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TRAVESÍA

Finales del año 5E989 hasta principios del 5E990

(El presente)

Aravan y Faeril cabalgaban de cara al tórrido viento del sudoeste en un solo hajîn. Riatha y Gwylly los seguían en otro, y Urus iba en el animal capado; cada dromedario tiraba de dos camellos de carga. Se encaminaban a un oasis señalado en el mapa de la elfa, que quedaba a unos doscientos veinte kilómetros de distancia, lo que equivaldría a cuatro días de viaje, más o menos. Sería su primera parada en su larga jornada a Nizari, la roja ciudad existente en el lejano borde del Karoo a mil ochocientos kilómetros en línea recta. Pero ellos calculaban unos mil novecientos, porque su ruta los llevaría en zigzag de un oasis a una charca, y de allí a un pozo, mientras estuvieran en zona desértica.

El viento se hizo más caluroso, y la fina arena les azotaba el rostro hasta el punto de obligarlos a cubrirse los ojos con una delgada tela que no los privaba de la vista. Aun así, alguno que otro diminuto grano penetraba a través de la malla, lo que constituía una considerable molestia.

Faeril parpadeó hasta que las lágrimas arrastraron consigo uno de esos inoportunos granos.

—¿Y los camellos qué, Aravan? —preguntó—. ¿No les entra arena en los ojos?

El elfo sonrió.

—No, pequeña. ¿No te has fijado en lo espesas que tienen las pestañas? Poca arena puede penetrar a través de ellas. Y, si pudieras aproximarte a esos animales sin correr el riesgo de ser mordida o de que te escupiesen encima, verías que, aunque les entre algo, sus ojos tienen un párpado interior que los protege y expulsa cualquier partícula.

—Eso me tranquiliza, Aravan, porque yo no quisiera tener que vendarle los ojos a una de esas malhumoradas bestias.

El elfo soltó una carcajada mientras seguían adelante pese al molesto vendaval.

Aquella noche acamparon al abrigo de un pedregoso cerro, aunque incluso allí recibían el ardoroso soplo, todavía más enérgico que antes.

Una hora antes del amanecer, Urus bajó de la cumbre del otero y los despertó a todos con grandes gritos, dados los aullidos del viento.

—¡Se acerca una negra pared que cubre las estrellas!

—¡Un shlûk! ¡Una tempestad de arena! —gritó Aravan.

Mientras Aravan y Urus tiraban de los camellos hacia un lugar más protegido, los demás reunieron todo lo descargado en el campamento para meterlo también detrás de los pedruscos.

Aravan tuvo el tiempo justo de recomendar a sus compañeros que se tapasen la cara, cuando la tormenta se les echó encima. Faeril apoyó la cabeza en la de Gwylly y jadeó:

—¡Espero que Halid no se vea alcanzado por esto tan horrible!

El buccan le estrechó la mano, y muy juntos se agacharon detrás de la roca cuando el negro huracán pasó entre estridentes ululatos.

Diez horas duró la tormenta, mas, aun en esas circunstancias, Gwylly y Faeril dormitaron a ratos. Lo mismo hicieron los demás, porque el shlûk les hacía entrar sueño. Pero el temporal cesó de manera tan súbita como había llegado, dejando atrás un silencio que, de tan profundo, parecía casi ensordecedor.

Aravan fue el primero en ponerse de pie y subió al cerro con gran crujido de sus botas. Urus ayudó a levantarse a Riatha, y juntos lo siguieron. Sus figuras arrojaban largas sombras pendiente abajo, y en el nítido cielo lucía un espléndido sol de la tarde. Los waerlings se dedicaron a limpiar de arena todos los bártulos.

—Tengo hambre —dijo Gwylly—. ¿Sacamos algo de comida?

Era ya muy avanzada la noche del cuarto día cuando llegaron al oasis. Los camellos olieron el agua antes que nadie, y emprendieron veloz carrera.

—Aquí debiéramos quedarnos esta noche y también la próxima, porque los animales necesitan pacer, y tampoco a nosotros nos vendría mal un respiro. El siguiente pozo se encuentra a unas cien leguas de aquí y, aunque encontremos algo de forraje durante el camino, tenemos que dar tiempo a las bestias para que se alimenten lo suficiente, antes de partir.

—El grupo de elfos de Mithgar sólo puede reducirse —comentó Riatha mientras removía los rescoldos del fuego a pesar de que la luna llena que descendía por el cielo occidental proporcionaba suficiente claridad. Faeril, sentada junto a la elfa, hablaba quedamente con ella como si no quisiera despertar a los otros.

»Con cada uno que muere, nuestro número disminuye. Con cada uno que regresa a Adonar, nuestro círculo se hace menor, porque el camino que podría volver a traerlos a Mithgar está cortado. Y, como tú ya sabes —agregó Riatha, de cara a la damman—, aquí no podemos procrear.

Los ojos de la elfa brillaron, y Faeril le tomó una mano con ternura.

—Algún día tendrás un hijo, Riatha.

Esta buscó con la vista a Urus, que dormía.

