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PEREGRINAJE

Primavera y verano del año 5E988

(El presente)

Durante cuatro días cabalgaron Aravan, Riatha, Urus y los warrows sin perder de vista el gran pantano de Khalian, aquella enorme extensión cenagosa que medía más de doscientos kilómetros desde su borde septentrional hasta su extremo sur. Cosa de setenta y cinco kilómetros más abajo se hallaba el Pantano Menor, del cual partía el río Venn, cuyas aguas nacían en el Muro Siniestro e iban a parar al gigantesco fangal mediante muchos afluentes que se dispersaban por las dos vastas ciénagas para encauzarse al fin y salir de allí como una sola corriente. Apenas pasada la mina abierta a orillas del Venn, se encontraba la aldea de Arask, lugar donde los cinco viajeros esperaban poder comprar ponis para los warrows, ya que, como había dicho Gwylly, «las mulas son buenas bestias de carga, pero para mí prefiero un poni». Además confiaban en conseguir un caballo más resistente para Urus, ya que el que ahora lo llevaba apenas podía con su peso. Por consiguiente, el grupo debía detenerse a descansar con frecuencia, o todos iban un rato a pie para dar un poco de alivio a la montura del baeran, que había de cargar con los ciento cuarenta kilos de este.

Después de atravesar la localidad de Stoneford, situada al oeste de Inge y al norte de los pantanos, ya no habían encontrado más caseríos ni aldeas en su camino, con excepción de alguna granja solitaria y un par de cabañas de cazadores y tramperos. En cada una de ellas, los viajeros hacían un alto y hablaban con sus habitantes en espera de conseguir alguna información referente al posible paradero de Stoke, pero sin resultado. Continuaron, pues, en dirección al sur, a través del terreno suavemente ondulado, avanzando diez o doce leguas al día.

La primavera se había desplegado del todo, y los árboles empezaban a echar hojas. Algunos lucían incluso flores: los manzanos y perales, los cerezos y melocotoneros. Entre los pétalos zumbaban las abejas en busca de néctar y polen, y, cuando habían reunido tanto como podían transportar, desaparecían.

Era el cuarto día de mayo cuando llegaron a Arask; diez jornadas de viaje desde que habían partido de Inge, a casi quinientos kilómetros de distancia por la ruta elegida.

—Aquí permaneceremos de uno a tres días —gruñó Urus—. Los animales necesitan descanso, y nosotros también.

Preguntaron por una posada y los enviaron a una llamada El Buey Rojo, que se hallaba en la calle principal. Mientras instalaban en la cuadra a las monturas, el mozo les informó que, en efecto, podrían adquirir ponis, aunque el precio sería alto.

—Para un poni, entiéndase…

También había caballos grandes en venta, pero faltaba saber si serían suficientemente veloces. En cualquier caso, esos asuntos tendrían que esperar, porque lo más urgente para los viajeros era conseguir habitaciones, poder darse un baño, comer caliente y tomar una o dos jarras de cerveza.

Cuando aquella noche cenaban, Faeril comentó:

—Gwylly y yo salimos a pasear un poco y, junto al muelle, vimos varias embarcaciones atracadas. Nos preguntamos entonces si no llegaríamos antes a Pellar por la vía fluvial.

—Pues sí —contestó Aravan—. Pero en tal caso tendríamos que dejar atrás nuestras monturas, porque yo también me fijé en esas barcas, y son demasiado pequeñas para transportar los caballos, las mulas y los ponis que podamos comprar.

Gwylly alzó la vista de su trozo de cordero.

—¿Y?

—Además, si tuviéramos noticia de dónde para Stoke, sin las monturas tardaríamos mucho más en llegar… Salvo, claro está, que también el barón estuviese en el río, cosa muy improbable.

—¡Ah, entiendo…! —respondió el warrow, que a continuación se introdujo en la boca otro pedazo de pan empapado de salsa.

Se quedaron dos días más en Arask, donde saboreaban la rica comida caliente, dormían en blandos lechos y, para asombro del posadero y de los empleados, se bañaban a diario. Ampliaron sus provisiones y escogieron un robusto caballo para Urus y dos musculosos ponis a los que Faeril puso enseguida nombre. Uno se llamaría Pata de Hierro, y Arremetedor el otro. Porque, según la damman, sería indigno montar una bestia innominada. Aparte de ello, Pata de Hierro había necesitado herraduras nuevas, y Arremetedor había hundido de una coz la puerta de la cuadra al acercársele Urus, aunque luego bastaron unas palabras del baeran para calmarlo.

Pasaron los cinco muchas horas inclinados sobre los mapas de Riatha, estudiando las posibilidades que se les ofrecían y cuál sería el mejor camino para llegar a Pellar. Urus calculó las primeras alternativas y recorrió sobre las hojas las diferentes rutas.

