31

DODONA

Otoño del año 5E989

(El presente)

Con los ojos fuertemente cerrados, el cristal sujeto en la mano izquierda y la piedra azul en la derecha, Faeril avanzó despacio mientras su mente salmodiaba «Dodona… Dodona… Dodona…». Tenía que obedecer a la amable llamada. De dónde procedía, eso lo ignoraba la damman, pero tenía un poder sobre ella.

Faeril se sentía reacia a abandonar el campamento y estuvo a punto de no hacerlo, pero algo o alguien parecía asegurarle que sus compañeros estarían a salvo, que todo el cañón se hallaba protegido. Además, ella no deseaba perder contacto con la presencia.

Así pues, siguió aquellos vagos empujones más barruntados que sentidos de verdad.

Advirtió que penetraba en el bosque de kandras, ya que encima de ella susurraban las hojas. También supo que se aproximaba a la cascada porque el ruido era más intenso. Y en ningún momento temió tropezar o chocar contra un árbol: se sabía bien guiada.

«… Dodona…».

La damman caminaba sobre la suave hierba, entre los kandras. Siempre adelante, adelante… Llegó finalmente a un lugar donde, con excepción del leve susurro de las hojas, había cesado todo sonido. Ni siquiera el caer del agua se oía ya. Faeril iba ya a abrir los ojos, pero los mantuvo cerrados y dio unos pasos más. Entonces se detuvo y se sentó.

Una dulce voz le dijo:

—Abre los ojos, chiquilla.

Faeril vio ante sí a un anciano. Al menos, eso parecía ser, ya que tenía blancos los largos cabellos, una gran barba igualmente nívea y vestía ropas también blancas. Su cara estaba surcada de arrugas, y los pálidos ojos azules la miraban por debajo de unas espejas cejas.

—¿Eres Dodona? —preguntó la damman.

El hombre sonrió con amabilidad.

—Se me conoce por muy diversos hombres, entre ellos el de Dodona.

—¿Y qué eres?

El viejo sonrió de nuevo.

—Siempre tan directos. Siempre con prisas. ¡Ay, los mortales! Soy el guardián, el vigilante, el celador, el que habla… Algunos dicen que soy un Oculto, pero son muchos, muchos los que pertenecen a esa especie.

Ahora fue Faeril la que sonrió.

—Desde luego eres un Oculto, porque no había forma de encontrarte.

—Siempre estuve aquí.

—Pero fue difícil dar contigo, Dodona.

—No encuentran todos los que buscan. Este círculo —señaló el anciano lo que los rodeaba, y la damman se dio cuenta, entonces, de que se hallaba sentada en medio de un círculo de kandras— queda protegido mediante un simple encanto, y sólo quienes tengan la suficiente inteligencia o de veras lo necesiten lo descubrirán.

—Nosotros estamos en un apuro, yo y mis compañeros.

—Lo sé, hija. Buscáis dar muerte a alguien, y a mí no me gusta ayudar a quienes desean la muerte de otro.

—Comprendo tu reluctancia, Dodona, pero ese hombre es un monstruo, y yo viajo con gente honorable.

El anciano pareció mirar hacia otro lado, como si viese algo fuera del círculo de árboles.

—Sí, pequeña. Tus compañeros son realmente dignos. Sé que viajas con un amigo. Me consta, porque la piedra que pende de tu cuello es suya, y no tuya. También vas con un señor de los osos, y sé de dónde vino. Viajas además con una mujer que ha de representar la esperanza del mundo, muy digna, y con uno que colaborará a librar el mundo de una atrocidad, mas no aquella que vosotros buscáis. Y, por último, viajas en compañía de alguien que te ama, y al que también tú amas. Todos ellos son honorables de verdad.

—¿Y el ser al que perseguimos? ¿Qué me dices de su honor?

El hombre de los cabellos blancos volvió a mirar a su alrededor.

—Ese a quien buscáis no conoce el honor y, sin duda, es un monstruo. Pero, aun así, me repugna ayudar a dar muerte a alguien.

