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AVAGON

Otoño del año 5E989

(El presente)

Llovió durante tres días y el mar estaba embravecido, pero el Bello Vento se abría paso limpiamente entre las olas. No había comparación posible entre el suave deslizamiento de este barco y el terrible cabeceo y vaivén del Orren Vamma o los insoportables bandazos del Hvalsbuk. Y el capitán Legori, hombre alto y esbelto, de tez olivácea y pelo castaño oscuro, conducía la nave casi a ciegas, ya que de noche no veía las estrellas, y de día sólo podía calcular la posición del sol por el difuso resplandor que permitían distinguir las espesas nubes. Aravan y Riatha constituían una valiosa ayuda para Legori, porque es cosa sabida que los elfos no necesitan mirar para comprobar dónde se hallan el sol, la luna y las estrellas. En consecuencia, y aunque todo estuviese cubierto, tanto Aravan como Riatha podían indicarle al capitán, en cualquier momento, la situación del sol, o si era de madrugada o había llegado la hora del crepúsculo vespertino, si era mediodía o medianoche. Legoni se fiaba de ellos, pues, y la experiencia náutica del elfo aumentaba su certeza de que el Bello Vento no se apartaría mucho de su curso.

Los siete pasajeros permanecían bajo cubierta la mayor parte del tiempo, dada la incesante lluvia, y aprovechaban las horas para hablar del viaje a las profundidades del Karoo. Aravan, Reigo y Halid estaban acostumbrados a las durezas del desierto, pero los demás eran totalmente inexpertos en ello. Así pues, dedicaban muchos ratos a conversar sobre el modo de sobrevivir en el desierto, como ya habían hecho a lo largo de las seis semanas de espera en Pendwyr, mientras el barco continuaba en el dique seco.

En ese espacio de tiempo, los elfos, los warrows y Urus habían obtenido prendas adecuadas para la vida en el inmenso arenal, que Reigo y Halid les enseñaban a llevar. También les habían dicho sus nombres en lengua kabla y explicado las costumbres de los habitantes del desierto, los nómadas llamados k’affeyah. Aravan añadía detalles aquí y allá, porque había pasado temporadas en los límites del desierto y conocía su lengua.

—El tocado recibe el nombre de kaffiyeh o ghutrah —explicó Halid—. Se mantiene en su sitio mediante una cinta llamada agēal. La vestidura es la chilaba o abaya, y la camisa que llevan debajo esos nómadas es la brussa. Los pantalones se llaman tombon.

»En el desierto es muy importante ir bien tapado, porque la ropa no sólo protege del sol, sino que también reduce la necesidad de beber. Sí la piel está al descubierto, el sol y el viento arrebatan la humedad al cuerpo, con lo que la persona siente más sed y, en un sitio como el Karoo, nada hay más precioso que el agua.

Reigo confirmó las palabras de Halid con un gruñido y, después, prosiguió la lección, en la que sus nuevos amigos aprendieron voces como gimbēaz, abēayeh, shatweh, kola, pushtin

Asimismo discutieron el hecho de que las mujeres del Karoo fueran cubiertas de la cabeza a los pies por un thēobe, aparte del velo, el yashmak. En cualquier caso consideraron más conveniente que Riatha se hiciera pasar por un varón, dado que era tan alta como la mayoría de los hombres nómadas. Además iría armada con una espada, mientras que las mujeres del desierto sólo podían llevar unos pequeños y decorativos cuchillos curvos, los jumbiyahs.

Igualmente decidieron que los warrows figurarían ser dos muchachitos, con lo que Faeril no tendría por qué esconder sus dagas.

Ni Urus ni Aravan necesitarían disfrazarse, aunque el baeran impresionaría por su corpulencia a los menudos y delgados pobladores del Karoo.

Como ya habían establecido, Reigo y Halid harían ver que eran nativos de la región.