—Aquí, en Arask, podemos pasar el río hasta Aralan y seguir después el Venn durante un trecho, para apartarnos de él en este punto, donde tuerce hacia el oeste, y volver a encontrarlo donde hace otra curva para pasar por la garganta que existe entre los montes Skarpal y la sierra de Bodorian, para dirigirnos al puerto de Thrako, que da al mar de Avagon. Desde allí, navegamos hasta Pellar. En total, unos mil doscientos o mil trescientos kilómetros hasta el mar, y luego otro viaje de doscientos, aproximadamente. Dado el terreno que deberemos atravesar con nuestros caballos, ponis y mulas, necesitaremos cinco o seis semanas para ello, y después, por mar…

Urus miró a Aravan con una ceja levantada.

—Depende del barco, de cuándo zarpe, de su ruta, del número de escalas y de cuánto tiempo permanezca en los diferentes puertos —contestó el elfo—, pero al menos hay que contar una semana o dos y, como mucho, uno o dos meses…

El baeran emitió un gruñido ante la respuesta del elfo.

—¡Uf! Entre ocho y quince semanas, pues… Nos llevará de julio a setiembre.

Aravan hizo un gesto afirmativo.

—¿Y si cruzásemos aquí río, el Hanü? —preguntó Faeril.

El elfo alzó la vista.

—Yo lo pasé una vez, de camino hacia los montes Skarpal. Aquí cerca —señaló— hay un vado.

Gwylly examinó el mapa.

—¿Y qué opináis de los otros caminos?

El dedo de Urus recorrió de nuevo la hoja.

—Podemos seguir el Venn hasta Vorlo, en Garia, donde se le une el río Ulian, y cabalgar hacia el este y después hacia el sur, rodeando los montes Skarpal para llegar a Dask, puerto del Mar Interior, donde nos tocaría esperar que un barco nos llevara… Primero al mar de Avagon y, después, a Caer Pendwyr. Por tierra tendríamos que recorrer… —y Urus utilizó el largo de su dedo pulgar como medida— unos mil setecientos o mil ochocientos kilómetros y luego otros mil ochocientos por mar. En este caso, el terreno es más llano, de modo que cabalgaríamos unas ocho semanas, y el viaje por mar duraría entre…, entre una semana y dos meses, ¿no? —preguntó Urus, de cara al elfo.

—Eso mismo —contestó este.

El baeran suspiró.

—De julio a setiembre, lo mires como lo mires.

Gwylly indicó el mapa y, con vivos gestos de la cabeza, dijo:

—En vez de dirigirnos a Dask, podríamos ir a Rhondor. Siempre quise conocer Rhondor, la ciudad de los mercaderes.

Urus sonrió.

—Me parece bien, siempre que haya forma de cruzar el río Storcha. La distancia es casi la misma.

Faeril trazó entonces un camino desde Rhondor a Caer Pendwyr.

—Calculo que habrá casi tres mil kilómetros a campo traviesa. Sí vamos a caballo, y con las bestias de carga…

—Yo realicé ese viaje en tres semanas —intervino Riatha—. Había guerra, y las monturas estaban totalmente agotadas al término de la jornada. Para nosotros, yo recomendaría contar con seis o siete semanas.

—¿Y si no logramos cruzar el Storcha? —inquirió Gwylly, pero él mismo dio la respuesta—. ¡Ya lo tengo! Podríamos navegar por el Mar Interior desde Dask hasta Rhondor…

—En conjunto, pues —retumbó el vozarrón de Urus—, unas catorce o quince semanas en el caso de poder vadear el Storcha, y algo más si eso no fuera posible. Por consiguiente, llegaríamos a Caer Pendwyr en agosto o setiembre.

Aravan se encogió de hombros.

—De todos modos tendremos que esperar al supremo rey, porque él llega más tarde.

Urus consideró las alternativas. Finalmente dijo:

—El plan de Aravan es el que promete alcanzar antes Caer Pendwyr. Embarcamos aquí hasta Aralan y, una vez allí, cabalgamos en dirección a Thrako, donde tomamos pasajes para Pendwyr.

La cara de Gwylly reveló decepción.

—¡Con la ilusión que me hacía visitar Rhondor! Pero supongo que nos conviene interesar cuanto antes por nuestro caso a los Hombres del Reino. Vayamos, pues, a Thrako.

Cuando los cinco dejaron Arask, Gwylly condujo a su poni Arremetedor a la balsa transbordadora. Faeril hizo lo mismo con Pata de Hierro y detrás iban Riatha, Aravan y Urus, que llevaban sujetos por las riendas a sus caballos, a los que, a su vez, habían atado las mulas. Y, no obstante ser de madrugada, el pueblo entero acudió a verlos partir. No querían perderse el espectáculo de los dos warrows de ojos como piedras preciosas, de la elfa de la voz de plata, del poeta elfo y del enorme baeran.

El transbordador era grande, y fue suficiente un viaje para pasarlos a todos a la otra orilla. Los balseros cantaban mientras tiraban de la gruesa cuerda. Aravan pagó el portazgo —unas monedas de poco valor— y, seguidamente, los cinco emprendieron la marcha a través de Aralan, siempre a lo largo de la ribera.

Se encaminaron hacia el sudeste, a veces alejándose algo de la corriente para ahorrarse los grandes meandros, pero sin perder de vista el Venn, que de día les servía de guía, y cuando viajaban de noche se orientaban por las estrellas.

