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KAROO

Otoño del año 5E989

(El presente)

Los siete descendieron a tierra y se abrieron paso entre la multitud que llenaba las calles, camino de la posada llamada La Luna Creciente Azul, que el capitán Legori les había recomendado especialmente. Al atravesar la población se vieron rodeados por un vociferante enjambre que, de pronto, echó a correr, ya que, cuando los vendedores ambulantes y mercaderes que intentaban vender sus artículos vieron los oblicuos ojos plateados y zafirinos de los dos distinguidos extranjeros, así como los igualmente oblicuos de color de ámbar y de esmeralda de sus menudos acompañantes, y las gigantescas proporciones del otro desconocido, retrocedieron asustados.

«Djinn!», susurraban con respecto a los dos primeros, y «zrîr djinn» al referirse a los pequeños. Del voluminoso Urus dijeron «afrit!».

—¿Cómo puede ser eso, si todos van vestidos de azul, el más sagrado de los colores? —musitó alguien—. Tal vez sean… serafines.

Aravan se rio y dijo en lengua sylva:

—Nos toman por agentes de los demonios o… por mensajeros de los dioses.

Gwylly repitió para Urus, en lengua baeron, el comentario del elfo, y el hercúleo compañero contestó:

—¡Bien! Eso puede favorecernos cuando compremos los camellos, porque ¿quién trataría de engañar a un ángel o a un demonio?

Finalmente, los siete llegaron a la posada, y Aravan tradujo las floridas y primorosas letras del rótulo, aunque la cerúlea luna creciente pintada en él anunciaba el nombre a todos los visitantes que no entendiesen aquellos serpentinos trazos.

Después de una cena consistente en pan, kebab de buey y verduras, queso de cabra y dátiles y naranjas para postre, el grupo permaneció en el comedor tomando prudentes y pequeños sorbos de khla’a, un vigorizante licor oscuro y algo amargo servido en diminutas tazas.

Una vez más consultaron el mapa, y Urus dijo tras un ligero carraspeo:

—El capitán Legori zarpará aprovechando la marea de esta noche y volverá dentro de un mes… para esperar otro mes, si fuera necesario. Si tardamos doce días en viajar a donde suponemos que se halla Dodona y otros doce días en regresar, dispondremos de casi cinco semanas para buscar el oráculo. Quizá nos sonría la fortuna y descubramos el famoso círculo el mismo día de nuestra llegada, aunque lo creo poco probable. Pero tal vez haya suerte y el oráculo de Dodona nos indique enseguida el paradero de Stoke, aunque también eso me parece poco verosímil. Y, si la fortuna nos fuera muy, muy favorable, podríamos estar de regreso en sólo unos veinticinco días… Pero, en cualquier caso, tenemos que volver en un plazo de dos meses. De no ser así, Legori y su Bello Vento zarparían hacia Pendwyr sin nosotros.

Los demás asintieron mientras bebían sorbos de khla’a, ya que Urus no hacía más que repetir lo que todos ellos habían considerado en numerosas ocasiones. Sin embargo, a todos les pareció importante oírlo de nuevo. Reinó el silencio entre ellos durante unos momentos, hasta que Reigo se dirigió al voluminoso baeran.

—Una pregunta me roe el corazón desde que dejamos Caer Pendwyr, y es esta: ¿acaso el comandante Rori obtuvo alguna noticia referente al barón Stoke, a pesar de los muchos hombres que recorren las más lejanas tierras? Me digo que, no obstante todos los esfuerzos, nadie sabe dónde se esconde. Y temo que… que mientras nosotros buscamos aquí como locos, ese Stoke haya escapado a otra parte.

Cada uno de los componentes del grupo miró a los compañeros, y todos los ojos expresaban, en el fondo, la misma preocupación. Halid fue el único que, simplemente, se encogió de hombros llevado por el típico fatalismo de los gjeenianos.

—De suceder eso, sería la voluntad de Rualla, señora de los vientos.

Durante la mañana siguiente visitaron cuadras donde había soberbios caballos de pura sangre, rápidos y lustrosos. Luego salieron del recinto amurallado para encaminarse a los mercados de camellos, dado que la ley prohibía introducir estos animales en la ciudad, salvo para la entrega o recogida de géneros. El motivo de tal disposición les resultó evidente a los warrows, a los elfos y a Urus cuando llegaron a aquel terreno. ¡El olor era espantoso!

—¡Uf! —exclamó Gwylly, arrugados y llorosos los ojos, cosa que permitía suponer la mueca que le contraía toda la cara, escondida bajo la faja del turbante—. No me extraña que hayan instalado este mercado a sotavento de la ciudad.

Todos estuvieron de acuerdo, y sólo con cierta reluctancia se introdujeron entre las ruidosas bestias.

Moviendo la boca de un lado a otro mientras rumiaban, los camellos gruñían y gemían, como si se quejaran constantemente, ya trabajasen o descansaran tranquilos, estuvieran de pie o echados, inmóviles, andando o en pleno trote. Y, al pasar por su lado los siete, los animales pusieron los ojos en blanco al mismo tiempo que hacían feas alcocarras, y alguno de ellos les arrojó malolientes salivazos.

Reigo soltó una carcajada.

—¡Lo había olvidado!

Faeril miró al guardián del reino.

—¿Qué habías olvidado?

—Una vieja historia, pequeña. Parece ser que el profeta Shat’weh era perseguido por unos enemigos y huyó a través del desierto montado en su camello favorito, Onkha. Apremiado por Shat’weh, el animal galopó a tanta velocidad que su amo pudo llegar a un seguro exilio. En recompensa, el profeta susurró el verdadero nombre de Dios a la oreja del fiel Onkha y, desde entonces, el secreto de los secretos ha pasado de un camello a otro. Y ahora, según la leyenda, cuando uno de estos animales ve a una persona que no posee sus conocimientos, se siente superior y pone cara de desprecio y burla.