—Yo te he encontrado, Dodona. ¿No significa esto que mi necesidad es suficientemente seria?

—O que posees suficiente inteligencia, pequeña.

—En cualquier caso, busco información —respondió Faeril.

Los azules ojos del hombre se posaron en los suyos.

—Y yo debo darte una respuesta, aunque tú quizá no la entiendas.

—Muy bien, Dodona, ¡muy bien! Porque tengo muchas cosas que preguntarte: dónde podemos hallar al barón Stoke, dónde se encuentra la Espada del Alba, dónde puede localizar Aravan al hombre de los ojos amarillos; el secreto de la identidad de Urus, de su abandono y el de la identidad de sus padres; el significado de la profecía de Rael, referente a unas alondras plateadas y a la Espada de Plata; el sentido de mi propia profecía referente al Jinete de los Planos; qué quieres decir con eso de que Riatha representa la esperanza del mundo, y por último… ¿qué le ocurrió a la expedición del príncipe Juad cuando te buscaba? Y…

Faeril se interrumpió cuando el hombre, aunque siempre sonriente, alzó una mano con la palma hacia arriba y dijo:

—Puedes preguntar cuanto quieras, pero yo sólo responderé a lo más importante, y tú debes elegirlo.

La damman estaba perpleja.

—¿Sólo contestarás a una pregunta?

—Sólo a una.

Faeril reflexionó largamente con la barbilla apoyada en la mano. ¡Qué difícil era tomar una decisión!

Por último, la damman alzó la vista hacia el anciano y declaró:

—Vinimos dispuestos a descubrir el paradero del barón Stoke y, aunque puede haber problemas de más importancia, mis compañeros y yo juramos derrotar a ese demonio. Supongo que podría ser lista y preguntar dónde liquidaremos a Stoke y, así, saber de antemano no sólo dónde se esconde sino también si tendremos éxito en nuestra empresa. Pero no lo haré. Me conformo, Dodona, con que nos reveles dónde encontraremos al barón.

El anciano sonrió.

—Haces bien en no querer pasarte de lista, pequeña, ya que las respuestas que yo doy son confusas, en el mejor de los casos, y, cuanto más sencilla la cuestión, más fiable será la respuesta.

»No obstante, y dado que hace largo tiempo que no venía nadie de corazón tan inocente como tú, no sólo responderé a tu pregunta, sino que además te compensaré con alguna información que deseas, pero que no pediste.

»Sostienes en tu mano izquierda un límpido cristal, y sé que quisieras conocerlo más a fondo. Yo te enseñaré muchas cosas referentes a él, pero no todo.

»Contempla ahora las profundidades de ese cristal, hija, porque voy a llevarte de viaje.

Faeril sostuvo el cristal delante de sus ambarinos ojos y procuró penetrar en él con la vista. Y de repente se sintió caer, caer entre centelleantes espejos y refulgentes cristales y el tintineo de incontables campanillas…

… hasta aterrizar… en Caer Pendwyr.

Pero Dodona se hallaba cerca. Deambulaban por allí los cortesanos. Unos pajes corrían de un lado a otro. Los bancos se veían llenos de gente que esperaba ser recibida en audiencia por el supremo rey.

El anciano se inclinó hacia la damman y le susurró:

—No pueden vernos.

Faeril lo miró.

—¿Cómo? ¿Es todo real?

¡Si aún percibía el tintineo de las campanillas!

Dodona se echó a reír.

—Quizá sí, niña. Quizá no.

De súbito se encontraron en una cámara vacía del castillo.

—Te he traído aquí para mostrarte algo. Mira por esta ventana. ¿Qué ves?

La damman obedeció. Las cerúleas aguas del mar de Avagon no se movían agitadas al pie del castillo, y las olas de blancas crestas se estrellaban contra los escarpados acantilados.

—Veo el mar.

—¿Y nada más?

