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UNA LARGA CAMINATA

Primavera del año 5E988

(El presente)

Cuando partieron, el buccan iba a lomos de un gran oso pardo, que también había cargado con dos mochilas, atadas de modo que colgasen una a cada lado. Al oso no le hacía gracia llevar tanto peso, pero comprendía que era necesario, ya que Gwylly había sufrido una herida grave y, si bien su curación hacía buenos progresos, el buccan aún sentía dolor al respirar hondo y no podía andar largo rato por la gruesa capa de nieve. En consecuencia, el oso le hacía de montura.

Habían transcurrido trece días desde el combate. Trece días desde que Faeril había sido mordida por el vulg y desde la cuchillada recibida por Gwylly, y trece días, asimismo, desde la suposición de dónde podía esconderse Stoke. Y, al levantar el campamento aquella mañana para iniciar el largo viaje hacia el sur, una sensación de fracaso y desaliento pesaba sobre los hombros de todos, cuyas caras estaban sombrías y tristes. Mas nadie pensaba en abandonar la busca ni en rendirse. Al contrario: los cinco se sentían impulsados a seguir adelante y derrotar de una vez al monstruo. Dos de ellos iban obligados por lo sucedido en tiempos remotos y por una promesa hecha entonces. Los otros tres, por unos lejanos acontecimientos ocurridos milenios atrás y, a la vez, por la venganza que se proponían llevar a cabo. A todos, pues, los empujaba el destino.

Incluso al oso.

En el consejo celebrado la noche anterior, Riatha había desenrollado los mapas. Todos ansiaban adivinar la meta de Stoke…

A escasa distancia se encontraban los restos de la Guarida del Dragón, un volcán cuyo estallido lo había dejado todo en ruinas.

—Demasiado inestable —comentó Riatha—, porque yo pasé por allí con frecuencia y pude comprobar cómo tiembla la tierra. Todos los antros están a punto de derrumbarse.

Hacia el septentrión se extendía el Gran Glaciar del norte, encima del cual estaba el monasterio.

—No me parece probable que Stoke vuelva a ese lugar —señaló Urus—, dado que fue donde nosotros lo vencimos. Pero quizá más al norte…

Aravan hizo un gesto negativo.

—No. Tampoco. Más allá sólo hay páramo apenas poblado, y aun eso únicamente en verano, cuando los aleutianos llegan con sus manadas de renos.

Riatha trazó en uno de los mapas la ruta que debían seguir.

—Las huellas iban hacia el sur…

Gwylly indicó con el dedo una zona oscura de la hoja.

—¿Qué es esto?

—El pantano de Khalian —contestó el elfo—. Un sitio donde, mucho tiempo atrás, ocurrieron cosas horribles.

Faeril alzó una ceja.

—¿Cosas horribles?

—Sí. Ya te las contaré en otra ocasión, Faeril, porque nuestra tarea es ahora la de anticiparnos a los planes de Stoke, y no estamos para recordar historias.

—Pero si ese pantano es un lugar tan espeluznante, probablemente el barón se haya escondido en él…

—Bien pudiera ser, en efecto. Mas incluso en tal caso sería muy difícil descubrir su paradero. ¡Fíjate! —agregó Aravan, recorriendo el mapa con un dedo—. El pantano abarca unas cuarenta o cincuenta leguas, de norte a sur, y veinte de este a oeste. Es un laberinto lleno de posibles guaridas. Además, el suelo no conserva las huellas, porque el lodo vuelve a llenarlo todo enseguida. Las pisadas desaparecen apenas dejadas. Y, por último, Stoke sabe que vamos detrás de él. De no ser así no habría preparado la emboscada. Creo, por consiguiente, que se alejará mucho de estos andurriales antes de hacer un alto, y, cuando volvamos a tener noticia de alguna salvajada suya, esta se habrá producido… —y Aravan señaló el mapa— en sitios bien remotos. Nunca tan cerca como el pantano.

No del todo convencida, Faeril echó una nueva mirada al mapa.

—Al este se encuentra el Bosque del Lobo.

—No, Faeril —intervino Riatha—. Stoke no se dirigiría allí, porque es donde vive Dalavar, el mago lobo, con sus draegas y otros seres parecidos. La maldad se mantiene apartada de esas selvas, porque Dalavar no la tolera.

Gwylly abrió mucho los ojos.

—¿Los draegas?

—Son lobos plateados, Gwylly —respondió el elfo—. Enemigos de los rûpt y, sobre todo, de los vulgs. Se vieron atrapados en el Plano Medio, o Mittegarda, al producirse la Separación. Exiliados para siempre, salvo en el caso de que puedan encontrar suficiente gente de Höhgarda que les indique el camino y conozca el canto y sepa conducir a casa a cada uno de ellos, porque forman una manada muy unida y jamás abandonarían a uno de los suyos.

Constituía aquello otra interesante historia, y, aunque Gwylly se moría de curiosidad por conocerla, comprendió que no era aquel el momento. Todos volvieron a dedicar su atención al mapa.

Riatha señaló dos áreas.

—Aquí está el Skög…, y esto es el Pantano Menor.

Urus gruñó iracundo y pasó una mano a lo largo y lo ancho de la hoja.

Hèl! El Muro Siniestro lo abarca todo. Se extiende miles de kilómetros hacia el este y el oeste. Stoke prefiere siempre las montañas.