El propio relato hizo reír aún más a Reigo, y también a Faeril le hizo gracia la cosa. Momentos después, los siete avanzaban riéndose entre los aparentes gestos, de mofa de los animales, y así fue como llegaron la mar de divertidos a donde se encontraban los traficantes en camellos.

Si bien era evidente que los hombres se sentían intimidados por los ojos de los elfos y los warrows, así como por la extraordinaria estatura de Urus, no por eso dejaron de discutir largamente y a gritos sobre el precio. Pero Halid y Reigo eran ya muy duchos en el arte del regateo: examinaron las gibas de los animales para comprobar su firmeza y cerciorarse de que habían sido debidamente alimentados; les miraron los dientes en busca de manchas amarillas, e incluso olieron el asqueroso aliento de cada bestia ofrecida, por ser ambas cosas signos de vejez. Sin hacer caso de sus protestas, hicieron permanecer de pie y echadas a las criaturas en venta, para asegurarse de su docilidad y obediencia, medir su altura y el largo de las patas, ver el estado de la piel y otras señales de salud, resistencia y rapidez.

Al final compraron cinco veloces hajun, dromedarios para ser montados, y seis jamâl, camellos de carga para transportar las provisiones. Todos eran hembras, menos un macho capado, un enorme dromedario para Urus.

Asimismo adquirieron el equipo necesario y dos dobles sillas especiales, las que permitían a un k’affeyah montar con un niño, que iba sentado delante del jinete.

Después de una prolongada discusión entre ellos, los vendedores —que no dejaban de echar temerosas miradas a aquellos posibles djinn, zrîr djinn y afrit— se aproximaron con precaución a la pareja de humanos, Halid y Reigo, para preguntarles si deseaban que las decorativas borlas azules fuesen retiradas de los jaeces, ya que, como todo el mundo sabía, el azul era el color sagrado que se empleaba para ahuyentar a los demonios.

A Reigo le entró tanta risa que no pudo contestar, y fue Halid quien clavó una fría mirada en los mercaderes y replicó en lengua kabla:

—Las borlas azules deben quedar donde están, porque servirán para aumentar todavía más los poderes de nuestros amos.

Impresionados, los vendedores de camellos se volvieron hacia Riatha y Aravan, Faeril y Gwylly, y finalmente hacia Urus, para inclinarse ante ellos entre grandes muestras de reverencia.

A Reigo le costó aguantarse la risa.

Los animales fueron adquiridos a un precio lógico, pues, como había dicho Urus, ¿quién se atrevería a engañar a un ángel o a un demonio?

A la mañana siguiente, los siete partieron de Sabrá en dirección al Karoo. Como era su costumbre, los camellos gruñían y se quejaban sin abandonar su expresión de desprecio. Reigo y Halid, los más expertos en la monta de esos animales, llevaban consigo, en la parte delantera de la doble silla, a los warrows. Faeril iba con Reigo, y Gwylly con Halid. Riatha, Aravan y Urus cabalgaban cada cual en su propio dromedario. El de Urus era el más protestón. Reigo, Halid y Aravan tiraban además de dos bestias de carga cada uno, y entre estas habían distribuido los odres de agua, la comida, el grano, las ligeras tiendas, los utensilios de cocina, coque para encender el fuego y otras cosas, todo ello comprado en el suq. Aunque el agua y lo demás era transportado por los camellos de carga, los jinetes de los dromedarios también llevaban consigo un odre de agua y una pequeña cantidad de alimentos, ya que, como Halid había advertido, debían tener algo que les permitiera sobrevivir en el caso de que las bestias de carga lograran escapar.

Mientras efectuaban sus compras en el bazar, Reigo y Halid habían aprovechado la ocasión para informarse acerca de los pozos y posibles pastos en el camino que se proponían seguir. Lo curioso era que los comerciantes les habían advertido, sobre todo, del peligro que representaban los revoloteantes diablos, los oasis embrujados, el temido camello negro y los malos espíritus que vivían en la arena y dentro de los pozos, así como los chacales de fuego…, diciéndoles igualmente que el lugar al que se dirigían tenía mala fama. Más de una caravana había desaparecido allí, nada se sabía de unos viajeros que se habían internado en aquella zona, y… ¿qué había sido de la expedición capitaneada por el príncipe de Vancha, en busca de la legendaria Dodona? La gente todavía recordaba el misterioso suceso.

Los hombres meneaban la cabeza, desconcertados, al ver que Reigo se reía de aquellas historias y los consideraba unos supersticiosos. Halid, en cambio, parecía tomarse la cosa más en serio. En cualquier caso, los dos estaban bien decididos a penetrar con sus djinnain y zrâr djinnain y con el afrit en aquella arriesgada parte del Erg, y los nativos les dieron amuletos azules para mantener apartados a los fantasmas y muertos reaparecidos y espectros.

«Quizá —conjeturaría más tarde la gente de Sabrá— fuesen realmente serafines y querubines con un superior, bajados a la tierra como mensajeros de Dios, y los dos humanos eran sus humildes siervos. Porque sólo el Señor de la Sabiduría puede saber por qué se encaminaron a esa maldita región, a un paraje rehuido por toda persona sensata. Por otro lado, si se trataba de demonios… Mahbûl! ¿Cómo podían ser demonios? ¡Si iban vestidos de azul y aceptaron los amuletos azules y quisieron borlas azules para sus camellos!».

Las discusiones llegaron a ser sonoras y tumultuosas, y ni siquiera los imâmîn tenían una respuesta, aunque más de una vez les tocó impedir que algún exaltado degollara a otro con su curvo alfanje. Largos fueron los debates, que se extendieron durante los meses siguientes y, en ciertos barrios, incluso duraron años.