—Sí, pero yo quisiera tener un hijo de Urus, Faeril, y eso nunca podrá ser. Él es un mortal y nació en Mithgar. Yo, en cambio, soy inmortal y procedo de Adonar. No puedo concebir un hijo aquí, y él no puede ir a mi mundo… Y, aunque lograse encontrar el modo de entrar en el Plano Superior, tampoco podríamos engendrar juntos un hijo, ya que el amor entre mortales y elfos siempre será estéril.

La damman quiso objetar algo, pero, antes de que pudiese pronunciar palabra, Riatha se llevó la mano al cuello.

—¡Aprisa! —musitó con urgencia, a la vez que echaba arena sobre el fuego para apagarlo del todo—. ¡Despierta a los demás! ¡La piedra se enfría!

Faeril llamó a Gwylly y Aravan mientras Riatha se encargaba de Urus.

Formaron un círculo mirando hacia afuera, y así permanecieron largo rato. Más allá del oasis, Faeril creyó distinguir unas oscuras formas que corrían por las dunas; pero, cuando se lo dijo a los compañeros, las sombras se habían esfumado.

Poco a poco, el helor del amuleto azul desapareció, con lo que también se fue el peligro.

Vuelta la piedra a su temperatura normal, Faeril, Gwylly y Aravan se acostaron. Riatha y Urus quedaron de guardia.

Pero la damman no podía conciliar el sueño. Su mente iba del triste problema de Riatha a la misteriosa causa del enfriamiento de la piedra. Después de una hora de dar vueltas en el improvisado lecho, se trasladó al lado de Gwylly para acurrucarse junto a él. El buccan la estrechó contra sí y, minutos después, también Faeril dormía.

Con las primeras luces del alba, Gwylly subió una larga y arenosa pendiente en busca de posibles huellas. Faeril lo acompañaba. Llegados a la cumbre, ella indicó una duna cercana.

—¿Qué es eso? Parece una…, una columna volcada.

—Pues sí, mi dammia. Vayamos a verlo.

Gwylly se volvió hacia los demás y, con una serie de silbidos, les indicó que habían hecho un descubrimiento.

Al avanzar en dirección al objeto, vieron en la arena huellas que iban hacia el este y el oeste.

—Algo o alguien pasó por aquí, efectivamente —dijo Faeril—, pero ignoro qué o quién pudo ser, porque es mucha la arena caída sobre las marcas.

Gwylly se acuclilló para mirar de cerca las pisadas.

—Por lo que veo, no fue un solo ser, querida. Por aquí pasaron varios.

Urus, Riatha y Aravan, que se habían unido a ellos entretanto, tampoco supieron de quiénes procedían las huellas, aunque el baeran aventuró una suposición.

—De cuatro patas, diría yo. Y más bien pequeños. Que corrían hacia el este.

A continuación se dirigieron a la duna que tenían delante, y allí encontraron un enorme obelisco tumbado, enterrado en parte, ya que de él sólo se veían unos doce metros. El resto desaparecía bajo la arena, pero la parte destapada presentaba unos extraños grabados pictográficos.

—¿Alguno de vosotros entiende eso? —preguntó Gwylly—. ¿Qué diablos puede significar?

Nadie conocía aquel lenguaje, pero Aravan dio su opinión.

—Me figuro que el obelisco sería colocado aquí por algún rey humano deseoso de alcanzar la inmortalidad.

Entre todos retiraron tanta arena como pudieron y, si bien hallaron más símbolos, no consiguieron aclarar el misterio. Pájaros, perros, caballos, camellos y otros animales adornaban la piedra, así como también tresnales de trigo, embarcaciones, seres humanos, objetos de alfarería, ruedas, carros, arcos, flechas y cosas por el estilo. En el obelisco había reproducidos muy diversos tipos de personas y cosas, pero no aparecían elfos ni enanos, ni tampoco warrows o elementos de otros pueblos.

Aravan explicó:

—En Kherm, al sudoeste de aquí, los hombres construyeron grandes pirámides de piedra, cámaras sepulcrales, colosales monumentos para perpetuar su magnificencia, pero también monolitos y otras estructuras destinadas a resistir eternamente y dar así una inmortalidad a sus nombres.

Gwylly se estremeció.

—Inmortalidad o no, a mí no me haría ninguna gracia quedar encerrado para siempre entre duras y frías piedras. No; yo quiero que me entierren en el suelo o, mejor todavía, que mi alma sea ofrecida a Adón en las doradas alas del fuego.

Faeril alargó una mano y cogió la de su buccaran.

El elfo señaló el este con un gesto vago.

—Pirámides, monolitos, monumentos… Con todo ello pretendían alcanzar una fama imperecedera, pero la mayoría de las obras se hallan en el mismo estado que este obelisco: ¡llenas de inscripciones que ya nada significan para quienes vivimos hoy!

—Quizá sean inmortales, pero no gozan de reconocimiento —resumió Urus.

—¿Qué ocurriría si los humanos fuesen inmortales, quieres saber? —preguntó Riatha, mirando a la damman—. Pues, probablemente, con su falta de disciplina pronto sobrecargarían el mundo y lo hundirían hasta su total destrucción.

