30

KANDRA

Otoño del año 5E989

(El presente)

Urus consiguió alzarse con marcado esfuerzo, pero dos pasos más allá caía de rodillas junto a Riatha.

—¡Mi amada! —graznó—. ¿Estás…?

—Los waerlings —jadeó la elfa—. ¡No se mueven!

El baeran gateó hasta donde se encontraba Faeril, cubierta de una repelente mezcla de sangre y moco. Sin perder tiempo, Urus le limpió la cara y le quitó la capa y la brussa. La damman no presentaba ninguna herida, gracias a que Riatha había actuado antes de que el monstruo comenzara a chuparle la sangre. El baeran apoyó la oreja en su pecho y dijo:

—Vive todavía, pero poco faltó para que…

Faeril respiró entonces, aunque de manera superficial.

Aravan, que había oído hablar a Riatha, se arrastró hasta donde yacía Gwylly.

—Este no respira… Pero su corazón aún late débilmente.

El elfo le apretó la nariz al buccan y, a continuación, le practicó la respiración boca a boca. Se apartó después, en espera de que Gwylly exhalara el aire. Entonces, Aravan repitió la operación una y otra vez…

Riatha tenía los nudillos blancos de sujetar con tanta fuerza la espada Dúnamis, cuya hoja estaba cubierta de moco y sangre seca, cuando avanzó hacia sus bártulos y bisbisó:

—¡El fuego, Halid! Hierve agua para el té.

—¿Té? —preguntó Halid en tono rasposo.

—¡Por Adón! —perdió Riatha la paciencia mientras seguía gateando—. ¡No me lo discutas! ¡Agua para el té, sí!

El guardián del reino quiso alzarse, pero no pudo. Tras un segundo intentó logró arrastrarse al fin por la arena en dirección al fuego, tirando de su odre.

Llegada a su improvisado lecho, la elfa soltó la espada que todavía sostenía en la mano derecha, y en ese momento se dio cuenta de que el amuleto azul seguía en su izquierda. Se notaba fresco, pero ya no helado. Riatha se preguntó cómo había podido agarrar el arma con las dos manos sin perder la mágica piedra. A poca distancia, Aravan continuaba ayudando a respirar a Gwylly, y la elfa se lo dio. Apenas colgado del cuello del warrow, este empezó a respirar por sí solo.

Riatha rebuscó entre sus cosas hasta encontrar un pequeño paquete.

—¿Tomillo de gwyn? —inquirió Aravan.

—Sí —respondió la elfa y, aunque con torpeza, se encaminó hacia donde Halid, una vez encendido el fuego con maleza, había colocado sobre el achatado trípode un pote de cobre lleno de agua.

Halid, sentado por fin, se balanceaba entre gemidos, incapaz de apartar la vista de los restos de Reigo, que ya no parecían los de un hombre, sino más bien una piel fláccida y vacía, totalmente manchada de baba y sangre.

Riatha se dejó caer al lado de Halid.

—No mires eso. Reigo preferiría que no lo hicieras.

Pero el compañero no podía.

—Os oí lanzar el grito de guerra. Vi la luz azul, que hacía retroceder la negrura. Y vi…, vi esa cosa. Yo estaba… paralizado. ¡Paralizado por completo! Y ahora… ¡Reigo ya no vive!

—Mírame a mí, Halid. ¡Mírame a mí!

Poco a poco, el hombre volvió la cabeza hacia Riatha, que apoyó una mano en su brazo para calmar su balanceo.

—Tú no habrías podido hacer nada, Halid. El monstruo salido del pozo nos atontó a todos. Me figuro que Gwylly consiguió depositar en mi mano el amuleto. Pero era tarde, porque… ¡escúchame, Halid!… Reigo ya estaba muerto. Y sin el poder de… mi espada…, ¡ninguno de nosotros se habría salvado!

Halid seguía con los ojos clavados en ella, sin entender nada, y en su expresión no había más que horror y congoja.

El agua empezó a hervir. La elfa retiró del trípode el recipiente de cobre y lo dejó sobre la arena. Extrajo luego del paquete seis pequeñas hojas doradas, que desmenuzó y removió lentamente en el agua. Luego dejó reposar la infusión.

Una fragancia semejante a la de la menta llenó el ambiente y alejó un poco el olor a humedad que dominaba todo el campamento.

Entre los útiles de cocina, Riatha eligió una taza, que llenó y entregó a Halid.

—Toma esto. ¡Bébelo! A pequeños sorbos, Halid.

Recuperadas las energías, la elfa llenó otras dos tazas y acudió junto a Urus para decirle:

—Una es para Faeril, y la otra para ti, querido.

El baeran alzó la vista hacia ella, evidentemente desconcertado.

—Fíjate en los waldans, Riatha. ¡Mira a Faeril!

Urus había acabado de desnudar a la damman y, tras limpiarle el cuerpo del repelente y sanguinolento moco, lo había envuelto en una manta. La elfa observó con detención a la menuda amiga y contuvo impresionada la respiración. Faeril ya no llevaba el turbante, y, debajo, un estrecho mechón plateado le surcaba los cabellos, negros como ala de cuervo, desde la parte derecha de la frente hasta la melena que le caía espalda abajo.