A las dos horas de su partida, los siete llegaron al Erg, el inmenso mar de arena que, en forma de suaves dunas, se perdía en el horizonte cual ilimitado y soleado piélago de tonos ocres y broncíneos. A su izquierda, el sol ascendía por el cielo matutino. A la derecha, la tenue curva del Erg conducía la luz hacia el noroeste. A poca distancia de ellos quedaba atrás la ciudad de Sabrá y, más allá, se veía aún el mar de Avagon. Delante, en cambio, el grupo no tenía más que las arenas del vasto Karoo.

—Hut, hut, hut, hajîn! —gritó Reigo en lengua kabla—. Yallah, yallah!

Luego pasó al habla común:

—¡Adelante, perezoso saco de huesos!

La bestia protestó con un fuerte bufido, pero penetró en el mundo de las dunas, aunque sin dejar de gruñir por tener que soportar el peso de un hombre y de la damman y tirar, además, de dos malhumorados camellos de carga. Detrás iban Halid y Gwylly, también con sus rezongones animales a remolque. Seguían Riatha y Urus, este montado en su descollante dromedario capado. Aravan y los otros dos camellos de carga formaban la retaguardia.

Y, aunque Reigo era el primero de la columna, todos se atenían al curso marcado por el elfo, que iba en último lugar. Y así se adentró la pequeña y balanceante caravana en el Erg.

—No es como montar en un poni —murmuró Faeril.

—¿Qué?

—Digo, Reigo, que cabalgar en camello no es como hacerlo en un poni. Ahora comprendo por qué Aravan llama a estos animales «barcos del desierto». ¡Menudo vaivén! Es para marear a cualquiera.

Reigo rio de nuevo.

—Ya hay quien se marea, Faeril. Fíjate en la manera de andar del camello. Mueve las dos patas derechas al mismo tiempo, y después las dos izquierdas. Esto produce el balanceo, pero es lo que el animal necesita para mantener el equilibrio. Cuando corre, en cambio, no resulta tan incómodo.

La damman observó las patas del camello.

—¡Oh! Como los caballos de Pendwyr —exclamó al recordar cómo Gwylly y ella habían presenciado las carreras de carros de dos ruedas en los verdes campos de Pendwyr.

—Eso mismo —contestó Reigo—. Pero los caballos tienen que ser entrenados especialmente para ello, mientras que en los camellos es algo espontáneo.

—¡Anda! ¡Sigue con tus tambaleos a través de las dunas! —gritó Faeril—. Pero si me mareo, brava montura, serás la primera que cargue con las consecuencias.

Reigo rio con ganas, y el animal lanzó una voz de protesta. Los demás miembros del grupo lo oyeron, con el consiguiente regocijo. Los animales, por su parte, se pusieron a refunfuñar, ya que ignoraban tanto la causa de la diversión como la de las quejas.

En las horas más calurosas del día hicieron un alto para descansar bajo unas lonas dispuestas a toda prisa. Los camellos se arrodillaron en la arena, colocándose instintivamente de forma que el sol les diera de lado y, con ello, sus cuerpos estuvieran lo menos expuestos posible a los ardientes rayos. El reposo duró desde últimas horas de la mañana hasta media tarde, mientras la prudencia desaconsejaba viajar.

El sol ya estaba a medio camino del horizonte cuando el grupo se dispuso a reanudar la jornada. El calor era todavía intenso, pero ya se podía resistir, y las anchas prendas con que todos se cubrían los protegían del bochorno. Halid les recordó la conveniencia de beber mucha agua.

—Tened en cuenta que, como verdaderos ladrones del desierto, el sol y el viento roban la humedad del cuerpo y, aunque la ropa nos defienda de lo peor, es preciso beber con frecuencia. Tomad tanta agua como podáis. Es mejor almacenarla en el cuerpo que en el odre. Más de una persona ha muerto de sed teniendo el recipiente lleno.

—¿Y cómo lo hacen los camellos? —preguntó Faeril.

—Espero encontrar esta noche un pastizal —respondió Halid—. No todo el Karoo es un desierto. En algunos puntos más protegidos crecen arbustos espinosos y ciertas hierbas. Allí sujetaremos a los camellos para que no se larguen, y comerán. Los animales obtienen agua de los arbustos y las hierbas, y casi nunca necesitan beber. Me consta que algunos camellos han pasado un invierno entero sin probar el agua, sobre todo si los pastos son ricos y a primeras horas de la mañana abunda el rocío. Al amanecer les ofreceremos agua, pero sólo la tomarán si los pastos son pobres.

Desmontaron las lonas protectoras, volvieron a cargarlas en las bestias sin hacer caso de las protestas y la furia de estas, prontas a morder a quien se les acercara sin cuidado, y por fin lograron que, poco a poco, obedeciesen. Se levantaron los animales, empezando por las patas traseras para luego alzar una de las delanteras y después la otra en una torpe maniobra, sin dejar de quejarse entretanto.

Gwylly miró a Halid, que iba sentado detrás de él.

—¿No tienes tú también la sensación de estar en la cofa de vigía del Bello Vento, a punto de caerte hacia un lado u otro? Quiero decir que, desde nuestra altura actual, superior a la de cualquier hombre, tendríamos que poder ver hasta dónde vamos a acampar esta noche.

Halid sonrió.

—No tanto, amigo. Nuestro destino queda a unos treinta kilómetros al sur, lo que representa, aproximadamente, cinco horas de camino.

Halid no estaba muy equivocado en sus cálculos, porque alcanzaron el sitio previsto poco antes de las cinco horas, cuando ya estaba oscuro.

Habían recorrido unas trece leguas a lo largo de la jornada, lo que equivalía a unos sesenta kilómetros, más o menos. Era una buena distancia, que quizá pudieran cubrir día tras día, ya que, por mucho que se quejasen las bestias, lo cierto era que iban poco cargadas.

Después de acampar y cenar, vertieron un poco de aceite de hruja alrededor de cada improvisado lecho, como protección contra los escorpiones.