Los dos guardianes del reino habían penetrado ya antes en el Karoo, pero el desierto era enorme —mediría unos tres mil kilómetros de ancho por algo más de dos mil de largo, según desde dónde se calculara—, de modo que sus conocimientos del interior eran, como mucho, fragmentarios. No obstante, mientras aguardaban a que el barco estuviera reparado, Reigo y Halid habían examinado los archivos, y habían hallado copias de los mapas de aquel yermo, en los que estaban señalados algunos pozos y oasis. Todas las indicaciones habían sido trasladadas a los mapas de Riatha, sí bien no era seguro que en aquellos puntos encontrasen agua. Dos quedaban en su ruta: el oasis de Falìdii, unas sesenta leguas al sur de Sabrá, y el pozo de Uâjii, más o menos veinte leguas al norte del lugar donde se decía que crecían los kandras.

Mas no sólo el estudio del desierto, de la manera de sobrevivir en él y de las costumbres de los habitantes de la costa y de los nómadas k’affeyah llenaban sus días. Los cinco contaron a Reigo y Halid su difícil persecución del barón Stoke, confiándoles también que esperaban descubrir el paradero de Stoke si hallaban el Círculo de Dodona. El tema condujo con frecuencia a especulaciones sobre la verdad de los oráculos y cosas semejantes, ya que había ejemplos de éxito y fracaso y también de fraude. Riatha habló de la elfa Rael y sus predicciones, y Faeril relató su propia experiencia al perder la mente y el alma en el misterioso cristal.

Cuando, ya embarcados en el Bello Vento, la persistente lluvia obligó a los siete a pasar largos días sin apenas asomarse a la cubierta, Riatha aprovechó la oportunidad para explicar la historia de Falan el Vanaglorioso y de Shumea, la pitonisa.

—Largo tiempo atrás —comenzó— existía en el país de Hurn el famoso oráculo de Telos, situado en lo alto de una montaña, a orillas del mar de Avagon. Un gran templo blanco había sido levantado sobre una grieta de la que surgían invisibles vapores. Allí, una sacerdotisa de Telos se suspendía encima del abismo mediante cadenas, para inhalar los tóxicos gases. Al cabo de unos momentos empezaba a hablar en lenguas nunca oídas hasta entonces.

»Sentada delante de ella en un trono de plata, permanecía una pitonisa de Frigia que masticaba una hoja de janjah, sin lo cual no habría podido interpretar las místicas palabras de la sacerdotisa.

»Al lado de la vidente había un escriba que anotaba las proféticas manifestaciones.

»Mucha gente acudía a Telos para conocer su destino: campesinos, guerreros, cortesanos, reyes; personas de todas las clases sociales. A veces obtenían respuesta. Otras veces, no, porque no había quien no dependiera de los caprichos de los dioses. Al menos, eso era lo que siempre se decía.

»Uno de esos visitantes fue Falan el Vanaglorioso, que navegó hasta Telos con toda su flota para saber si él y sus seguidores conquistarían el mundo entero. Por aquel entonces era Shumea la pitonisa de Telos. La última, como luego resultó.

»Falan formuló su pregunta, mas no obtuvo contestación. Era frecuente que la respuesta consistiera en un silencio, pero a Falan lo enfureció que los dioses de Telos no se dignaran decirle nada. ¡Al fin y al cabo, él era el gran Falan!

»Tan lleno de odio estaba su corazón, que amenazó con destruir Telos y matar a todos sus ocupantes.

»En ese instante, la sacerdotisa encadenada pronunció sus arcanas palabras. Shumea, por su parte, mordió su hoja de janjah mientras permanecía sumamente atenta. A continuación se volvió hacia Falan y dijo: “Por once talentos de oro te entregaré los nueve pergaminos de Telos, lord Falan. En ellos están registradas todas las profecías de los dioses”.

»Falan rechazó el ofrecimiento, porque lo único que le interesaba era la respuesta.

»Shumea tomó entonces tres de los pergaminos de Telos, los puso en un brasero y, a pesar de las protestas de los consejeros de Falan, les pegó fuego hasta que sólo quedaron cenizas.

»Shumea dijo seguidamente: “A cambio de once talentos de oro te daré los seis restantes pergaminos de Telos, que contienen muchas de las profecías de los dioses”.

