la pared. Necesitamos tres cuerdas y rezones.
También Aravan estuvo de acuerdo. Se tapó la cara con la faja del turbante y se calzó los guantes especiales para la trepa. Urus y Riatha hicieron otro tanto.
Y los tres abandonaron la protección del pedestal.
De repente, a sus espaldas sonó una voz.
—Shû ‘ammâl ta’mil?
Al dar una súbita media vuelta, los fugitivos vieron a un hombre de turbante dorado en el borde del jardín. Urus y Riatha ya iban a empuñar las armas, pero Aravan dijo sibilante:
—¡No! —Y de cara al individuo agregó—: Fattish ‘ala a’âdi, jemadar!
—Taiyib! Kammal!
—Na’am yâ sîdi.
Cuando el hombre se alejó, Aravan hizo ver que buscaba afanoso entre los arbustos, y Urus y Riatha lo imitaron. Así que el jemadar ya no pudo oírlos, el elfo les susurró a sus compañeros:
—Seguid hasta el otro extremo del jardín, porque ese tipo puede mirar atrás. Le dije que buscábamos enemigos.
—Ya lo supuse —gruñó Urus.
Apenas desaparecido el jemadar en una esquina, los tres abandonaron el jardín y, por detrás del edificio, se encaminaron a la rampa central que conducía a las almenas. Se cruzaron con varios grupos de soldados que obedecían otras órdenes, y cada vez temían ser descubiertos. Pero, por fortuna, nadie se fijó en el grupo que con tanta prisa huía.
Subieron la rampa y, aunque las murallas estaban ahora llenas de hombres que exploraban los alrededores con la vista, casi todos los guardias se concentraban en las esquinas, y los amigos tuvieron la suerte de tener delante tres de las aberturas. Aravan miró a sus compañeros e indicó a cada cual la que debía coger.
Abiertas las púas, Riatha, Urus y el elfo colocaron los rezones y, fingiendo asomarse para ver qué había abajo, dejaron caer las ocultas cuerdas.
—¡Ahora! —dijo Aravan y, como una sola persona, los tres saltaron a las almenas y se deslizaron muro abajo.
Unos centinelas quedaron boquiabiertos al verlos y se pusieron a llamar a gritos al jemadar.
Pese a la altura, los tres llegaron al suelo en un abrir y cerrar de ojos y salieron disparados en dirección al barranco donde habían dejado atados los caballos. A sus espaldas resonaba una confusión de voces de alarma y órdenes. Habrían recorrido unos treinta metros, cuando la primera flecha se estrelló contra las rocas de un lado. Ninguno de ellos se arriesgó a volver la cabeza, sino que todos siguieron adelante sin hacer caso del tumulto.
Varias flechas más chocaron contra el suelo, algunas incluso delante de los fugitivos. La luna proporcionaba escasa claridad, pero los tres podían fiarse de sus ojos. Llegaron entonces a una suave hondonada, y allí se detuvo Urus.
—¡Los waldans! —jadeó, agachándose—. ¡No podemos utilizarlos como escudos!
Pero Aravan ya se había introducido en la depresión y, al igual que el baeran, desató a la waerling para tomarla en brazos.
Detrás, cada vez más soldados se deslizaban muralla abajo para perseguirlos.
Ahora, Urus y el elfo corrían con los menudos amigos protegidos por el propio pecho, mientras las saetas silbaban a su alrededor. Con gran agilidad consiguieron situarse fuera del alcance de unos disparos certeros y, si bien las flechas llovían sobre ellos, los arqueros confiaban demasiado en la buena fortuna al arrojarlas.
Riatha, que iba a la cabeza, alcanzó finalmente la garganta, pero creyó que se le paraba el corazón al no ver allí a los caballos. Miró entonces hacia la izquierda, barranco arriba, y… ¡allí estaban!
—¡Seguidme! —gritó, subiendo a toda prisa la colina.
Urus y Aravan se precipitaron detrás de ella, cada cual con un warrow inconsciente.
Los soldados del emir trataban de atraparlos entre furiosos gritos, y más de uno tropezaba y se caía por no poseer la aguda vista de los elfos.
Riatha apareció de pronto fuera del barranco, tirando de las monturas de los compañeros. Estos se subieron a sus caballos y, entre enérgicos «yah!, yah!», se lanzaron de nuevo garganta abajo a un furioso galope, sin soltar Urus y Aravan su preciosa carga.
Después de una breve carrera a través del desfiladero, los tres redujeron la marcha porque el suelo era escabroso y habría sido desastroso que uno de los caballos se cayera y pudiera romperse una pata.
Apenas llegados a la carretera del puerto de montaña, aligeraron de nuevo el paso para adentrarse en la cordillera.
—Es preciso hacer un alto y atender a los waerlings —dijo Riatha.
Aravan miró hacia atrás.
—Todavía no, dara. Los hombres del emir no se resignan a dejarnos escapar.
En efecto, a poca distancia vieron un escuadrón de caballería que salía tronante por las puertas de la ciudadela.
Los fugitivos espolearon sus monturas y penetraron al galope en un barranco envuelto en sombras.
Pero el martilleo de sus perseguidores continuaba.
Todo el desfiladero parecía sacudirse bajo el eco de los cascos. Habríase dicho que no eran tres quienes cabalgaban, sino toda una compañía, cuando tomaban como locos las incontables curvas. La plateada luna proporcionaba la justa luz para que los nobles brutos pudiesen correr, aunque más de una vez tenían que atravesar pozos de negrura.
Delante iba Aravan con Faeril, seguido inmediatamente por Urus, que llevaba a Gwylly, y Riatha era la última. De cuando en cuando, la elfa creía percibir el ruido de los enemigos, pero los retumbos le impedían tener la certeza.