Aquella noche montaron guardia por este orden: Reigo, Halid, Aravan, Gwylly, Faeril, Riatha y Urus.

Mientras se desayunaban a la luz de la aurora, la damman contempló el terreno y se preguntó cómo los animales podían sobrevivir sin más alimento que unos espinosos arbustos y la escasa hierba. Sin embargo, los camellos rechazaron con desprecio el agua que les ofrecían. Por lo visto, las plantas les habían parecido suficientemente sabrosas. Pero, aun así, cuando les dieron grano lo comieron ávidamente. Para eso, su apetito era insaciable.

Cuatro días más viajaron en dirección a donde parecía estar el sur. Vivaqueaban bastante tarde y, después de organizar la vigilancia, dormían hasta el amanecer, para volver a hacer un alto durante las horas más tórridas del día. Según los pastos, los camellos bebían agua o no la querían.

Las tierras que atravesaban eran terriblemente yermas. Sólo había arena, piedras y una vegetación muy pobre. No obstante, también aquello resultaba hermoso en medio de su aridez, porque unas aisladas torres de roca, de centenares de palmos de altura, parecían querer perforar el cielo, como si la arena empujada por el vendaval se hubiese comido toda una montaña hasta dejar únicamente su espina dorsal, quedando un enorme monolito que se veía desde decenas de leguas a la redonda. De vez en cuando, un seco oued cruzaba la desértica zona, silencioso testimonio de que, en otros tiempos, el agua había fluido entre las ahora desoladas orillas, y esperanza de que algún día volviese a fertilizarlas. Eminencias de rojiza roca surgían aquí y allá de las arenas de color herrumbroso; fantásticas espiras y estrías expuestas al sol; grandiosas formaciones de una especie de tótemes deteriorados por el tiempo, retorcidos pilares de piedra esculpidos por la fuerza del viento, se elevaban cual inmensos campos de antiguos obeliscos a reyes ya olvidados. Los viajeros encontraron asimismo valles llenos de cascajo, redondeadas las piedras como por efecto del agua, aunque en realidad era obra de los vendavales y de la arena. Grandes depresiones redondas destacaban cual pozos de poca profundidad en pleno desierto, y una costra de sal cubría su interior. Enormes pestañas de piedra sobresalían a lo largo de centenares de metros, agujereadas en diversos puntos, como si fuesen ventanas para seres titánicos. En algunos lugares había unas placas de roca plana, de casi dos kilómetros de largo, a las que los k’affeyah daban el nombre de «lechos de los gigantes». De cuando en cuando encontraban grupos de herbosos montecillos que parecían dejados allí al azar, y aprovechaban la ocasión para dejar pacer a los animales.

Pero siempre volvían a verse entre dunas, entre las arenas del Karoo que constituían la faz del poderoso Erg.

Avanzada ya la mañana del quinto día, los camellos —por regla general tan reacios a andar— echaron a correr una larga duna arriba entre inconfundibles gruñidos de urgencia. Y los compañeros de viaje vieron pronto por qué.

—¡Vegetación! —chilló Faeril con entusiasmo, porque a poca distancia de ellos se alzaba una arqueada y no muy alta cadena de montañas que abrazaba un extenso palmeral.

¡Por fin habían llegado al oasis de Falìdii, unas sesenta leguas al sur de Sabra!

Los camellos gritaban excitados:

—Huelen los dátiles —explicó Reigo—, pero yo quisiera darme un baño antes.

Golpeó seguidamente a su montura con la fusta y gritó «yallah, yallah!» para pasar luego a un dialecto de Sarain y añadir:

—Tazuz et h’tachat shel’cha!

Como loco bajó de la duna el dromedario, con las bestias de carga detrás. No necesitaban que les dieran prisa, y todos los animales corrieron desesperados hacia la arboleda, como si temieran que los primeros en llegar se comiesen todos los dátiles.

Al acercarse al galope al palmeral, Faeril descubrió una serie de casas de ladrillos de barro, pegadas a un ancho altozano cubierto de cantos rodados. Al señalárselas a Reigo, este contestó que ya las había visto.

Pero, cuando llegaron al frondoso lugar, se encontraron con que eran sólo ruinas. Los tejados se habían hundido, algunas paredes también, y el poblado estaba desierto. Aunque la damman no sabía por qué, tal comprobación le hizo latir el corazón con gran violencia.

Apenas trabadas las patas de los animales y libres estos de comer tantos dátiles caídos como quisieran, los cansados viajeros se concedieron un buen baño en el gran abrevadero natural que, medio escondido, hallaron bajo un sólido saliente de roca, una protegida charca de unos veinticinco metros de largo y quizá la mitad de ancho, cuya profundidad iba de cosa de un palmo a unos ocho. El agua, muy fresca, era límpida como el cristal. Al sumergirse entre chapoteos, Urus descubrió un agujero en la parte más honda, lo que les hizo suponer que la charca era alimentada por fuentes subterráneas que procedían de las montañas circundantes.

—Puede que todo el palmeral reciba agua de los riscos —indicó Halid—. Veo las marcas de los oueds en el suelo. Cuando llegan las poco frecuentes lluvias, el agua cae a este valle y desaparece en el sediento suelo. La charca, en cambio, se nutre de unos manantiales que nunca asoman a la superficie.

Ya hoi! —voceó Gwylly, juguetón—. Poco me importa cómo llegue aquí el agua. ¡Me basta con que lo haga!

Montaron el campamento y, cuando la tarde empezaba a declinar, se encaminaron a las ruinas de las viejas viviendas de barro adosadas a la pendiente. Carentes casi de paredes, no presentaban más que un agujero allí donde otrora habría estado el marco de la puerta, caído el dintel. Lo mismo sucedía con las ventanas, que sólo podían adivinarse. La arena se había amontonado en el interior de las casuchas, lo que demostraba que nadie las había ocupado desde tiempos ya lejanos.

