33
MAI’ÛS SAFRA
Otoño del año 5E989
(El presente)
Con un favorable aunque caluroso viento a sus espaldas, Halid y sus hajînain trotaban a través del desierto por el mismo camino seguido en sentido contrario semanas antes, ahora en dirección al norte, si bien girando ligeramente hacia el este. Sabrá estaba a unos setecientos kilómetros de distancia.
Halid no había reducido el paso en toda la mañana, pasando de un hajîn a otro cada hora, más o menos, sin hacer caso de las gruñonas protestas de los dromedarios. Si el terreno era escabroso, cambiaba de montura con más frecuencia. Si por el contrario se presentaba liso, lo hacía menos veces. El hombre procuraba mantener la velocidad de que eran capaces las bestias en cada momento, y, cuando hicieron un descanso al mediodía, habían recorrido ya cincuenta kilómetros.
Halid y los animales reposaron durante las horas de más calor, aunque el viento parecía arrastrar fuego, y a media tarde reanudaron la marcha.
El abrasador soplo constituía todavía una pesadilla y los empujaba con fuerza hacia adelante. «¡Menos mal que no nos viene de cara!», se dijo el soldado.
Transcurrieron las horas. El sol descendía por el cielo occidental y, cuando el breve crepúsculo del desierto llegó y se fue para dar paso a la noche, los hajînain echaron a Correr a través de las dunas y de la rocosa zona, y su constante trote consumió pronto kilómetros y kilómetros. Halid había confiado en que el viento amainase con la oscuridad, pero no sucedió así, sino que les tocó seguir resistiéndolo.
Entre la puesta de sol y la medianoche pasaron por la hondonada donde se hallaba el pozo de Uâjii. Los dromedarios olfatearon el agua y hubiesen querido beber, pero Halid no se lo permitió. No obstante sus demostraciones de desengaño, los animales continuaron la carrera y el pozo quedó pronto muy atrás, si bien el recuerdo de la muerte de Reigo seguía muy vivo en Halid.
Después de seis horas de cabalgar lo más deprisa posible hacia el norte, el hombre decidió detenerse a dormir entre unas áridas dunas y dar reposo a las bestias. En conjunto habían avanzado unos ciento cincuenta kilómetros en veintiuna horas. A ese ritmo podrían llegar a Sabrá en cinco días, uno antes del plazo final, siempre que tanto él como los hajînain fuesen capaces de mantenerlo.
El viento del sudoeste soplaba aún, pero ahora era frío.
Halid despertó cuando no había dormido ni tres horas. Por el este asomaba la aurora. El guardián del reino calculó lo que podía significar el viento del sudoeste mientras tomaba un frugal desayuno y bebía, en cambio, gran cantidad de agua.
«Mal presagio —pensó—. Lleva soplando más de un día. ¡Ojalá decida Rualla, señora de los vientos, que ya basta!».
Obligó a los dromedarios a que se levantaran, y partieron de nuevo a través del interminable desierto. Los animales se quejaban cada vez más, ya que no habían comido ni bebido desde la salida de la garganta en forma de luna creciente.
Proseguían su camino en dirección al norte, entre las dunas esculpidas por un viento que, caliente como el día anterior, les golpeaba la espalda.
El bochorno del mediodía los forzó a hacer otra pausa mientras el dichoso vendaval removía la arena y se llevaba los granos más finos. Halid se cubrió la cara con la faja del turbante, en un intento de echar un sueño.
Al cabo de tres horas volvían a ponerse en marcha y, cuando al fin llegó la anochecida, habían cubierto otros ciento cincuenta kilómetros. Pero el viento no había amainado.
El tercer día encontraron terreno accidentado y, alcanzadas nuevamente las dunas para concederse el descanso nocturno, sólo habían adelantado otros ochenta kilómetros. Aun así, los trescientos ochenta hechos en tres jornadas permitieron confiar a Halid en una llegada a tiempo, ya que únicamente los separaban de Sabrá otros trescientos veinte.
No había forma de que cesara el viento y, apenas emprendido el viaje por el Erg a la mañana siguiente, una inmensa pared de negrura se alzó aullante por el sudoeste y, llevada por las fuertes ráfagas de aire, se fue aproximando.
Halid desmontó y arrastró a los dromedarios a través de la creciente oscuridad hasta la escasa protección de una duna, a la vez que gritaba con toda su fuerza «¡Raka!, ¡raka!» para que los animales se arrodillasen. Él mismo buscó refugio tras el costado de una de las bestias y se cubrió la cara con la faja del turbante.