Faeril aclaró las prendas que acababa de lavar en la charca del oasis.

—¿Como los lemings? Aravan nos habló a Gwylly y a mí de esos animales y de cómo se lanzan a su propia destrucción.

—Los humanos son peores que los lemings, Faeril. ¡Mucho peores! Porque esos animales carecen de la inteligencia, del poder y de la habilidad para destruir el mundo. La humanidad, en cambio, lo tiene todo.

La damman entregó la brussa a la elfa, para que la colgase de la cuerda tendida entre dos árboles. Luego, Faeril introdujo en el agua unos pantalones.

—¿Cambiará alguna vez el hombre? ¿Llegará a darse cuenta de que forma parte del mundo y de que el daño que le haga a este se volverá contra él? —preguntó.

—No lo sé, pequeña. No lo sé… Pero escucha esto: el hombre es listo e ingenioso, y, si encuentra el modo de alargar su vida, lo hará. No obstante, si añade años a su existencia sin añadir una sensatez respecto de sus efectos sobre el mundo en el que vive, el final será desastroso. Puede haber esperanzas para Mithgar en el caso de que el hombre domine sus insaciables apetitos. Pero, si continúa con su codicia, este mundo no durará.

Yah hoi! —sonó entonces la voz de Gwylly—. ¡Fruta para todos!

A la charca llegaron el buccan, Aravan y Urus, cargados con un saco lleno de racimos de maduros dátiles.

—Cuidado con los huesos, cariño —dijo Gwylly, que ya tenía la boca manchada de marrón—. Son como los de los melocotones, pero más alargados, y duros como piedras.

Cuando Aravan se agachó junto a Faeril para darle ropa sucia, comentó entre risas:

—Tu buccaran tiene sangre de mono en las venas. Trepa como aquel que viste entreteniendo a la gente de Sabrá a cambio de unas monedas.

—¡Eh! —protestó Gwylly—. ¡Que Urus me alzó hasta más de la mitad de la altura!

Riatha tomó un dátil y sonrió al comprobar su dulzura.

—De tener tiempo, secaríamos unos cuantos para llevárnoslos a través del Karoo.

Al observar que la luna llena asomaba por encima del horizonte, el waerling entonó una melodía. Faeril lo miró por el rabillo del ojo y, entonces, él señaló el amarillo globo y cantó:

Violiviolín, violiviolón…

la vaca dio un salto tan grande

que llegó más arriba que la luna…

«¡Mira!», le dijo el plato al cucharón.

El cucharón dio un paso atrás y alzó la vista,

y al cabo de un momento contestó:

«¡Desde luego, extraño es!

¡Como un perro bailando con un gato siamés!».

Apenas oyeron rascar al violón, violón,

el perro se llevó de paseo al gato

y la vaca cayó desde más arriba que la luna,

y el asustado plato huyó con el cucharón.

Reía yo tanto, que lloraba,

y el perro se reía también,

mientras que el gato maullaba

cuando el violín rascó otra canción.

Pero la vaca cayó como una piedra sobre mi techo,

y yo, del susto, desperté y caí también… del lecho.

Bum… ¡pum!

Las carcajadas de Urus resonaron en la noche, ahogando por completo las ahogadas risitas de Faeril y las más sonoras de Riatha, Aravan y Gwylly.

Cuando por fin reinó una cierta quietud en el oasis, Faeril preguntó:

—¿Dónde aprendiste esas tonterías tan divertidas, Gwylly?

—Mi padre…, mi padre humano, Orith, solía cantarme eso para que yo me durmiese, pero lo único que conseguía era que me riera, y entonces, mi madre, Nelda, reñía a papá por desvelarme. Pero, cuando él estaba en Stonehill, era mamá la que me la cantaba. Era mi canción favorita.

De repente, Aravan levantó una mano y asió su lanza.

—¡Pssst! ¡La piedra!

Nuevamente formaron un círculo mirando hacia afuera, sin alejarse de las palmeras.

Transcurrieron largos momentos, en los que Faeril volvió a ver extrañas siluetas que corrían a través de la oscuridad. Emitió un quedo silbido, y sus compañeros escudriñaron la zona por ella señalada. En aquel instante apareció en lo alto de una duna, bien visible a la luz lunar, un animal moteado semejante a un perro, que se detuvo a observar al grupo situado entre las palmeras. Pero enseguida dio media vuelta y se marchó a toda prisa por el sendero de huellas dejadas por otros. Pronto hubo desaparecido entre el mar de dunas del Erg.

—La piedra se calienta —anunció Aravan—. El peligro disminuye.

—¿Qué era eso, Aravan? —inquirió Gwylly—. Tenía grandes orejas redondas y la piel manchada. Sin embargo, no se lo veía muy grande. ¿Por qué reaccionaría la piedra ante tal criatura?

—Se trataba de un perro salvaje del desierto, Gwylly. Y una manada de esas fieras puede con casi cualquier animal. Mi piedra conoce bien esa amenaza.

Faeril miró hacia la maleza.

