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NIZARI

Principios del año 5E990

(El presente)

Descendieron los cinco de las alturas, fija la vista en la todavía lejana ciudad carmesí, que relucía vibrante a la luz del primer sol y destacaba con gran fuerza contra las ferruginosas laderas de las montañas situadas detrás, como un brillante rubí engastado en roca manchada de sangre.

Riatha gritó para que todos la oyesen:

—Deseo recordaros a todos que, tanto en la Gran Guerra del Veto como en la Guerra de Invierno, los pueblos de Hyree figuraron entre nuestros enemigos. Entonces adoraban a Gyphon, y puede que algunos todavía lo hagan. Por lo tanto, ¡tened cuidado!

Gwylly se volvió en su silla y miró a la elfa.

—¿Qué sabes de los k’affeyah? ¿También eran contrarios?

—No lo creo —contestó Riatha—. Aunque Modru declaró que se trataba de una yihad, de una guerra santa, los nómadas del desierto son muy testarudos y difíciles de convencer. Viven con arreglo a la palabra de Shat’weh, y este no había dicho nada referente a la guerra entre Gyphon y Adón.

—En ese caso —opinó Gwylly—, si no se pusieron de parte de nadie, cabe la posibilidad de que la Ciudad Roja, que por estar tan cerca del desierto parece pertenecer más al Karoo que a Hyree, que al fin y al cabo queda al otro lado de las montañas, también se mantuviese neutral.

—Quizá tengas razón, buccan. Pero ten en cuenta que esta es la Ciudad de los Asesinos, y en aquellos días muchos estaban al servicio del Mal. Por su propio interés, porque eran unos desaprensivos, pero se dejaban contratar. En cualquier caso convendrá que nos protejamos de la traición, una vez en el interior de las murallas.

A medida que se acercaban a la ciudad, distinguieron diversas estructuras. En su mayor parte, los edificios eran bajos y de tejado plano, aunque aquí y allá destacaba alguna construcción más alta. Entre el mar de casas sobresalían algunos esbeltos minaretes y prominentes obeliscos, si bien la distancia impedía ver más detalles. En conjunto, la ciudad no parecía atenerse a un modelo concreto, y sus calles serpenteaban a través de ella.

Pero lo que lo dominaba todo era la colindante ciudadela, cuya gran cúpula en forma de cebolla estaba rematada por una alta aguja. Esa cúpula se hallaba en el centro de un macizo edificio rectangular, y su posición era tal que los cinco viajeros se preguntaron si estaría colocada sobre un extenso patio. Poderosas murallas almenadas rodeaban la fortaleza, y una de las grandes defensas se apoyaba en el muro sudoccidental de la ciudad, encumbrándose sobre ella.

La población se recostaba en la ladera de una montaña de un rojo ferruginoso, y el bastión vigilaba la boca de un paso que cruzaba la cordillera en dirección al oeste. Ese era el motivo de que los sultanes de Hyree reclamaran Nizari, dado que la ciudad obstruía la principal vía comercial de los montes Talâk.

Era ya media mañana cuando los cinco llegaron a los espacios destinados a los camellos fuera de la ciudad, ya que, como en todas las poblaciones que rodeaban el desierto, a esos animales sólo se les permitía entrar en la parte habitada para la entrega o recogida de mercancía, dado el olor que despedían y sus ofensivos hábitos. Los compañeros desmontaron y condujeron a sus gruñones bestias a través del numeroso grupo de congéneres. Los camellos que ya se hallaban allí eructaron entre malévolas muecas, pero Urus y los elfos y los warrows estaban ya tan acostumbrados a aquellas criaturas que ni siquiera notaron la horrible pestilencia y esquivaron los escupitajos sin concederles mayor importancia.

Cuando localizaron al encargado del corral, Aravan habló con él respecto al alojamiento de los animales y, como cada vez que en aquellas tierras habían encontrado a alguien, el hombre ojeó receloso a los recién llegados. ¡Qué extraños ojos tenían, y qué alto era uno de ellos! Pero enseguida se avino a todo cuanto aquel djinn exigió de él.

Jamâl, jamâl! —voceó el encargado del corral.

Dos mozos salieron a toda prisa de una gran tienda cercana.

Dabbir matrah liddwâbb! —añadió el jefe.

Los dos jóvenes corrieron a hacerse cargo de las cuerdas de los camellos, aunque Aravan los hizo esperar hasta que sus compañeros hubieron descargado todo cuanto podían necesitar en la ciudad.

Al retirar Gwylly su mochila, que contenía sus ropas y un par de objetos de uso personal, observó que los dos mozos tenían tanto miedo de ellos como el encargado.

Mientras Aravan acababa de ponerse de acuerdo con aquel hombre y ponía en su mano unas monedas de plata, los muchachos guardaron el resto de la carga en una pequeña tienda que había a un lado y se llevaron a las bestias.