El recorrido diario era de unos cuarenta y cinco kilómetros por aquellas tierras suavemente onduladas. El grupo descansaba con frecuencia para dar un respiro a los animales, que entonces comían el grano transportado por las mulas. A pesar de ser ponis, a Pata de Hierro y Arremetedor no les costaba mantener el paso, ya que eran de una robusta raza montañesa, procedente de la sierra de Bodorian, allá en el país de Alban. Cubrían cuarenta y cinco kilómetros al día, pues; unas diez leguas de sol a sol, y de noche acampaban en los llanos de Aralan o junto al río. A medida que descendían hacia el sur, los días resultaban más templados y las noches menos frías, y tanto las monturas como las bestias de carga empezaron a desprenderse de su invernal pelo lanudo, llenando de vedijas las almohazas. Poco a poco, el mundo reverdeció y se llenó de flores. Brotaban hojas de los árboles, y la hierba perdía su color amarillento para adquirir un jugoso tono glauco. Por todas partes corrían arroyuelos; pájaros surcaban los cielos, unos para seguir un largo vuelo, mientras que otros se establecían en aquellos alrededores para emitir sus llamadas de apareamiento, desafiando a cualquier intruso. Era frecuente ver marmotas y liebres, y de cuando en cuando aparecía también una zorra. Y los señores del aire —halcones, gavilanes y alguna que otra águila— se deslizaban a gran altura o describían amplios círculos sobre las llanuras para dejarse caer de repente y atrapar a sus víctimas.

Al cabalgar por aquel mundo que renacía, los ojos de los warrows refulgían de placer y sus sonrisas eran continuas. Gwylly y Faeril se llamaban de manera constante, deseosos de compartir la primavera. También Riatha sonreía entonces en silencio, y su mirada buscaba a Urus, sólo para encontrarse con que, igualmente, él fijaba la vista en ella.

Siete días después de dejar Arask, la senda seguida por los compañeros se fue apartando del curso del río Venn, que torcía un poco hacia el oeste, mientras que los cinco continuaron a campo traviesa en dirección sudoeste. Finalmente, y cuando se adentraron más en los campos de Aralan, dejaron de ver el bosque que bordeaba el río.

Transcurrió otra semana y el grupo cruzaba todavía la exuberante pradera. Súbitas y grises lluvias primaverales barrían la zona de oeste a este. Cuando esto sucedía, los viajeros tenían que aguantar el gélido chaparrón sin otra protección que sus chubasqueros, porque allí no había selvas ni espesuras donde refugiarse, ni tan sólo lo necesario para levantar un rudimentario cobertizo. Tampoco se veía ni la menor señal de civilización. Faltaban por completo las cabañas de cazadores, las chozas de troncos que utilizaban los tramperos, las construcciones auxiliares de las granjas e, incluso, las tiendas de los caminantes.

De hecho, hacía nueve días que no veían a nadie. Su último contacto con el mundo civilizado había tenido efecto con el solitario arrendatario de una pequeña alquería y su familia. Los elfos, Urus y los warrows habían aceptado una comida y la ocasión de dormir en el diminuto granero. El establo era demasiado reducido para acoger a todos los animales, por lo que únicamente habían alojado en él a los caballos, más necesitados de comodidad que los ponis y las bestias de carga.

Además, y como dijo Gwylly, a Arremetedor no le gustaba verse encerrado.

Pero eso había sido nueve días atrás, a casi cien leguas de distancia.

El día se había puesto gris cuando llegaron a la carretera de Landover, antigua vía comercial aún en uso, si bien no vieron ni una sola caravana de mercaderes de un horizonte al otro, ni tampoco se cruzaron con ningún andariego.

Llevaban ahora unos quince días y seiscientos cincuenta kilómetros de camino, desde Arask, cuando doblaron hacia el sur para pasar por la garganta existente entre la sierra de Bodorian y los montes Skarpal. El cañón desembocaba en su primera meta, la ciudad portuaria de Thrako, también a unos seiscientos cincuenta kilómetros en línea recta, quizás algo más por la ruta que pensaban seguir. La carretera de Landover marcaba, aproximadamente, la mitad de camino entre el Pantano Menor y el mar de Avagon. Pero, aunque habían avanzado ya mucho en lo que a los kilómetros se refería, ahora el terreno era bastante más escabroso, por lo que calcularon que tardarían tres o cuatro semanas en llegar al puerto. No obstante este retraso, continuaron adelante con el propósito de vadear el río Hanü, y los caballos, los ponis y las mulas de carga seguían imperturbables bajo los plomizos cielos.

Gradualmente, la rasa por la que pasaban se transformó en una serie de onduladas colinas en las que empezaron a aparecer espesos matorrales y árboles. Desde lo alto de los cerros pudieron distinguir, en el oeste, las cumbres de los montes Skarpal, grises picachos que surgían abruptos de las llanuras de Garian.

Estaban ya a últimos de mayo, y tanto las noches como los días eran agradables. La fronda había llegado a su máximo esplendor y, al cabalgar por los verdes bosques, los cinco tuvieron la sensación de que todos los infortunios habían cesado. Suaves brisas soplaban entre las hojas, las aves canoras lanzaban al aire sus trinos para gozo de quien los oyera; bajo la maleza y la broza corrían, entre crujidos, algunos animales, y otras criaturas se movían por las ramas de los árboles, parloteando como si protestaran de la presencia de aquellos intrusos. En un arroyo se cruzaron con una cierva y su cría, mas nadie tuvo el valor de matar a los venados, por muchos días que hiciera que la carne no enriquecía sus platos.