Explorados los restos, no hallaron más que cascotes y broza. Treparon luego por la montaña en busca de una respuesta al misterioso abandono del oasis, pero sin resultado. En la más elevada de las viviendas tampoco vieron nada que no fuesen escombros cubiertos de arena, a través de la derrumbada puerta. Pero, cuando ya se iban, Gwylly retrocedió y entró con una exclamación.

—¿Qué es esto?

Medio enterrada asomaba, en un rincón, una curva pieza de metal.

Cerciorándose primero de que no acechaba debajo ningún escorpión, el buccan la alzó con cuidado para mostrar su descubrimiento a los compañeros.

Aravan dio un paso adelante.

—Es un brazal —indicó y, al ver la cara de asombro de Gwylly, agregó—: Una pieza de la armadura, que cubría el antebrazo. Parece muy antigua, por cierto.

Los demás se habían reunido a su alrededor y se pasaban el objeto de mano en mano mientras Gwylly volvía al rincón, por si aparecía algo más.

Reigo examinó la pieza y, cuando le tocaba dársela a otro, la retuvo para ponerla de cara a la luz que penetraba por donde antes había habido una ventana.

—¡Vaya! ¡Fijaos en estos adornos! ¡El brazal procede de Vancha!

—Quizá también esto venga de allí —dijo Gwylly, mostrando el amarillento y deteriorado hueso de un antebrazo.

Aquella noche, cuando Reigo se preparaba para hacer la primera guardia, Aravan le entregó el amuleto azul.

—Lleva esto, amigo, y pásaselo al que te releve, y que cada cual haga lo mismo.

Reigo se lo colgó del cuello y después contempló la piedra azul, perforada para poder ponérsela pendida mediante una tira de cuero.

—¿Qué es, Aravan?

—Una piedra que anuncia el peligro, guardián del reino, y que al mismo tiempo protege. Si notas que se enfría mucho, nos despiertas a todos.

Halid, que había seguido la escena con gran interés, jadeó:

—¡Arte de magia!

Y Gwylly, que estaba a su lado, asintió.

Reigo, a su vez, alzó una ceja con gesto escéptico. No obstante, se introdujo la piedra bajo su brussa, de modo que le tocara la piel.

—¿Por qué, Aravan? ¿Por qué ahora? Quiero decir que…, que he montado ya muchas guardias y nunca necesité algo semejante.

—Este oasis es demasiado rico para abandonarlo sin motivo. Contiene todo cuanto uno pueda desear: agua, palmeras datileras, pasto… Además sospecho que el brazal encontrado por Gwylly perteneció a uno de los hombres del príncipe Juad, o bien a uno de los componentes de la expedición enviada luego en su busca. No volvió a saberse de ellos. Y circulan historias de oasis encantados, tal vez con buen fundamento.

»Por eso te doy la piedra. Llévala puesta y entrégasela a quien te releve. Ahora voy a descansar como hacemos los elfos, atentos y dormidos al mismo tiempo, mientras tú vigilas.

Dicho esto, Aravan se alejó un poco y buscó asiento junto a una gran roca, en la que se apoyó para dejar que su mente gozara de agradables recuerdos.

Cuando le tocó el turno a Gwylly, la noche era fresca, aunque no tan fría como en el desierto desnudo, donde la temperatura caía a plomo al ponerse el sol. En el palmeral, la llegada de la oscuridad no iba ligada a tal helor, ya que quedaba algo de calor en sus alrededores. El buccan, sin embargo, no lo notó mucho. Lo preocupaban demasiado las palabras de Aravan a Reigo, palabras que habían despertado en él vagas visiones de la tremenda amenaza que pudo haber conducido al abandono de tan precioso oasis.

Gwylly no cesó de andar de un lado a otro durante su guardia. Los pensamientos se daban caza en su mente. En cierto momento llegó a creer que veía a un solitario vanchan que huía hacia las alturas, a través de las ruinas, en busca de refugio, de un lugar donde esconderse de sus perseguidores. Pero era inútil, porque quien fuera detrás de él lo descubriría agazapado entre las sombras de un rincón, y… y…

«¡Basta, imbécil! —se riñó a sí mismo—. ¡Acabarás corriendo por el desierto, gritando como un loco, y todo por unas absurdas imaginaciones tuyas!».

Trató, pues, de serenarse, pero aun así le pareció percibir ruidos en la oscuridad, y en dos momentos tuvo la sensación de que la piedra azul se enfriaba, aunque no llegaba a ponerse gélida.

Cuando fue hora de despertar a Faeril para su turno, le pasó la piedra recordándole las palabras de Aravan.

—Ten mucho cuidado —susurró—, y, si la piedra se enfría, avísanos enseguida.

Faeril sonrió ante la preocupación de su buccaran, pero hizo un gesto afirmativo y le dio un tierno beso de las buenas noches.

Una vez acostado, Gwylly dudó de poder conciliar el sueño, pero lo siguiente de lo que tuvo conciencia fue la llamada de Urus cuando amanecía.

Ya se alejaban del oasis cuando Aravan les dio una voz desde la retaguardia. Al volverse los compañeros, vieron que el elfo mandaba arrodillarse a su camello para desmontar. Aravan dio un par de pasos en dirección a un pequeño montículo y, después de apartar la arena, descubrió un antiguo obelisco volcado, en cuyo lado había unos borrosos grabados. El elfo arrojó un puñado de arena contra la estela y, luego, quitó con la mano la que sobraba, de manera que los granos acumulados en las estrías le permitieron descifrar el mensaje.

—Djado! —exclamó Aravan de cara a los demás—. Es una advertencia. Djado…!

Halid aspiró el aire entre los apretados dientes.

—¡Maldito! —jadeó, sibilante.

Gwylly se volvió rápidamente hacia el hombre.