Unas gaviotas se mecían en el viento, y por el horizonte se deslizaban las lejanas nubes sobre un océano que allí era de color cobalto. Un velero surcaba las olas.

—Aves marinas, nubes, un barco…

—¿Eso es todo? Mira con atención.

—¿Qué quieres decir, Dodona?

—Observa el cristal.

Faeril prestó atención al cristal.

—Veo unas burbujas en él. Parece tener ahora un tono verdeazul, y está sucio…

—¿No descubres nada más?

La damman se fijó mejor y, entonces, vio reflejada su propia imagen, una llama dorada, y a su lado, algo separada, una llama de plata.

—Te veo a ti, Dodona, y me veo a mí.

—Exactamente. Una ventana: cuatro vistas. Más allá, cerca, detrás, el yo. Pero podemos asomarnos a otra ventana —dijo el anciano, y al instante estaban en lo alto de una torre, con la ciudad a sus pies—, y lo que vemos es diferente, aunque en esencia sea lo mismo, salvo que nosotros hayamos cambiado de algún modo.

»Pero ten en cuenta que lo más importante, aunque el yo sea igual, es que todo lo vemos a través del reflejo del yo. El más allá, el más atrás… Hasta lo cercano se ve a través del yo.

De repente, Dodona miró hacia arriba.

—¡Espera! —gritó—. Es demasiado peligroso. ¡No la mováis!

Aravan se volvió hacia los demás, llenos de sorpresa los ojos.

—No debemos mover a Faeril.

Gwylly no le entendía.

—¡Pero si está en coma de nuevo! La última vez permaneció inconsciente durante tres días.

Aravan meneó la cabeza.

—Lo sé, Gwylly, pero hemos de esperar. Todo cuanto podemos hacer es alimentarla, darle a beber pequeños sorbos de agua y atenderla en lo necesario, ¡pero sin sacarla de este calvero! En caso contrario, correría peligro.

—¿Cómo lo sabes? —inquirió Riatha, de cara al elfo.

—Toqué la piedra.

Faeril estaba desconcertada.

—¿Qué debo esperar?

—¡No hablaba contigo, criatura! Me dirigía a uno de tus compañeros. Al amigo.

—¿A Aravan?

—Sí, pequeña. Pero ¿dónde estábamos? ¡Ah, sí! En lo de las vistas…

Cayeron los dos a través de las hojas de cristal que reflejaban las vistas del más allá y del más atrás, y las campanillas no cesaban de tintinear en el éter.

—Explícame qué ves.

—Cristales, Dodona.

—No, hija. Mira a lo lejos. Mira el conjunto. Fíjate en el dibujo. ¿Cómo es?

Faeril trató de abarcarlo todo con la vista. Al principio, todo era sólo una refulgente confusión. Después, en cambio…

—Es algo parecido a un panal. Un dibujo hexagonal que lo cubre todo.

—¡Bien, pequeña! Lo has visto… pero no todo. Vuelve a observarlo.

Ahora que sabía lo que debía mirar, Faeril procuró distinguirlo mejor mientras ella y Dodona seguían cayendo.

—Diría que hay tres panales que… oscilan y están entrelazados.

—¡Eso mismo! Tres dibujos entrelazados. Mas aún no es todo. Toma mi mano. Yo te guiaré.

Y, mientras continuaban su vuelo hacia abajo, Dodona gritó otra vez:

—¡Espera!

Aravan miró a sus compañeros y exclamó:

—¡Todavía no!

Gwylly se retorcía las manos.

—¡Llevamos así un día entero! —protestó.

—Aun así, no debemos moverla.

Urus, que estaba en el campamento, entró en el círculo. Se habían instalado muy cerca de él.

—¿Hay algo más que podamos hacer?

El buccan hizo un gesto de desánimo.

Fue Aravan quien contestó:

—Nada. Atenderla en todo lo necesario, pero sólo eso.

Dodona voló a una esquina de una de las superficies hexagonales. Faeril no se soltaba de él. A medida que se acercaban, el plano parecía crecer.

