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LÓGOI TÔN NEKRÔN

Primavera del año 5E988

(El presente)

Stoke contemplaba el viejo sarcófago, fijos los amarillos ojos en los consumidos restos que aquel contenía. Podridas vestimentas cubrían la marchita carne. Las esqueléticas manos que agarraban un cetro aparecían cruzadas sobre el pecho del cadáver. La reseca piel, de color terroso a consecuencia de los incontables años transcurridos, se extendía tensa sobre el rostro de hundidas mejillas, con lo que la calavera parecía revestida de oscuro y arrugado pergamino. Vacías cuencas miraban hacia arriba, negros agujeros ciegos, y los amarillentos dientes asomaban entre unos momificados labios de forzada sonrisa. A un lado se hallaba la rota tapa del sepulcro de piedra, hecha añicos la figura de un caballero esculpida encima. La débil y oscilante luz de una antorcha arrojaba inquietas sombras por toda la cámara, en la que unas negras bocas indicaban las entradas de un sinnúmero de galerías que surcaban las catacumbas. Los driks y los ghoks aprovecharon la escasa claridad para procurar no ser descubiertos, asustados como estaban, y buscaron refugio en la palpitante tenebrosidad, porque ignoraban qué sucedería después.

Sólo quedaban siete chēunsdriks y ghoks— y cinco vulpen o vulgs. En conjunto, Stoke había iniciado su viaje a través de la tempestad de nieve con veintisiete chēuns y siete vulpen. De ese grupo, veinte chēuns y cuatro vulpen se habían separado en el cañón de salida para tender una emboscada a los perseguidores, continuando los restantes siete chēuns y tres vulpen con el barón, no obstante la ventisca, muy atentos a dejar unas huellas que atrajesen a los enemigos. Pero la trampa había resultado un desastre, ya que la cegadora nevada nocturna no permitía ver nada a los encargados de la asechanza, con lo que quince chēuns y dos vulpen habían sido liquidados. Y, de los cinco chēuns supervivientes, uno había muerto a consecuencia de una cuchillada recibida en el terrible combate, mientras que a los otros cuatro les aguardaba un espantoso fin a manos del propio Stoke, al enterarse este de que habían fallado en su misión. Únicamente seguían con vida dos vulpen, los favoritos del barón. Así pues, Stoke sólo contaba a su alrededor con siete chēuns y cinco vulpen.

Habían escapado de sus perseguidores gracias a pasar por debajo de una montaña hasta un escondido valle e internarse luego por otra galería subterránea, siempre en dirección al sur. Los túneles estaban en pésimas condiciones, dados los constantes terremotos de la zona, y a los fugitivos les caían piedras encima. En dos ocasiones habían tenido que perder días enteros para abrirse camino entre los pedruscos, y los habituales seísmos amenazaban con hacer derrumbarse sobre ellos montañas enteras. Sin embargo, habían sobrevivido a la aventura, viajando de noche por la superficie y, de día, bajo tierra. Después de salir por fin del Muro Siniestro, habían evitado pasar por el pueblo de Inge, ya que Stoke no quería dejar señal de la dirección que tomaba. El pantano de Khalian no quedaba lejos, y el barón se había adelantado con sus vulpen, dejando atrás a los driks y ghoks, que tuvieron que enfrentarse a los horribles habitantes de la ciénaga. Durante el día, los chēuns se habían escondido debajo de sucios montones para que no les diera el sol, pero en cambio encontraron asquerosas sanguijuelas. Mil ciegas bocas ansiosas. Hasta dos noches después de entrar en el pantano no llegaron a las antiguas ruinas del castillo, donde a toda prisa se ocultaron en las mazmorras y catacumbas existentes debajo, lugar en que ya aguardaban Stoke y sus vulpen.

Ahora estaban todos en aquella negra cripta.