—¡Dio mío! ¿Y los camellos? ¿No corren peligro?

—No lo creo. La piedra mantendrá a raya a la manada —respondió el elfo.

Riatha volvió a sentarse.

—De todos modos nos conviene partir temprano, porque sospecho que impedimos beber a esos perros y, aunque dispongamos del amuleto, si la sed los acucia, volverán.

Aravan le dio la razón.

—Será prudente actuar así, en efecto. Hay cosas contra las que la piedra no puede: los vulgs, los lokas, los rutch y otros spaunen, por ejemplo, así como los dragones y ciertos monstruos de las profundidades, por citar algunos.

—Como el gusano del pozo —intervino Gwylly.

—Exactamente —asintió el elfo—. Como el gusano del pozo.

»También otras cosas llegan con demasiado desespero para que el amuleto pueda detenerlas: criaturas impulsadas por el hambre o la sed, o por la necesidad de defenderse o de luchar por sus crías…, o de escapar. Y los perros del desierto entran en esta última categoría, porque, si su sed se hace insoportable, vendrán.

Urus echó un vistazo a las dunas y dijo:

—Yo propongo que pasemos la noche apartados del agua. Si esas bestias vienen, encontrarán el camino libre.

Cinco días más tarde acamparon junto a un oued donde crecían cactos y espinosos arbustos, porque a los camellos les urgía comer de nuevo.

Gwylly y Faeril escalaron una larga y pedregosa pendiente para ver qué tenían a su alrededor.

—¡Oh! ¡Mira aquello! —exclamó el buccan al llegar a la cumbre, señalando el horizonte—. ¡Barcos! ¡Y un océano!

La damman quedó boquiabierta, porque a lo lejos navegaban dos barcos de velas latinas, llamados dhows. Pero al momento meneó la cabeza.

—No, Gwylly. Al igual que los lagos que creíamos ver, también esto es un espejismo.

—Ya lo sé, mi vida, pero… ¿no resulta maravilloso? ¡Que lo vean también los demás!

Gwylly envió un silbido a los demás compañeros, para que subiesen.

Aquella noche, Aravan explicó:

—En cierta ocasión, cuando con mi tripulación atravesaba un desierto situado en tierras del oeste, desde una cima divisamos un inmenso bosque. Bajamos a toda prisa, ansiosos por alcanzar el refugio de la espesura antes del anochecer. Cuando llegamos a donde suponíamos la selva, todo cuanto encontramos fue un montón de troncos caídos sobre la arena. Acampamos y… ¡ay!, al empuñar uno de los drimmen el hacha para hacer leña, la hoja se rompió. Él tronco era de sólida piedra. ¡Todos aquellos troncos estaban petrificados!

»“Quizá sea obra de un kötha”, dijo el guerrero del hacha estropeada.

»Cuando yo le pregunté qué era un kötha, él explicó que se trataba de una horrible criatura cuya mirada podía convertir en piedra cualquier cosa viviente.

»Partimos a la mañana siguiente, con gran alivio por parte de todos los drimmen de la compañía, ya que, aunque casi todos creían que eso del kötha no sería más que un cuento, no tenían ganas de probarlo.

»Pero lo de los troncos de piedra no es lo más extraordinario de mi relato. ¡Ni siquiera lo es lo del kötha! No; lo más extraño fue que, al regresar por el mismo territorio, camino del Eroean, dimos un rodeo para no preocupar a los drimmen con los dichosos troncos y subimos al lejano pico desde donde habíamos visto el bosque. ¡Y volvimos a admirar una verde y magnífica zona boscosa allí donde, en realidad, sólo quedaba un campo de piedras!

Durante días y días viajaron por el interminable desierto, deteniéndose para dejar pastar a los camellos cada vez que encontraban hierba, cactos y arbustos espinosos, pequeños grupos de retorcidos árboles y otras plantas.

Diez días necesitaron para llegar desde el oasis a la siguiente charca, que se hallaba a unos quinientos kilómetros de distancia. Y tuvieron que cabalgar otros cinco días para alcanzar el pozo existente ciento setenta kilómetros más allá.

Justamente cuando abandonaban este oasis para emprender el camino del próximo, cayó una lluvia torrencial y los secos oueds se llenaron hasta rebosar, con lo que las tronantes aguas bajaron con tremenda fuerza a los llanos existentes más abajo.

El florecimiento estalló de súbito en el desierto. Nacieron plantas allí donde parecía que sólo podían sobrevivir hierbajos, y todo quedó verde. Y, ¡oh, milagro!, el grupo llegó a un pequeño y poco profundo lago lleno de diminutos peces.

—¿Cómo puede ser que en pleno desierto naden peces? —preguntó Faeril.

—Sólo Adón lo sabe —fue la respuesta de la elfa. El mundo está lleno de cosas extrañas, y esta es una de ellas.

La damman se volvió en la silla.

—¿Cosas extrañas? ¿Tales como…?

Aravan la miró sonriente.

—Como conchas marinas empotradas en la roca, en lo alto de las montañas.

Faeril ladeó la cabeza.