Por fin regresó el elfo junto a sus amigos. Cuando estaban ya fuera del alcance del oído de aquella gente, comentó:

—La mejor posada parece ser La Palmera Verde. Si nos hospedamos en ella, haremos más creíble que somos mercaderes procedentes del norte en busca de acuerdos comerciales. En el caso de que los negociantes no puedan proporcionarnos la información necesaria, podemos trasladarnos a La Corona de Oro, una posada más bien humilde ubicada en los barrios menos elegantes de la ciudad, donde las noticias tendrán sin duda un precio.

Aravan miró a cada uno de ellos, y de todos recibió respuesta afirmativa.

—Bien. Nos dirigimos a La Palmera Verde, pues.

Se acercaban ya a la puerta de la ciudad, cuando Gwylly preguntó:

—Oye, Aravan… El encargado del corral gritó «jamâl, jamâl!» para que sus ayudantes se hicieran cargo de las bestias. Pero yo creía que «jamâl» quería decir «camello». ¿Por qué voceó «camello, camello» para llamar a los chicos, entonces?

El elfo se rio antes de contestar.

—Sospechan que somos demonios, Gwylly, y uno nunca debe permitir que un demonio conozca tu verdadero nombre, porque al saberlo podría robarte el alma. Para mantener alejados a los demonios de las personas queridas, gritan simplemente «jamâl».

Al warrow le hizo gracia la explicación de Aravan, y siguió a sus amigos cuando estos se encaminaron a la enorme puerta abierta en la muralla de macizos bloques de piedra labrada: rojiza roca extraída de la montaña. El muro se alzaba en línea vertical unos seis metros y contaba con un amplio saliente para impedir que alguien lo escalase. Empotradas en los grandes bloques de piedra había otras puertas acorazadas y con una imponente viga que se desprendería en el caso de tener que defender la ciudad contra un invasor. En conjunto, el muro y el portal constituían la más formidable barrera que los cinco hubiesen visto jamás. Ni siquiera Pendwyr poseía semejantes defensas.

Delante de las puertas formaba cola una quejosa muchedumbre —cubiertas con velos las mujeres, con barba y turbante los hombres— que ansiaba entrar en la ciudad pero se veía detenida por unos guardias de fez rojo, adornado con una larga borla negra. Esos vigilantes sometían a un duro interrogatorio a quienes querían internarse en la población, mientras que dejaban salir sin tanta molestia a los que la abandonaban. Los cinco se colocaron detrás de la multitud, entre la que no había ni una sola persona tan alta como Urus. El hombre que iba delante se volvió para comentar la injusta pérdida de tiempo, diciendo:

—Mâ bhibb id…

Pero se interrumpió y soltó un aullido, a la vez que se apartaba de un salto con un amplio gesto del brazo, como si quisiera protegerse de un peligro.

Otros miraron hacia atrás para ver qué ocurría y…, como partida con una espada, la muchedumbre situada delante de Aravan y Riatha, Gwylly, Faeril y Urus se abrió para dejar pasar a los forasteros.

El elfo avanzó el primero, riéndose, y los otros cuatro lo siguieron hasta donde estaban los guardias. También estos se asustaron al tener ante sí a aquellos djinnain y zrâr djinnain y al formidable afrit, pero mantuvieron el tipo.

Detrás de los cinco se cerró de nuevo el pasillo, más cercana ahora la multitud, aunque tampoco demasiado. Resultaba evidente que, por un lado, deseaban entrar en la ciudad, mientras que por otro habrían echado a correr.

Una vez en el interior de las murallas, también se volvía la gente para mirar a los cinco. Había quien salía disparado, otros se refugiaban en la primera casa que veían, mientras que los menos asustadizos se quedaban parados. Gwylly se fijó en un individuo de turbante amarillo y chilaba de color canela que se acercaba para observarlos mejor, pero que de repente dio media vuelta y se abrió paso con gran prisa entre la muchedumbre.

El buccan le tiró de la manga a Faeril y comentó en lengua twyll:

—Si todo el mundo es como ese tipo que ha huido de manera tan súbita, ¿cómo podremos hablar con los habitantes de esta extraña ciudad?

—Pues no lo sé, cariño.

El capitán de la guardia, un hombre rechoncho que lucía una dorada media luna en su fez, se dirigió a Aravan en kabla.

—¿Qué os trae a Nizari?

—Somos mercaderes procedentes del norte y queremos establecer contacto con comerciantes de esta ciudad. —El elfo tradujo la conversación al sylva. Urus, por su parte, levantó a Gwylly para que se lo explicase en baeron.

—¿Vuestros nombres…?

Aravan mostró sus blancos dientes al sonreír.

—¿Acaso hemos de comerciar con los nombres, tú y yo?

También Gwylly rio al traducirle esto último a Urus.