En la mente de Riatha sonó la voz de su madre: «… Si tu apuro es grande, Dúnamis extraerá vida…».

Riatha sintió un tremendo vacío en el pecho, y fuertes palpitaciones. Pero apartó de sí tales sensaciones, porque sus compañeros la necesitaban.

—Dale a beber este té. A pequeños sorbos. Y tómate también el tuyo, Urus.

La elfa examinó atentamente a su amado, mas no vio cambio en su pelo de puntas canosas. Llevó luego sendas tazas de té de tomillo de gwyn a Aravan y exploró tanto al elfo como al waerling. Nada le llamó la atención en su congénere. En cambio, al quitarle el turbante a Gwylly, descubrió que sus rojizos cabellos habían encanecido en las sienes.

De regreso junto al fuego, desenrolló el turbante de Halid y, en efecto, el endrino pelo del hombre presentaba ahora una serie de hebras blancas.

«… Dúnamis extraerá vida…».

Riatha hundió el rostro entre las manos.

«Dios mío —se dijo—, ¿acaso no soy mejor que el gusano del pozo?».

El té de tomillo de gwyn hizo que todos se recobrasen un poco, y tanto Faeril como Gwylly pasaron pronto a un sueño natural. Tan pronto como pudieron, Riatha, Urus, Aravan y Halid alejaron su campamento del pozo y, entre el baeran y el elfo, transportaron cuidadosamente al nuevo lugar a los dormidos waerlings. Después de ordenar todas sus cosas, Urus regresó junto al pozo y envolvió en una manta los restos del desdichado Reigo. De madrugada celebrarían una ceremonia fúnebre, quemando cuanto quedaba del compañero. Aravan y Halid se encaminaron a la depresión donde se hallaban los camellos, ya que estos, pese a lo asustados que estaban, no podían alejarse mucho por estar trabados, y elfo y hombre volvieron con ellos.

Urus y Riatha no se habían movido del campamento. En cierto momento, Urus se acercó de nuevo al pozo. Todo el brocal estaba aún embadurnado de moco, y el olor recordaba el de un oscuro pantano. Aunque el abrevadero era de piedra y estaba lleno de agua, el baeran lo apartó del pozo para arrastrarlo hasta donde ahora habían montado el campamento, porque no resistía la peste dejada por el monstruo. Sin embargo, quería lavar las ropas de Faeril.

Mientras Urus estaba ocupado en ello, arrodillado delante del abrevadero, Riatha limpiaba la espada Dúnamis con tremenda energía, como si estuviera contaminada y emponzoñada por una indescriptible inmundicia, profanada por la infamia, violada por la infernal criatura. Tenía en la mano un pequeño cepillo con el que casi maltrataba la hoja, la fregaba entre sollozos, jadeante, y por sus mejillas resbalaban las lágrimas. Y ella seguía, rascando y rascando.

Urus posó una mano sobre las suyas, para calmárselas.

Riatha dejó su frenética actividad y lloró en silencio. El baeran la tomó entre sus brazos y, estrechándola contra sí, le acarició los cabellos.

—¡Tranquila, mi amada! —susurró.

Riatha no contestó, pero todavía sollozaba como una niña extraviada. Urus no dijo nada y procuró consolarla con su cariño.

La elfa habló por fin.

—Dúnamis, mi espada… Pronuncié su nombre por primera vez desde que la poseo. Yo invoqué a Dúnamis…

—Sí, Riatha. Te oí decirle a Halid que, sin el poder de la espada, todos habríamos muerto.

—¡Pero Dúnamis robó vida, Urus! ¡Robó vida! ¿No viste los cabellos de Faeril, de Gwylly y de Halid? Les robó vida para dármela a mí.

La elfa se echó a llorar de nuevo.

—Escucha, mi amor —dijo Urus, sin soltarla—. De no haber recurrido a los poderes de tu espada, ninguno de nosotros viviría ya.

—Tendría que haber intentado más enérgicamente vencer ese…, ese canto de engaño. Quizá no necesitaba los poderes de Dúnamis, pero no supe esperar…

—Si llegas a vacilar, Riatha, Faeril ya no existiría.

—Nunca antes la había utilizado —replicó Riatha entre dientes—, y nunca volveré a hacerlo. El precio es demasiado alto.

—¿Y cuál habría sido, en caso contrario?

Riatha era incapaz de contener el llanto, pero al final exclamó:

—Dios mío, pero… ¿qué os hice a todos, mi Urus?

La única contestación del baeran consistió en abrazar todavía más a la elfa.

Los warrows despertaron al amanecer. En un primer momento se hallaron desorientados, dado el cambio de lugar, lejos ahora de las enclenques palmeras y del pozo.

—¿Dónde estamos? —musitó Faeril en lengua twyll, al mismo tiempo que se arrebujaba en su manta—. ¿Dónde está mi ropa?

Gwylly se enderezó también y rodeó con sus brazos a la damman.

—¡Oh, mi dammia! Estás bien… ¡Estás bien!

