27
PENDWYR
Del verano de 5E988 al otoño de 5E989
(El presente)
Gwylly despertó de repente. ¿Qué era aquello?
El buccan no reconoció lo que lo rodeaba, ya que se hallaba en una ancha cama y la habitación no se balanceaba.
De nuevo sonó la suave llamada a la puerta.
El buccan gruñó y quiso incorporarse, pero se lo impidió el brazo que tenía debajo de Faeril, totalmente dormido, y hubo de dar un tirón para soltarse. Sentado al fin, sus ojos barrieron la estancia. ¡Ah, claro! Estaba en La Aguja de Plata. No era de extrañar que no se moviera. Gracias a Adón, aquello no era el Orran Vamma.
Con el brazo todavía medio inútil, Gwylly saltó del lecho y fue a abrir la puerta, para encontrarse con Aravan.
—Ya amanece —dijo el elfo con una sonrisa.
Sin contestar ni una palabra, el buccan regresó a la cama con intención de volver a meterse en ella. Valiéndose de un solo brazo trató de trepar al formidable lecho, construido para un hombre de tamaño natural, mientras que él era únicamente un diminuto warrow. Aravan lo empujó, y Gwylly cayó de cabeza en la cama, donde rodó hasta quedar de espaldas. Entonces empezó a hacerse masaje en el brazo aún dormido.
A su lado, Faeril abrió los ojos.
Aravan corrió las colgaduras. La pálida luz de la mañana inundó la habitación.
—¡Aprisa, pequeños! No queremos ser los últimos en llegar al castillo. Los peticionarios harán fila pronto, y es preciso estar allí temprano si queremos que nos concedan la audiencia hoy.
—¡Oh, oh! —exclamó Gwylly.
Faeril se enderezó alarmada y, por encima de la colcha, gateó hasta su buccaran.
—¿Qué ocurre, Gwylly? ¿Algo malo?
—¡Ay! —se quejó él—. Me parece tener el brazo lleno de alfileres, cariño. Se me había dormido y ahora despierta.
La damman se dejó caer con evidente alivio sobre la ropa de cama.
Aravan, por su parte, se encaminó a la puerta.
—Nos veremos abajo, dentro de poco, para desayunarnos.
—¡Estos elfos nunca duermen! —refunfuñó Gwylly.
Aravan se reía cuando salió de la pieza y cerró la puerta tras de sí para ir al cuarto de Riatha y Urus.
Faeril retrocedió para bajar del lecho.
—Ven, mi buccaran. Sin duda, Aravan tiene razón. Si queremos hablar con el mayordomo…
Media hora después, Faeril y Gwylly se reunían con Aravan en el comedor de La Aguja de Plata. Precisamente, la moza servía el desayuno en una gran fuente que contenía huevos fritos y lonjas de tocino entreverado, así como miel y rebanadas de pan y un pote de té caliente con leche. Los tres se alimentaban a gusto cuando aparecieron Riatha y Urus.
Aravan sonrió al observar la expresión taciturna de sus compañeros.
—La velada de anoche fue divertida, ¿no?
Con la vista clavada en el elfo, Riatha meneó la cabeza, desconcertada.
—¿Cómo puedes echarte entre pecho y espalda una copa de aguardiente detrás de otra y estar luego tan campante por la mañana? ¡No lo entiendo! Tal vez sea uno de los secretos aprendidos en tus años de navegación.
—Akka! No hay secreto en ello, dara. Ni siquiera me acosté.
Urus se atragantó con el té, pero consiguió tragar casi todo lo que tenía en la boca antes de estallar en ahogadas carcajadas.
—¡Vaya secreto! —resolló entre toses, mirando de lado a Riatha cuando esta le dio unos golpes en la espalda—. ¡Vaya secreto!
El sol acababa de elevarse sobre el horizonte cuando los cinco se pusieron en camino hacia el castillo. El veraniego día prometía ser nítido y agradable. Una suave brisa marina procedente del sur soplaba sobre el promontorio. Cruzaron los amigos una ciudad en la que predominaban los edificios de piedra, ladrillo y azulejos, estuco y barro. En su mayoría, las casas estaban adosadas unas a otras, aunque también destacaban construcciones aisladas. Las estrechas calles y los pasajes torcían en una y otra dirección, todo ello adoquinado de diversos colores. En muchas plantas bajas había tiendas, y las viviendas estaban encima. Unos escaparates permitían exponer la mercancía y los trabajos de los diferentes artesanos: sombrereros, orfebres, alfareros, joyeros, tejedores, curtidores, zapateros y demás.
La población comenzaba a despertar. Algunos tenderos barrían su parte de calle, y sobre los adoquines resonaban las ruedas de los carros y los cascos de los caballos del primer tráfico.
—¡Piedra y ladrillo! —comentó Faeril, cuyos ojos no se perdían nada—. Diríase que sólo esas puertas de colores tan vivos son de madera.
—Escasez de agua —señaló Aravan cuando la damman hizo aquella observación.
Gwylly miró al elfo.
—¿De agua?
—Escasez de agua, sí —repitió Aravan.
El buccan describió un amplio círculo con el brazo.
—Pero… ¡si todo está rodeado de mar!
—De mar sí, pero no tienen pozos, Gwylly. No verás ninguno por aquí.