—¿Por qué dices eso?

Halid miró al buccan montado delante de él.

—Comenta la gente que, en un lugar que sea djado, la Muerte aparece en su camello negro y que, si hay alguien junto a su abrevadero, tendrá que cabalgar con ella por una oscura eternidad.

Un escalofrío le bajó por la espalda a Gwylly.

—¡Qué horror! —musitó el buccan.

El gjeeniano le estrechó el hombro a su menudo compañero.

—Estemos contentos, pequeño, de que el camello negro no tuviera sed la noche pasada.

Aravan montó de nuevo en su dromedario, y pronto perdieron de vista el siniestro punto.

El Erg parecía interminable, un monótono mar de dunas que de día era un tórrido horno y, en cambio, de noche resultaba gélido. El paisaje no cambiaba nunca. Detrás de una duna surgía otra. Ya no había pastos, y la única agua de que disponían era la de sus guerbas, los odres de piel de cabra. Dieron de comer grano a los camellos, pero eso no bastaba para contentar a las gruñonas bestias, que tuvieron que alimentarse de la grasa almacenada en sus gibas. Faeril y Gwylly empezaron a preocuparse y, aunque Halid, Reigo y Aravan les aseguraban que los animales podían resistir perfectamente aquella escasez, los warrows sentían inquietud.

Continuó su camino a través de la arena, en dirección al siguiente oasis, que en el mapa de Riatha era sólo una diminuta señal.

Cada día cabalgaban hasta muy avanzada la mañana y descansaban luego hasta media tarde, para reanudar entonces la marcha hasta que había oscurecido. Acampaban en la desnuda arena, y toda la conversación giraba alrededor de verdes prados y umbrosos árboles, alegres arroyuelos y fértiles campos que los siete recordaban. Ninguna noche se olvidaban de pasarse de uno a otro la piedra azul de Aravan, como precaución; pero, aunque en ocasiones parecía enfriarse, nunca se puso realmente gélida.

Durante cinco días más cruzaron inacabables y aburridas dunas, sin ver nada más que las movedizas olas de arena, pero en la sexta mañana volvieron a dispararse los camellos.

—Huelen la proximidad del agua —indicó Reigo, permitiendo que también su dromedario se precipitase hacia adelante.

Al cabo de poco más de un kilómetro llegaron a una vasta y profunda depresión. En ella abundaba la maleza, y en el todavía lejano centro distinguieron unas cuantas palmeras raquíticas y secas, de hojas amarillentas y enfermizas, entre las cuales asomaba un argamasado círculo de piedra: ¡el pozo de Uâjii!

A una señal de Halid, Reigo arrojó un guijarro al pozo. Gwylly y Faeril lo vieron desaparecer en el negro fondo, y pareció que había transcurrido una eternidad antes de que percibieran el chasquido de la piedra al caer al agua.

—¡Diantre! —exclamó Halid—. ¡Ha tardado cinco latidos de mi corazón en llegar!

—¿Cuánta cuerda hace falta? —preguntó Reigo.

—Ciento veinte metros —respondió Halid.

El buccan alzó la vista, pasmado.

—¿Ciento veinte…? ¿Quién cavó este pozo? ¿Quién pudo argamasar las piedras a semejante profundidad? ¡Incluso más abajo! Quiero decir que, si el nivel del agua está a ciento veinte metros, el fondo aún quedará mucho más abajo. No entiendo cómo pudieron construirlo.

Halid y Reigo se encogieron de hombros, y Aravan hizo un gesto de desconcierto.

—Tanta cuerda pesará una barbaridad —comentó Faeril—, y eso sin contar el cubo…

—Yo subiré el agua —dijo Urus con voz de trueno, a la vez que se ponía a atar diversos trozos de soga.

Riatha miró a su alrededor como si buscase algo.

—Me pregunto si un viajero que llegase a este pozo sin cuerdas ni nada para extraer el agua tendría que morir de sed junto al mismo brocal… Porque ¿acaso veis por aquí una polea, soga y un cubo? ¿Existe algo que tape el pozo, para evitar que el agua se evapore? ¡No! He aquí un buen enigma para resolver.

El cubo descendió, y el cálculo de Halid resultó correcto, ya que Urus necesitó algo más de cien metros de cuerda para que el cubo tocase el agua. Ladeado el recipiente por el peso, su contenido se vertía, y el baeran tuvo que esperar a que se nivelara. Varias veces sacó Urus agua del pozo. Primero llenó todos los odres y, después, echó un cubo detrás de otro al abrevadero que había al lado del pozo. Cada camello apagó su sed bebiendo durante un buen rato. Hinchados al fin, y como siempre entre refunfuños, los animales se pusieron a pacer cuando estuvieron trabados, porque aparte de una pequeña cantidad de grano no habían comido nada durante los últimos cinco días y tenían las gibas fláccidas por falta de alimento.

Urus trabajó lo suyo para rellenar y rellenar el abrevadero. Y a pesar de su fuerza terminó cansado.

—¡El último! —gruñó cuando empezó a tirar del postrer cubo.

Pero este no subía.

—Se ha enganchado —dijo.

—¿Dónde? —quiso saber Gwylly, que sólo veía cómo la soga se perdía en la negrura.

—Quizás en la obra de albañilería o en una piedra —contestó Urus, al mismo tiempo que aflojaba la cuerda desde el otro lado del pozo, y cuando vio que tampoco cedía, soltó un reniego.

Seguidamente, el baeran probó suerte apoyando un pie en el brocal y, con un gran esfuerzo, consiguió desprender por fin el cubo, aunque él se tambaleó hacia atrás y cayó sentado, pero sin dejar la soga que tan agarrada tenía.

Gwylly se echó a reír, y Aravan dijo, también sonriente:

—Deja que lo haga yo.