La tempestad de arena parecía no querer terminar. Estaban ya todos polvorientos, y la duna se movía hacia ellos, con el peligro de dejarlos enterrados. Halid tuvo que cambiar de postura a los dromedarios una y otra vez, para que no se espantaran, al mismo tiempo que trataba de resguardarse a sí mismo del terrible azote.
No supo cuánto había durado la angustiosa situación, pero débilmente, por encima del tremendo ulular, percibió de pronto un sonido distinto, algo así como un trueno que no acabase nunca de retumbar. Halid se descubrió los ojos, porque el ruido iba en aumento, y entonces vio surgir de la oscuridad una gigantesca y girante columna negra que se precipitaba entre rugidos sobre ellos.
«¡El demonio de la arena!», chilló la mente de Halid, pese a saber él que eso no era más que una fábula. Pero al instante tuvieron encima la espantosa y negra espiral, de ensordecedores aullidos, y una fuerza inimaginable los sacudió y golpeó y arrancó del suelo… hasta que hubo pasado entre escalofriantes retumbos.
Pero también se había llevado uno de los dromedarios.
El vendaval gimió y aulló sobre el Erg durante unas diez horas en total, pera luego empezó a disminuir rápidamente hasta no dejar atrás más que silencio.
Halid se quitó de encima una capa de arena antes de poder mirar a su alrededor. No había ni rastro del dromedario faltante, pero allí seguía el otro, la montura del infortunado Reigo.
—Kâm! Kâm! —voceó Halid y subió a la silla cuando el animal se dignó obedecer—. Sólo quedamos tú y yo, sabîyi. Sólo tú y yo.
Y, haciendo girar hacia el norte a su hajîn, partieron de nuevo en dirección a Sabrá, situada a unos trescientos veinte kilómetros de distancia.
Llegaron al oasis de Falìdii ya bastante avanzada la tarde. Sólo faltaban dos horas para la puesta del sol. Halid se encaminó al abrevadero. Cuando el dromedario hubo saciado su sed, él lo trabó y lo dejó pacer. El guardián del reino, por su parte, llenó el único odre que ahora tenía, se desnudó y tomó un baño en la charca. Estaba cansado, pero aún le quedaba mucho camino por delante y el tiempo era escaso. Sin embargo, aguardó a que el sol hubiera desaparecido a medias en el horizonte antes de abandonar el oasis. Más no quiso esperar. Recordaba que Aravan le había recomendado no permanecer en el oasis después de oscurecer. Se trataba, al fin y al cabo, de un lugar djado. A causa de qué, Halid lo, ignoraba. Tampoco entendía cómo habían logrado escapar de la maldición cuando acampaban en su viaje en busca del Círculo de Dodona. Quizá tuviera algo que ver con ello el amuleto de la piedra azul, aunque la misma piedra no había resultado tan eficaz junto al pozo de Uâjii.
En cualquier caso, él no disponía ahora de ningún amuleto protector, por lo que prefirió marcharse pronto del oasis e internarse de nuevo en el Erg. Acababa de emprender el camino cuando el sol se hundió del todo en el horizonte y, de pronto, se le erizaron los pelos del cogote. Halid tuvo la sensación de que algo lo vigilaba por detrás, algo maléfico…
—Hut, hut, hut! —le gritó al dromedario, que por una vez no necesitó que lo acuciasen.
Cuando se detuvieron bajo la plateada luz de la luna, sólo habían avanzado sesenta y cinco kilómetros en total. Era su cuarta jornada de viaje y se hallaban a unos cuatrocientos cincuenta kilómetros de la garganta de donde habían partido.
Únicamente disponía Halid de dos días, en los que tendría que recorrer doscientos cincuenta kilómetros, y no le quedaba más que una montura.
Llegó el día siguiente, el quinto, y el terreno a cruzar resultó escabroso. Aquella noche, al detenerse para descansar, sólo habían adelantado otros ciento diez kilómetros.
El sexto y último día todavía encontró a Halid y su dromedario en las dunas del Erg. El hombre forzó a la bestia hasta el límite de sus posibilidades. Cabalgaron a través del inmenso arenal, subiendo y bajando las movedizas dunas. Ni siquiera se detuvieron al mediodía, como tenían por costumbre, porque ese día tenían que cubrir ciento cuarenta y cinco kilómetros y, aunque era como viajar metido en un horno, siguieron adelante y el reventado animal trotó valientemente sobre la ardiente arena.