Por fin, un anochecer alcanzaron el río Hanü. El crepúsculo descendía sobre la selva cuando decidieron acampar en la orilla cubierta de musgo. Junto a ellos, el agua gorgoteaba su eterna canción. Al salir la luna y derramar su luz sobre la tierra, vio a Gwylly y Faeril sentados uno frente al otro con las manos enlazadas, cantándose dulcemente en twyll.

Riatha los contempló y, luego, miró a Urus. «¡Nunca ames a un mortal!». Para que no se notara que tenía llenos de lágrimas los plateados ojos, se levantó y se internó en la negra espesura. Urus, por su parte, la siguió con la vista mientras el corazón le latía con fuerza.

«Soy un Maldito —pensó, y apretó tanto los puños que los nudillos se le pusieron blancos—. ¡Soy un Maldito!».

El hombretón se apartó también del grupo, aunque en dirección contraria a la tomada por Riatha. A cierta distancia río arriba, bajó hasta el borde del agua, donde un remolino había formado una charca. La mente de Urus era una vorágine que giraba como aquel recodo del río iluminado por la luna. El baeran se quitó la ropa. Tenía los hombros anchos, el estómago plano, las caderas estrechas, y todo él era fuerte, musculoso. Se había repuesto por completo de la terrible permanencia en el glaciar. Saltó al agua de cabeza, con lo que a su alrededor se formó una cadena de argénteas burbujas, y el helor del río eliminó de él toda duda, toda confusión. Lo supo con claridad: «No podrá ser nunca, porque soy un Maldito».

Nadó por debajo de la superficie hasta que el arenoso fondo pareció alzarse. Urus emergió en silencio, siempre envuelto en las burbujas que ascendían hacia la luz de color de platino.

Y allí en la orilla, desnuda, se hallaba Riatha. Una maravillosa figura de alabastro y ébano y oro.

Urus quedó paralizado. La elfa resultaba tan encantadora que apenas se sentía capaz de contemplarla, pero al mismo tiempo no podía apartar la vista. Le faltaba el aire, y el corazón le rugía en los oídos. Permaneció Urus en el agua, que le llegaba hasta la cintura, chorreándole todavía el torso. Esbelta y divina, Riatha se internó en el cristalino remanso y avanzó hacia él, fulgurantes los ojos y temblorosa de emoción la voz:

Vi chier ir, Urus. Te amo. ¡Cielos, no sabes cuánto te amo!

Con el pulso tremendamente alterado, el baeran dio un paso adelante y estrechó contra sí a la elfa. A la luz de la luna la besó con ternura y luego hambriento, al estallar en él un deseo que recorrió ardiente todas las fibras de su cuerpo. También a Riatha le cantaba el corazón de felicidad, y un milagroso fuego llenó sus senos y su regazo. Urus la tomó en brazos y la sacó del río para depositarla sobre la suave capa de musgo de la orilla. La elfa, a su vez, atrajo hacia sí al hombre y ambos cuerpos se encontraron y fundieron, olvidados todos los problemas de mortalidad y maldición.

Faeril y Gwylly despertaron al percibir, de madrugada, el canto de los pájaros que anunciaba la llegada de un nuevo día y también, sin duda, los derechos territoriales de diversas aves. El buccan, tendido de espaldas, escuchaba los gorjeos y, en vez baja, imitaba algunos de ellos. Faeril se incorporó apoyada en un hombro y lo hizo callar con un beso. Seguidamente, al estirarse, interrumpió de súbito uno de sus movimientos e indicó a Gwylly, con un gesto, que mirara. El warrow se sentó a su lado y vio a Riatha acurrucada contra Urus, que la mantenía abrazada. Los dos dormían aún. Aravan se ocupaba de alimentar el pequeño fuego con ramas y restos de madera, pero parecía muy pensativo.

La damman le susurró a Gwylly:

—¿Te das cuenta? ¡Ya lo decía yo!

El buccan alzó las manos y contestó:

—¡Mi querida dammia! Hasta uno tan duro de mollera como yo tuvo que comprender que estaban enamorados. Lo que no entiendo es por qué tardaron semanas y semanas en… Creo que nunca lo sabré.

Faeril miró a Gwylly, cuyos ojos del color de la esmeralda bebieron el dorado tono ambarino de los de ella.

—¿Semanas y semanas? ¿Semanas y semanas? —repitió la damman—. ¡Ay, mi buccaran! ¡Si están prendados uno del otro desde hace más de mil años!

La repentina comprensión puso asombro en el rostro de Gwylly, que se dejó caer de nuevo sobre la manta, murmurando:

—¡Claro! Tienes razón, dammia. Soy aún más zoquete de lo que pensaba.