Al ver el asombro en los rostros de los waerlings, Aravan se explicó:
—Cualquier incendio requiere grandes cantidades de agua para apagarlo. Una ciudad de madera con los edificios tan apretados —dijo, abarcando con un gesto las casas cercanas— ardería como la yesca…
—Podrían almacenar agua de mar en depósitos y toneles —indicó Faeril.
—Ya lo hacen, pero recogen agua dulce… y la emplean para cocinar y beber, lavar y bañarse.
—¿Y de dónde obtienen el agua potable?
—De unos pozos que hay allá —contestó Aravan, señalando los llanos que se extendían allende el promontorio.
—Además almacenan el agua de lluvia que cae de los tejados —añadió Riatha, a la vez que indicaba los ingeniosos canalones que conducían el agua al interior de las casas, donde había unas cubas dispuestas para recogerla.
Faeril se volvió hacia Gwylly.
—Me parece un lugar poco adecuado para construir una ciudad —comentó—. ¡Sin agua!
Aravan sonrió.
—Tienes razón, pequeña, pero no existía el proyecto de que esto se convirtiera en ciudad. Déjame hablar —interrumpió la explicación al ver que la damman ansiaba hacer preguntas—. Al principio fue sólo un fuerte, fácil de defender contra posibles invasores, aunque tampoco habría podido resistir largos asedios.
»Luego, a través de los siglos, se formó poco a poco la población, hasta ser lo que hoy es.
No obstante la brisa marina, en el aire flotaban las emanaciones de algunos muladares, y de vez en cuando les llegaba a los cinco una oleada de hedor realmente insoportable.
Gwylly arrugó la nariz y protestó:
—¡Uf! ¿Qué diantre es eso?
Aravan miró a Riatha, pero fue Urus quien respondió.
—La masa humana, Gwylly, la masa humana. Donde la gente vive tan apiñada…
Siguieron adelante, a través de varios mercados en los que la gente se preparaba para el negocio del día. En unos puestos se ofrecían artículos diversos, mientras que otros parecían especializarse en pescado, aves de corral y carnes, verduras y frutas, granos, prendas de vestir y tejidos, flores y diferentes productos.
Dejaron atrás incontables tiendas y almacenes, casas de comidas, posadas y tabernas, grandes viviendas y pequeñas plazas, hospitales y consultorios de cirujanos, herbolarios, establecimientos donde servían té, herrerías, cuadras, joyerías, talleres de modistería y sastrería, así como de zapateros remendones, verdulerías… Toda clase de tiendas y comercios que Gwylly y Faeril pudiesen imaginar, y algunos que desconocían por completo. La ciudad despertaba lentamente a su ajetreada vida diaria.
Cerca del castillo, los edificios tenían otro aspecto mucho más importante.
Allí estaba el Gobierno. Vieron el palacio de Justicia, la fiscalía, una comisaría de policía con la cárcel encima, un cuartel de bomberos, una biblioteca, una oficina de empadronamiento, un registro, un grupo de edificios que constituían la universidad y otras cosas.
Finalmente llegaron a una muralla en cuya puerta había guardias. Varios peticionarios formaban cola sentados en los bancos de piedra montados al efecto.
Avisado por sus hombres, el capitán quedó pasmado ante la aparición de unos elfos en aquel lugar, pero en realidad fueron los warrows quienes más boquiabiertos lo dejaron, porque raramente se había visto alguno en Pendwyr y la gente había acabado por creer que se trataba de una raza legendaria.
—Pues… —balbució, pero, consciente de su cargo, gruñó al fin—: ¿Qué os trae por aquí?
—Hemos venido a hablar con Garan, el supremo rey —contestó Urus—, por una antigua promesa.
El capitán alzó la vista para posarla en aquel gigantón.
—El supremo rey se encuentra en Challerain y tardará aún siete semanas en regresar.
Entonces intervino Aravan con una sonrisa:
—No importa. De momento nos basta con el senescal.
—¡Dios mío, qué historia! —exclamó Leith, primo de Garan y senescal de Pendwyr en ausencia del rey.
Leith era un hombre de cincuenta y tantos años, delgado y de ojos de halcón.
—¿Qué opináis vos, lord Hanor?
Sentado junto al senescal se hallaba un obeso caballero de unos cuarenta años, moreno y de ojos oscuros. Como consejero del senescal y del propio supremo rey, Hanor abrió los dedos y dijo:
—Para ser sincero, si una historia semejante no procediese de elfos y del pueblo diminuto, en Jugo pondríamos en duda la cordura de quienes la cuentan, o incluso su sinceridad.
Frente a los dos estaban los cinco compañeros: dos warrows, dos elfos y un baeran, gente que no se veía con frecuencia en Pendwyr. Precisamente por esto, el grupo había logrado ahorrarse gran parte de los pasos burocráticos y ser recibido muy pronto por el senescal. Y ahora se veía en uno de los aposentos privados que este tenía en Caer Pendwyr, el castillo empinado sobre el primer islote que surgía del mar detrás del promontorio.
Hanor acomodó mejor su corpachón en la amplia butaca. A pesar de su volumen, el hombre poseía una visible energía.
—¿Atrapado en un glaciar durante mil años? —inquirió—. ¡Pues no parece tener más de treinta! No obstante, si hemos de dar crédito a tan extraño relato, Urus debía de acercarse a los sesenta cuando cayó a esa grieta…
—Había cumplido cincuenta y nueve —contestó el baeran.