»Falan el Vanaglorioso no aceptó la propuesta, pese a la insistencia de sus consejeros, dado que no había recibido contestación a su pregunta.

»De nuevo, y ante el horror de los consejeros de Falan, Shumea tomó tres de los pergaminos para quemarlos como había hecho con los anteriores.

»Shumea se dirigió a Falan por última vez: “A cambio de once talentos de oro, lord Falan, te entregaré los tres pergaminos de Telos que aún tengo, en los cuales hallarás algunas de las profecías de los dioses”.

»Falan, en su soberbia, desdeñó la proposición, y Shumea ya iba a depositar los pergaminos en el brasero cuando los consejeros de aquel lanzaron gritos de alarma y cayeron de rodillas ante su señor, suplicándole que aceptara. Falan, satisfecho por aquella demostración de su importancia, consintió en el trato.

»Once talentos traídos de las naves de la poderosa flota anclada en la bahía fueron entregados a la pitonisa, y ella dio los pergaminos a Falan, que se retiró con su séquito aunque no había obtenido la respuesta deseada, si bien algunos de los consejeros creían que la contendría uno de los rollos.

»Aquella noche, al amparo de la oscuridad, Falan el Vanaglorioso y unos cuantos hombres bien seleccionados volvieron de escondidas al templo para recuperar el oro pagado. Pero todo estaba desierto. Las mujeres y el tesoro habían desaparecido, llevándose incluso el trono de plata.

»En un arrebato de ira, Falan y sus secuaces destruyeron el templo hasta no dejar piedra sobre piedra.

»Y, con la marea nocturna, la flota se alejó…

»Antes del amanecer, empero, la tierra tembló de manera espantosa, y nada quedó de la montaña de Telos. La catástrofe produjo a su vez un maremoto que barrió todas las naves de Falan y arrastró al fondo del mar desde el primer hombre hasta el último: Falan, sus consejeros y todos los tripulantes… así como los tres preciosos pergaminos.

»Falan el Vanaglorioso había recibido por fin una respuesta de los dioses de Telos.

La lluvia cesó el cuarto día de navegación. Aclaráronse los cielos, y un favorable viento los empujó a través de las aguas. Todos se alegraron de ver el sol y poder pasear por la cubierta o tenderse a disfrutar del buen tiempo. Apenas hubo que hacer correcciones en el rumbo.

Continuaron así dos días con sus noches. La brisa disminuía poco a poco, y llegado el séptimo día se encontraron prácticamente clavados en un mar que parecía de cristal.

El capitán Legori mandó arriar unos botes para que los remeros remolcasen el Bello Vento. Las palas se hundían en la cristalina superficie y dejaban pequeños círculos que poco a poco se agrandaban. Los cascos abrían alargadas formas a su paso, que igualmente se expandían.

Áravan se hallaba en la popa con Gwylly, y ambos observaban cómo los dibujos de las aguas se fundían. Al elfo parecían fascinarlo los refulgentes rizos que lentamente se dispersaban por el maravilloso espejo. Por fin dijo en lengua sylva:

—Tiene mil caras o, mejor dicho, ¡más!

También el buccan respondió en ese idioma.

—Oí decir que la mar es una amante veleidosa.

—Sí; amante de muchos, pero nunca dominada por ninguno.

Permanecieron callados por espacio de unos momentos. Sólo el canto de los remeros rompía el silencio.

—Es demasiado tempestuosa para ser domada por nadie. Siempre será fiera y libre, por mucho que algunas fuerzas quisieran poder con ella —agregó Aravan.

Gwylly meneó la cabeza.

—¿Quién podría poseerla jamás?

El elfo soltó una risa brusca.

—¡Ahora me doy cuenta de que te has convertido en uno de los nuestros, muchacho! Porque te expresas como lo haría un lian o… o incluso como un Oculto.

El buccan miró al amigo, mas no hizo pregunta alguna.

La mirada de Aravan parecía perdida en profundas reflexiones, como si su corazón recordara las palabras de otra persona ya muy lejana en el tiempo.

«¿Quién puede poseer el cielo?», sonó un eco en su mente.