De sus piernas chorreaba el agua al suelo, formando allí charcos, porque, aunque la tenebrosa cámara se hallaba seca cuando ellos rompieron el sello para penetrar, los pasadizos anteriores estaban inundados de agua cenagosa; pegajoso légamo cubría las paredes, del techo caían gotas, y unos seres sólo vistos a medias escapaban serpenteantes de la mortecina luz de las antorchas. Una vez abierta la cripta con gran violencia y visto el sarcófago que contenía, el barón había alzado sin ayuda la maciza tapa para dejarla caer al suelo, donde se hizo pedazos. Ahora, Stoke permanecía inclinado sobre el cadáver y pronunciaba unas palabras misteriosas, porque sólo un muerto podía explicarle lo que deseaba saber.

La frente del barón revelaba tremenda concentración.

Ákouse mè! —retumbó su voz al ordenar al muerto que lo escuchara.

Cerrando sus manos de largos y huesudos dedos, Stoke insistió de manera imperiosa:

—Peísou moî!

El sudor asomaba ya a sus labios cuando gritó:

—Idoû toîs ophtalmoîs toîs toû nekroû!

Con ello le mandaba al muerto que viese lo que sólo los ya no vivos podían ver: visiones más allá del tiempo y del espacio.

Stoke canalizaba furiosas energías a través de su persona. Tenía la frente chorreante de sudor cuando ahora tronó:

—Idoû toùs polémious toùs emoùs toùs mè nùn diokóntous!

Pretendía que el muerto mirase a través del espacio en busca de los enemigos que los perseguían. La sal le irritaba los ojos, sin embargo el barón no se los limpió, porque hacer tal cosa hubiera significado perder peligrosamente el control de sí mismo. En consecuencia, su monótona voz ordenó:

—Heurè autoús!

A Stoke le rechinaban los dientes de tanto esfuerzo, pero aun así continuó las apremiantes frases:

—Tôn páton tôn autôn heurè!

El muerto debía descubrir la senda seguida por el enemigo.

Con el cuerpo y las manos temblorosas, el barón bramó:

—Eipè moî hò horáei!

Quería que el muerto le revelara lo que veía.

Todo Stoke se sacudía, ya que tan arcana labor requería unas fuerzas superiores a las que cualquiera hubiese poseído.

—Anà kaì lékse!

Ahora exigía que el cadáver se levantara y hablase.

Stoke estaba totalmente mojado de sudor y tenía los músculos agarrotados, los ojos parecían salírsele de las órbitas y su mente exigía alivio a gritos cuando el monstruo chilló por último:

—Egò gàr ho Stókos dè kèleuo sé!

De pronto, la cámara se llenó de extraños y débiles gemidos que parecían proceder de una legión de distantes voces agónicas, y el cadáver se movió.

Los driks y los ghoks retrocedieron horripilados. Hasta los vulpen que vigilaban los túneles parecieron encogerse de miedo. Y Stoke, cuyos amarillos ojos ardían con una luz espectral, volvió a exclamar:

—Anà kaì lékse; egò gàr ho Stókos dè kèleuo sé!

Una arrugada mano se alzó y quedó agarrada a un lado del sarcófago de piedra, produciendo con ello una pequeña nube de polvo. La quebradiza carne se desprendió hacia atrás. Despacio, vacilante, la otra mano buscó también el borde del ataúd, y el cetro, súbitamente suelto después de milenios de sujeción, rodó al fondo de la tumba. Las rasgadas ropas se desintegraron, dejando a la vista los momificados brazos. Unos dedos esqueléticos asieron el borde entre crujidos de los secos huesos. Repitiéronse los gemidos en masa y, entonces, aunque de modo inseguro, el muerto se incorporó muy poco a poco, y todo en su cuerpo se desmigajó con el esfuerzo: la avellanada carne, los cartílagos y tendones y los huesos… Logró sentarse la momia al fin y, lentamente, aunque con un escalofriante rechinar de las vértebras, volvió su cabeza de calavera, siempre tensos y estirados los marchitos labios que permitían ver aquella amarillenta dentadura, y fijas las vacías cuencas de los ojos en quien lo había llamado. Al abrir la boca el cadáver, se pulverizó todavía más la apergaminada carne, y un horripilante coro llenó la cripta como una sola voz. Los chēuns gimotearon amedrentados mientras buscaban un lugar al que huir. Y las voces se expresaban en un lenguaje que los driks y los ghoks no entendían.