—Hum; no será preciso. ¿Dónde os alojaréis?

—Oímos decir que La Palmera Verde es muy recomendable. ¿Nos sugieres tú otra posada?

—La Palmera Verde tiene fama de elegante. Muchos mercaderes se hospedan allí. Habéis elegido bien. Haré que os acompañe uno de mis hombres.

—¡Muy amable, capitán!

El soldado miró hacia la fortaleza escarlata.

—Ya sabréis, desde luego, que es preciso obtener el permiso del emir para comerciar en Nizari. Cualquier acuerdo mercantil requiere su autorización en el emirato.

—¡Naturalmente, capitán! ¡Naturalmente!

El hombre se apartó un poco de Aravan y gritó:

—Jamâl, jamâl!

Gwylly le susurró algo al oído a Urus, y tanto el gigantón como el diminuto warrow se rieron muy a gusto.

Momentos después, los compañeros avanzaban por las retorcidas callejas de la ciudad escoltados por dos guardias. Las diferentes vías, de ladrillo rojo, serpenteaban hacia aquí y hacia allá, y por cualquier lado aparecían caminos y pasajes que, a su vez, describían las más marcadas curvas para perderse de vista. Era aquello un verdadero laberinto; una especie de topera. En su mayor parte, los edificios eran de ladrillo rojo, y el mismo tono tenían las tejas y la piedra proveniente de las montañas; de ahí el aspecto granate de toda la ciudad.

El grupo tuvo que subir y bajar largas escaleras, pasó por delante de numerosas tiendas y atravesó varios bazares, teniendo que aguantar en más de un callejón el terrible hedor de las basuras y aguas residuales. Dejaron atrás diversas plazas y pozos públicos, y en casi todo su camino tuvieron altas casas a ambos lados. Era Nizari una ciudad ruidosa, llena de alborotadores chiquillos, vendedores que discutían y regateaban con sus clientes, madres que llamaban a gritos a sus hijos, camelleros que maldecían a sus bestias de carga, las cuales contestaban con furiosos gruñidos, vendedores que pregonaban su mercancía… Una auténtica barahúnda de ciudad.

También vieron minaretes, aunque esas esbeltas torres parecían estar en ruinas, ya que en el suelo abundaban los ladrillos sueltos. Y Faeril creyó descubrir que las cúpulas habían sufrido desperfectos.

Torcían brevemente hacia un lado u otro, sin dejar de avanzar en dirección a la ciudadela. Por fin llegaron a una zona más elegante de Nizari, donde las calles eran anchas y rectas, sin tanta confusión en las tiendas; las casas, grandes y espaciosas, y el ruido quedaba reducido a un quedo y lejano murmullo. Aquí había incluso plazoletas con acacias, higueras y otros árboles, y bancos para sentarse a su sombra.

La Palmera Verde era una gran posada de tres plantas, situada detrás de una pared de poca altura. Entraron por una puerta abierta y se hallaron en un patio poblado de palmeras. A un lado había una cuadra —también de ladrillo— para caballos.

Los guardias acompañantes los introdujeron a través de varias puertas en forma de arco hasta dejarlos en un elegante vestíbulo, donde les salió al encuentro el hospedero.

—¡Bienvenidos a… Palmera Verde! Yo hablo bien lengua común, ¿no?

—¿No tuviste tú la impresión de que el posadero ya nos esperaba, Faeril? —preguntó Gwylly mientras sacaba el pie de la jabonosa agua y se lo frotaba fuertemente con un cepillo suave—. Sin más ni más se puso a hablarnos en lengua común, cuando ni siquiera había tenido tiempo de ver que no éramos de esta región.

Mientras se enjabonaba la cara y las manos, Faeril indicó:

—A lo mejor, el capitán de la guardia mandó a un ordenanza, pero… ¿por qué había de hacerlo?

Gwylly se encogió de hombros, sin fijarse en que la damman mantenía cerrados los ojos para que el jabón no le produjese escozor, y dijo:

—Deja que te lave yo la espalda, amor mío.

Era ya media tarde cuando Gwylly y Faeril salieron de sus aposentos y bajaron al salón de té. Allí encontraron al elfo solo, tomando té y pequeñas rebanadas de pan de dátiles.

—¿Cómo es que no hay nadie más? —preguntó el warrow.

—¡Todos salieron corriendo! —contestó Aravan con su habitual sonrisa—. Había seis mercaderes, cuando entré, pero se fueron a toda prisa.

—¿De veras? En realidad, yo me refería a Riatha y Urus. ¿Dónde se meten?

El elfo rio de nuevo.

—Sin duda alguna están en su cuarto, Gwylly, recuperando el tiempo perdido.

—¡Ah, ya! —murmuró Gwylly y, al mirar a Faeril, ambos se sonrojaron a la vez.