—¡Si esto no es una esquina! —jadeó la damman—. Es… ¡una pirámide! Una pirámide triangular…

—Contando la base, tiene cuatro caras. Mira arriba y, luego, mira abajo.

Sujetos una a otro por la punta, los tetraedros ascendían en espiral hasta perderse de vista e igualmente descendían, cada cara un plano, una ventana, un espejo.

Las superficies de cristal de los tetraedros reflejaban sus imágenes a medida que ellos proseguían su vuelo, ahora hacia la punta de una pirámide, donde relucía y palpitaba algo diminuto. Y en el centro de la pirámide había suspendida otra cosa fulgurante, minúscula también pero… distinta. Allí encontraron una esfera luminosa, una esfera que brillaba; esferas dentro de otras esferas.

Atravesaron sus cortezas y, por fin, llegaron a un apretado racimo de resplandecientes globos, cada uno compuesto de motas todavía más diminutas: chispas que daban vueltas y parecían entrelazadas.

—¡Espera!

Halid expresó entonces lo que todos pensaban.

—¡Se nos acaba el tiempo! Hoy es el tercer día. Sólo nos quedan dos, antes de tener que partir.

Aravan se limitó a encoger los hombros.

—No pude llegar más lejos, hija. En este centelleo vemos el meollo de la creación, el núcleo de todo… El comienzo y el fin. Aquí se encuentra la clave de todo lo que es, de todo lo que fue y de todo lo que será. Todo, el fuego, el agua, el viento, la tierra, el éter…, todo está hecho de esta materia de creación. El latido del tiempo, la extensión del espacio, la resistencia de la materia, el vigor de la energía.

Faeril miró aquellas arremolinadas chispas.

—¿Todo, Dodona? ¿Qué me dices de la mente, del alma y el espíritu, de los sentimientos del corazón? ¿Acaso eso no es más que relumbrón, también?

El anciano hizo una pausa.

—¡Ay, querida! Ahora profundizamos en los últimos misterios. No tengo respuesta para esas preguntas, pero la busco desde siempre.

De nuevo alzó la vista el sabio y exclamó:

—¡Espera!

Halid se había sentado junto a Riatha.

—Únicamente nos queda un día, pero yo puedo conseguir siete más.

Riatha se volvió hacia el guardián del reino.

—¿Cómo?

Halid señaló hacia el norte.

—Si me llevo sólo mi veloz hajîn y el de Reigo, y dos odres de agua y algo de comida, podría alcanzar Sabrá en seis días o incluso menos, pasando de un camello a otro. Se dice que Hujun llegó a recorrer ciento cincuenta kilómetros al día, durante varios seguidos.

Riatha asintió.

—Sí, Halid. Es una buena idea. Si Faeril no despierta a tiempo, tendrás que ponerla en práctica.

Y sus ojos se posaron nuevamente en el Círculo de Dodona, donde Gwylly atendía con ternura a su dammia.

Ambos se hallaban suspendidos ante una hoja de cristal, con vistas al más allá, a lo más próximo, a lo que quedaba detrás y al yo.

A Faeril le pareció verlo todo a través de un cristal medio azogado. En el más allá distinguía una ciudadela escarlata, circundada de montañas. Cerca tenía un hombre encadenado, y detrás quedaba una elevada fortaleza.

—El tiempo está inmovilizado dentro del cristal —habló entonces Dodona—, pero todas las épocas son válidas.

»Lo que ves delante, representa el futuro. No significa que tenga que existir, sino sólo que podría existir.

»Lo de detrás corresponde al pasado y con frecuencia resulta confuso dada la multiplicidad de imágenes y los complicados reflejos.

»Lo que tienes cerca te muestra el presente, muchas veces distorsionado por el yo.

»Y la visión del yo es eso: el yo, que a menudo nos impide ver las cosas con claridad.