Dicho esto, la apartó un poco de sí para mirarla mejor, y sus ojos se abrieron de manera desmesurada al ver el mechón blanco que recorría la caballera de Faeril. Luego volvió a estrecharla contra su pecho.

—Ay, Faeril… Esa cosa iba hacia ti, ¡y yo sin poder moverme!

—¿Esa cosa? ¿Qué cosa?

—Un monstruo salido del pozo. Algo semejante a una sanguijuela gigante, pero mucho peor…

De súbito, Gwylly miró alarmado a su alrededor. Vio a sus compañeros, sí, pero…

—¿Y Reigo? ¿Dónde está Reigo?

Riatha se acuclilló al lado de los waerlings y entregó a Faeril sus ropas, ya limpias y secas.

—Reigo murió, Gwylly. Asesinado por el gusano.

Faeril tuvo la sensación de recibir un golpe en el estómago.

—¿Reigo… muerto?

La elfa hizo un gesto afirmativo y, sin hablar más, señaló un montón de maleza sobre el que yacían los restos de Reigo, envueltos en la manta.

—¡Qué horror, Gwylly!

Faeril se abrazó entre sollozos a su buccaran, y él la sostuvo amoroso mientras de sus propios ojos brotaban gruesas lágrimas.

Después de un triste desayuno levantaron el campamento.

—¿Qué hacemos con el pozo? —inquirió Gwylly—. ¿Lo destruimos? Podríamos demoler el brocal y arrojar las piedras al fondo, para enterrar a ese engendro.

Pero Aravan meneó la cabeza.

—Contiene un agua muy preciosa. Algún día volveremos para liquidar al monstruo. Halid ha colocado unas piedras alrededor del pozo, como advertencia, recomendando que nadie se aproxime a él cuando el sol no esté en el cielo. Me figuro que el gusano no querrá enfrentarse a la luz diurna.

Faeril miró al elfo.

—Otro sitio djado.

Sus palabras fueron una confirmación, no una pregunta.

—Realmente. Otro sitio djado. Un maldito lugar al que la muerte llegó bajo una espantosa forma y mató a un compañero.

—Un lugar donde sigue morando la muerte —añadió Urus.

A continuación se reunieron todos alrededor de Reigo, Halid con una antorcha en la mano. El gjeeniano miró a los demás y, por último, posó la vista en la manta.

Así como el astil de la flecha

es adornado con una pluma de águila

y lanzado a los aires para que vuele eternamente,

también el alma del amigo se ha soltado de su arco.

¡Que los cielos acepten a este digno

guardián del reino,

que vivió con honor, buscó la justicia y dijo la verdad!

¡Vuela a las alturas, guardián del reino! ¡Vuela para siempre!

Fuiste muy estimado.

Halid introdujo la antorcha en la maleza y las secas ramas prendieron en el acto, produciendo grandes llamas cuando el gjeeniano encendió el resto de la madera apilada.

Cuando los amigos se retiraron de la rugiente pira, todos tenían el rostro lloroso. Poco a poco se dirigieron hacia donde aguardaban los camellos. Gwylly se puso nuevamente el turbante.

—¡Mi Gwylly! —dijo Faeril al mirarlo—. Tienes las sienes grises…

Estas palabras hicieron volverse a Riatha y hundir la cara en el pecho de Urus.

Montaron al fin en las bestias para abandonar aquel lugar djado y alejarse lo antes posible del pozo de Uâjii. Los camellos avanzaron hacia el sur, internándose otra vez en las dunas sin fin del Erg. El objetivo del grupo era encontrar el punto donde crecían antes los kandras, el lugar donde podría hallarse Dodona.

Mientras cabalgaban, del suelo del desierto se alzaba, detrás de ellos, un penacho de humo…

Viajaron catorce leguas aquel día y, llegada la noche, acamparon entre las dunas. Sentados a la luz de las estrellas, volvieron a hablar del monstruo del pozo.

—Tal vez fuera esa misma criatura la que cavó un pozo tan hondo… —dijo Gwylly.

—¿Opinas que se trata de una trampa? —preguntó Faeril.

—Quizá, quizá —intervino Aravan.

—¿Quién sabe si esa cosa fue el motivo de que la expedición del príncipe Juad desapareciera? ¿Y también la otra? —sugirió Faeril.

—Tal vez —admitió el elfo—, pero eso no explicaría lo del brazal y el hueso humano encontrados por Gwylly en el oasis de Falìdii.

La damman no se dio por vencida.

—A lo mejor pertenecían a un superviviente que huía de la trampa del gusano, y que murió o fue asesinado cuando corría en busca de ayuda. O pudieron ser de alguien que se dirigía al pozo. Quizás hay algo más que embruja ese sitio… Me refiero al oasis.

Gwylly mordió su galleta.

—¡Oye, Urus! Cuando el cubo quedó enganchado en el fondo, ¿no pudo ser que lo agarrase el monstruo?

El baeran se encogió de hombros.

Faeril miró de uno a otro.

—Yo no vi a esa infernal criatura —dijo la damman—. No obstante, en sueños se me presentó algo horrible, envuelto en negrura.

Gwylly se volvió hacia ella.

—¡En efecto, iba envuelto en negrura, Faeril! Su presencia me aterrorizó.