El elfo se hizo cargo de la cuerda, y al tirar hacia arriba desde el borde del pozo, puso cara de asombro ante el peso de la soga, el cubo y el agua. Y, mirando sorprendido a Urus, agregó:

—¡Qué barbaridad! ¡Qué fuerza tienes, Urus! Valdría más haber utilizado un camello para este trabajo.

Aun así, el delgado elfo continuó tirando de la cuerda hasta sacar del pozo el último cubo, del que se derramaba el agua.

—¡Uf! —exclamó Gwylly—. ¡Menos mal que era el último!

Se instalaron cerca del pozo, a la desigual sombra de las raquíticas palmeras. Sentados a descansar los siete, Aravan estudió de nuevo el mapa de Riatha.

—Hemos hecho otras sesenta y siete leguas, o sea, desde Sabrá, ciento veintisiete leguas en total. Sólo nos faltan veinte para llegar a donde, según dicen, crecía el kandras, lo que representa día y medio de viaje.

—¡Dodona! —murmuró Faeril.

—Esperemos que así sea —añadió Gwylly.

Urus movió la cabeza en sentido afirmativo, pero no hizo comentario alguno cuando Riatha se puso a hacerle masaje en la espalda y los hombros, ya que la tarea de sacar agua del pozo había sido ardua.

Reigo, apoyado en un árbol, dormitaba con la barbilla sobre las rodillas.

Halid seguía de pie, alerta. Y, cuando Urus lo miró interrogante, el gjeeniano explicó:

—Soy partidario de registrar el suelo en busca de otra estela, porque este lugar podría ser también djado, como lo era el oasis de Falìdii.

El baeran soltó una carcajada.

—Este sitio es maldito, sí… ¡Pero sólo a causa de su pozo tan terriblemente hondo!

Faeril se levantó.

—Iré contigo, Halid. Después de lo que le contaste a Gwylly, si aparece otra estela djado yo me largaré lo más lejos posible, por si a la Muerte se le ocurre venir esta noche en su camello negro. Ven tú también, mi buccaran —agregó de cara a Gwylly, tirando de él—. ¡Quién sabe qué podemos descubrir!

Aravan seguía atento al mapa, y Riatha continuó con sus masajes al fatigado Urus. Reigo echaba un feliz sueño.

Los buscadores repasaron toda la zona, partiendo en espiral desde el pozo, mas no hallaron nada. Pero a su regreso, y así como antes había encontrado el brazal, fue el buccan quien vio algo macabro: a unos veinte metros al sur del pozo había parte de una mandíbula humana, empotrada en el árido suelo y aún con algunos dientes.

Cuando le tocó el turno de guardia a Gwylly, Aravan le entregó la piedra azul.

—Aguza la vista y el oído —le recomendó el elfo—, porque noto que a ratos se pone más fría.

El buccan tomó la piedra, de superficie ahora fresca. Aravan se alejó un poco y se acomodó en el suelo, apoyada la espalda en un tronco. A Gwylly le constaba que el elfo dormía a la vez que vigilaba, como hacía desde que en el oasis de Falìdii había aparecido la estela djado.

Piedra en mano, el buccan se sentó en una roca, muy atento a lo que sucedía a su alrededor. Nunca supo cuánto rato había permanecido así, pero sus ojos no habían dejado de recorrer la arena iluminada por las estrellas. Cerca sólo veía las vagas siluetas de los camellos paciendo entre los espinosos arbustos y manojos de hierba. Con el amuleto bien sujeto, dejaba que su vista vagase por el desierto, comprobaba que sus compañeros estuviesen bien; escuchaba el susurro de la brisa entre las poco tupidas ramas, que a veces parecía un lejano y débil canto, confuso e insistente, que lo obligaba a prestar atención, a seguirlo. Y con ello, envuelto en suave oscuridad, lo vencía el sueño mientras en lo alto parpadeaban las estrellas y, junto a él, una negrura de ébano iba en aumento, se asomaba al borde de piedra, seguida de algo hermoso que se inclinaba para besar con ternura a sus compañeros y recibir gozoso el afecto de estos. Gwylly creyó percibir besos, goteo de un líquido, rumiar de animales… Y, de pronto, un frío que le quemaba la mano, unos gritos ahogados, unos abiertos ojos que no se cerraban nunca y veían, veían, veían…

Luchando contra lo irresistible, el buccan apretó aún más la mano que contenía el amuleto, ahora ardiente de tan gélido. La mente le exigía moverse, pero no podía, porque estaba helado, paralizado. Aun así, Gwylly peleó con desespero, ansioso por enfocar bien lo que veía y suplicando a la piedra azul que lo ayudara. Poco a poco, el buccan empezó a comprender algo y, a través de las tinieblas, logró distinguir los inmóviles cuerpos de los amigos, quietos como muertos. Pero en el pozo…, en el pozo vio una cosa negra que salía, que brotaba de él: Un cuerpo grueso y segmentado, vermiforme, cubierto de reluciente baba, que llenaba el pozo. ¡Todo el pozo, sí! Con el amuleto fuertemente agarrado para extraer de él toda la energía posible, Gwylly se forzó a mirar y seguir a aquella repelente criatura a través de la lobreguez, porque aquel gusano monstruoso arqueó el cuerpo hasta tocar el suelo y… y una boca roma se enganchó al inerte tronco de Reigo… ¡y comenzó a alimentarse de él! Una roja espuma caía de sus fauces, y el horripilante ruido de unas chupadas llenaba el aire. El cuerpo de Reigo era como un saco de sangre que fuera vaciado. Aquella escena se grabó en la mente de Gwylly, que quiso gritar espeluznado, pero lo único que pudo emitir fue un débil gemido.

Por fin, y con gran esfuerzo, el buccan consiguió volver un poco la cabeza y… ¡y vio que la siguiente víctima de la infernal criatura sería Faeril!