—¡Tanto da que fuesen cincuenta y nueve como sesenta! —replicó Hanor—. Por lo joven que se te ve, sobre todo afirmando que cuentas más de mil años, yo aseguraría, de no considerarlo imposible, que por tus venas corre sangre de los elfos. Aunque quizá fuese el hielo lo que te conservó tan bien…
—No es la supervivencia de Urus lo que vinimos a discutir aquí —intervino Aravan, inclinándose hacia adelante—. Nos basta el hecho de que la consiguiera.
»Nos permitimos presentarnos aquí para pedir el cumplimiento de una promesa efectuada largo tiempo atrás por Aurion, hijo de Galvane; una promesa hecha a este hombre, Urus, a la dara Riatha y a Tomlin y Pétalo, antepasados de estos Últimos Primogénitos waerlings, Gwylly y Faeril. Y esa promesa era referente a una ayuda…
—¡Un momento! —intervino Faeril—. Dejad que os lea estas palabras.
La damman se volvió hacia Gwylly, que se sacó del bolsillo su copia del diario. La llevaba encima desde que había aprendido a leer.
Faeril lo abrió por la página debida y leyó en voz alta:
Antes de irse, vino a vernos a Tommy y a mí. «No soy más que un príncipe del reino —dijo—, pero creo que mi padre se atendrá a la promesa que yo hago hoy, y que es esta: si vosotros o Urus o Riatha necesitáis ayuda del supremo rey, venid a Caer Pendwyr o a la fortaleza de Challerain, y nosotros haremos todo lo posible para derrotar a ese monstruo que buscáis. Lo prometo en nombre de todos los supremos reyes de Mithgar, y para siempre».
Llegada a este punto, la damman cerró el diario.
—El texto fue escrito por Pétalo, mi antepasada, mil años atrás, y el príncipe que hizo la promesa se llamaba Aurion. Ahora, nosotros venimos a suplicar su cumplimiento, porque necesitamos que nos ayuden a derrotar a ese monstruo de Stoke.
Dicho esto, Faeril devolvió el diario a Gwylly, quien a su vez se lo pasó a Leith por encima de la mesa.
El senescal lo hojeó y se lo hizo llegar a Hanor.
—¡Uf! —gruñó el corpulento caballero—. ¿Qué lengua es esta?
—Twyll —respondió Gwylly—. La lengua de los warrows.
El senescal se levantó de súbito.
—Hay mucho que considerar, respecto de este asunto, y a mí me aguardan también otros problemas. Pero una cosa está clara: sólo el supremo rey Garan puede respetar debidamente una promesa efectuada por su antepasado. Sin embargo, enviaremos mensajes a los guardianes del reino para advertirles de la amenaza que se cierne sobre el país. Y procuraremos averiguar el paradero de semejante criatura. Aparte de eso, las disposiciones han de llevar el sello de Garan, cosa sólo posible cuando el supremo rey haya regresado. ¿Dónde os hospedáis, por cierto?
—En La Aguja de Plata —contestó Riatha.
—Os haré trasladar al castillo.
—Tenemos caballos —señaló Aravan.
—Y ponis y mulas —agregó Gwylly.
—Podéis dejar a los animales en las cuadras —decidió Leith, y cruzó la estancia para tirar de un grueso cordón—. Un criado os acompañará y cuidará de que os den habitaciones y todo cuanto os haga falta.
Entró enseguida un paje y, tras una breve orden de Leith, volvió a salir.
—Hablaremos luego —dijo el senescal—, pero ahora me esperan varios ministros, que sin duda ya medirán la sala a grandes pasos, nerviosos por mi retraso. Permaneced aquí. El paje traerá a vuestro acompañante. ¿Venís, Hanor?
El caballero se levantó de su asiento y abandonó el aposento con Leith, pero Faeril todavía pudo oír que le decía al senescal:
—… escrito en twyll, una lengua desconocida. Tampoco había oído hablar jamás de ese barón Stoke. Me parece que…
Aquella misma tarde, el grupo se trasladó al castillo e instaló a los animales en las cuadras del enclave, que se hallaba situado detrás de la muralla que rodeaba la cumbre del promontorio y separaba el enclave de la ciudad propiamente dicha. En esa zona protegida había un centenar de edificios que alojaban negociados y despachos, y también vivían en ellos muchos de los oficiales y sus ayudantes.
Los cinco compañeros obtuvieron habitaciones dentro del mismo alcázar que ocupaba la totalidad de la cúspide de la isla, conectada mediante un puente con el promontorio.
Más allá del chapitel del castillo destacaban otros dos pináculos de punta muy escarpada. El primero contenía los aposentos de los colaboradores más íntimos del rey, y en el segundo no había más que la residencia particular de Garan. Cada picacho estaba unido al otro por un puente suspendido a unos treinta metros de altura sobre el nivel del mar.
Dos días más tarde, los compañeros refirieron su historia al comandante Rori, jefe de los guardianes del reino, quien sin pérdida de tiempo informó a varios nombres de los horribles actos del barón Stoke y los mandó a efectuar averiguaciones.
Rori, un alto vanaduriano de aproximadamente cuarenta y cinco años, cabellos amarillentos y barbas trenzadas, sugirió entonces un repaso de los archivos del castillo, para ver si contenían alguna nota referente a Stoke o a su baronía.
Siguieron los cinco al comandante a otro edificio del enclave. Allí encontraron a Breen, archivero jefe ya añoso.