Riatha, que había permanecido callada hasta entonces, exclamó:

—¿Tú viste al monstruo, Gwylly? ¡Yo creía que te habías desvanecido antes de que el resplandor de la espada obligase a retroceder la impenetrable oscuridad del gusano!

—Perdí el conocimiento, sí, y no llegué a ver la luz de tu espada, aunque ojalá la hubiera visto. Lo que distinguí vagamente fue la forma de la gigantesca sanguijuela. Por eso deposité en tu mano la piedra. La bestia estaba rodeada de una espantosa oscuridad.

Faeril ladeó la cabeza.

—¿Como la Nube Negra?

El buccan se detuvo a pensar.

—Supongo que sí, mi amor.

Los dos warrows habían leído, en Caer Pendwyr, la copia que el supremo rey tenía del Libro Bruno, un iluminado volumen que explicaba la historia de la Guerra de Invierno y describía la oscuridad que había cubierto el país, una oscuridad que envolvió a las hordas de Modru cuando desde Gron habían emprendido la marcha hacia el sur, para conquistar todo lo que encontraban a su paso. Pero los warrows podían ver a través de esa Nube Negra y comprobaron su destrucción o, mejor dicho, unos cuantos de ellos, sobre todo Tuckerby Orillabaja. Fue él quien escribió el Libro Bruno o, como se titula en realidad, Diario Inacabado de sir Tuckerby Orillabaja y su relato de la Guerra de Invierno.

Aravan se puso en pie de un salto.

—¡Ah! ¡Una vez más, los centelleantes ojos de un waerling ven a través de una horrenda oscuridad para frustrar el intento de un repelente enemigo!

Gwylly miró sonriente al elfo.

—Pero fue tu piedra azul la que nos salvó a todos… Eso y la espada de Riatha.

Una súbita tristeza invadió el rostro de la elfa, que se levantó para desaparecer en la noche.

Momentos después la seguía Urus.

Sólo Aravan, Riatha y Urus montaron guardia aquella vez, ya que los demás aún estaban agotados.

—Te dan un aspecto muy distinguido, Gwylly —dijo Faeril, refiriéndose a las canosas sienes del buccan.

El warrow, que precisamente se desayunaba, contestó:

—Tal vez sea así, mi dammia, pero no son comparables con ese mechón de plata que surca tus negros bucles y realza tanto tu hermosura.

—¿Se deben al gusano los cambios en tu pelo, en el mío y en el de Halid, Gwylly?

Riatha, que lo había oído, intervino con amargura:

—No, amigos. No fue el gusano, sino mi espada. Yo y mi espada somos los responsables.

Faeril tomó unos sorbos del té de tomillo de gwyn preparado por la elfa, ya que según esta ayudaba a reponer fuerzas.

—¿Cómo pudiste causar tú tal cosa? —quiso saber la damman.

—Mi espada tiene nombre propio y, si uno la invoca, absorbe la energía de los aliados. Y, si el apuro es muy grande, succiona hasta la vida. Estaba destinada a ser el arma de un campeón dylvano y a ser utilizada entre numerosos aliados, en una época en que una guerra se decidía en una batalla de campeones.

»Pero, una vez forjada, la hoja pasó a manos de mi madre, porque en el país se había producido una imprevista lucha y ella necesitaba con urgencia un arma. Además, el alcance y el peso no se adaptaban únicamente a un varón de los dylvanos, sino también a una hembra lian. Cuando terminó la guerra, la espada se hallaba en poder de mi madre y al venir yo a Mithgar me la regaló. Ninguno de nosotros había invocado jamás a la hoja, hasta que salió del pozo el horripilante gusano y —concluyó Riatha la frase con una mirada a Urus— no tuve más remedio que recurrir a ella.

»Llamé a la espada por su nombre, y el arma extrajo la energía que yo necesitaba, la fuerza, la vida, para vencer a la monstruosa criatura —explicó la elfa con lágrimas en sus plateados ojos—. Extrajo vida de vosotros para dármela a mí, y es por eso que tu melena está ahora surcada de blanco, las sienes de Gwylly se han vuelto grises y también presentan canas los rizos de Halid…

Faeril se levantó, dio unos pasos hacia la elfa y la abrazó. La diminuta warrow no decía nada. Simplemente permanecía agarrada a Riatha, y esta, que lloraba en silencio, se cogía a la damman como un náufrago se asiría a un madero flotante.

A última hora de la mañana subieron una larga y pedregosa cuesta que los condujo al amplio borde de las verticales paredes de un cañón. Al estudiar la profunda garganta, descubrieron algo de verdor a lo lejos. Y en el gran silencio percibieron, aunque de manera débil, el ruido de una cascada.

Aravan se sacó de debajo de la ropa uno de los mapas de Riatha, que llevaba desde que habían salido de Sabrá. Lo examinó y, luego, comprobó la posición del sol.

—Hemos llegado a donde, según dicen, crecían los kandras.

Faeril, sentada delante del elfo en la doble silla, donde viajaba desde la muerte de Reigo, musitó:

—¡Dodona!

—¡Quizá, menuda! Quizá.