Pego an vilar… ¿Por qué…, por qué…, por qué… me has sacado de mi sueño? Sacado de mi sueño…, sacado de mi sueño…, sacado de mi sueño…, sacado de… —resonó el alucinante coro que tan pronto musitaba como siseaba, y en el que tan pronto aparecían nuevas voces como se desvanecían otras, que aumentaban y disminuían de volumen, subían y bajaban: unos murmullos sobre otros, y todos inquiriendo…, inquiriendo…, inquiriendo…

Stoke respondió en la misma lengua, en un idioma perdido para todos, salvo para quienes nunca estaban dispuestos a dejar sepultados a los muertos: los sabios de la antigüedad, que sólo buscaban los conocimientos por el placer de poseerlos, y aquellos que ahondan en el prohibido arte de la psukhomanteía, de la nigromancia. Para estos, tales lenguas resultan a veces… útiles.

—No intentes rehuirme, muerto. ¡Haz lo que exijo de ti! ¡Dime dónde están los enemigos qué me persiguen!

Las negras cuencas continuaban fijas en el barón, sin que los amarillos ojos de este vacilasen. Finalmente, entre los crujidos de huesos y del reseco pergamino que se partía, el cadáver volvió la cabeza, indagador. Miró hacia el noroeste y, luego, sólo un poco hacia arriba. Una miríada de susurrantes voces contestó algo, cuyos angustiados ecos llegaron herrumbrosos, vagos, confusos, como si incontables seres bisbiseantes avanzasen apiñados, hablando todos a la vez por la misma boca, cada cual ansioso de que lo oyeran y, al mismo tiempo, describiendo distintos sucesos, lo que causaba una terrible confusión.

—… Desollar… cuatro siguen… uno sigue… quemado… tres… perforados… demonio…

Stoke permanecía atento al predominante murmullo, que apenas se distinguía del de la multitud, aunque su mentor, Ydral, le había advertido antaño: «No te fíes demasiado de las palabras de un alma muerta, ya que, para quienes ya no viven, el tiempo nada significa. Ellos ven el pasado, el presente y el futuro como una sola cosa. Salvo que el psukhómantis, el nigromante, tenga la voluntad y la energía y la resistencia, así como el poder necesario para aclarar algo, las voces de los muertos sólo dicen, por regla general, cosas de escasa utilidad para quien los invoca, porque pueden dar un mensaje destinado a otra persona. Debes prestar la máxima atención, para encontrar al verdadero portador de lo que tú esperas. Si eres capaz de reconocer esa voz, puedes obtener palabras de gran valor, como me sucedió a mí al descubrir por tal medio que un elfo sería mi desgracia. Concéntrate y procura dominarte bien. En caso contrario, lo que te digan puede conducirte al desastre».

Obediente, Stoke escuchaba con gran esfuerzo, tratando de elegir una voz entre los innumerables e inquietos susurros. ¿Cuál sería la que le transmitía el codiciado mensaje? Toda la tétrica cámara estaba llena de murmullos y bisbiseos.

Por fin, el barón creyó distinguir una voz que parecía sobresalir, una que quizá perteneciese a aquel cadáver.

—Tus enemigos… se hunden… enanos logran… dos elfos… ella cortará… dos personas pequeñas… cuidado con la lanza larga… se rompe el arma… y un hombre oso… acampan al borde de un gran pantano… desolladuras… caen troncos… un pantano… bala de plata… daga de plata… nunca había visto…

Stoke se echó a reír.

—¡Ah! De modo que mis enemigos acampan al borde de un gran pantano, que tú no habías visto antes. ¡Es este lugar, imbécil! Mira a tu alrededor y fíjate en lo que se ha convertido tu gran reino.

Entre incontenibles gemidos, el cadáver volvió la cabeza y, cuando los secos tejidos del cuello se transformaron en polvo, la terrosa carne se desprendió de los descoloridos huesos. Las vacías cuencas parecieron mirar a través de las pétreas paredes, a través de la tierra, y ver la maraña y la porquería y las podridas aguas que había más allá.