—Yo no abrigaría muchas esperanzas de hallar algo. Casi todos los documentos de aquella época fueron destruidos por los hyranianos durante la Guerra de Invierno, cuando la ciudad cayó en poder de ellos —dijo el viejo archivero.
—¿No puede quedar nada en Challerain? —preguntó Rori.
Breen se pasó una mano por la calva.
—No, tampoco. Aquello fue incendiado por la chusma.
—Aun así —gruñó Urus—, buscad en vuestros archivos y, si descubrís algo, decídnoslo.
Transcurrieron semanas enteras. Gwylly y Faeril pasaban largas horas en la biblioteca, donde el buccan continuaba sus lecciones de lectura, escritura y cálculo. La damman lo guiaba y, a su vez, leía cuanto podía. En el castillo, Riatha y Aravan se ganaron pronto las simpatías de todos con sus conciertos de arpa, sus cantos y sus poesías. Urus, por su parte, iba de un lado a otro como un león enjaulado.
Los cinco estaban nerviosos, en realidad, porque Stoke merodeaba por alguna parte y ellos no sabían dónde se escondía.
Con frecuencia conducían sus monturas —y también las mulas— a los llanos situados al otro lado de las murallas de Pendwyr, para que hiciesen ejercicio. Debían estar en buenas condiciones para cuando tuvieran que emprender viaje con destino desconocido. Los cinco disfrutaban con esas salidas, ya que, por muy interesante que Pendwyr les resultara al principio, había acabado por parecerles un atestado hormiguero o, como Gwylly dijo un día en broma, «un atestado montón de estiércol».
—Los olores son horribles —se quejó el buccan—. Como si vertiesen en las calles el contenido de las cloacas.
—No, amigo —contestó Aravan—. Lo que hacen es ensuciar el mar. Una costumbre de los humanos.
Faeril miró al elfo.
—Tus palabras suenan a disgusto. ¿Una costumbre de los humanos, dices?
—En efecto —explicó Aravan con un suspiro—. Los hombres parecen ignorar que el mundo puede ser destruido como si se tratara de cualquier criatura viviente. Si no lo cuidan, acabará desierto, contaminado, quemado, inundado, devastado, arruinado… En fin, destruido de mil maneras.
»Los humanos son ingeniosos y hábiles, sin duda, y en esto recuerdan mucho a los drimmen, los enanos. Hacen cosas dignas de admiración, pero a la vez estropean la tierra.
»Fijaos en Pendwyr: una gran ciudad, llena de maravillas, llena de productos de notable interés, inventados por el género humano.
»Pero echa un vistazo al océano que hay abajo, contaminado a más no poder por los desechos de los hombres, por sus basuras, sus aguas residuales. Las mismas paredes del rocoso promontorio que sostiene la ciudad están manchadas de heces, de orina, de todas las porquerías imaginables.
»También el aire apesta a excrementos, a los despojos de sus manufacturas, a lo que sale de los hornos…
»El hombre destruye bosques, contamina las aguas, vicia el aire y deja secar los campos.
»¿Tiene esto razón de ser? ¿Que la humanidad destroce su propio mundo? ¿Acaso los hombres están destinados a ahogarse en su propia suciedad?
»En el mar Boreal se halla el país de Leut, una vasta isla donde vive una criatura diminuta, cuyo tamaño no supera el palmo. Es un roedor al que los habitantes de la isla llaman “lemen”, aunque en lengua común decimos “leming”.
»En primavera, estos animales procrean que es un gusto, y también en verano. Llega el otoño y vuelven a criar. Si sus carnadas suman entre dos y cinco cada año, os podéis imaginar que el número de lemings aumenta de modo enorme. Pero entonces empieza a escasear la comida, hasta que al fin no queda nada.
»Llegado ese momento, se inicia una gran migración y, mientras se marchan, los lemmings lo devoran todo. Pero durante esa migración aparecen los depredadores: lobos, zorras, halcones y, sobre todo, águilas, que se dan cada festín terrible, porque incontables lemings sucumben bajo los colmillos y las garras.
»Claro que los lemings también pueden morir de enfermedad o de hambre, pero su migración continúa y las minúsculas criaturas devastan la tierra, ya que no dejan ni una sola planta que puedan consumir. Con frecuencia, las migraciones terminan en la costa y, al no encontrar alimento, estos animales se arrojan al agua dispuestos a alcanzar lejanas costas a nado, mas todos se ahogan.
»La humanidad parece seguir el mismo camino. Procrea en exceso, devasta la propia tierra y corre hacia su total destrucción. Si eso no ha sucedido todavía, es debido a las guerras, las plagas y las epidemias, a las sequías e inundaciones y a los incendios y al hambre, así como a otras calamidades. Entonces, el mundo se recupera un poco de los estragos. Pero, al igual que los lemings, los humanos procrean rápidamente, su raza se repone, y comienza de nuevo el saqueo y el desvalijamiento del mundo.
»Nosotros, los elfos, también estuvimos a punto de destruir nuestro propio mundo, pero nos dimos cuenta a tiempo de cuál sería el resultado de nuestras barbaridades. Las interrumpimos casi en el último momento, porque ya habíamos hecho mucho daño a las tierras que habitábamos. Y ahora limitamos los nacimientos, para no ser más de lo que nuestro suelo puede mantener sin salir perjudicado. Además reducimos nuestras actividades a aquellas que no causan perjuicio a la tierra ni a las aguas ni al aire, ni a lo que en el mundo crece y vive.