—¿Cómo es eso posible, Aravan?

—Lo ignoro, Faeril. Hay quien dice que, antaño, las montañas estaban en el fondo del mar y que, al surgir poco a poco, se llevaron las conchas consigo.

La damman no salía de su asombro.

—¿Quieres decir que, del mismo modo que se hundió Átala, otra cosa podría emerger de las aguas?

—Exactamente eso, Faeril. Mas no es esa la única explicación. Hay otras opiniones referentes a cómo las conchas del fondo del mar llegaron a las cumbres de las montañas. Escucha: al este del mar de Avagon existe un pequeño reino desértico, cuyos sacerdotes explican que una vez, en tiempos remotos, su dios Rakka se encolerizó sobremanera con su errante pueblo y provocó interminables lluvias que inundaron el mundo entero. Los océanos crecieron hasta cubrirlo todo, hasta el punto de que las olas pasaban por encima de los picachos. Fue entonces cuando las conchas quedaron depositadas en las cumbres y Rakka las encerró en la piedra como advertencia de que su palabra era ley.

»La primera vez que oí esa historia, iba acompañado de un drimm que formuló varias jugosas preguntas a los sacerdotes. Para comenzar, indicó que algunas montañas sobrepasaban las dos leguas de altura, lo que equivale a unos diez mil metros. Señaló después que, para cubrir de agua hasta tal punto el mundo, no bastaría con toda la contenida en los diversos océanos de la tierra.

»La primera pregunta fue: “¿De dónde procedía semejante volumen de agua?”.

»La segunda: “¿Y adónde fue a parar luego el agua?”.

»Y la tercera: “¿No sería malo un dios vengativo y lleno de odio que matara a hombres y mujeres de edad y a niños, a cojos y paralíticos, a recién nacidos y ancianos, a los vigorosos varones en su mejor edad, a las mujeres en la flor de la vida, y que no sólo ahogase a los habitantes de su pequeño reino del desierto, sino a los pueblos de todo el mundo, así como también a los animales de todos los países e incluso a las aves voladoras, ya que no tendrían de qué alimentarse, e igualmente causara la muerte de los peces de agua dulce y de otros moradores de ríos y lagos, de todos los árboles, de las flores y plantas; un dios capaz de borrar del mundo entero la vida, con excepción de la de las criaturas marinas, y envenenar toda la tierra con la sal de los océanos?”.

»Las respuestas a las tres preguntas fueron siempre iguales: “Sólo Rakka lo sabe, porque sus caminos son misteriosos y quedan fuera de nuestra comprensión. Rakka es benéfico y te ama. En consecuencia, debes temerlo y venerarlo”.

»Al drimm le disgustaron esas contestaciones, por lo que se apartó. Entonces, los sacerdotes le gritaron desde lejos: “¡Eres un infiel y estás irremisiblemente perdido!”, a lo que el drimm replicó: “¡Prefiero ser infiel que venerar a un dios tan malo!”. Y regresó al Eroean.

»Yo permanecí allí un rato más, para hacer mis propias preguntas. “¿Cuándo se produjo ese gran diluvio? Y, si todo resultó destruido, ¿de dónde proceden pues todos los animales y las aves y las criaturas que viven en el agua dulce, así como todos los árboles, las flores y las plantas, y todos los habitantes del mundo?”.

»“El diluvio ocurrió hace unos cuatro mil años”, me contestaron.

»“Pues yo llevo más de cuatro mil años en este mundo”, dije, “y nunca vi una inundación que lo cubriese todo. Pero, aunque yo no hubiera existido entonces, numerosos documentos nos dan noticia de otras civilizaciones anteriores. ¿Cómo explicáis eso?”.

»“Tus recuerdos son falsos, implantados por el espíritu de la maldad para poner en duda la importancia de nuestra fe, del mismo modo que son falsos los documentos de que hablas”.

»“¿Qué respondéis, pues, a mi otra pregunta, sacerdotes?”, repliqué. “Si todo resultó destruido, ¿de dónde salieron todos los animales y pájaros y las criaturas de agua dulce, todos los árboles, las flores y las plantas, y los diversos pueblos que habitan el mundo?”.

»“En cuanto a la preservación de la vida”, me contestaron, “y dado su gran amor a toda la humanidad, Rakka salvó a toda una familia muy devota y la encerró en una gran cueva con dos ejemplares de cada especie viviente”.

»“¿Incluso de las langostas y de los gusanos?”, inquirí. “¿Y también de las moscas y las pulgas?”.

»“¡Sí, incluso las langostas y los gusanos, las moscas y las pulgas!”, dijeron. “Dos de cada una de las cosas vivientes, tanto si iban a cuatro patas o se arrastraban sobre el vientre o avanzaban a saltos; tanto si volaban por los aires o abrían madrigueras, ya se tratara de insectos, gusanos o seres demasiado pequeños para distinguirlos a simple vista, o enormes como un elefante”.

»“¿Y toda la vegetación?”, insistí. “¿Los árboles, las matas, las flores, los cereales y tantas otras plantas como puedan existir?”.