¡Aaaay…! —chillaron las voces de los innumerables condenados, cuyos horripilantes ecos invadieron la cripta.

Los driks y los ghoks se retrajeron aterrorizados, unos apretándose contra las paredes, otros corriendo a refugiarse en los oscuros túneles. Hubieran querido huir, mas tampoco se sentían capaces de ir a parar a las negras catacumbas. Los vulpen lloriqueaban, encogidos de miedo, pero no abandonaron a su amo.

A Stoke lo divertían aquellos temores, aunque no encendieron sus malvados instintos de infligir dolor, de desollar, de… empalar.

—¡Basta! —rugió—. ¡Contesta a mi segunda pregunta! ¿Adónde se encaminan mis enemigos?

Un sinnúmero de sollozos y gemidos brotaron de la abierta boca, mas no hubo otra respuesta.

Harto, Stoke se sirvió nuevamente de la lengua de la psukhomanteía, la nigromancia, para ordenar a tôn nekrôn, el muerto, que respondiera:

—Tôn páton, autôn heuré!

Poco a poco, el coro de lamentos se redujo. Y por último, como si buscase algo, el cadáver giró la cabeza con fuerte rechinamiento de las vértebras, a la vez que se desmigajaba la restante carne marchita, mientras miles de voces susurraban:

—Cerco de Gûnar… Gron… valle de Arden… Fiordland… Vancha… Rian… Tierras Agrestes…

La cabeza del muerto giraba todavía entre crujidos, desintegrándose. Finalmente, el cadáver dirigió la vacía mirada hacia el sur, y las voces se hicieron oír con renovados bríos:

—… Karoo… Garia… Pellar… Sarain… Chabba…

Pero lo que le interesaba a Stoke era percibir la voz del verdadero portador del mensaje, y oyó:

—Hacia el sur… hacia el oeste… hacia el norte… hacia el este… viajan… a caballo… en barco… a una gran ciudad… desierto… caserío… selva… donde un supremo rey… vidente… oráculo… en la orilla del mar Boreal… océano de Weston… Grimmere… mar de Avagon

Stoke aspiró siseante el aire entre sus apretados dientes.

—¡Vuelve a hablar! —exigió el barón—. ¿Para qué diantre buscan al supremo rey?

El cadáver no contestó.

Egò gàr ho Stókos dè kèleuo sé! —le ordenó Stoke.

De manera gradual, la desecada cabeza del muerto se movió hasta clavar las negras cuencas en el hombre de ojos amarillos, y, como antes, lo hizo con escalofriante ruido de huesos y horrible desprendimiento de piel.

Sonaron miles de huecos susurros.

—Te he dado todo cuanto debía… cuanto debía… debía… Ahora, tú intentas llegar más allá… más allá… de lo que querías cuando me llamaste… me llamaste… me llamaste… No está… está… en mi poder pedir… pedir… pedir… más… Me voy ya… me voy… me… voy… me… me

Los espectrales susurros se apagaron para no volver a producirse.

Los ojos de Stoke centellearon de rabia, pero estaba exhausto y no le quedaban fuerzas para exigir obediencia. Tardaría semanas enteras en recuperarlas.

Contemplando furioso los marchitos restos que tenía delante, exclamó:

—¡Pues entonces caerás de nuevo al negro abismo en que moran las almas de los muertos!

Y su voz reanudó la salmodia del encantamiento:

—Pése pálin eis tôn keuthmòn tôn mélanta éntha oikéousin hai psukhaì hai tôn nekrôn!

Pronunciadas estas palabras, el cadáver se desmontó entre espeluznantes crujidos, rotos los huesos, arrancadas las ropas y la piel, revueltos y desprendidos los tejidos. Una bullente nube de polvo llenó de súbito la cripta, y algunas motas fueron a posarse sobre el ya olvidado cetro, cuyo símbolo de poder ya no era ni siquiera un recuerdo.