»La humanidad, en cambio, tiene aún mucho que aprender… si es que algún día lo aprende. Porque el hombre es una criatura de vida corta y muchos deseos. En consecuencia, no tiene en consideración lo que la satisfacción de sus apetitos ha dañado y dañará todavía a su mundo. Los humanos no piensan en lo que sucederá a largo plazo, sino únicamente en lo que necesitan de momento, sin importarles adonde puede conducirlos eso ni cuál será quizás el final.
»Tal vez sea la brevedad de su existencia la raíz de esas tendencias destructivas del hombre, dado que, al contrario que los elfos, que somos inmortales, un humano no vive durante siglos y, por ello, no puede comprobar lo que él y sus congéneres hicieron.
»Pero quizá no sea tan negro el porvenir, porque los hijos del hombre forman un puente entre el pasado y el futuro, una especie de inmortalidad. Es posible que, al pasar sus conocimientos de una generación a otra, a través de los tiempos, la humanidad adquiera conciencia y haga caso de las desesperadas advertencias del mundo.
»Mas también es cierto que la misma inventiva del hombre puede conducirlo a su propia destrucción, porque las máquinas e ingenios que idea son capaces de contaminar sin remedio el mundo. Aunque, igualmente, la ingenuidad de los humanos puede hacerle dar marcha atrás al daño ya causado.
»No obstante, y por lo que veo ahora, temo que su mundo muera asfixiado e intoxicado por la humanidad.
Cuando aquel día regresaron a Pendwyr, Faeril y Gwylly contemplaron con especial interés todo lo que de notable tenía la ciudad: los mercados, las tiendas y los sólidos edificios de piedra con sus puertas de brillantes colores, la abundancia de productos que ofrecían los tejedores, los zapateros, los verduleros y todos los comerciantes, que anunciaban sus artículos a voz en grito, con lo que el bullicio era intenso en las calles. Los waerlings cabalgaron a través de aquel alboroto y, cuando los envolvió el molesto hedor a muladar, ya no se extrañaron.
El supremo rey Garan regresó a Caer Pendwyr el segundo día de octubre, y aquella misma semana concedió una audiencia a los cinco. Más bien bajo y de cabellos castaños, Garan no llegaba a los cuarenta años. Había subido al trono una década antes, al morir su padre, Orwin, al sufrir un ataque. La reina Thayla era rechoncha y tenía el pelo del color de los ratones. Junto al trono se hallaba Fenerin, el elfo consejero de Garan, tampoco muy alto y de cobriza melena que le llegaba hasta los hombros.
Otros cortesanos llenaban el salón con el quedo zumbido de sus conversaciones, pero se hizo un profundo silencio al ser anunciada la entrada de alor Aravan y dara Riatha, sir Gwylly y lady Faeril y el jefe Urus. Aunque Fenerin hizo un gesto de saludo al reconocer a Riatha, casi todos los demás veían por primera vez a los cinco visitantes, y la gente quedó boquiabierta ante la presencia de los waerlings. Los elfos avanzaron sonrientes y con fulgurantes ojos hacia el supremo rey.
Dara Riatha, alor Aravan y el jefe Urus se arrodillaron brevemente ante el soberano, mientras que Gwylly y Faeril, a quienes la elfa había iniciado en el protocolo de la corte, se limitaron a hacer una reverencia. Según Riatha, ningún waerling se había arrodillado ante la realeza desde la Guerra del Veto, cuando sir Tipperton había solicitado para ellos, del entonces supremo rey, el privilegio de permanecer de pie.
Garan se levantó y, abriendo los brazos para abarcarlos a todos, exclamó con voz vibrante:
—¡Bienvenidos a Caer Pendwyr! Mañana nos desayunaremos juntos y tendréis ocasión de repetir vuestra extraordinaria historia. No se da con frecuencia que podamos dejar de lado los tediosos asuntos de estado para escuchar una aventura semejante.
Sonrió la reina Thayla, y su rostro se llenó de alegría y belleza.
Garan prometió contribuir a su causa, dispuesto desde el primer momento a cumplir la palabra dada tantos años atrás por el príncipe Aurion. No obstante, nadie sabía en qué debería consistir esa ayuda, ya que se desconocía por completo el paradero de Stoke.
Pasó un mes, y luego otro, y, a pesar de los temores de Gwylly y de las advertencias de Riatha, Faeril dedicaba largas horas a buscar en la ciudad un mentor que le enseñara artes mágicas. Pero sólo tropezó con farsantes y charlatanes, por lo que no consiguió realizar sus planes de localizar al barón por medio de su cristal.
A principios de diciembre, el archivero Breen les comunicó haber examinado todos los documentos conservados, sin hallar nada referente a Stoke o a una baronía de tal nombre, ni tampoco relacionado con Vulfcwmb, población de Aven, ni con Sagra, de Vancha.
—Ya sé que dijisteis que el barón vivía allí, pero en nuestros archivos no aparece nada. Si alguna vez existió algo, debieron de quemarlo los hyranianos.
Tampoco había indicios de una relación de Stoke con Garia, y el propio Aravan dudaba que el barón fuese el hombre de ojos amarillos sobre el que tantos rumores corrían, ya que lo llamaban Ydral.