Faeril se miró a sí misma, y luego contempló la plateada llama que era Dodona. Y súbitamente comprendió, sin saber cómo, que veía al verdadero Dodona, y que el oráculo podía adoptar cualquier forma que deseara: la de un anciano o de un niño, de un elfo, varón o mujer. Cualquier cosa.

Dodona rio.

—Veo que has descubierto uno de mis secretos.

Faeril lo miró con los ojos muy abiertos.

—Tus poderes son semejantes a los de Urus, al menos en la facilidad para cambiar de forma…

—Son mucho mayores que los suyos. ¡Mucho mayores, hija!

La damman palmoteo admirada.

—¡Qué don tan maravilloso posees! Yo siempre quise poder volar como un halcón…

Faeril no llegó a oír el grito de Dodona, porque la transformación ya se había realizado.

Halid, situado junto a Gwylly, lanzó una exclamación de alarma, porque en el calvero llameó de pronto una dorada luz en medio de un sorprendente tintineo de campanillas. Con la misma rapidez se apagaron el resplandor y los sonidos, y Faeril desapareció. En su lugar surgió un halcón de cuyo cuello pendía una piedra azul. Y junto al ave vieron, en el suelo, un cristal.

Era un animal salvaje, indómito, de grandes ojos ambarinos, que desplegó las alas y se agachó dispuesto a emprender el vuelo.

En aquel mismo momento, del cristal partió una luz argéntea que envolvió todo el círculo con su brillo. Ni Gwylly ni Halid pudieron ver u oír lo que sucedía, ya que el aire estaba lleno de cristalinos tintineos. Riatha, Urus y Aravan, que se precipitaron hacia el lugar, quedaron igualmente cegados y ensordecidos. Pero todos notaron la poderosa presencia en el claro, que a los pocos segundos se desvanecía. La prodigiosa luz palideció, cesaron los tintineos y, cuando los amigos recobraron la capacidad de ver y oír, Faeril volvía a yacer dormida delante de ellos, bien sujetos el cristal y la piedra azul. El halcón se había ido.

—¡Tonta! —voceó Dodona—. Todas las formas son posibles dentro del cristal. ¡Podrías haber quedado convertida para siempre en un salvaje halcón!

Faeril se estremeció ante aquellas duras palabras, pero la dominó el enojo.

—¿Por qué me llamas tonta, Dodona? —chilló—. ¿Acaso me hiciste alguna advertencia? Yo ignoraba el riesgo que corría, y tú no me lo avisaste.

—La ignorancia no es excusa —replicó Dodona—. Los tontos corren cuando los sabios van despacio.

Antes de que Faeril pudiese responder, Dodona dijo entre rechinamientos de dientes:

—¿No saben esos impacientes cretinos que el tiempo transcurre aquí a un ritmo diferente?

A continuación volvió a alzar la cabeza y, con el puño en alto, bramó:

—¡Espera!

Aravan miró a los demás y, en tono de impotencia, murmuró:

—Debemos seguir esperando.

Halid suspiró.

—Faltan nueve días para que Legori zarpe. Yo partiré dentro de tres.

El elfo vio que Gwylly lloraba, por lo que le rodeó los hombros con el brazo.

—No temas, buccan. Faeril está en buenas manos. Puedo sentirlo.

El anciano contempló a la diminuta damman, que se hallaba sobre una superficie hexagonal de cristal con las manos apoyadas en las caderas, hecha una furia. De pronto, Dodona se echó a reír y, arrodillado, la abrazó.

—¡Ay, Adón! ¿Qué voy a hacer contigo, hija mía? ¡Eres demasiado audaz!

»Por otro lado tienes razón. Yo no te advertí del peligro, y de veras lo siento. Pero escucha: en el interior del cristal, todo es excesivamente arriesgado para ti, porque perteneces al Plano Medio y no estás preparada. No vuelvas a utilizar el cristal para ver, pues podrías quedar atrapada para siempre. En cambio puedes servirte de él como guía, para encontrar el camino cuando las decisiones sean difíciles de tomar. Úsalo para agrandar tu intuición, cuando tengas alguna vaga corazonada…, pero procura no caer en él, ya que para ti significaría la puerta de un encarcelamiento eterno. Y eres demasiado querida para desaparecer de semejante manera.

