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PRESA

Otoño del año 5E989

(El presente)

En lo más profundo de la noche, allá en lo alto de la torre de la antigua mezquita oculta entre las montañas, Stoke dejó de dar pasos de un lado a otro para echar una mirada a los montes Talâk; pero, al permanecer escondida la luna, no distinguió nada especial. Las estrellas se movían por la negra bóveda sin que el barón aprovechase el privilegiado lugar para admirarlas. Por el contrario, reanudó sus nerviosos paseos como si lo impacientara el regreso de su chēun con nuevas víctimas en las que desahogar sus malsanos deseos. No obstante, la satisfacción de tales instintos no era la principal causa de su excitación. ¡No; nada más lejos que eso! El verdadero motivo de su furia y su temor era que, momentos antes, había descubierto que ellos se acercaban.

En su psukhomanteîon, Stoke prendió su última vela negra y la colocó en la quinta posición equidistante del círculo de tiza, con lo que su amarillenta y vacilante luz se añadió al resplandor producido por las otras cuatro, uniéndose todo a los rojizos destellos de los encendidos carbones del brasero de hierro batido que había en un rincón de la pieza. En medio del círculo se hallaba el cadáver desollado, —con el vientre reventado y los intestinos a la vista—, su cabeza en línea recta con la primera vela, los brazos en cruz y las manos en dirección a las velas segunda y tercera, abiertas las piernas y los pies señalando hacía la cuarta y la quinta vela. Los tristes restos habían pertenecido otrora a un humano; ahora sólo eran una… cosa.

Situado entre las despatarradas piernas de la víctima, pero fuera del círculo de tiza, Stoke hizo acopio de energía y comenzó el conjuro:

—Ákouse mè…

Gritó una orden tras otra, cada vez con más fuerza, poniendo en ello todo su empeño.

Egò gàr ho Stókos dè kèleuo sé… —sonó la última exigencia, y el malvado barón tuvo que luchar para pronunciar estas últimas palabras.

Como había sucedido con otros cadáveres en otros lugares, de la boca de este brotó un sinnúmero de susurrantes voces que hablaban todas al mismo tiempo, cuyo volumen decrecía y aumentaba, se encogía y extendía. Y todas esas voces contestaban a las preguntas del psukhómantis, pero cada respuesta era diferente, ya que todas las épocas y todos los lugares eran una misma cosa para los muertos.

Castillo… glaciar… seres diminutos… torreón… desierto… elfo… gusano… muerte… oso… lanza… niña… Uâjii… Avagon… nombre… Arden… Gran Bosque… Rwn… guardianes del reino… Atala… océanos… elfa… espada… colgaduras… cristal… Falìdii… —bisbisaron diez mil voces murmurantes, todas las respuestas revueltas.

Stoke agudizó el oído para distinguir la voz que buscaba. Había elegido un cadáver reciente, su última víctima, y he phéme —la voz profética— de los restos que yacían en el círculo sobresalían entre todas las demás. Y, cuando esa voz calló por fin, Stoke estaba exhausto.

No se había sacado de encima a sus perseguidores… ¡Aún lo seguían! En esos momentos cruzaban el Karoo en dirección a Nizari.

Y, en lo alto del minarete, Stoke daba zancadas de un lado a otro, atemorizado y furioso de que fuesen ellos los rastreadores y él la presa. Hizo una nueva pausa para mirar hacia el norte y el este, como si pretendiese que su vista volara hasta más allá de las montañas y por encima del desierto para descubrir a sus incansables enemigos.

Luego dio una repentina media vuelta y, entre reniegos, bajó la escalera de caracol hasta el subterráneo para recorrer varios pasillos de mármol rojo y llegar finalmente al banco de trabajo que tenía en su laboratorio. Una vez allí, procuró calmar sus nervios y preparar un plan de defensa, para lo que reanudó la tarea abandonada. Necesitaba perfeccionar su definitivo… instrumento.

Era de oro, de unos siete centímetros de diámetro y un largo de setenta. Un extremo era terriblemente puntiagudo, y el otro consistía en un anclaje. Stoke tomó meticulosas medidas y marcó unas breves rayas longitudinales en el oro, allí donde empotraría las numerosas cuchillas triangulares, afiladas como navajas de afeitar, que habría alrededor de todo el astil, de arriba abajo. Aquí y allá también señaló el barón los puntos donde pensaba engarzar piedras preciosas, con preferencia sanguinarias.

Cuando hubo terminado de marcar el oro, en su mente tenía formado un plan. Dejando a un lado el extraño instrumento áureo, subió de nuevo al minarete y rugió de cara a la negrura de la noche:

—¡Ahora, los cazadores serán los cazados, y los depredadores las presas!

Su voz resonó en las montañas que rodeaban la mezquita, cosa que hizo reír a carcajadas a Stoke.

… cazadores… cazados… depredadores… presas…

Al atardecer siguiente, cuando el crepúsculo se convertía ya en oscuridad, una horripilante criatura se lanzó desde el minarete a las crecientes tinieblas. Sus poderosas y coriáceas alas la transportaban hacia la ciudad de Nizari.