Rori acudió poco después para anunciar que todos los guardianes del reino estaban avisados.
—No nos queda más solución que esperar —dijo—. Si esa infernal criatura se esconde en alguna parte de los dominios del supremo rey, lo sabremos, porque mis soldados nos enviarán noticia.
Esperaron, pues. Gwylly leía, escribía y continuaba con sus lecciones de twyll. Además, Ürus le enseñaba la lengua de los baerans, y el buccan aprovechaba asimismo toda ocasión para preguntar a Aravan y Riatha cómo cuidaban los elfos de su mundo, porque temía que los humanos acabasen por arruinar la tierra y él estaba dispuesto a luchar para evitarlo.
—¿Y qué pensáis hacer vosotros, si el hombre causa la destrucción de Mithgar?
—Antes de que suceda tal cosa, los elfos abandonaremos este mundo para no volver más a él.
—¿Y qué será de los demás que están atrapados aquí con los humanos? ¿Qué será de los enanos, de los utrunis, de los warrows? ¿Y qué de los Ocultos? ¿Los dejaréis, nos dejaréis a merced de la destructividad del hombre?
—Los sabios dicen que algún día se producirá una separación, Gwylly. Que Adón apartará a los humanos de todos nosotros: de los drimmen, de los waerlings, de los Ocultos, de los elfos e incluso de los utrunis. Y eso perjudicará mucho a la humanidad, porque, si todos nos vamos, no habrá aquí más prodigios ni artes de magia.
—¿Los sabios? ¿Quiénes son esos sabios?
—Supongo que vosotros los llamáis hechiceros —contestó Aravan.
—¡Ah…! —exclamó Gwylly con expresión de abatimiento—. Pero yo tengo afecto a los humanos, Aravan. Preferiría quedarme. Si eso que tú prevés ocurre algún día, ¿nos veremos separados de ellos para siempre?
—Mientras el mundo de la humanidad corra peligro, Gwylly.
—¿Nos recordarán, Aravan? ¿Seguiremos en la memoria de los humanos?
—Quizá, Gwylly, quizá. Tal vez en sus leyendas y cuentos, o tal vez sólo en sus sueños…
Transcurrieron varios meses. Llegó el invierno, y luego la primavera. Los cinco hablaban frecuentemente con Rori, pero los informes de los guardianes del reino no contenían nada relativo al paradero de Stoke. Parecía haber desaparecido de la faz de la tierra.
Y, a medida que pasaban los días y se convertían en semanas, y las semanas en meses, se devanaban los sesos en busca de algo que los ayudara a acelerar las indagaciones, de algo que les permitiera localizar a Stoke y perseguirlo… Mas siempre llegaban a las mismas conclusiones. Aunque les resultaba difícil permanecer en el castillo mientras otros trataban de dar con el barón, y aunque se sentían inútiles, comprendían que no podían emprender la búsqueda por su cuenta. El mundo era grande, y nadie sabía dónde se había metido Stoke. Además, los guardianes del reino constituían su máxima esperanza, porque sumaban centenares y, en pocas semanas, recorrían más terreno de lo que ellos cinco hubiesen podido en años enteros. Además, tenían el convencimiento de que, si Stoke estaba en algún rincón de las tierras del supremo rey, sus hombres acabarían por descubrirlo.
Así pues, esperaron.
Pero… ¿y si la infernal criatura no se hallaba en el país?
Siguió el verano, y los cinco alargaban más y más sus cabalgadas. Argumentaban hacerlo para ejercitar sus monturas, pero lo que en realidad deseaban era alejarse todo lo posible de Pendwyr, del fastidioso encierro y del carácter artificial de la ciudad. Había días en que el mal olor, el ruido y el agolpamiento de gente los agobiaban, y Gwylly y Faeril tenían la sensación de no poder respirar en profundidad.
Al buccan le resultaba imposible no comparar Pendwyr con el valle de Arden, donde los elfos vivían dedicados al arte y a la literatura, a trabajar los metales, a crear alhajas, al cultivo de las flores y a criar diminutos árboles y cosas por el estilo; donde sus habitantes habían formado elegantes jardines a base de piedras, con arroyuelos y cristalinos estanques llenos de relucientes peces. Según Riatha, no era raro que un elfo necesitara un siglo o más, antes de decidir el emplazamiento de una piedra o una flor concreta, o de un arbusto.
Asimismo, Gwylly comparaba el comercio de la ciudad con el cultivo de granos y el cuidado de los jardines y la cosecha de frutas y bayas, con el pastoreo del ganado, la cría de aves de corral y otras cosas.
El warrow encontraba muy insípido el estilo de vida de la gente de Pendwyr.
Ciertamente le parecían admirables muchos adelantos, pero en conjunto prefería la vida llevada en Arden.
Por consiguiente, y como todos sus compañeros, se rompía los cascos en busca de una solución, de la manera de dar con Stoke. Inútilmente, pero aun así seguía intentándolo el buccan.
Fue Faeril quien, al final, sugirió no contentarse con aguardar a que un guardián del reino tuviese noticia de cualquier fechoría cometida por un hombre de ojos amarillos, sino actuar de otra forma.
Los dos warrows estaban en la biblioteca. Gwylly estudiaba, y Faeril ansiaba averiguar algo sobre la adivinación, ya que todavía llevaba en su estuche de hierro el cristal envuelto en seda, si bien no había vuelto a realizar experimentos con él.