Se hizo de noche, y continuaron a toda prisa por las interminables dunas bajo una brillante y convexa luna. A medianoche estaban todavía a unos treinta kilómetros de Sabrá. Halid no conocía el ritmo de las mareas, pero le constaba que el capitán Legori y su Bello Vento estaban dispuestos a zarpar con la próxima.
—Hut, hut! —incitó a la bestia, pero la pobre no podía correr más.
Así pues, prosiguieron pese al agotamiento. Vencieron una elevada duna y, de súbito, el dromedario cayó de cabeza al ceder la arena que tenía bajo los cascos. Ambos rodaron por la ladera, y la duna que dejaban atrás se desparramó sobre ellos. Mas no fue el alud de arena lo que los cubrió, sino el mismo suelo, ya que el hajîn había pisado un hueco y, al perder pie ente bramidos de terror, arrastró consigo al hombre y los dos quedaron enterrados vivos, absorbidos por el desierto.
Pero, mientras el animal se hundía, Halid consiguió montar de nuevo en él y saltar hacia adelante. Aterrizó sobre la pendiente de arena que se desplomaba y buscó desesperado agarre con pies y piernas para poder subir. La cascada parecía querer empujarlo hacia una muerte segura, pero el hombre no cejó en su empeño y continuó luchando contra la arena que se precipitaba a las profundidades. Por fin llegó al borde del cono y, aunque exhausto por completo, estuvo a salvo. Avanzó un poco, tambaleante, y cayó sobre sus manos y pies. Miró hacia atrás, y vio que la arena todavía resbalaba… El dromedario había desaparecido del todo.
Surcaron la mente de Halid las leyendas escuchadas en la niñez, que hablaban de demonios escondidos bajo las arenas en espera de inocentes víctimas que hacían morir asfixiadas.
El hombre tardó bastante rato en poder alzarse y seguir entre bamboleos a través de aquel mar de dunas, siempre en dirección a Sabrá, de la que todavía lo separaban treinta kilómetros.
Apenas había amanecido cuando un hombre extenuado, sucio y desmelenado salía del Karoo y entraba con paso vacilante por las puertas de la ciudad portuaria de Sabrá. No tenía agua ni comida, ni tampoco camello. Todo lo habían engullido las arenas del Erg. Él, sin embargo, había sobrevivido al mai’ûs safra, el arriesgado y angustioso viaje, y como pudo se encaminó a los muelles. Llegado al fin, preguntó a un obrero por el capitán de puerto y fue enviado a un hombre corpulento que vigilaba la descarga de un semental blanco llegado a bordo de un dhow de tres palos. Un grupo de admirados shaikhîn se había reunido alrededor del nervioso animal. Halid se acercó al capitán de puerto y le habló. El jefe retrocedió un poco, al ver a aquella persona tan impresentable, y se limitó a señalar hacia el mar. El Bello Vento acababa de dejar el fondeadero, aprovechando el cambio de marea.
Una terrible rabia se apoderó de Halid, que maldijo los cielos, con lo que el capitán de puerto todavía se alarmó más. El guardián del reino miró desesperado a su alrededor, emprendió una loca carrera y, apartando de un empujón al mozo encargado del semental, saltó sobre su desnudo lomo para galopar hacia el norte mientras gritaba:
—Yah! Yah!
Recorrió así las calles de la ciudad y salió por las puertas septentrionales. Atrás quedaron las voces de quienes lo perseguían.
A toda velocidad se lanzó hacia el promontorio situado a poco más de un kilómetro de distancia. Le bastaron unos momentos para alcanzar la cima, donde el caballo estuvo a punto de resbalar, de tan bruscamente como él lo hizo detenerse. El noble bruto se alzó sobre sus cuartos traseros y produjo con ello una nube de polvo. Halid saltó a tierra, desenvainó su curvo alfanje y lo agitó en el aire de manera que se reflejara en él el sol de primeras horas de la mañana.
El hombre permaneció largo rato en el promontorio, manteniendo la hoja en posición horizontal y moviéndola para que se viera el centelleo del metal. Justamente cuando una furiosa muchedumbre subía la colina para atraparlo, Halid vio que el Bello Vento se ladeaba para virar hacia él.
Por fortuna, el capitán Legori había captado las relampagueantes señales en el último momento.