—¿Veis algún camino que baje? —tronó Urus.

Durante un buen rato buscaron el modo de descender. Por fin, Riatha señaló una grieta en la empinada cara de la pared opuesta.

—¡Allá! Tal vez nos sirva, si logramos llegar.

No parecía existir otra posibilidad para los seis, aunque la ancha garganta serpenteaba hasta perderse de vista y, sin duda, podía haber otro atajo.

Retrocedieron hacia el norte y después en dirección oeste hasta alcanzar el otro lado, de paredes igualmente escarpadas. Giraron allí nuevamente hacia el sur hasta que, por fin, encontraron la grieta descubierta por Riatha. La siguieron con cuidado hasta su punto de partida y comprobaron que también los camellos podrían pasar, aunque, en el caso de tropezar con algún obstáculo, los animales no tendrían espacio suficiente para dar la vuelta.

—¡Alto! —dijo Urus, y mediante un sonoro «¡Raka, raka!» ordenó a su capado dromedario que se arrodillara, cosa que el animal hizo entre ronquidos de protesta—. Voy a desmontar para ver qué tal es el camino.

—Yo te acompaño —anunció Riatha, cuyo camello también se agachó de mala gana.

Todos los animales demostraron su descontento por tener que obedecer a sus amos cuando estos se apearon.

Dejando atrás a los compañeros y los camellos, Urus y Riatha se introdujeron en la fisura y, poco después, desaparecían en una curva y en el mundo de sombras que había más allá. Faeril percibió un leve ruido cuando Riatha desenvainó su espada.

Pasó el rato, quizá media hora en total, y de pronto resonó en las paredes de la grieta la voz de una corneja.

Gwylly saltó de la roca donde había estado sentado y gritó:

—¡Paso libre!

Halid miró interrogante al buccan.

—Es Riatha —explicó Gwylly—. El graznido de la corneja es la señal de que todo va bien y podemos bajar.

Halid puso un gesto de recelo.

—¿Cómo sabes que no se trata simplemente de un pájaro del desierto que llama a su pareja?

Gwylly sonrió.

—Este tipo de corneja sólo se encuentra en los picos de Jillian. Vive allí todo el año y tiene una voz muy especial.

Halid lo entendió y se encaminó con el buccan a donde estaban los animales. Sujetó las riendas del dromedario de Riatha al último de sus camellos mientras Aravan ataba la capada montura del baeran a la fila de los suyos. Y entre severas órdenes de «¡kâm!, ¡kâm!» consiguieron hacer levantar a las bestias.

Penetraron todos en la grieta de elevadas paredes, con Aravan y Faeril a la cabeza, seguidos de tres camellos de carga y un dromedario. Halid y Gwylly iban detrás, con su recua formada por tres bestias de carga y dos dromedarios, ya que aparte del de Riatha llevaban la montura del desdichado Reigo.

La luz diurna palideció al internarse en la fisura, cuyas paredes se notaban frías y, no obstante ser mediodía, el aire era allí cortante. El suelo estaba cubierto de rocalla, y ellos descendían, entre piedras desprendidas, por la empinada senda que, arriba, parecía casi cerrada. Los gruñidos de los camellos resonaban en todo el tortuoso corredor, produciendo el efecto de que se trataba de una larga caravana y, si bien las suavemente almohadillas patas de las refunfuñadoras bestias no hacían el menor ruido, como sucede con el silencioso andar de estos animales, sus irritadas voces hubieran echado por tierra todo el secreto que sus conductores quisieran guardar. De este modo, entre quedos pasos y fuertes protestas, penetraron en las frescas sombras que dominaban el angosto y retorcido camino, mientras que, a gran altura, una delgada y desigual línea indicaba dónde se hallaba el cielo.

Por fin, Faeril vio delante de ella una gran hendedura vertical llena de brillante luz de día, y entonces supo que habían llegado a su destino. Poco después los envolvió un sofocante calor, y un despiadado sol los dejó casi cegados. De manera borrosa distinguieron, al cabo de unos instantes, dos figuras que avanzaban hacia ellos, y sólo el tono de sus voces les confirmó que, realmente, eran Urus y Riatha.

Halid y Gwylly salieron al exterior en sus monturas, y Gwylly gritó entre parpadeos:

—¡Huy! Demasiada claridad… ¡Y esto parece un horno!

Los ojos de los recién llegados se acostumbraron a la intensa luz mientras la elfa y el baeran volvían a hacerse cargo de sus dromedarios. Las pestíferas bestias pusieron cara de desprecio y gruñeron por tener que arrodillarse y volver a levantarse.

—En alguna parte, hacia el sur, se oye caer agua —dijo Urus—, y en la misma dirección veo árboles. Acamparemos allí.

Bajaron una pedregosa cuesta hasta el fondo del barranco, donde entre espinosos hierbajos crecían algunas briznas verdes.

—¡Comida para los camellos! —señaló Gwylly, y Halid contestó con un gesto de afirmación.