Faeril le devolvió el abrazo a Dodona. Sentía un súbito afecto hacia aquel…, aquel Oculto, pese a hacer sólo una hora o dos que lo conocía, o tal vez doce días, según como se calculara el tiempo.

Dodona la tomó de la mano y miró hacia arriba.

—¡Sí! ¡Ahora! Ahora ya la podéis recuperar —exclamó de cara a un cielo lleno de entrelazadas rejas hexagonales, de hojas de cristal y ventanas y espejos, con entretejidos tetraedros en espiral, resplandecientes globos de refulgente corteza y arracimadas esferas en el interior…, y esos globos consistían en miríadas de chispas que giraban y giraban entre centelleos.

Juntos volaron los dos, de la mano, hacia aquel cielo cristalino.

—Pero… ¡espera! —gritó Faeril—. ¿Qué contestas a mi pregunta? ¿Dónde encontraremos a Stoke?

Dodona posó en la damman sus inocentes y pálidos ojos azules y, de repente, él y todas las rejas empezaron a perder color, aunque las palabras del anciano aún se percibían con claridad entre el tintineo en disminución.

—Te he dado toda la respuesta que puedo, querida niña. Ahora eres tú quien debe hallar el resto entre tus recuerdos.

Al momento, Dodona desapareció por completo, y Faeril abrió los ojos. Encima de su cabeza, un encaje de hojas de kandra susurraba sobre el cerúleo fondo del atardecer. Yacía ella de espaldas, en un calvero, con una piedra azul en la mano derecha y un límpido cristal en la izquierda. Gwylly estaba arrodillado junto a ella, con lágrimas de alegría en los ojos. Urus, Aravan y Halid retrocedieron un poco, sonrientes. A su lado, Riatha le ofreció una taza de té de tomillo de gwyn.

Faeril se incorporó y abrazó a su buccaran mientras murmuraba:

—¡Ay! No sabes… Encontré a Dodona y le formulé una sola pregunta importante, a la que él me dio mil respuestas.

Durante toda la velada, la damman explicó lo visto, experimentado y aprendido. Fue al repetir sus vivencias cuando se dio cuenta de que, por lo menos, Dodona había contestado en parte a su pregunta referente a dónde se escondía Stoke.

—Sólo miré a través de un cristal. Y lo que vi detrás era una especie de fortaleza situada en lo alto de una montaña.

—¿Una fortaleza? —gruñó Urus—. ¿Cómo era? ¡Quizá fuese la torre negra de Stoke!

Faeril describió la construcción, que le había parecido de piedra gris y que estaba rodeada de almenadas murallas. Asimismo era gris la roca de la montaña.

—Esa fortaleza puede hallarse en muchas partes —objetó Aravan—, pero una vez, cuando yo perseguía a un hombre de ojos amarillos, di con un reducto semejante en los montes de Garia.

Halid ladeó la cabeza.

—¿Y encontraste al hombre de los ojos amarillos?

—No; tanto la fortaleza como las tierras que la rodeaban estaban desiertas.

Gwylly se volvió hacia Faeril.

—Continúa, cariño… ¿Qué viste cerca de ti?

La damman demostró angustia.

—Un hombre encadenado. No lo conocía, pero era moreno y delgado.

Riatha consultó con la mirada a Urus.

—Stoke suele tener encadenadas a sus víctimas durante cierto tiempo. Disfruta viéndolas temer cuál será su suerte.

—En muchos sitios es morena y delgada la gente —dijo Aravan—. En Hyree, Kistan, Gjeen, Thyra… También lo son los pobladores del Karoo, y otros. No acabaríamos de mencionarlos.

Faeril tomaba su té a sorbos.

—La visión del más allá me mostró una ciudadela de color escarlata, enclaustrada entre montañas.