La damman trepó a una silla y se sirvió algo de pan. Recorrió luego con la vista el vacío salón de té y comentó:

—¿Cómo podremos hacer averiguaciones acerca de las personas desaparecidas y del barón Stoke, si todo el mundo se larga cuando nos ve?

—No todos se largan, pequeña…

Faeril y Gwylly mostraron gran interés al observar el gesto de Aravan, que disimuladamente señalaba por encima de su hombro.

—Uno de los guardias que nos acompañó se encuentra apostado ahí fuera, al otro lado de la calle. El otro está en el pasaje de detrás. Y en el vestíbulo hay un hombre sentado a una mesa. Hace ver que escribe, pero no ha garrapateado ni una sola palabra, por ahora. Lo único que le interesa es controlar quién entra y sale. Y, cuando paso yo por delante, finge mirar para otro lado.

—¿Por qué? —inquirieron los dos warrows a la vez.

—Pues no lo sé. Pero… ¡cuidado! Porque nos vigilan. Controlan todo lo que hacemos.

Faeril se recostó en su silla y frunció el entrecejo.

Gwylly, por su parte, miró a su alrededor y gruñó:

—Dime, Aravan… ¿Y qué hay que hacer aquí para que le sirvan a uno?

Antes de la puesta del sol entró en La Palmera Verde un cuerpo formado por cincuenta hombres de uniforme marrón con turbantes y fajines dorados, armados de curvos tulwars. El jemadar que iba al mando encontró en los jardines interiores de la posada a quienes buscaba. Acercándose a Aravan, hizo una inclinación y dijo en lengua común:

—Mi señor, el emir de Nizari y de todas las tierras que quedan más allá, os da la bienvenida a este reino y espera que compartáis con él su cena:

El elfo se volvió hacia sus compañeros y habló en sylva, idioma que probablemente no entendería el jemadar.

—Me figuro que detrás de toda esa vigilancia a que estábamos sometidos estaba el propio emir. ¿Por qué? Lo ignoro. En cualquier caso, ¿qué os parece la invitación?

Gwylly se apresuró a traducirle a Urus lo dicho por Aravan.

El baeran respondió en su lengua, que Gwylly vertió al sylva.

—Creo que debemos aceptar. Además, ¿cómo podríamos rechazar la invitación cuando viene a buscarnos medio ejército? Y otra cosa: ¿quién mejor que el emir para saber algo relativo a las «desapariciones» ocurridas en el país?

El buccan demostró su acuerdo mientras traducía las palabras de Urus.

Aravan miró a cada uno de sus compañeros, que asintieron por turno, y finalmente se dirigió al jemadar.

—Será un gran honor aceptar. Sin embargo, no estamos preparados. Nuestras ropas aún están en el lavadero.

El jemadar sonrió.

—Eso no es problema. Os proporcionaremos otras. Haced el favor de seguirnos.

Pero sus palabras no eran precisamente un ruego.

En medio de aquella armada escolta, los cinco emprendieron el camino de la fortaleza escarlata. Faeril y Gwylly tenían que correr para mantener el paso. La almenada muralla resultó ser el doble de alta que la que rodeaba la ciudad. En su parte central vieron otra acorazada y maciza puerta, y, al entrar en un patio de piedra rojiza, Faeril quedó boquiabierta, ya que el edificio que se alzaba delante de ellos era enorme, y tanto sus lados como la cúpula estaban recubiertos de mármol carmesí. Un colosal pórtico ocupaba más de la mitad del ancho de la fachada, y grandes columnas del mismo color soportaban el vistoso tejado. A derecha e izquierda había otros edificios que, en comparación con el principal, parecían pequeños y que, excepto el que servía de cuadra, ninguno de los cinco compañeros pudo imaginarse qué utilidad tendrían, aunque Faeril supuso que serían cuarteles y talleres de artesanos, donde trabajarían herreros, armeros, carpinteros, curtidores y otros. Pero la damman no pudo prestar demasiada atención a esos edificios menores, porque enseguida les hicieron subir una escalinata y entrar por una puerta de arco en forma de ese, y se vieron en una especie de recibidor de bóveda en forma de cebolla, que imitaba la de la gran cúpula que coronaba el palacio.

Fueron conducidos a través de una galería de elevado techo y suelo de mármol para subir luego una ancha y curvilínea escalera y seguir por unos anchos y alfombrados corredores a cuyos lados había puertas de trabajados paneles, abiertas algunas y cerradas otras. Las habitaciones que se veían detrás contenían despachos, colecciones de objetos de arte o, simplemente, muebles de uso corriente. Por último, los compañeros fueron introducidos en sendos cuartos de baño; las mujeres en uno, y los hombres en otro.

Una hora más tarde, bien bañados, perfumados y vestidos de sedas y rasos —Riatha y Faeril con el consabido velo—, los cinco fueron escoltados al comedor privado del emir. Pero antes de entrar por la puerta, ante la que estaban apostados dos soldados, dijo el mayordomo:

—Debéis dejar aquí vuestras armas, ya que, con excepción de la guardia personal, nadie puede ir armado en presencia del emir.