Cabalgaron algo más de un kilómetro a lo largo del quemante suelo del ancho cañón, que en aquel punto mediría unos ochocientos metros de un lado al otro. Las leonadas paredes se alzaban empinadas hasta una altura de quizá trescientos metros. La vegetación varió poco a poco y se hizo más rica. A cierta distancia asomaba una fila de árboles, no palmeras sino algo totalmente diverso. Asimismo percibieron con mayor intensidad el ruido del agua, como si aproximasen a la fuente.

Alcanzada la arboleda, se refugiaron en la sombra.

—¡Hierba! —exclamó Faeril—. ¡Hierba de verdad! Empezaba a temer que el mundo se compusiera sólo de rocas y arena.

—¿Qué árboles son estos, Aravan?

¡Kandras! —declaró Aravan—. ¡Estamos en un bosquecillo de kandras, Faeril!

Eran unos árboles grandes, de ramas extendidas como las de los robles. Sin embargo no se trataba de robles, sino de otro jaez, porque las hojas de los kandras eran pequeñas y lanceoladas, como puntas de flechas de piedra, verdes en su extremo y amarillas en la base, hojas que temblaban en la ligera brisa como las de los álamos. También la corteza era suave y parda, y los gruesos troncos se combaban abajo, donde las nudosas raíces se hundían en el suelo.

—La madera de este árbol es dorada, de fibra compacta, y parece tener un brillo natural, como si contuviera algún aceite, aunque no arde. Es una madera preciosa que se encuentra sólo en Mithgar, y únicamente la del Viejo Árbol la supera en su valor.

Partieron entonces en dirección al ruido de la cascada y llegaron a un río que fluía cristalino a la sombra de las colgantes ramas del bosque de kandras. Dos o tres centenares de metros más arriba, un salto de agua caía unos tres metros a un centelleante remanso y formaba arcos iris que danzaban en la neblina. Encima de la charca y a cien metros de distancia, aproximadamente, la corriente brotaba de una ancha grieta existente en la base de la pared occidental del cañón.

Establecieron el campamento más abajo de la cascada, allí donde el ruido de las aguas era amortiguado por los árboles. Halid y Urus condujeron los camellos hacia los suculentos pastos del lindero del bosque, y les trabaron las patas antes de que pudiesen ponerse a pacer. A su regreso dijo el baeran:

—Yo propongo que hoy descansemos, porque el viaje ha sido largo y agotador. Mañana tendremos tiempo suficiente para iniciar la búsqueda.

—¿Cuánto empleamos en llegar hasta aquí? —preguntó Gwylly, sentado en la hierba junto a Faeril—. ¿Y cuánto tiempo nos queda?

Urus levantó los dedos de ambas manos, y fue doblando uno tras otro hasta completar el cálculo.

—Pasamos dos días en Sabrá y, contando el de hoy, tardamos trece. Si necesitamos el mismo tiempo para volver, o sea trece días más, en total sumarán veintiocho. Eso significa que, como mucho, nos quedan treinta y dos días para nuestras exploraciones, antes de que transcurran los sesenta de que disponemos antes de estar de regreso en Sabrá para embarcar de nuevo en el Bello Vento.

Los ambarinos ojos de Faeril relucieron.

—¿Treinta y dos días para la búsqueda? ¡En tal caso lo encontraremos, creo yo, porque se supone que Dodona está en el Karoo, en un lugar donde crecen los kandras, y precisamente nos hallamos en medio del bosque! Presiento que Dodona tiene que hallarse cerca.

Gwylly se alzó de un salto.

—Presiente tú lo que quieras, querida. A mí, el cuerpo me pide nadar. Además deseo mirar qué hay detrás de la cascada. A lo mejor descubro una cueva secreta… Porque, dime, ¿se te ocurre un sitio más adecuado para esconder el Círculo de Dodona?

El rostro de Faeril expresó admiración.

—¿De veras crees eso? ¡Espera, que voy contigo!

Refrescados por el baño, era ya media tarde cuando todos volvieron al campamento. Detrás de la cascada, Gwylly no había encontrado más que una roca ligeramente hueca, y había necesitado un empujón de Urus para poder trepar a ella. Al ver salir luego a un Gwylly chorreante y chasqueado, Faeril quedó decepcionada, pero enseguida logró sonreír y ambos retozaron divertidos en la charca. El prolongado baño también había animado un poco a Halid, que todavía lloraba la muerte de Reigo, su amigo de tantos años.

Acomodados bajo los kandras, Halid contempló el río, y de pronto, murmuró:

—Ilnahr taht.

El buccan, que peinaba los húmedos cabellos de Faeril, alzó la vista.

—¿Qué? ¿Qué dices, Halid?

—Nada especial. Simplemente reflexionaba sobre una antigua leyenda del desierto, la de ilnahr taht, el río subterráneo.

»Parece ser que, a gran profundidad bajo las arenas del Karoo, pasa un río procedente de un extremo y que llega al otro para retornar, después de un largo, largo recorrido, a su lugar de origen, o sea que gira sobre sí mismo.

»Algunos afirman que es un río de muerte, mientras otros dicen que es una corriente de vida. Los imâmîn, por su parte, aseguran que es ambas cosas, ya que… ¿acaso la vida y la muerte no forman parte del mismo círculo sin fin?