—¡Ah! —intervino Halid—. Pudiera tratarse de Nizari, la Ciudad Roja de los Asesinos, lugar de muy mala reputación.

—Oí hablar de esa ciudad —confirmó el elfo—. Está junto a la frontera de Hyree. Al sudoeste de aquí, pasado el Karoo. La vi señalada en uno de tus mapas, Riatha.

—¿Ciudad de asesinos? —inquirió Gwylly de cara a Halid—. ¿Por qué de asesinos?

El compañero se pasó un dedo a través del cuello e hizo un chasquido con la lengua.

—Porque dicen que, tiempo atrás, los asesinos eran el principal producto de exportación de la ciudad, cosa que aún parece suceder hoy.

Urus se dirigió a la damman.

—Descríbenos esa ciudad con todo el detalle posible, Faeril. Tal vez podamos comprobar que, en efecto, es Nizari.

La waerling se esforzó en hacer memoria y habló también de las montañas, pero nada de lo que dijo permitió creer que realmente fuese Nizari aquella población, aunque tampoco se podía negar tal probabilidad.

—Si pudiera verla de nuevo, os lo sabría decir —se excusó la damman.

Urus echó un vistazo al círculo de árboles.

—Mañana, de madrugada faltarán sólo seis días para que el capitán Legori y su Bello Vento partan de Sabrá. En consecuencia, esta noche hay que decidir lo que vamos a hacer: emprender el regreso a Sabrá, adelantándose Halid para retener el barco, o atravesar el desierto en dirección a Nizari.

Riatha extendió sus mapas.

—Existe una tercera opción, Urus: enviar a Halid a Sabrá para que transmita el mensaje al supremo rey, mientras nosotros cabalgamos hacia Nizari. De este modo, si fracasamos vendrá alguien.

»Además es preciso destruir al monstruo del pozo. Y Halid puede encargarse de dar a conocer su existencia a quienes tienen suficiente fuerza para hacerle frente, y dirigirse luego a Darda Erynian, la Gran Casa Verde, en busca de Tuon, poseedor del Galgor Negro, y procurar ver también a Hoja de Plata, quien es suficientemente listo para hacer salir del pozo al gusano, de forma que pueda ser liquidado.

La discusión fue larga, pero finalmente aceptaron el plan de Riatha. El menos convencido era Halid, ya que le habría gustado ir con los demás a Nizari. Mas la elfa dijo:

—Es importante que hables personalmente con el supremo rey. A él le gustará oír la historia de boca de alguien que la ha vivido, Halid.

»Asimismo debes hablar con Tuon, porque tú viste al gusano del pozo y conoces su mortal canto. Y eres tú quien puede conducir a Tuon, a Hoja de Plata y a otros al pozo de Uâjii, para vengar la horrible muerte de Reigo.

»Por último, no olvides que otros tendrán que destruir a Stoke, si nosotros fallásemos en nuestra misión. Tú eres la persona adecuada para informar de todo a quienes nos sucedan. Por los tres motivos indicados, Halid, has de partir hacia Sabrá.

El guardián del reino fijó largo rato la vista en los plateados ojos de Riatha, y quizá lo que vio en ellos lo convenció más que sus palabras, porque al fin se declaró conforme.

Cuando se preparaban para dormir, Riatha buscó entre sus cosas y sacó la pequeña caja de hierro de Faeril y la tela de seda que había envuelto el cristal. Se lo entregó todo a la damman y dijo:

—Dejaste esto atrás, cuando te fuiste en busca del Círculo de Dodona.

La waerling tomó los objetos y los contempló como si le costara encontrar las palabras apropiadas.

—¡Oh, Riatha! —exclamó después de cierta vacilación—. Dejé sin vigilancia el campamento, y eso me avergüenza. Tendría que haber despertado a alguien.

La elfa hizo un gesto afirmativo. Hubo un silencio, después del cual Riatha quiso consolar a la pequeña amiga.