Urus miró a sus compañeros y después declaró:

—Nosotros no nos separamos nunca de nuestras armas, pero en señal de buena voluntad las dejaremos a un lado.

El mayordomo se mostró inexorable.

—No basta con eso. Hace años, un emir lo permitió, y no llegó a ver la luz de la mañana siguiente. Es preciso que las armas permanezcan aquí fuera.

—En caso necesario, el oso podría luchar mientras los demás recogíais las armas —murmuró Urus en baeron.

Gwilly lo tradujo a la lengua sylva.

Aravan dio un paso adelante con la lanza de cristal en mano, y declaró en tono hosco:

—¡Escucha bien! Mi arma y las de mis compañeros son sumamente preciosas para nosotros. ¡No las toquéis! Si algo les sucediera, serías quien no viviría para ver la luz del día.

Aunque con reluctancia, uno tras otro entregaron las armas: la lanza de cristal, la espada de materia estelar, los cuchillos de plata y de acero, los proyectiles de los mismos metales, la honda y el férreo mangual, todo lo cual fue colocado sobre una larga mesa de caoba cubierta por un ancho tapete de terciopelo rojo con flecos en sus extremos.

El impresionado mayordomo había retrocedido mientras los cinco se desarmaban, pero, aun así, Riatha le dijo con una gélida mirada de sus plateados ojos:

—Ordena a tus hombres que vigilen estas armas como protegerían a su emir. De lo contrario, les costará caro.

El mayordomo balbució un mandato a los guardias, y el elfo, que había prestado la máxima atención a sus palabras, hizo un gesto afirmativo a sus amigos.

Poco después, los cinco se hallaban ante el emir.

El comedor era enorme: mediría unos treinta pasos de largo por veinte de ancho. Grandes colgaduras de terciopelo rojo cubrían las paredes, con flecos dorados en los bordes superiores e inferiores. El suelo era de mármol rojo oscuro, surcado de filamentos de oro. El arqueado techo era al revés que el suelo: todo él dorado, surcado de rojo. En el centro de la pieza se alzaba una plataforma igualmente dorada, de poca altura, en la que, aparte de los platos y cubiertos, abundaban las frutas, los panes y las carnes. Ricos almohadones de raso, esparcidos por el suelo, rodeaban la mesa.

A la cabeza de este se hallaba sentado el emir, hombre corpulento y vestido de seda negra adornada de oro. Endrinos eran sus cabellos y la corta barba, y los oscuros ojos asomaban bajo espesas y negras cejas. El soberano tenía la tez pálida y las manos finas, de dedos gordinflones. A su izquierda, y un poco más atrás, ocupaba un asiento un joven imberbe vestido de oro con adornos en negro, al contrario que el emir. Y a lo largo de las paredes había diez guardias, cinco a cada lado, mientras que detrás del soberano vigilaban otros cuatro.

El emir, que había estado conversando con el muchacho, alzó la vista cuando entraron sus invitados. Guiados por el mayordomo, estos cruzaron la estancia para detenerse a unos cinco pasos del príncipe. Con una complicada reverencia, el criado principal anunció en su perfecta lengua común:

—¡Oh, gran señor! Vuestros comensales.

Los cinco se inclinaron de manera algo rígida, renunciando a los floreos. El emir les sonrió, pero Faeril observó que los dedos de Aravan hacían disimuladamente la señal del «tiburón» y miró a Gwylly con una silenciosa risita, notando que también a él le hacía gracia aquello. ¿Qué podía significar la presencia de un tiburón en el desierto?

—Bienvenidos a mi reino, viajeros —dijo el emir en lengua común, prácticamente sin acento extranjero—. Hace mucho tiempo que mis ojos no veían a unos elfos, y nunca había tenido el honor de recibir a nadie de vuestra raza. Sentaos, por favor, porque estoy hambriento —agregó indicando los cojines esparcidos alrededor de la mesa—. Aunque lo que voy a ofreceros no puede compararse con los manjares de los elfos, nos esperan unas codornices en miel.

Mas no sólo había eso, sino también asado de buey y de cordero en lonjas, tres clases de sopa, gran variedad de verduras estofadas, granadas y dátiles, melocotones, naranjas de Thyra, uva blanca y otras frutas suculentas, así como panes dulces y pasteles.

Faeril se preguntó cómo podría comer con un velo de gasa cubriéndole la cara, pero entonces vio que Riatha se lo desenganchaba y ella hizo lo mismo, a la vez que dedicaba una sonrisa al emir.

Durante la cena, el príncipe mantuvo una conversación superficial. Se interesó por el viaje, sorprendido de que hubiesen atravesado el Erg desde Sabrá.