—Mira esto, Gwylly.
La damman le tendió un polvoriento volumen.
El buccan lo tomó y lo depositó sobre la mesa.
Oráculos, leyó en voz alta, personas que revelan conocimientos divinos, personas a través de las cuales habla un ser divino, lugares en los que las deidades revelan de este modo conocimientos secretos o propósitos de los dioses.
Gwylly posó la vista en Faeril.
—Sigue —dijo esta.
A través de los tiempos, tanto los mortales como los inmortales han buscado respuestas a cuestiones referentes a lo desconocido e imponderable. Se afirma que, en ocasiones, alguna deidad dio respuesta a una pitonisa o un sacerdote; a veces de manera directa, a veces por medio de un elegido. Dicen que los dioses expresan sus contestaciones en forma misteriosa, ya que prefieren no dar explicaciones claras.
Hay quien asegura que los dioses responden mediante cosas como el susurro de las hojas de un roble, el aullido del viento en una caverna, el vuelo de los pájaros, la forma de las nubes, los desvaríos de los locos o los hechizados, los zigzagueos de los rayos y el retumbar de los truenos, los retorcimientos de los intestinos de pájaros y otros animales sacrificados, el poner en orden unos naipes barajados al azar…
Gwylly alzó los ojos del libro.
—No me extraña que las respuestas sean oscuras.
Faeril señaló un párrafo.
—Aquí, Gwylly. Lee esta parte.
El buccan volvió a dedicar su atención al polvoriento tomo.
Entre las más famosas localizaciones de oráculos figuran: el templo de Alinia en la selva de Uthana, destruido en la era segunda por los Vudaro March; el laberinto de Byllian, en Odor, ahora desaparecido bajo las aguas del mar Hyrigio; el templo de Pythia, en Frigia, declarado fraudulento por Ramis V; el robledal de Gelen, cuyas profecías tenían fama de exactas, aunque las manifestaciones divinas se acabaron al morir el último sacerdote de Rēudēun; y, en cuanto al legendario Círculo de Dodona, situado en el bosque de Kandra, parece ser que se hundió entre las arenas del Karoo. Decíase que los dioses de Dodona contestaban a todo el mundo, y que sus presagios, aunque oscuros, eran infaliblemente certeros.
Faeril volvió dos páginas del libro e indicó otro pasaje.
—Ahora lee esto.
Estimulado por las leyendas que hablaban de su sorprendente exactitud, el príncipe Juad de Vancha capitaneó, en la era segunda, una expedición al Karoo en busca del perdido Círculo de Dodona, pero ni de él ni de quienes lo acompañaban se supo nunca nada más.
El padre de Juad, el rey Carlon el Sabio, envió una segunda expedición al Karoo para averiguar la suerte corrida por su hijo y traerlo de nuevo a Vancha, si aún vivía, o regresar con los restos en caso contrario. Mas también ese segundo grupo desapareció.
El rey Carlon ya no organizó más expediciones, convencido de que los nómadas del desierto estaban en lo cierto al afirmar que un horrible monstruo ocupaba ahora el corazón del Karoo, el lugar donde se suponía ubicado el Círculo de Dodona.
Gwylly miró a Faeril.
—¿Y qué significa todo esto para ti, dammia?
Faeril frunció los labios, pensativa.
—Sencillamente, Gwylly, que hace ya un año que llegamos a Pendwyr y… ¿qué resultados hemos obtenido? El propio comandante Rori cree que Stoke no se encuentra en las tierras registradas por los guardianes del reino. De esta manera, nunca sabremos nada. Si Stoke dispone del mundo entero como refugio, necesitamos otro modo de buscarlo. Si lo escrito aquí es cierto y pudiéramos hallar ese Círculo de Dodona, quizá descubriésemos su guarida.
—Y Aravan podría recuperar la espada —añadió Gwylly—. Pero no sé, Faeril… Dice el libro que aquel sitio se perdió. Y ya lo ves: quienes quisieron encontrarlo, desaparecieron también.
—Comprendo que tienes razón, mi buccaran —suspiró Faeril—. Sin embargo…
—Hablemos de ello con los demás —propuso Gwylly—. Cualquier cosa será mejor que perder el tiempo en Pendwyr.
—¿Dodona, allá en el bosque de Kandra? ¡Escuchad! Para construir el Eroean utilicé maderas especiales de todas partes del mundo. Una de ellas era kandras, y me dijeron que sólo existía en dos lugares: en el Karoo y en el reino de Thyra. Incluso oí comentar que las arenas del Karoo habían cubierto el último bosque de kandras, por lo que me dirigí a Thyra. No obstante, en un viejo mapa del Karoo está señalado un punto donde crecían los árboles llamados kandras. Yo ignoraba que, quizá, Dodona quede cerca.
—¿Conservas ese mapa? —preguntó Riatha.
Aravan contestó con un lento gesto afirmativo.
—En el Eroean. Confío, empero, en que nos sirvan tus mapas, Riatha, ya que recuerdo dónde existía esa madera. De no conseguirla yo en Thyra, estaba decidido a ir al Karoo, y ya había pensado en el modo de localizar los árboles.
—Voy en busca de los mapas —dijo Riatha enseguida.
Apenas salida ella del cuarto de Aravan, donde se habían reunido, Urus gruñó:
—¿Crees tú en la existencia de Dodona?