—Eso ya pasó, Faeril, y todos debemos olvidarlo menos tú, para que en el futuro te sirva de guía. No obstante, ¡quién sabe si, de actuar tú de otra manera, hubiéramos descubierto el círculo! Por lo tanto, no podemos decir si obraste con prudencia o no. Además, lo que está hecho, hecho está, y ahora no cabría cambiarlo.

Reflexionando sobre lo dicho por Riatha, la damman dejó a un lado el estuche de hierro y extendió sobre la hierba la tela de seda. Extrajo luego de su bolsillo el cristal y lo colocó en medio del cuadrado de seda negra. Había empezado ya a envolver la transparente piedra cuando se interrumpió de repente y volvió a alzarla de cara al fuego para contemplar la pieza de cuarzo. Ahora, el perfecto cristal parecía defectuoso, y Faeril le dio vueltas y más vueltas para ver qué… La damman quedó desconcertada al comprobar que no se trataba de un defecto, sino que, fosilizada en el centro del cristal, había una forma de exquisito detalle, que bien podría ser obra de un gran maestro, aunque ningún artífice sería capaz de crear algo semejante. Era la figura de un halcón salvaje con las alas extendidas, como si fuese a arrancar el vuelo.

Con las primeras luces del día, Halid se preparó para partir hacia el norte. Urus le recomendó evitar el pozo de Uâjii, y Aravan le aconsejó que sólo pisara el oasis de Falìdii en las horas de claridad. Halid ensilló su dromedario y el que había sido montado por Reigo, y cargó cada animal con un odre de agua y una pequeña cantidad de comida. Tendría que cabalgar seis días con sus noches hasta llegar a Sabrá, siempre a toda prisa, porque la ciudad quedaba a unos setecientos kilómetros de distancia, durante los cuales no vería más que el desierto del Erg.

Gwylly y Faeril abrazaron y besaron en la mejilla al gjeeniano, y el buccan dijo:

—Procede con cautela, Halid, porque dependemos de ti. ¡Voy a echarte mucho de menos, amigo!

El guardián del reino montó entre fuertes protestas de su dromedario.

Riatha, que había permanecido algo apartada, dio un paso adelante.

—El viaje que nos espera será largo y arduo, Halid. Como el tuyo. Procuraremos hacer llegar alguna noticia a Caer Pendwyr en el plazo de un año. Si ese espacio de tiempo transcurre en silencio, tú y los tuyos tendréis que tomar una decisión, ya que nosotros podríamos estar muertos.

Finalmente, Riatha retrocedió un poco y, con la mano levantada, exclamó:

—¡Que Adón cabalgue contigo!

Halid apartó de su rostro la faja del turbante, que se lo cubría a medias, y contestó:

—¡Y que la fuerza de Adón anime vuestras armas, y que la mano de Elwydd se extienda sobre todos vosotros!

A continuación volvió a sujetarse debidamente el turbante y se alejó del bosque de kandras, seguido por el dromedario del infortunado Reigo. Subió la cuesta para introducirse en el desfiladero, donde hizo una pausa y saludó una vez más a los compañeros, antes de desaparecer de su vista.

Dos días después, el primero de diciembre, los cinco que formaban ahora el grupo desmontaron el campamento. Faeril se había recuperado tanto, que Riatha la consideró en condiciones de emprender viaje.

Antes de salir, empero, la damman se colocó en el centro del Círculo de Dodona y murmuró:

—¡Adiós, mi oráculo! No te olvidaré.

Sólo las hojas de los árboles respondieron con un susurro y, al abandonar el mágico círculo, la damman oyó de nuevo el ruido de la cascada.

Sus compañeros ya la esperaban, y entonces montaron todos en sus camellos para pasar por la garganta que conectaba el barranco en forma de luna creciente con el mundo exterior.

Al recibir el azote del caluroso viento que soplaba del norte y del oeste, tuvieron que dar prisa a los protestantes animales, y así emprendieron el camino de Nizari, la Ciudad Roja de los Asesinos, situada a casi dos mil kilómetros al otro lado del enorme Karoo.