—Porque tengo entendido que la parte central del Karoo es una zona maldita… —dijo.

A continuación se interesó por el motivo de su visita a Nizari, y quiso saber qué deseaban obtener en la ciudad para venderlo luego en tierras del norte.

El chico situado junto al emir servía a su amo, probando cada plato antes de pasárselo a este, que observaba atentamente al jovenzuelo, por si veía en él alguna reacción rara.

También Aravan jugó hábilmente con la conversación a lo largo de la copiosa cena, acercándose poco a poco al tema que a ellos les convenía. El emir rio al escuchar la descripción que hizo el elfo de su llegada a la ciudad, de la reacción de la gente apiñada ante las puertas, al ver sus ojos, y del temor demostrado por los mercaderes alojados en La Palmera Verde.

—¡Son un montón de supersticiosos ignorantes! —dijo el emir.

Los demás intervenían de vez en cuando en la charla. Gwylly habló de sus cacerías con el perro Black, y Urus explicó lo extenso que era el Gran Bosque.

Pero fue Faeril la que provocó un sorprendente comentario del emir cuando preguntó:

—Por cierto… ¿Qué ocurrió con los minaretes? Porque, al atravesar la ciudad, vimos que estaban abandonados y en ruinas.

El príncipe miró a la damman y luego se volvió hacia Riatha.

—Vuestros hijos son un encanto, señora, y están tan llenos de curiosidad como todos los niños.

Gwylly estuvo a punto de aclarar el error, pero se contuvo al notar el gesto que le hacía Urus.

La elfa movió la cabeza en sentido afirmativo, muy sonriente.

—Sí; me dan muchas satisfacciones.

El emir se dirigió entonces a Faeril.

—En tiempos de mi abuelo pudieron ser expulsados por fin los imâmîn, los clérigos, porque querían imponer a un falso profeta en vez de venerar al verdadero dios. Llevaban casi novecientos años haciéndolo. Pero mi abuelo se encargó de que fueran castigados como merecían, y las mezquitas y los minaretes fueron limpiados de esas alimañas y sus seguidores, y nosotros pudimos volver a nuestras antiguas creencias, las auténticas.

Faeril ya iba a formular una nueva pregunta, cuando Riatha la interrumpió con prudencia.

—¿Has probado este pan dulce, querida?

Pero sus dedos avisaban de algún «peligro». La damman tomó la pasta ofrecida y cayó en un pensativo silencio.

Reanudó Aravan la conversación y, al término de la cena, se centró por fin en lo que tanto ansiaban averiguar.

—Cuando pasábamos por un oasis situado al norte de Nizari, hablamos con un joven procedente de aquí. Estaba alarmado porque, según él, se producen algunas desapariciones en esta zona.

El emir le dio la razón.

—Es cierto. De pronto desaparecen hombres, mujeres, niños…

Llegado así al meollo de la cuestión, el elfo se atrevió a preguntar:

—¿Conocéis vos el origen de este problema?

—¡Oh, sí! —respondió el emir—, pero antes…

Hizo una señal a su catador, que fue en busca de una bandeja en la que había un frasco de cristal, lleno de un líquido granate y seis preciosas copas, dos de ellas pequeñas, y las otras cuatro de mayor tamaño.

De cara a Aravan, agregó el soberano:

—Aquí es costumbre brindar al final de un banquete, y puedo aseguraros que nunca habréis probado un licor como este. ¿Queréis uniros tú y tu esposa y los niños al brindis?

Cuando el elfo expresó su conformidad, el emir sonrió y echó un poco en las copas pequeñas y más cantidad en las grandes.

—¡Así! —dijo—. Copas chiquitas para los chiquitos, y mayores para los mayores.

Aravan advirtió a escondidas a sus compañeros que «esperasen», y se cercioró de que el tastador probaba el licor de la copa del emir, antes de pasársela a su amo. Este la alzó y exclamó:

—¡Por el éxito de vuestra empresa!

A continuación se bebió el líquido de un sorbo.

—¡Por el éxito de nuestra empresa! —contestó el elfo, vaciando su copa, y todos sus amigos lo imitaron.

El licor era dulce, aromático y fuerte.

Así que cada uno de los cinco hubo depositado su vacía copa sobre la mesa, el emir soltó una carcajada y llamó a los guardias. Se abrió la puerta y entraron el mayordomo y otros diez cancerberos, cada cual armado con una ballesta y la flecha a punto. Formaron un arco a los lados del emir y apuntaron hacia los que se habían creído invitados.

Aravan quiso protestar, pero el príncipe le mandó callar.

—¡Imbéciles! —gritó—. Sabed esto: ¡estáis en Nizari, la Ciudad Roja de los Asesinos, y yo soy el supremo asesino, el asesino de asesinos! Y estoy seguro de conocer cuál es vuestra misión: ¡vais detrás del barón Stoke! Pero enteraos de esto: él está de sobra enterado de que lo perseguís, y precisamente me encargó que os obstaculizara el camino. Y así lo he hecho.