»“Rakka reunió semillas de todo y lo depositó en la cueva”.

»“¿También aquellas criaturas y plantas que sólo se encuentran en remotos lugares del mundo?”, pregunté.

»“¡Hasta aquellas, sí!”.

»“Yo mismo vi miles de diferentes especies de criaturas, y decenas de miles de cosas que florecían, cosas con hojas de distinta forma, con ramas pequeñas y grandes, corteza y raíces, y otras cosas que no tenían nada de eso, y sin embargo crecían también, cada cual a su manera. Y debo decir que ni siquiera he visto aún ni una chispa de todo cuanto el mundo es capaz de ofrecer. ¿Sabemos, acaso, cuántas clases de criaturas y semillas fueron encerradas en la cueva? ¿Y qué dimensiones tendrían que ser las de tal caverna para que todo cupiera en ella?”.

»“No; eso no lo sabemos. Pero Rakka sí lo sabía y lo dispuso todo”.

»“¿Y dónde está esa cueva? ¿Dónde pudo meter Rakka toda esa colección de animales?”.

»“Nadie sabe ya dónde estaba la caverna, pero créeme, infiel: ¡Rakka lo arregló todo a la perfección!”.

»“Pero… ¿y qué me contestáis a esto, sacerdotes? Todo el mundo sabe que, si los animales se cruzan y cruzan y cruzan durante generaciones, los descendientes nacen débiles, ramas enteras mueren, y las especies presentan incontables anormalidades. Y si dos de cada tipo de animal quedaron encerrados en la cueva, destinados a sobrevivir mientras los demás ejemplares de su especie morían, ¿no serían hoy defectuosos sin remedio todos sus descendientes? Y por último: de salvarse sólo una familia, sus hijos habrían tenido que casarse entre ellos, una y otra vez, o un padre con la hija, o una madre con el hijo, primos con primos, tíos con sobrinas y tías con sobrinos. ¿No debilitaría eso su sangre, causando toda clase de deformidades, y no sólo físicas sino también de la mente? ¿Y no significaría eso además que todos son sus descendientes: los hombres de piel roja, los negros, los amarillos, los blancos, los cazadores de focas del extremo norte, los morenos nativos de las islas del mar oriental, los menudos hombrecillos de las selvas vírgenes, los altos habitantes de los países septentrionales? ¿Qué me decís de los enanos, de los elfos, de los utrunis y de muchos otros, además? ¿De dónde provienen?”.

»“Sólo Rakka lo sabe, y para él todo es posible. En consecuencia, todo lo dispuso bien. Cree en él y témelo, porque te ama”.

»“Una última pregunta quisiera haceros, y es esta: ¿qué comían las musarañas?”.

»Los sacerdotes no entendieron la importancia de tan simple cuestión, y su respuesta fue una vez más la de que Rakka lo había dispuesto todo.

»Llegado ese momento, también yo me marché disgustado, y sus gritos de “¡infiel!” y “¡maldito!” me persiguieron durante un buen trecho.

»Estaba contento de haber salido de allí, porque aquellos sacerdotes no atendían a razones, no se molestaban en mirar el mundo que los rodeaba, ni buscaban la verdad, sino que creían con firmeza en las literales palabras de los antiguos relatos: verdades, historia, parábolas, mitos, leyendas, fábulas y hechos entremezclados y registrados en sus “infalibles pergaminos”…

Aravan y Faeril cabalgaron en silencio durante casi dos kilómetros, pero finalmente dijo la damman:

—Me gustaría preguntarte dos cosas, amigo elfo. La primera es: ¿no hay una cierta verdad en ese relato del diluvio? La segunda, ¿no decimos nosotros también «Sólo Adón lo sabe»? ¿Qué diferencia hay, pues, entre eso y «Sólo Rakka lo sabe»?

Aravan se echó a reír.

—¡Ay, Faeril! Ahora, tú buscas averiguar algo sobre lo que yo sólo me atrevo a hacer conjeturas. Sin embargo, procuraré darte una respuesta.

»Con respecto al diluvio, en todo el mundo existen leyendas que hablan de unas lluvias torrenciales que inundaron la tierra. Algunas de ellas proceden de lugares donde, de vez en cuando, unas gigantescas olas barren el océano y anegan las tierras que encuentran a su paso. Otros relatos nos hablan de archipiélagos enteros que se hundieron en el mar. También circulan historias de tremendos ciclones que llegan del océano y provocan intensas lluvias y grandes mareas. No faltan leyendas relativas a tierras situadas al pie de elevadas montañas, donde todo el agua de los temporales cae cuesta abajo y, si la tormenta dura días, los valles del fondo se inundan. Y, para terminar, te explicaré que hay ríos que, en tiempos de lluvia y tempestades, se desbordan por las orillas. En ocasiones, los fuertes diluvios en las tierras altas y también en los llanos producen en esos ríos unas crecidas que toda la humanidad recordará siempre.