Faeril se levantó de un salto y tiró de la mano de su buccaran para hacerlo poner de pie. En aquel momento, Riatha se agitó y abrió los ojos. Iba a enderezarse, pero Urus la agarró fuertemente. La elfa sonrió y dio media vuelta para quedar otra vez de cara a él y lo besó, primero de manera suave y después con entusiasmo. El baeran parpadeó y la miró.

—Tomemos un poco de té, Aravan —pio Gwylly, acercándose al fuego.

El elfo esbozó una risita que redujo la preocupación reflejada en su frente, aunque sin borrarla del todo.

Cuando Aravan hubo puesto el pote al fuego, Gwylly retrocedió por la musgosa orilla hasta donde se hallaba Faeril y se echó agua a la cara.

—Aravan parece triste.

La damman le entregó un pequeño trozo de tela.

—Sí, y no sé por qué. No creo que sea por estar celoso…

—¿Celoso?

—Sí, Gwylly, celoso.

—¿De Urus y Riatha?

Faeril meneó la cabeza, asombrada ante la ingenuidad de su buccaran, sin darse cuenta de que, en el fondo, ella también lo era.

—En efecto, Gwylly. Celoso de Urus y Riatha. Pudiera ser que Aravan estuviese enamorado de Riatha, pero no lo creo, porque tengo la impresión de que la considera una jaian, una hermana. Quizá lo inquiete el hecho de que una elfa y un humano se quieran, mas tampoco me parece probable que Aravan juzgue indignos de los elfos a los humanos. Tal vez lo angustie eso de que Urus se transforme a veces en oso y que sea lo que llaman un Maldito. Pero ni siquiera creo que sea ese el motivo de su actitud.

Gwylly se volvió hacia el fuego.

—Quizá lo apena no tener un amor.

—No —replicó Faeril—. En tal caso, lo habría afectado ver nuestro cariño.

Gwylly sonrió y besó a su dammia.

—El amor se ve por todas partes, ¿no? ¡Ah, bien pudiera ser eso! Que sólo para él no lo hay…

—No, Gwylly. Tal cosa no encaja con Aravan. Presiento que se trata de algo completamente distinto, pero… ignoro de qué.

Durante todo el día buscaron el vado que atravesaba el río Hanü, pero no dieron con él hasta la puesta del sol y, en vez de cruzar la corriente con tan poca luz, prefirieron aguardar a la mañana siguiente y acampar en un claro. Como cada día, dieron de comer y beber a los animales, almohazándoles aquellas zonas donde se apoyaban las sillas y las alforjas, para que no quedasen nudos de pelo que luego, con el roce, pudieran causarles llagas.

Acabó de oscurecer mientras cenaban y, después, Riatha y Urus desaparecieron en la espesura, deseosos de intimidad. Aravan los siguió con la vista.

De nuevo observó Gwylly el desasosiego en la cara del elfo y, con la intención de ponerlo de mejor humor, preguntó:

—¿Cómo conocías la existencia de este vado, Aravan?

El elfo parpadeó y sacudió la cabeza como si quisiera alejar lejanas imágenes.

—¿Este vado…? —contestó a la vez que removía el fuego—. El hombre de ojos amarillos al que persigo es uno de los que asesinaron a Galarun y robaron la Espada del Alba en tiempos de la Gran Guerra del Veto. Desde entonces recorro el mundo en busca de hombres que tengan los ojos amarillos. Quiero dar con él para vengarme y recuperar la espada. Para cumplir una promesa.

»Milenio y medio atrás, en el año 4E1461, me llegaron los rumores de que por las regiones del oeste andaba un tipo de esas características. Yo me encontraba en las islas de Mayar, muy distantes por cierto, y, aunque nadie sabía por qué parte del oeste andaba el nombre, partí en su persecución, preguntando a toda persona que veía.

»En Jēung oí un nombre. “Ydral”, me susurró alguien. “Ydral, el de ojos amarillos…”. Si en realidad es ese Ydral a quien busco, es cosa que no puedo afirmar, pero fui tras él.

»Una estación siguió a la otra, y yo continuaba mi camino hacia el oeste, siempre atento a cualquier murmullo, atento al nombre de Ydral.

»“En Hurn” musitaron algunos. “En Alban”, bisbisaban otros. Asimismo hubo quien susurró que el individuo estaba en Garia, y yo avancé más hacia el oeste, siempre en pos de los rumores.

»Atravesé la sierra de Bodorian en el año 4E1466 y descubrí este vado. Cinco años hacía que había oído hablar de la presencia en el oeste de un hombre de ojos amarillos, y cuatro habían transcurrido desde que alguien había mencionado el nombre de Ydral.

»Me encaminé a Garia, y a caballo crucé el río Venn, que pasa al oeste de aquí, para penetrar en los montes Skarpal en busca de una fortaleza que, según decían, se hallaba en lo más profundo de la cordillera. Cabalgué por parajes desolados. Los campos se veían abandonados, y las viviendas estaban vacías, como si sus habitantes hubiesen tenido que huir para salvar la vida.

»Supuse que Ydral era la causa de la fuga, y seguí adelante, más empeñado que nunca en encontrar el reducto de que hablaban los rumores.

»Finalmente di con la fortaleza, pero también estaba desierta, aunque por algunos detalles deduje que allí habían vivido seres humanos, si bien esos mismos detalles delataban asimismo el paso de los rûpt. La destrucción era general: edificios en ruinas, pozos sucios… Y todo lo que podía arder había sido incendiado.