»Ignoro qué es lo cierto, y ni siquiera sé si este río es ilnahr taht, pero siento curiosidad por averiguar dónde nace y adonde va a parar, dado que el barranco está rodeado por el Karoo. Si no se trata del ilnahr taht, que fluye por debajo de la arena, lo imita muy bien…

La mañana siguiente halló a todos bien dispuestos a emprender la busca del Círculo de Dodona. Mientras se desayunaban, Riatha propuso el modo de proceder:

—En realidad no sabemos en pos de qué vamos, salvo que es una cosa circular. Pero, incluso respecto de ello, las leyendas y las historias están llenas de contradicciones que ningún relato fragmentario aclara. Es posible que los narradores supusieran que todo el mundo los conocía. Numerosos iconos pretenden dar a conocer su aspecto, pero no coinciden. Hay quien lo reproduce como un círculo de columnas estriadas; otros se lo imaginan como un templo redondo, un grandioso depósito de piedra, un redondel de dólmenes, una caverna circular, una cámara de cristal, un pilar enorme o, sencillamente, un montículo. También podría ser una sortija o un aro de setas. Si es natural o fue construido, no se sabe. ¿Quién puede decirlo? Nosotros no, desde luego.

»Pero una cosa sí que me atrevo a predecir. Cuando lo veamos, si es que llegamos a tanto, quizá no nos demos cuenta de que estamos delante del Círculo de Dodona. No olvidemos que puede estar en ruinas o, incluso, totalmente destruido, ya sea de forma deliberada o por acción de las fuerzas de la naturaleza. Puede tratarse de algo muy bien escondido, o de algo tan a la vista que, en un primer momento, uno no se fijaría en ello.

»En mi opinión, hoy debemos recorrer todo el barranco, sin perder detalle, y medir su extensión a la vez que estudiamos sus características. Si no descubrimos el círculo, el conocimiento de lo que esas paredes encierran nos permitirá preparar un plan para seguir buscando fuera de ellas.

»¿Qué opináis?

Durante veintisiete días examinaron el cañón, divididos en grupos de dos: Gwylly y Halid, Faeril y Aravan, Riatha y Urus. La garganta tenía la forma de una luna creciente que se abría en dirección sur para torcer después hacia el oeste. Medía once kilómetros de una punta a otra, y uno en su parte más ancha. El único camino era el que ellos habían seguido, aparte —lógicamente— del río, que entraba por debajo de la pared occidental y fluía hacia el sur por espacio de unos cinco kilómetros para desaparecer bajo la pared opuesta. Procedía del Karoo y se perdía de nuevo en él, y los seis le pusieron el nombre de Ilnahr taht, el río subterráneo. El bosque de kandras ocupaba las márgenes del cauce y se extendía bastante tierra adentro por ambos lados, llenando la garganta a lo largo de casi todo el río. Los cuernos de la luna creciente que parecía el cañón eran áridos, ya que quedaban más apartados del agua y poca cosa crecía en ellos, mientras que los seis kilómetros centrales se veían relativamente exuberantes, sobre todo el bosque de kandras.

Pero en los veintisiete días de búsqueda no habían encontrado nada que pudiera considerarse un círculo. Sujeto a Urus mediante una cuerda que le rodeaba la cintura, Aravan llegó a sumergirse en el río para explorar la parte baja de las paredes, por si existía alguna cueva. Mas no tuvo éxito.

Examinaron con detención los murallones, ansiosos por descubrir posibles grietas.

Recorrieron otra vez el empinado sendero…

Golpearon ligeramente diversas piedras, para ver si había algún hueco detrás, e hicieron rodar rocas sueltas.

Halid y Gwylly cabalgaban sin descanso por los bordes superiores del cañón, no sólo por si el dichoso círculo estaba encima, sino también para observar la garganta desde arriba, siempre en busca de algo redondo.

Pero ninguno de sus esfuerzos daba resultado.

Cada noche regresaban frustrados al campamento.

Llevaban veintisiete días de exploración. Cinco más, y se verían forzados a partir.

Era ya más de medianoche cuando Gwylly despertó a Faeril para su turno de vigilancia y le entregó la piedra azul de Aravan. Como solían hacer, permanecieron juntos un rato, conversando en voz baja. Fue entonces cuando el buccan dijo algo que resonaría largamente en la cabeza de Faeril cuando su buccaran ya hacía rato que dormía:

—Lo que necesitamos es un oráculo para dar con el oráculo.

La damman pensó mucho en ello, preguntándose por qué la preocuparía tanto. Quizá…

Rebuscó entre sus cosas y halló la pequeña caja de hierro donde guardaba el cristal.

«Luz de luna para ver el futuro… Pero no hay luna. Sólo luz de estrellas, y eso sirve para ver el pasado. Sin embargo, la última vez que cargué el cristal fue con luz de luna».

Faeril volvió a la roca donde había estado sentada y, con cierto nerviosismo, levantó la férrea tapa y extrajo del estuche el cristal envuelto en seda.

«La última vez que intenté servirme de él, permanecí en coma por espacio de tres días. Quizá si sólo dejo que me guíe, no me arrastrará como entonces».