Galoparon unos dos o tres kilómetros, antes de que Aravan redujera la marcha a un trote para llamar a los demás.
—No podemos mantener esta velocidad, porque reventaríamos a los caballos. Si alguien tiene que matar a sus monturas, que sean quienes nos persiguen.
Riatha contestó desde la retaguardia:
—Calculo que todavía nos faltan dos leguas, casi tres, para llegar al camino que conduce a la mezquita de Stoke, en la quebrada que pareció asustar a nuestro guía. Si la alcanzamos antes que los hombres del emir, es posible que también ellos se acoquinen.
—Vientos de fortuna —murmuró el baeran.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Aravan.
—Que los hombres nos perseguirán aunque nos dirijamos precisamente a donde quería el emir.
—Vientos de fortuna, pues —respondió el elfo—, porque nosotros nos las entenderíamos con Stoke independientemente de los planes de ese príncipe.
—Eso mismo —gruñó Urus—. Si el oso no hubiera rugido, quizá no necesitaríamos huir ahora.
Riatha se colocó a su lado.
—Tal vez, mi amor, pero de no enfurecerse tanto el oso, probablemente no habrían caído las rejas.
El valiente trote de los caballos consumía los kilómetros, pero ahora ya era seguro que detrás se oía el chacoloteo de los cascos. No podían saber la distancia, sin embargo, ya que los ecos crecían y disminuían.
Por último, los tres vieron la grieta que torcía hacia la izquierda del paso. Pero, antes de entrar en ella, Urus hizo parar a su caballo y, después de desmontar, entregó a Riatha el inconsciente buccan, aún envuelto en cuerdas y sujeto al equipo del baeran. Asimismo, puso en manos de la elfa las riendas del animal.
—Hazte cargo de Gwylly y de mi caballo, cariño. Todavía me queda un truco para sacarnos de encima al enemigo.
El rostro de la elfa reveló cierta alarma, pero obedeció sin protestar.
—Cabalgaremos unos cuantos centenares de metros por el barranco, y luego nos detendremos a esperar. Vi chier ir, Urus.
—Y yo a ti —contestó él, acariciando la mano de Riatha—. Idos ahora.
Cada vez sonaban más próximos los cascos de los perseguidores.
Los dos elfos desaparecieron de la grieta. El baeran escuchó durante unos momentos el ruido de los soldados, y luego se introdujo también entre las sombras de la ranura.
—Jemadar, ya llegamos al desfiladero embrujado. No creo que los fugitivos se atrevan a entrar en él.
—¿Quién sabe, kauwâs? ¿Quién sabe? En realidad, no tenemos ni idea de a quiénes perseguimos, ni de lo que hacían en la ciudadela.
—Sí, pero se me ocurre algo horrible, jemadar.
—¿Qué es eso?
—Que si fueron lo suficientemente locos para intentar invadir la ciudadela, también lo serán para meterse en el cañón maldito.
Los hombres que cabalgaban detrás del jemadar y del kauwâs se miraron inquietos entre sí, y los murmullos corrieron columna abajo.
No obstante, todos siguieron hasta el endemoniado lugar. El jemadar dio orden de pararse mientras el kauwâs que iba a su lado echaba nerviosas ojeadas a la negra garganta. Los caballos lanzaron fuertes resoplidos entre nerviosos movimientos, y sus jinetes tuvieron trabajo para controlarlos. Pero, por encima del ruido de sus propias monturas, el jemadar y el kauwâs percibieron el eco del que producían los fugitivos a lo largo del barranco.
Con gesto hosco, el jemadar sujetó las riendas de su atemorizada montura y ya se disponía a hablar, a dar órdenes, cuando…
Un horrendo rugido cortó el aire y retumbó entre los riscos, y de la grieta surgió un enorme monstruo que avanzaba hacia ellos con los brazos dispuestos a atacar.
—¡Ooooh! —chilló el kauwâs—. ¡Un demonio gigantesco!
Los caballos se encabritaron entre relinchos, retrocediendo, y los hombres vocearon, a la vez que espoleaban a sus monturas para que corriesen más. Entre los soldados reinaba el pánico, y aquello era un verdadero pandemónium. Galoparon todos puerto arriba y puerto abajo en ciega huida, sin importarles adonde iban, porque cada cual temía que aquel afrit fuera detrás de él…
Momentos más tarde, allí no quedaba nadie.
El oso se dejó caer sobre sus cuatro patas. De nuevo había demostrado su poder.
Pero entonces el animal pensó en Urus, y un oscuro resplandor envolvió su cuerpo.
Urus habría caminado unos cuatrocientos metros por la garganta cuando le llegó la queda llamada de un cuervo. Alzó la vista y, en el borde oriental del desfiladero, distinguió la figura de Aravan, que destacaba contra el oscuro cielo. El elfo señaló un escarpado saliente de roca que subía desde el fondo del cañón hasta el canto superior.
El baeran trepó por allí y llegó al pequeño campamento cuando Riatha, arrodillada entre unas piedras, ponía a hervir un poco de agua sobre un exiguo fuego. Al entrar el hombre, se levantó y lo abrazó emocionada. Urus la besó con ternura.
A un lado, Aravan empezó a lavar el rostro de cada waerling con un paño húmedo, primero el de Faeril y después el de Gwylly. Cuando mojaba la cara del buccan, este emitió un gemido y parpadeó. Al momento miró al elfo y, aunque débilmente, lo bajó hacia sí para musitarle algo. Aravan escuchó con la máxima atención. Luego, Gwylly cerró los ojos y no volvió a hablar.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Riatha.
Aravan parecía horrorizado.
—Que…, que no había antídoto. Que… morirán al amanecer.
La elfa ahogó un grito y miró la aún escasa luz que asomaba tenue por los lejanos cielos del este.