»Referente al reino otrora existente en el desierto, sospecho que en el mar de Avagon ocurrió una catástrofe, mucho tiempo atrás. Un gran movimiento sísmico, una isla sumergida de pronto, el estallido de un volcán… ¡Qué se yo! En cualquier caso, me imagino que las aguas procedentes del mar cubrieron la tierra, destruyendo todo cuanto había en su camino. Puede que una familia escapase al desastre y hallara refugio en una gruta situada a gran altura, llevando consigo los mejores animales: un morueco y una oveja, un gallo y una gallina, un toro y una vaca, un macho cabrío y su hembra… Quizás algo más, o quizás algo menos. Aquella gente habría sido previsora y pensado asimismo en las semillas de granos y algunas verduras. Y, al retirarse las aguas, la familia pudo salir de su encierro sana y salva y dar gracias a su dios.

»Si no me equivoco, este ejemplo o algo igualmente verosímil pudo ser la base de su leyenda. Y como muchos pueblos egocentristas, esa gente creyó que lo que les había sucedido a ellos tenía que haberles ocurrido también a todos los demás pueblos del mundo, y que había sido su propio dios quien, enojado por los pecados de su pueblo, había causado el terrible diluvio.

—En tal caso, Aravan, convirtieron en leyenda una catástrofe natural y le atribuyeron el milagro a Rakka.

—¡No, pequeña! Yo no me atrevo a decir que fuese una catástrofe «natural»… Sólo que, probablemente, fue alguna catástrofe. Natural o no, eso ya escapa de mis conocimientos. Lo que sí puedo afirmar, es que no abarcó el mundo entero, aseguren lo que quieran esos sacerdotes del «Rakka que tanto te ama».

—Hum —asintió Faeril—. Digan lo que quieran respecto de la bondad de Rakka, me parece que reina más mediante el miedo que con amor.

—¡Exactamente, pequeña! Según los sacerdotes, Rakka dice con toda claridad «Temedme y obedecedme, porque yo soy el Señor de todo». Y yo pienso que cualquier dios que se valga del miedo para conseguir obediencia, no es mejor que el demonio de Gyphon.

—¡Bien dicho, Aravan! Pero… ¿qué hay de mi segunda pregunta? Nosotros decimos «Sólo Adón lo sabe». ¿En qué se diferencia, pues, la frase utilizada por los sacerdotes del reino del desierto, eso de que «Sólo Rakka lo sabe»?

Aravan dio una palmada y contestó riendo:

—¡Tú misma has contestado a tu pregunta, Faeril!

—¿Yo? ¿Cómo?

—Escucha, diminuta amiga: cuando los sacerdotes declaran que «sólo Rakka lo sabe», realmente se refugian detrás de su fe y se sirven de ella como protección para no tener que investigar la verdad. Esa frase les evita dar respuesta a cosas difíciles, con lo que distorsionan el sentido de la máxima «Mi fe es mi escudo». Porque esconderse detrás de la doctrina y de las palabras recogidas en antiguos pergaminos significa no querer estudiar otras alternativas en las que un creyente tendría que explorar nuevas ideas o conjeturas o hechos que se apartan de la rígida ortodoxia literal. Ellos consideran que buscar la verdad es poner en duda al mismo dios y demostrar una espantosa falta de fe, y que en las raíces de una malsana curiosidad que hace desconfiar del «único camino de la salvación» está el diablo en persona.

»En cambio, si nosotros decimos “Sólo Adón lo sabe”, admitimos una momentánea ignorancia, pero estamos convencidos de que, cuando sea, descubriremos la verdad. Creemos que Adón estimula nuestra curiosidad y aprueba la busca de esa verdad, sin importarle adonde puedan conducirnos los intentos dé averiguación, porque Él nada tiene que esconder.

Faeril abrió las manos.

—¡Ah, ya entiendo! —exclamó—. En un caso, la frase se utiliza para impedir que la persona descubra una verdad que le haga evaluar de nuevo su fe, con el peligro de que cambien por completo sus conceptos fundamentales, mientras que, en nuestro caso, la máxima sirve como punto de partida para la busca de la verdad, sin hacer caso de los cambios en la fe que eso pudiera causar.

Aravan se agachó para estrecharle el hombro.

—¡Así es exactamente, Faeril! ¡Así es!

La lluvia caída días atrás había dejado grandes charcos de agua en algunos puntos más bajos y de suelo sólido. Los compañeros aprovechaban toda ocasión que se les presentaba para llenar sus odres y beber hasta no poder más, aunque siempre después de cerciorarse de que el agua era potable, cosa que a veces no sucedía.

En su viaje a través del reverdecido desierto, los camellos pacían cada noche y, en aquellos lugares donde pese a estar trabados podían moverse con más libertad, los ataban a largas cuerdas sujetas entre la vegetación.

Los días aún eran calurosos y, a veces, les tocaba cabalgar entre áridas dunas.

Pero el grupo siempre hallaba algún buen rincón para acampar. Y, puesto que ya era diciembre, las noches eran frías en el desierto, y por las mañanas abundaba el rocío.