El elfo se encogió de hombros.
—Cuando vine de Adonar por vez primera, Dodona ya no era más que una leyenda.
A Faeril se le alargó la cara.
—¡Oh! ¿Significa eso que todo es sólo un cuento?
—No, pequeña. No quiero decir tal cosa. Todos los países tienen historias de antiguas ruinas, de ciudades perdidas, de viejos templos milagrosos y de castillos de belleza incomparable, de civilizaciones desaparecidas, de escondidos tesoros y fabulosas riquezas, de misteriosas tradiciones y de mil otras maravillas. Casi siempre se trata de leyendas, pero también hay cosas que son verdad o, por lo menos, tienen un origen real.
»En mis viajes a bordo del Eroean, era frecuente que fondeásemos en alguna parte para viajar tierra adentro en busca de la evidencia de una leyenda. Muchas veces no descubríamos nada, pero otras… ¡caramba! ¡Qué aventuras corrimos yo y los miembros de mi tripulación!
»Así pues, no me atrevería a afirmar que Dodona sólo es producto de la imaginación, mas tampoco puedo asegurar que se trate de algo real. Todo cuanto digo es que sé en qué parte del Karoo parecía haber kandras.
Faeril miró a Gwylly, pero el buccan se limitó a menear la cabeza.
—Quizá, mi dammia, quizá no exista ese Círculo de Dodona, o tal vez sí. El libro bien habla de él, y… ¡Espera, Aravan! También dice que unos nómadas del desierto habían visto a una horrible criatura en aquella zona. ¿Qué habrá de verdad en toda la historia?
Aravan volvió hacia arriba las palmas de las manos.
—¿Quién puede saberlo, Gwylly? Sobre el Karoo circulan muchas fábulas. Yo sólo conozco unas cuantas. Cuentos de djinn y afrit, de pozos embrujados y oasis llenos de demonios, del esqueleto de la Muerte montado en un enorme camello negro, de grandes gusanos cuyos colmillos contenían veneno, de chacales de fuego e infernales perros surcando los aires, de escorpiones del tamaño de caballos, de espantosos monstruos escondidos en las dunas y que, de pronto, se transformaban en remolinos de viento cargados de arena; de fantasmas y espectros y alucinantes serpientes…
»Siempre se han difundido historias semejantes, tanto en un reino como en otro; en ocasiones, ciertas; en otras, no. Mis tripulantes y yo nos enteramos de muchas, que en su mayoría resultaron falsas. Alguna vez, en cambio, tuvimos suerte de escapar con vida.
En aquel momento regresó Riatha con sus mapas, que desenrollaron encima de la mesa y sujetaron en sus extremos con dagas y pesos y otros objetos que hallaron en la habitación.
Riatha y Urus se inclinaron sobre los pergaminos, apoyándose en las manos, mientras que Gwylly y Faeril se pusieron de pie en sus sillas para verlos mejor. Aravan indicó un punto.
—¡Aquí! ¿Os fijáis en este espolón de los montes Talâk? Pues seguid una línea recta hasta el horcajo formado por la confluencia de los ríos Hailé y Pilar. A medio camino —detalló el elfo, golpeando el mapa con el dedo— es donde, según tengo entendido, crecen los kandras.
Urus utilizó su pulgar como escala.
—¡Hum…! Tres mil kilómetros a través del mar de Avagon, y setecientos de camino por el Karoo. Eso representaría unas dos semanas de navegación —dijo, con un gesto aprobatorio por parte de Aravan—, más doce o trece días de viaje por tierra. Podríamos llegar en el plazo de un mes, aproximadamente. Y, en el caso de no encontrar nada, tardaríamos otro mes en volver.
El baeran hizo una pausa, pensativo, mientras todos los demás estudiaban el mapa.
—Yo sería partidario de intentarlo —declaró al fin, y mirando al buccan agregó—: Como Gwylly opinó, cualquier cosa es preferible a esperar inactivos en Pendwyr.
Urus recorrió con la vista a sus compañeros, en busca de consenso. Riatha estaba conforme, e igualmente se declararon de acuerdo Faeril y Gwylly. Aravan se dirigió sonriente al baeran.
—¿Cabalgaste alguna vez en un camello? Barcos del desierto, los llaman, y su manera de andar se las trae.
Lord Leith les proporcionó un barco y fondos para la expedición, y el comandante Rori les asignó, además, dos guardianes del reino como acompañantes: Reigo, un joven vanchiano de veintiocho o veintinueve años de la ciudad de Portho, menudo y delgado, de ojos oscuros y cabellos negros, y Halid, de unos treinta y tres años de edad, también moreno y algo más alto, de nariz ganchuda y procedente de la isla de Gjeen. Ambos habían sido elegidos por su estatura, complexión, color de ojos y formación. Vestidos debidamente, podían pasar por nativos, y los dos hablaban kabla, lengua predominante entre los del Karoo.
Seis semanas transcurrieron antes de que todo estuviera a punto, ya que el barco había tenido que ser reparado en el astillero. Pero, llegado el equinoccio de otoño, el Bello Vento partió por fin de la bahía de Hile hacia el desértico puerto de Sabrá, al borde mismo del Karoo.
Cuando Faeril vio desaparecer en el horizonte el promontorio de Pendwyr, un cúmulo de nubes cubrió el sol y ennegreció el mar, cosa que hizo sentir un súbito escalofrío a la damman.