»Me figuro que el demonio de ojos amarillos, sea quien sea, se ha aliado con los spaunen y los impulsa a llevar a cabo los actos más salvajes. Esto me consta, ya que era él quien capitaneaba a los rûpt cuando Galarun fue asesinado y nos robaron la espada. La fortaleza que yo vi estaba totalmente destruida, sin duda alguna por los spaunen y… por orden de Ydral, quien, y siempre según los rumores, había residido allí. Y, pese a no ser más que una hablilla, quizás, y no tener yo ninguna evidencia de ello, ya que no hay pruebas, sigo convencido de que fue Ydral el que habitaba la fortaleza de Garia.

»Adónde se iría, es cosa que no sé.

»Cabe la posibilidad de que ese barón Stoke sea Ydral. Pero cuando intenté ver confirmadas mis sospechas, resultó que su fortaleza de Vulfcwmb había sido derruida por los drimmen, e incendiada su mansión de Sagra… —explicó Aravan, y la frustración confirió un oscuro tono a su voz—. Si Ydral es el hombre de ojos amarillos al que busco, si es el mismo barón Stoke, o actúa de acuerdo con él…

El elfo se golpeó la palma de la mano izquierda con el puño derecho, contraído el rostro de rabia. Gwylly y Faeril retrocedieron instintivamente, y, cuando Aravan se dio cuenta, abrió el puño, dejó que se relajaran sus manos y, poco a poco, recobró la serenidad.

La damman le tocó el brazo.

—¿Estás bien? —preguntó.

Aravan estrechó con ternura su pequeña mano.

—Sí, Faeril. No me sucede nada. Siento haberos asustado. Simplemente es que… ¡llevo tanto tiempo tras el asesino de Galarun y la Espada del Alba! Y lo único que encuentro son sombras y cuchicheos…

Gwylly ladeó la cabeza, centelleantes sus verdes ojos.

—¿De veras confías en encontrar esa espada? Quiero decir que… hace miles de años que la buscas, y… quizá se haya perdido para siempre y tus esperanzas sean vanas.

Aravan respiró hondo.

—El augurio de dara Rael referente a la Espada de Plata me permitió confiar, y Faeril me animó aún más, ya que no sólo contamos con la profecía de Rael, sino también con la de tu dammia.

Gwylly se echó hacia atrás, sorprendido, y Faeril abrió desmesuradamente los ojos.

—¿Mi profecía? ¡Si yo nunca…!

Pero entonces, la damman recordó haber caído a través del cristal.

Aravan la miró sonriente.

—Rael dijo:

Luminosas alondras y centelleante espada de plata

traídas aquí al amanecer…

»Y tus palabras fueron:

Jinete de lo imposible

e hijo de lo mismo,

como buscador

viajará por los planos…

»¿No veis los dos una relación entre ambas cosas?

El buccan meneó la cabeza, y Faeril puso hacia arriba las palmas de sus manos.

Aravan tomó aire.

—Mi interpretación no tiene por qué ser acertada, dado que, con frecuencia, las predicciones son misteriosas y… arriesgadas. Uno puede creer que significan una cosa cuando, en realidad, quieren expresar algo totalmente distinto. Sin embargo, insisto en que hay una relación entre ambas profecías, porque transportar de madrugada la Espada de Plata requiere una Cabalgada del Amanecer de Adonar a Mithgar, como profetizó Rael. Pero el camino está interrumpido. En consecuencia haría falta un Jinete de lo Imposible, un peregrino de los planos, y eso es, justamente, lo que indica tu profecía, Faeril.

Ahora asintieron ambos warrows, y Gwylly dijo:

—Piensas, pues, que la Espada de Plata y la Espada del Alba son una misma cosa, y que las palabras de mi dammia encajan perfectamente con las de Rael…

Al elfo le hizo gracia la actual facilidad de expresión del buccan.

—Así es, muchacho.

Faeril miró a Aravan e inquirió:

—Pero… ¿cómo hay que entender eso del «hijo»?

El elfo rio.

—¡Ay, pequeña! Si lo supiéramos, tendríamos el mundo a nuestros pies, porque seríamos capaces de verlo todo.

A la mañana siguiente vadearon el Hanü para internarse luego en la garganta que separaba la sierra de Bodorian, a la izquierda, de los montes Skarpal, a la derecha. El terreno, accidentado, dificultaba su avance. Cabalgó el grupo entre las estribaciones de las cordilleras y escarpados picachos, o por boscosas zonas inclinadas hacia un lado u otro, hasta el extremo de tener que desmontar de cuando en cuando y retroceder a pie para encontrar un camino más practicable. Con frecuencia, también, necesitaban hacer un alto para que los animales descansaran. Además, el tiempo no los favorecía, porque llovió dos días seguidos, y las pendientes quedaron resbaladizas y, en ocasiones, demasiado inseguras para los caballos, aunque las mulas y los ponis tal vez hubiesen podido continuar, ya que parecían de paso más firme que los corceles.