Cinco días después de abandonar el último aguadero alcanzaron su próxima meta, un profundo pozo. Era ya muy tarde, por lo que decidieron tomarse un descanso, y, llegada la noche siguiente, precisamente la Larga Noche del Año, celebraron el solsticio de invierno según el solemne ritual de los elfos. También Urus tomó parte en la majestuosa danza.

Cuando amaneció de nuevo, reanudaron su camino hacia otro pozo, situado a unos doscientos kilómetros de distancia.

Mediado ya el cuarto día de viaje, creyeron estar donde, según el mapa, debía haber un pozo, pero no vieron más que dunas. Aravan consultó la posición del sol y después el mapa.

—O la indicación es errónea, o el pozo ha desaparecido. Quizá nunca existió.

Riatha examinó el mundo de arena que los rodeaba.

—Tal vez el pozo exista, aunque enterrado ahora por las movedizas dunas.

—No importa —gruñó Urus—. Sin pozo, no hay agua… Pero aún nos queda bastante. Yo propongo seguir hacia el oasis próximo.

Así lo hicieron, encaminándose al primero de los tres oasis señalados en su zigzagueante ruta hacia Nizari.

En el desierto, los días eran calurosos y frías las noches. Volvió a soplar el viento. Las plantas y las flores empezaron a marchitarse, y no tardaron en volverse pardas. No obstante, los camellos todavía encontraban comida, y los dos primeros oasis resultaron umbrosos y verdes, florecientes aún.

Se acercaban ya al último palmeral a primeras horas de una mañana cuando vieron que partía una caravana. Y, una vez entre los árboles, los componentes del grupo hallaron a un joven que desmontaba el campamento al mismo tiempo que, con la vista, seguía ansioso a las figuras que se alejaban.

Los cinco desmontaron, y Aravan se dirigió al hombre. Era evidente que al desconocido lo asustaban los oblicuos ojos del elfo, porque se llevó la mano derecha a la empuñadura de su curvo alfanje, todavía envainado, mientras que los dedos de su izquierda se doblaron en un gesto crispado. El joven dirigía nerviosas miradas de sospecha a los otros cuatro. No obstante, respondió a las preguntas de Aravan. Ambos hablaban en kabla, la jerga del desierto.

Por fin se apartó Aravan y el hombre acabó de cargar sus cosas, antes de montar y partir al galope entre gritos de «yallah!, yallah!» mientras azotaba a su dromedario con una larga fusta. El animal protestó fuertemente ante tan mal trato, y los camellos del grupo volvieron las cabezas, refunfuñadores, a la vez que observaban de reojo, recelosos, a sus propios amos, como si temiesen alguna reacción ruin.

Gwylly inquirió, centelleantes los verdes ojos:

—¿Qué dijo, Aravan?

El elfo recorrió con la vista a los restantes compañeros.

—El hombre estaba asustado, no sólo de nosotros sino también de aquello que puede aguardarle en la Ciudad Roja. Parece tener miedo, también, de algo que amenaza a los habitantes de la población. Creo que desaparece gente…

—¡Stoke! —exclamaron Riatha y Urus a la vez.

—Quizá —continuó Aravan—, mas no sólo desaparecen individuos, sino que, además, los guardias de la ciudad paran a todo el que llega para que se identifique. Quieren saber a qué se dedica y dónde trabaja. Según ese joven, quien no pueda probar quién es y qué hace, y aquel que no cuente con alguien que responda de su persona, puede pasarlo mal.

Akka! —masculló Riatha—. De ese modo nunca capturarán a Stoke.

—Tal vez no sea el barón a quien les interesa atrapar —sugirió el buccan—. A lo mejor son ellos mismos, los guardias, quienes causan esas «desapariciones». Puede ser que Stoke ni siquiera se encuentre en Nizari, sino en cualquier lugar totalmente distinto. Al fin y al cabo, tampoco tenemos la certeza de que la visión de Faeril corresponda a la Ciudad Roja. Podría ser otro sitio.

La damman se volvió hacia el elfo.

—¿Qué más dijo el hombre?

—Que se había marchado por temor a «desaparecer» también cualquier noche. Además detestaba a los guardias…, cosa que me hace suponer que el joven no era un destacado ciudadano que tuviese un negocio respetable.

»Explicó asimismo que Nizari queda a unos setenta y cinco leguas al oeste sudoeste, lo que concuerda con nuestro mapa.

Urus se cruzó de brazos.

—¿Crees que ese tipo decía la verdad?

Aravan rio.

—Me figuro que tendría miedo de mentir, ya que, en tal caso, el diabólico djinn que tenía delante podría llamar al colosal afrit, que lo haría trizas.

Cuarenta días y cuarenta noches después de haber dejado el Círculo de Dodona y la garganta en forma de luna creciente, allí en el bosque de Kandra, llegaron a una cumbre desde la cual divisaron Nizari, la Ciudad Roja de los Asesinos, pegados sus colorados edificios a las oscuras montañas. Una elevada muralla igualmente roja rodeaba toda la población. Y, cuando el sol naciente iluminó la cúpula de la ciudadela escarlata que dominaba la ciudad, Faeril murmuró de cara a sus compañeros:

—Esto es lo que yo vi.