La damman sostuvo el cristal en la mano, estrechando entre sus dedos aquella alargada pieza hexagonal. Y cerró los ojos mientras salmodiaba en su mente: «Dodona… Dodona… Dodona…».

Enseguida notó un misterioso tintineo en el cuello. Con la mano libre buscó la causa de ello, y sus dedos tocaron la piedra de Aravan.

¡A la izquierda!, pareció llegarle una amable orden. ¡A la izquierda!

Faeril abrió mucho los ojos. La piedra dejó de tintinear.

La damman volvió a cerrarlos y luchó para acallar su mente. Por fin se calmaron también los latidos de su corazón, y una expectante tranquilidad la invadió.

Dodona… Dodona… Dodona…

A la izquierda…

Riatha despertó a Gwylly, que se incorporó frotándose los ojos. Todavía era oscuro.

—¿Qué pasa? —murmuró, porque no quería sobresaltar a los demás.

La elfa preguntó, igualmente en un susurro:

—¿Sabes dónde está Faeril, Gwylly?

El buccan miró a su alrededor entre súbitas palpitaciones. No veía a su dammia, y eso lo llenó de alarma. Aun así logró controlar su voz al contestar.

—No, Riatha.

La elfa dejó caer los hombros y le mostró una pequeña caja de hierro y un trozo de tela de seda.

—Pues… Faeril ha desaparecido, y temo por su suerte.

Levantaron enseguida el campamento y, armas en mano, iniciaron la busca moviéndose quedamente a través de la noche, porque… ¿quién sabía qué clase de enemigo podía haberse apoderado de ella? Al amanecer todavía no la habían encontrado, pese a llamarla ya a voces, que resonaban en las paredes del cañón.

Por último dijo Urus:

—Yo daré con ella.

Y de cara a Halid agregó:

—No te asustes por lo que verás ahora.

Una extraña oscuridad envolvió a Urus, que empezó a cambiar de forma y se hizo grande y marrón, con terribles garras negras e imponentes colmillos. Cayó de cuatro patas y, allí donde momentos antes estaba Urus, gruñía ahora un oso enorme.

—¡Oh! —exclamó Halid, que retrocedió horrorizado a la vez que signaba automáticamente—. ¡Afrit!

—¡Tranquilo! —musitó Aravan y apoyó una mano en la del gjeeniano, que ya se disponía a desenvainar el cuchillo—. No tienes nada que temer.

Halid miró desconcertado al elfo, y luego de nuevo al oso.

—Reigo se hubiese reído —murmuró—. Ya se me ha pasado el susto, Aravan.

El oso olfateó las mantas de Faeril y se puso a escudriñarlo todo con el hocico pegado al suelo. Se internó en el bosque, alejado ya del río, y anadeó en dirección a la cascada, examinando un sendero que sólo él podía seguir. Pero, cuanto más lejos iba, más reluctante se lo notaba, e incluso estuvo a punto de recular un par de veces, como si algo le opusiera resistencia, obligándolo a volver atrás. También los bípedos que lo acompañaban a cierta distancia parecían poco inclinados a llegar más lejos. Sólo uno —el pequeño bípedo al que él había llevado a hombros cuando la capa de nieve era demasiado gruesa— demostraba una gran decisión, y, aunque el diminuto buccan casi se detuvo en algún momento, siempre sacudía la cabeza como si quisiera vencer el sueño y urgía al oso a que continuara adelante. Juntos, el formidable oso y el minúsculo amigo llegaron por fin a un claro, seguidos por el resto del grupo. Y, de repente, la extraña resistencia cesó.

En el reducido valle reinaba una maravillosa quietud. Las hojas de los árboles susurraban de modo suave, y, cosa rara, el ruido de la cascada no se percibía, pese a quedar esta a bien poca distancia.

Tendido en medio del calvero había otro ser bípedo, otro de esos compañeros diminutos. El oso se acercó al cuerpecillo y lo oliscó. Era, en efecto, la damman a quien buscaban. El animal le dio un delicado empujón con el hocico, pero ella no se movió porque estaba profundamente dormida, sumida en un sueño invernal, como creyó el oso.

Los demás se habían reunido a su alrededor, arrodillados algunos. El oso dio unos pasos atrás, se sentó y… pensó en Urus. En el acto quedó cubierto por un oscuro resplandor, y Halid retrocedió de nuevo, tan horrorizado como antes. Pero la forma empezó a cambiar, a perder volumen, y sentado en el suelo apareció de pronto el Urus de siempre.

Gwylly, Aravan y Riatha rodeaban a Faeril, que yacía de espaldas con los ojos cerrados, realmente dormida. En su mano izquierda, que reposaba sobre el estómago, tenía el límpido cristal, y su mano derecha, apoyada en el cuello, estrechaba el amuleto de Aravan, colgado de una correa.

Aravan tocó la piedra y exclamó sorprendido:

—¡Oh! ¡Mirad!

Riatha se volvió en todas direcciones, y sus plateados ojos se llenaron de asombro.

¡Se hallaban en el centro de un perfecto círculo de kandras exactamente espaciados entre sí! Por fin habían descubierto el famoso Círculo de Dodona… Pero… ¿a qué precio?