»¿Por qué suponéis que mis propios guardias apostados en las puertas de la ciudad os escoltaron hasta La Palmera Verde? ¿Para haceros un favor? ¡Nada de eso! Fue para teneros bajo control hasta que yo estuviera preparado.

»Conque mercaderes, ¿eh? Una excusa muy baladí. No sois mercaderes, sino cazadores, y Stoke es vuestra presa, del mismo modo que vosotros sois las suyas.

»Pero debéis de ser unos enemigos muy poderosos, para que él os tema tanto. También él lo es. Ahora bien, si cree poder manejarme a su antojo, ¡está muy equivocado!

El emir dio una palmada, y en el acto entró el mayordomo con un cesto que entregó a su príncipe.

—Yo os ayudaré a derrotarlo —anunció este—, pero tenéis que daros prisa, porque uno de sus espías puede estar corriendo en estos momentos para informar al barón de vuestra llegada. ¡Aquí veréis al que atrapamos!

El emir levantó la tapa del cesto e hizo rodar su contenido por encima de la mesa. Cuando aquello se detuvo, los cinco comprobaron que se trataba de la cabeza de un hombre, envuelta en un turbante amarillo.

Gwylly se volvió hacia Faeril, muy pálido.

—¡Es aquel individuo de la puerta! El que salió disparado…

La damman hizo un gesto afirmativo y apartó los ojos, incapaz de mirar de nuevo la horrible cabeza.

Riatha se dirigió al emir.

—Si vos sabéis dónde se encuentra el barón Stoke, decídnoslo. Os prometo que lo aniquilaremos.

—¡Bien sé que iréis detrás de él con esta intención, señora, porque yo también tomé mis medidas para tener la certeza de que cooperaréis de verdad! Sabed que acabo de envenenar a vuestros hijos, y que sólo yo poseo el antídoto —declaró, alzando un pequeño receptáculo de cristal, lleno de un líquido azul.

Al oír aquello, a Gwylly se le encogió el corazón. En el acto alargó la mano para estrechar la de Faeril.

Urus soltó un rugido de ira y quiso levantarse, pero uno de los ballesteros ladró una orden —hâdir!—, y Aravan chilló:

—¡No, Urus, no!

El baeran echó un vistazo a las armas, dos apuntadas hacia Gwylly, dos hacia Faeril, dos hacia Aravan, dos hacia Riatha y dos hacia él mismo, y, aunque a regañadientes, volvió a sentarse.

—¡Tontos! —se mofó el soberano—. Ya vi cómo tardabais en tomar el licor, para aseguraros de que no estaba envenenado. ¿No os dije que esto es la Ciudad Roja de los Asesinos? No era la bebida lo letal, sino… ¡las dos pequeñas copas de cristal!

»Y ahora prestad mucha atención. Os concedo una semana para encontrar a Stoke, matarlo y traerme su cabeza. En caso contrario, los niños morirán por efecto del veneno…

El emir hizo una señal al mayordomo e, inmediatamente, cuatro guardias se adelantaron para pasar una cuerda alrededor de las muñecas de cada warrow y llevárselos a los dos.

—Mientras tanto —continuó el príncipe cuando el buccan y la damman salían de la pieza— cuidaremos bien de ellos.

Riatha, Aravan y Urus tuvieron que ver marchar a los waerlings con la frustración y la rabia reflejada en sus rostros.

—¿Dónde está Stoke? —preguntó la elfa.

—En una mezquita escondida entre las montañas, a un día de dura cabalgada desde aquí. Lleva allí casi dos años y continuamente me arrebata súbditos. Aunque el sultán lo protege, los estragos cometidos por Stoke han ido demasiado lejos. ¡Y todavía se cree con derecho a decirme a mí lo que hay que hacer, como si yo dependiera de su voluntad! Ya nos encargaremos de él, ¿no, amiga mía? ¡Ya lo creo que nos encargaremos!

Urus todavía estaba furibundo, pero Aravan dijo:

—Necesitaremos un mapa, caballos, nuestras armas y demás cosas, algunas provisiones y toda la información que poseáis acerca del reducto de Stoke.

El emir hizo una señal al mayordomo.

—Abid se ocupará de que obtengáis cuanto os haga falta. Y ahora podéis marcharos, pero daos prisa, porque el tiempo pasa y las vidas de vuestros hijos se escapan como baja la arena de un reloj.

Siempre escoltados, abandonaron el fastuoso comedor mientras, a sus espaldas, resonaban las ásperas risotadas del emir.