Tarquín estaba sentado delante del elfo. El Jinete de las Zorras no mediría más de un palmo y medio de estatura, era de voz dulce y se expresaba en la lengua de los Ocultos.

—El ser humano no es como nuestro pueblo, ya que pretende tener un derecho sobre todo aquello que toca, sobre todo aquello que ve y nota.

»¿Quién puede poseer el cielo? ¿Quién puede adueñarse del viento o del arco iris? ¿O de la lluvia o de las aguas del mundo, de los risueños arroyos o del retumbar del trueno? ¿Puede poseer alguien las piedras y las montañas, la espina dorsal de la tierra? Y dime: ¿quién puede poseer las hierbas y los árboles, los bosques y las llanuras? ¿Acaso pertenecen a alguien los pájaros que vuelan por los aires, las criaturas de los campos y los peces que nadan en las aguas? ¿Quién puede poseer los cantos de la tierra?

»El hombre diría: “¡Yo! Todo es mío, porque yo lo domino. Me pertenece y puedo hacer con ello lo que me venga en gana”.

»Pero nuestro pueblo protesta. ¡Nadie es dueño del mundo! O bien es de todos nosotros, ya que todo cuanto contiene es sagrado. Cada reluciente hoja, cada playa de arena, cada velo de niebla en los oscuros bosques, cada insecto zumbador… Todo merece respeto.

»Nosotros formamos parte de la tierra, y ella forma parte de nosotros. Por lo tanto debemos mimarla, amarla y cuidarla, porque es algo precioso. La tierra es nuestra madre y nuestro padre, y todo lo que en ella hay es hermano nuestro. El oso, el ciervo, el águila, la zorra: todos son parientes nuestros. Hasta las flores lo son. El aire que respira encima de nosotros, las relucientes aguas que fluyen por los arroyos y ríos y lamen las orillas del mar: todo eso es nuestra sangre vital, nuestra savia.

»La tierra no es propiedad de nadie. Al contrario: nosotros le pertenecemos a ella. Todo está entretejido en la gran tela de la vida, y cualquier daño que esta sufra causará temblores en toda su extensión.

»¿Quién es dueño del mundo? Igualmente podríamos preguntar: ¿quién es dueño del viento?

—Nadie es dueño del viento, Aravan —penetró la voz de Gwylly en los pensamientos del elfo, y este se dio cuenta, entonces, de que lo había recordado todo en voz alta…

Y el elfo se rio.

—Es bien cierto, pequeño amigo. Nadie es dueño del viento. Porque, si lo fuésemos nosotros, en el acto le ordenaríamos poner fin a esta calma chicha.

El buccan se volvió hacia la proa y señaló:

—Legori hace lo que puede. Creo que voy a mirar cómo funciona eso. ¿Vienes?

—¡No, Gwylly! Prefiero seguir aquí un rato.

El buccan se encogió de hombros y se encaminó a la parte anterior del barco.

Y, mientras los marineros remaban en sus botes por aquel mar semejante a un espejo para remolcar el Bello Vento y confiaban en que por fin soplara un poco de aire, Aravan se apoyó en la borda con la vista fija en el agua, extraviada su mente en los recuerdos…

Los centelleantes dibujos continuaron ensanchándose.

Un día entero y una noche pasó el barco atrapado en el cristalino océano, y sólo muy poco a poco lograban moverlo hacia el sur aquellos curtidos hombres. Pero, a la mañana siguiente, un ligero abombamiento de las hasta entonces fláccidas velas reveló que el aire empezaba a moverse. A media mañana notaron una suave brisa, y los botes fueron izados a bordo a la par que los marineros entonaban una saloma. De nuevo se puso en marcha el Bello Vento.

Precisamente almorzaban los pasajeros cuando el viento cobró más fuerza y el barco se ladeó para surcar las aguas a buena velocidad.

Faeril dijo sonriente:

—Hubo un momento en que temí que los hombres tuviesen que remolcarnos hasta Sabrá. ¡Me alegro de que no sea así!

—¡Pues yo también me alegro de haber reanudado la caza! —añadió Gwylly.