Al tercer día se aclaró el cielo, si bien el empapado suelo constituía todavía un riesgo. Entrada la tarde de la jornada siguiente llegaron a un marcado declive bajo el cual corría un río. Era el Venn que, después de describir un extenso rodeo hacia el oeste y el sur, iba hacia su desembocadura en el mar de Avagon. Y ellos volvían a encontrarlo. Al otro lado del Venn se hallaba Garia, hacia el oeste, y al este de la orilla por la que viajaba el grupo quedaba Alban. Delante y detrás se elevaban enormes montañas, entre las que serpenteaba el río en dirección al sur.

Siguieron el curso del Venn, pues, a veces por la orilla, a ratos por el agua, allá donde la corriente era poco profunda, dado que resultaba más cómodo que cabalgar entre las escarpadas rocas que la bordeaban. El agua caía de las alturas en forma de cascadas, vivos torrentes se precipitaban laderas abajo para mezclarse ruidosamente con el caudal del Venn. Y, cada vez que los viajeros aprovechaban el curso fluvial para avanzar, Gwylly arrojaba un sedal cuyo cebo consistía sólo en una pizca de galleta. Aun así logró atrapar tres peces, cosa que divirtió sobremanera a Faeril.

Urus y Riatha cabalgaban como si estuviesen encantados, y habríase dicho que la misma naturaleza aprobaba su compromiso, ya que los días eran frescos y las noches templadas, y parecía que los pájaros entonasen cantos de alegría para ellos solos. Y que hasta los animales del bosque y del río celebraran su amor, deteniéndose a mirar a la elfa y el baeran y dejándose ver a su vez: nutrias que se deslizaban sobre el barro; castores situados en sus estanques de los afluentes por ellos cerrados, chapoteando contentos; nobles ciervos, que luego se alejaban de un salto; ardillas que chacoteaban en los árboles… ¡Qué maravilla! Todo tan idílico, sereno… Las penas habían desaparecido del mundo. Al menos, eso creían los amantes.

Aravan, en cambio, iba silencioso.

Durante siete días siguieron el curso del río, pero llegado el octavo se apartaron de su lecho porque el Venn volvía a torcer hacia el oeste y ellos debían atravesar las estribaciones de la sierra de Bodorian para encaminarse directamente a la ciudad portuaria de Thrako. De repente cambió el tiempo y soplaron unas furiosas tempestades primaverales, proyectadas contra el interior por el mar de Avagon. Dos días enteros tuvieron que permanecer agazapados bajo el saliente de un risco, aguantando el azote de la lluvia y el viento, así como los zigzagueantes rayos que estallaban peligrosamente cerca, seguidos de sobrecogedores truenos. Poco descanso tuvieron allí, porque su principal trabajo consistía en evitar que los animales se desbocaran de miedo.

Pasada la tormenta, continuaron acampados otros dos días. Necesitaban reponerse. Pero cuando amanecía de nuevo reanudaron el camino serpenteando entre colinas y peñascos. Procuraban avanzar por valles y lechos de río, siempre por los senderos menos difíciles. Aun así, el viaje era agotador y había días enteros en que sólo conseguían hacer quince kilómetros. No obstante, ellos seguían adelante, a ratos montados y, en otros momentos, conduciendo a los animales a través de la espesa majeza y de zarzales, empinadas cuestas arriba y abajo. No siempre resultaba sencillo encontrar atajos que salvaran los riscos y les permitieran dejar atrás angostos cañones. Con frecuencia se preguntaban si no habría sido mejor atenerse al río Venn por mucho que torciese hacia el oeste. Al menos, el camino no habría presentado tantos obstáculos y, aunque más largo, habría sido más cómodo. Sin embargo no retrocedieron. Estaban ya muy metidos en la ruta elegida y, según el mapa de Riatha, les faltaba poco para superar lo peor. Por fin, las colinas se redujeron y, detrás de ellas, apareció una extensa llanura. Siguieron en dirección sur, si bien giraron luego hacia el oeste para llegar de nuevo a una zona ondulada que ya sólo distaba del puerto unos ciento cincuenta kilómetros.

Cuando acamparon aquella noche, Aravan y Riatha entonaron canciones de los elfos a la vez que hacían invocaciones, y todos marcaron los pasos de la solemne danza cantada por la elfa —Aravan, Gwylly, Faeril, Urus y la propia Riatha—, moviéndose al compás de la melodía para celebrar así el solsticio de verano.

Durante los próximos tres días comenzaron a ver señales de civilización: granjas, rebaños de ovejas y otro ganado, campos en los que crecía el grano, carreteras y vías comerciales, chozas, cabañas y alguno que otro caserío, hasta que finalmente se hallaron en Thrako, población portuaria de unos cinco mil habitantes. Una enormidad, en opinión de los warrows.

Era el veinticuatro de junio.

Veinte días les tocó aguardar antes de poder embarcar con rumbo a Caer Pendwyr. Un carguero procedente de Hoven, llamado Orran Vamma —lo que en la lengua hovenia significaba «Delfín Dorado», aunque el panzudo bajel no se parecía en nada a esos esbeltos habitantes de los mares—, los transportaría finalmente, con los animales y todo, a la bahía de Hile, perteneciente a Pellar, y atracaría en el puerto de Pendwyr. A Faeril le hizo gracia, porque le recordaba aquel knorr fiordlandés, el Hvalsbuk o «Vientre de Ballena», y observó que también Gwylly sonreía.