Los tres retiraron sus armas, así como la honda y los proyectiles de Gwylly y los cuchillos de Faeril. Abid les notificó que sus pertenencias ya habían sido recogidas de La Palmera Verde y del terreno de los camellos, incluso antes de su «cooperación», y acompañó a los tres a la habitación donde todo estaba guardado. Riatha rebuscó entre las cosas y cogió lo preciso: cuchillos largos, dagas, un arco y flechas, hierbas y pócimas… Aravan y Urus eligieron también lo que podría ser de utilidad en los días siguientes: faroles, cuerdas, el equipo de escalada, pedernal y eslabón y cosas por el estilo. Con excepción de las armas, todo lo metieron en mochilas y volvieron a ponerse las ropas apropiadas para el desierto, llevándose asimismo las prendas de cuero. Riatha empaquetó igualmente vestimentas de repuesto.

—¡Abid! —dijo Aravan con brusquedad—. Necesitaremos caballos, porque los camellos, aunque se muevan de manera más suave, hacen mucho más ruido, mientras que los caballos, si bien son de paso más sonoro, casi nunca se quejan.

—Para mí, un caballo grande —añadió Urus—. Uno capaz de cargar con mi peso.

Abid llamó a uno de los guardias y le dio órdenes, después de lo cual el hombre partió en dirección a las cuadras.

Por último, Riatha se dirigió al mayordomo.

—Estoy lista, pero quisiera ver una vez más a mis hijos, para darles ánimos y un beso de despedida.

Abid miró a los demás y, finalmente, se mostró de acuerdo.

—Bien, pero sólo vos, señora. Y tenéis que ir desarmada. Además, hablaréis únicamente en la lengua común.

Riatha entregó su espada Dúnamis a Aravan, así como también su cuchillo largo y la daga.

—Volveré pronto —dijo.

El mayordomo condujo a la elfa a un cuarto de la ciudadela, delante del cual había dos guardias. A una señal de Abid, se apartaron y el criado principal abrid la puerta.

Gwylly y Faeril se hallaban de pie junto a una ventana enrejada, de postigos abiertos. Al ver entrar a Riatha, la damman corrió hacia ella, seguida por el buccan. La elfa se arrodilló y estrechó entre sus brazos a Faeril, mirando fijamente a cada waerling. Los dos estaban pálidos y tenían aspecto triste.

—¡Ánimo, hijos míos! —dijo—. Vendremos a buscaros.

Y en su silenciosa y secreta clave les indicó, con los dedos, que eso sería «pronto».

Luego, Riatha volvió a dejar a Faeril al lado de la ventana. Echó un breve vistazo al exterior y murmuró:

—Debo irme ya.

Después de besar y abrazar a ambos por última vez, la elfa se dirigió a Abid para decirle:

—Estoy a punto.

Lo único que Riatha vio de los waerlings fue que, de pie en el rincón, la seguían con la mirada, fuertemente agarrados. Al momento, la puerta se cerró.

Reunida de nuevo con Urus y Aravan, los tres se encaminaron a las cuadras. Allí los aguardaban tres caballos ensillados: dos yeguas y un poderoso semental, en los que cargaron sus cosas.

Una vez montados, los tres cabalgaron con sonoro chacoloteo a través del patio hasta salir de la ciudadela, siempre guiados por un soldado. Detrás de ellos se cerraron las macizas puertas de la imponente fortaleza.

Faeril se apretó el estómago con los antebrazos.

—No me siento bien, Gwylly.

El buccan le acarició los cabellos, llenos sus ojos de lágrimas.

—Yo tampoco, mi amor. ¡Yo tampoco!

—Tal vez si nos acostáramos…

Los dos treparon al lecho.

Al cabo de un rato, se abrió la puerta. Entró un guardia, comprobó que ellos estuviesen dentro y se retiró para dar paso al emir, que sonrió al ver los temblorosos y pálidos warrows tendidos en la cama.

—Bien, pequeños… ¿No os dije que yo era el asesino de asesinos? Parece ser que el veneno actúa tanto en los niños de los elfos como en los de los humanos. Cuando amanezca, habréis muerto. ¿O acaso os creísteis el cuento de que resistiríais una semana? ¡Qué críos tan tontos sois!

»Ahora os dejo, porque detesto ver sufrir, y dentro de poco padeceréis mucho más, queridos. Pero podéis gritar tanto como queráis, porque todos mis aposentos están aislados a pruebas de sonidos.

»Pero antes de irme…

Extrajo de su bolsillo de seda el diminuto frasco de cristal que contenía un líquido y se acercó al lecho para mostrárselo a los warrows. Destapó el receptáculo y, ladeándolo poco a poco, vertió la porción sobre la alfombra.

Gwylly graznó una protesta y quiso incorporarse, mas le fallaron las fuerzas.

—¡No te preocupes, hijo! —exclamó con sarcasmo—. Esto no era un antídoto, sino sólo agua coloreada. ¡Qué simples! Para el veneno que circula por vuestras venas no existe ningún antídoto.