En aquel mismo instante, el monstruo dejaba el cuerpo de Reigo con la sanguinolenta saliva resbalándole de la boca. Y, entre repelentes sonidos de succión, el brillante orificio del gusano se abría y cerraba, y su cabeza sin ojos —que no era más que una espantosa punta plana— se movía de un lado a otro, como si buscase una nueva presa. Cuando resultó evidente que la chorreante boca apuntaba hacia Faeril, el buccan sacó fuerzas de donde no las tenía.

Aunque sin poder expresar con chillidos todo su horror, Gwylly intentó saltar y, si bien despacio, tremendamente despacio, se dejó caer de la piedra. La sacudida eliminó parte de su atontamiento, pero no todo.

Delante de él yacían Riatha y Urus, inmóviles los dos.

Impulsado por la desesperación, el buccan se arrastró paso a paso hasta alcanzar a la elfa y, casi sin saber cómo, consiguió alargar el brazo y apoyar su mano en la de ella para apretar contra su palma el ahora helado amuleto. Con sus últimos restos de energía, Gwylly balbució unas palabras roncas y vacilantes.

—Riatha, Riatha… S… socorro… M… matará a…, Faeril…

Y perdió el conocimiento.

Unas palabras que sonaron como piedras que cayesen a una negra charca.

S… socorro… S… socorro… orro… M… matará a… Faeril… M… matará a… Faeril… a Faeril…

… penetraron en los terroríficos sueños de Riatha.

Unas palabras urgentes:

¡Riatha! ¡S… socorro!

Unas palabras desesperadas:

M… matará a…

Y unas palabras susurradas:

S… socorro… ¡Riatha, socorro!

La elfa se agitó… Notaba algo frío, gélido… Y despertó, llena la mente de confusos ecos…

S… socorro… S… socorro… orro… M… matará a… Faeril… M… matará… a… Faeril… a Faeril…

¿Quién decía eso?

Riatha no lo sabía. Pero algo muy frío le quemaba la mano…

… ¡y eso sí que lo supo!

¡El amuleto!

¡Peligro!

Pero la elfa no podía moverse.

Se obligó, por fin, a abrir los ojos. Para no ver nada. Todo era negrura, impenetrable. A lo lejos oyó las voces de los asustados camellos, pero más cerca percibió un escalofriante ruido de succión, un borboteo, y hasta ella llegó el olor ferruginoso de una sangre que manaba. Mas también flotaba otra cosa en el aire, una fetidez nauseabunda y malsana…

Riatha cerró la mano alrededor del amuleto y, poco a poco, recobró parte del dominio sobre sí misma.

A pequeños empujones pudo bajar la mano vacía, abrir los dedos y tratar de alcanzar la espada que tenía a su lado. El sudor asomó a su frente, y los dientes le rechinaron a causa del esfuerzo, a la vez que una dulce negrura parecía apoderarse de su mente. Al fin tocó la empuñadura de jade y logró estrechar los dedos a su alrededor. Hasta el alma le lloraba ante lo que iba a hacer, y la voz de la madre le resonó en la cabeza: «Tiene nombre… Extrae la fuerza y la energía y la vida… Un terrible precio… Los mortales pueden perder… años de existencia… Años…». Pero ¿le quedaba otra opción?

Dúnamis —murmuró, llamando a la espada por su nombre, y de repente sintió que la invadía una fuerza tremenda, una gran vida…

¡Y pudo moverse!

Y de la hoja partió una pálida luz azulada que perforó la misteriosa negrura, ¡y Riatha pudo ver!

Algo gritó de manera débil pero estridente.

Riatha vio entonces aquella cosa que serpenteaba cerca de ella, el espantoso gusano que se apartaba de Faeril y de cuyas fauces goteaban baba y sangre; el horroroso monstruo segmentado que retrocedía ante el brillo azul de la espada e intentaba escapar pozo abajo. Pero más de diez metros de su cuerpo se hallaban fuera de la abertura circular, y la infernal criatura, hinchada y ahita, apenas podía introducirse en el hoyo.

Estremecida toda ella, Riatha lanzó un chillido de angustia y echó a correr hacia adelante blandiendo la llameante espada con ambas manos. De un formidable golpe, la hoja se hundió en el cuerpo del repugnante ser, del que chorreó sangre negra y roja que se esparció por el suelo mientras el gusano emitía unos raros maullidos. Un poderoso revés abrió ahora otra tremenda herida en el monstruo, por la que salieron sangre, tejidos destrozados y un humor viscoso.

Entre aullidos de agonía, el engendro se retiró al interior del pozo, donde desapareció. En el acto se disiparon las tinieblas y volvieron a refulgir las estrellas.

No contenta con ello, la elfa se asomó al pozo para iluminar con el azul resplandor de la espada las terroríficas profundidades, pero sólo vio ya gruesas y largas manchas de baba y sangre en la oscura garganta de piedra.

La cosa ya no estaba.

Riatha dio un paso atrás y llamó una vez más por su nombre a la espada.

Dúnamis… —dijo.

El fulgor azul se apagó, dejando sólo atrás un centelleo plateado.

Desvanecida la luz, una inmensa ola de cansancio cubrió a la elfa, que cayó de rodillas, a punto de perder el sentido. Con gran dificultad se puso de pie, mas entonces vio a Reigo o, mejor dicho, lo que de él quedaba, y se llevó una mano a la boca, aterrorizada. Retrocedió vencida por el asco, y los ojos se le llenaron de lágrimas.

Entre tambaleos y a punto de vomitar regresó a donde se hallaban sus compañeros, y tuvo que apoyarse en las manos y las rodillas. Algunos de ellos empezaban a despertar —Urus, Aravan y Halid—, pero se sentían incapaces de incorporarse a causa de una extraña debilidad. Más atrás yacía Gwylly, y a su lado estaba Faeril. A Riatha le dio un vuelco el corazón al ver que el buccan y la damman no se movían.