La cosa fue que el día catorce de julio subieron a bordo del Vamma para zarpar en dirección a Pellar.

El Orran Vamma surcaba perezoso las aguas costeras y, por lo visto, se detenía en cada puerto para cargar o descargar, y el capitán Ammor, un corpulento cincuentón muy jovial, no cesaba de comerciar y comprar y vender.

Avanzaban muy despacio, pues, si es que aquello podía considerarse avanzar. Navegaron costa de Garia abajo y por los estrechos existentes más allá de las Islas de Piedra, lugar del que se decía que nada medraba en él, y en el que se alzaban unas misteriosas figuras de piedra que, según algunos, eran obra de brujería, mientras que otros opinaban que el mar y el viento las habían esculpido. En cualquier caso, las islas tenían muy mala fama, ya que en épocas pasadas habían servido de escondrijo a numerosos piratas que atacaban a sus víctimas desde las innumerables calas.

Pasaron el estrecho canal que conducía al Mar Interior, pero sin internarse en la gran extensión de agua que no era dulce ni salada, sino pegándose a las costas del mar de Avagon.

Recorrieron a continuación el litoral de Riamon del sur, deteniéndose aquí y allá.

Fue durante esta parte del viaje cuando Gwylly y Faeril descubrieron el motivo de la tristeza de Áravan. Una estrellada noche de verano, cuando el buccan y la damman paseaban por la cubierta, llegaron a la proa del Orran Vamma, y allí estaban los dos elfos hablando quedamente en su propia lengua.

Vio alo janna… Digo simplemente, Riatha, que Urus es un mortal y, en consecuencia, la tragedia caerá sobre vosotros cuando…

—Cuando él envejezca y yo no, ¿verdad? —replicó ella con amargura, la desesperación reflejada en sus ojos—. ¿Te imaginas que no pensé en eso, Aravan? ¡Durante más de mil años me martirizó ese problema!

El elfo tomó su mano.

—Lo sé, dara, lo sé. Pero eres para mí como una jaian, Riatha, y no quisiera verte con el corazón destrozado.

—Como te sucedió a ti en Rwn…

Sus palabras fueron una confirmación, y no una pregunta.

Aravan bajó apenado la cabeza.

Los warrows permanecieron allí unos momentos más, mientras las aguas lamían chapaleantes la proa y el casco. Por último volvió a hablar Aravan:

—Hay algo más, Riatha. Puede llegar la hora, en nuestra persecución del monstruo de ojos amarillos, en que tengas que elegir entre la vida o la muerte de tu amado, y entre la vida o la muerte de otros: los waerlings, tú o yo, por ejemplo. De todos los que podamos vernos en peligro. En Rwn, yo escogí un camino ¿Cuál escogerás tú, dara? ¿Lo sabes?

Al ver que Aravan soltaba la mano de Riatha y se alejaba a grandes zancadas, Gwylly y Faeril retrocedieron hasta las sombras. Riatha permaneció allí de pie, observando las fosforescentes olas, pero ni el buccan ni la damman pudieron figurarse cuáles eran sus pensamientos. Al cabo de un momento, también ellos se retiraron, dejando a la elfa en su solitaria vigilia.

Por fin llegaron a las costas de Pellar y penetraron en la bahía de Hile, una pequeña rada rodeada de altos acantilados que alcanzaban una treintena de metros.

Los edificios de la ciudad se apiñaban sobre el alargado y abrupto promontorio que protegía la bahía. En la punta de ese promontorio, y sólo separado de él unos quince metros, se alzaba un escarpado islote cuya superficie quedaba al mismo nivel que la población y estaba ocupada por un castillo: Caer Pendwyr. Detrás de la fortaleza asomaban otras dos islas de la misma altura y cuyas paredes caían igualmente a plomo. Encima se veían unos edificios, aunque no se podía distinguir lo que albergaban, y nadie de a bordo indicó para qué servían.

El Orran Vamma atracó junto a otros barcos de cabotaje ya mediada la tarde. Faeril y Gwylly, Aravan, Riatha y Urus, así como los ponis, los caballos y las mulas, bajaron a tierra cuando el crepúsculo ya envolvía la bahía.

Poco a poco, el grupo enfiló la carretera de los acantilados, que llevaba a la ciudad de Pendwyr, y se alojó en La Aguja de Plata.

Era ahora el diez de agosto.

Habían iniciado el viaje en la noche del primer día de primavera, ciento cuarenta y dos jornadas atrás, y habían viajado desde el Gran Glaciar del norte, situado en el lejano Muro Siniestro, hasta esa posada de Pellar: casi cuatro mil quinientos kilómetros en total. Sin embargo, el propósito de la odisea todavía no había sido logrado y quizá ni siquiera se consiguiese, porque dependía de un favor que tenía que ser concedido en el gran castillo del supremo rey, a algo más de un kilómetro de distancia, y consistía en el cumplimiento de una promesa hecha por un niño hacía mil treinta y siete años.