—La caza sí, pero sin resultados —replicó la damman—. Al menos por ahora. Y aún tardaremos en obtenerlos.

Aravan miró a Riatha y a Urus, y finalmente se volvió de nuevo hacia el buccan y la damman.

—La busca puede ser larga, desde luego. Para los elfos no significa nada una década ni un siglo, pero para los waerlings… ¿Tendréis tiempo? Porque la cosa quizá dure años.

Faeril alargó la mano para estrechar la de su buccaran.

—Mientras esté con mi Gwylly…

Por el rabillo del ojo, el warrow vio cómo Riatha cogía la mano de Urus.

El noveno día de viaje, un banco de marsopas se puso a nadar delante del barco surcando alegremente las azules y transparentes aguas. Faeril y Gwylly estaban encantados con aquel ágil juego. También Urus y Riatha, de la mano, disfrutaban con el bonito espectáculo.

—Los mayores de mi aldea —dijo Halid— cuentan que los jeenja ayudan a los náufragos, pero yo confío en no tener que comprobar la veracidad de esa historia.

Aravan se asomó para ver mejor a los cetáceos.

—En efecto, Halid, ayudan a aquellos cuyos barcos se han hundido, asisten a los nadadores para que sigan a flote y los conducen a tierra, aunque tengo entendido que también otros…, ciertos habitantes de las profundidades, ayudan a quienes se encuentran en apuros.

—¿Acaso os referís a los Hijos del Mar, lord Aravan? —preguntó Halid con los ojos muy abiertos—. Muchos relatos de los gjeenianos hablan de unos seres vistos a medias entre las resplandecientes honduras y bajo las onduladas olas.

Al oír eso, Reigo soltó un resoplido.

—¿Hijos del Mar? ¡Bah! Mi propio padre asegura que no existen, y él puede saberlo, porque fue marinero durante treinta años.

Aravan no pudo contener una sonrisa.

—¿Treinta años? Tal vez si hubiera tenido más tiempo…

Halid inquirió:

—¿Cuántos años navegasteis vos?

El elfo echó una mirada a Riatha, como si le pidiera ayuda, y por último contestó:

—Unos cinco mil años.

Halid quedó boquiabierto, y Reigo jadeó:

—¡Cinco mil…!

—¡Oh, mirad, mirad! —exclamó entonces Faeril.

Las marsopas habían formado una larga cadena en sentido diagonal, y el último de los cetáceos saltó por encima de los otros y, en cuanto hubo pasado, lo hizo el siguiente, y continuaron así una marsopa tras otra, venga a saltar y sumergirse, saltar y sumergirse.

—¡Saltacabrillas! —gritó Gwylly.

Mas ni siquiera algo tan admirable como aquel juego pudo borrar de los rostros de Reigo y Halid el asombro, cada vez que miraban a Aravan…

… o a Riatha…

… porque eran de una misma raza.

Dieciséis días después de la partida de Pendwyr, mediada la tarde, el esbelto velero Bello Vento, tripulado por hombres al mando del capitán Legori, en cumplimiento de una misión encomendada por el supremo rey, entraba en el amplio puerto de Sabrá, donde echó anclas en la centelleante bahía. Delante de los viajeros se extendía el arco de la ciudad, azotada esta por el sol.

Entre otros se hallaban en cubierta dos warrows, dos elfos, un baeran y dos guardianes del reino, todos vestidos al estilo de los k’affeyah, con turbantes de color azul claro, cubiertos los rostros con las correspondientes telas. Del mismo tono eran las camisas, los cinturones y los pantalones. Completaban el equipo unas suaves botas.

Además iban todos armados, aunque no del mismo modo que los nativos de aquellas tierras. No; los procedentes del norte llevaban rectas espadas, manguales, cuchillos, dagas arrojadizas y cosas por el estilo. Sólo dos de sus armas eran como las utilizadas en el desierto: una era una lanza, y la otra una honda.

Los siete contemplaban desde el barco lo que tenían delante. En el horizonte, más allá de la ciudad portuaria, entre trémulas olas de calor se distinguía su próxima meta: las arenas del enorme Karoo.