—De ser así —intervino Faeril—, también veo muchas montañas en los mapas de Riatha: las Rimmen en Riamon; los Skarpal en Garia; los Montes Grises de Xian; los Gronfang y la cordillera de Rigga, que lindan con Gron… Aquí, más abajo, el cerco de Gûnar, y ahí aparecen los picos de Jillian. Luego, allá están las colinas de Brin, los Cerros Rojos y los Montes de las Señales y…

Urus lanzó un gruñido al mismo tiempo que se ponía de pie.

—¡Stoke! —bramó de cara a las montañas, que le devolvieron un potente eco.

La frustración se reflejó en el rostro de Riatha, dado que el escondrijo del barón podía hallarse en cualquier parte del amplio mundo.

Faeril les había leído el párrafo del diario que hacía referencia a la antigua promesa del príncipe Aurion, y todos estaban decididos a pedir ayuda al supremo rey…

Así pues, continuaron su camino hacia el sur. Dos elfos, dos warrows y un oso.

Aquel día anduvieron unos treinta kilómetros a través de la densa capa de nieve. El oso era el encargado de borrar las huellas, y los cinco avanzaban serpenteando entre los rocosos macizos del Muro Siniestro, guiados por Riatha, que ya había visitado con frecuencia el Gran Glaciar del norte cuando Urus se hallaba atrapado en aquella grieta de los hielos eternos.

Para dirigirse al sur habían tenido que describir un arco hacia el oeste. La elfa deseaba llegar a la aldea de Inge, perteneciente al país de Aralan, donde podrían descansar y recuperarse y, además, adquirir monturas para cubrir la distancia que todavía los separaba del supremo rey. Y, al emprender de nuevo el camino, la tierra tembló bajo sus pies, ya que las ruinas de la Guarida del Dragón se hallaban en medio de las montañas que tenían delante.

Riatha encendió un pequeño fuego con la leña que Urus y Aravan habían reunido en el soto que los rodeaba. Mientras se calentaba el agua para el té, Urus echó una mirada a las estrellas.

—No parecen haber cambiado mucho durante los siglos que pasé dormido —gruñó—. Me cuesta creer que hayan transcurrido mil años. Diría que fue ayer cuando seguimos a Stoke al monasterio. Explícame qué ocurrió en el ancho mundo mientras yo permanecía encerrado en el hielo, Riatha.

La elfa se acuclilló.

—Ignoro lo que pudo pasar en el mundo entero, Urus, ya que viví largos años en el valle de Arden, alejada de los humanos y los enanos, y también de los waerlings… Sin embargo, se produjeron dos grandes desastres mientras tú dormías en el glaciar.

»Unos cuarenta años después que tú arrastrases a Stoke al fondo de la grieta, estalló una gran guerra…

—¡La Guerra de Invierno! —exclamó Gwylly.

—Exactamente, diminuto amigo —asintió Riatha—. La Guerra de Invierno. El mago Modru consiguió un emblema de gran poder, la Piedra de Myrken, y con ella cubrió el mundo de una tremenda oscuridad. Al menos, casi todo.

»Yo me encontraba entonces en Riamon, luchando con los humanos y los elfos para liberar a los enanos de Mineholt del norte, que estaban asediados por una de las hordas de Modru. Aravan…

El elfo alzó la vista del fuego.

—Yo navegaba entonces por el mar de Avagon, en lucha contra los piratas.

—Eso mismo —dijo Riatha, a la vez que echaba hojas de té al agua hirviente—. Tu pueblo, Urus, peleaba en la Muralla Siniestra, allá encima de la isla de Delon, siempre en busca de cobijos de los spaunen, cuyas puertas cerraban para siempre. Por lo menos, eso era lo que la gente creía.

El propio Urus había guerreado en aquella zona, largo tiempo atrás.

—Entonces, ese es el motivo por el cual se reunieron antaño los wrgs: se preparaban para la Guerra de Invierno.

—En efecto. Aunque nadie más que Modru lo sabía en aquel momento —indicó Riatha.

—Habladle de Tuckerby Orillabaja —pidió Faeril—. Fue el héroe de la Guerra de Invierno, porque destruyó a Modru y todos sus proyectos sin ayuda de nadie. ¡Oh, y además, Urus, Tuck era un warrow!

Aravan sonrió.

—¿Que lo hizo todo solo, pequeña? ¡No del todo! Contó con la ayuda del supremo rey y de los vanadurianos de Valon, por no mencionar ya a los elfos de Arden y a los humanos de Wellen, que defendieron el paso de Kregyn del acoso de las hordas enemigas.

Faeril estaba de acuerdo, pero agregó:

—No obstante, Tuck fue la clave del triunfo y, como declaró después el supremo rey, todo cuanto hicieron los demás fue apoyarlo.

Gwylly sonrió satisfecho y estrechó la mano de la damman, diciendo con sereno orgullo:

—¡Y era un warrow!

—¿Conque Modru murió? ¡Vaya noticia! —exclamó Urus, contento, ya que lo que para él resultaba nuevo, para sus compañeros era de sobra conocido.

Tendió su taza a Riatha, que la llenó de té y, además, le dio una galleta. El hombre se puso cómodo y expresó el deseo de obtener más información.

—Me interesa esa Guerra de Invierno. Empezad por el principio y contádmelo todo.

Conversaron hasta muy entrada la noche. Riatha se extendió sobre el gran conflicto y aquel negro día del final, sin omitir detalle. Pero al cabo se acostaron todos menos el encargado de la guardia. A cada cual le tocó un turno, a lo largo de las horas de oscuridad.

Durante todo el día siguiente continuaron hacia el sur. Los temblores de tierra se hicieron más violentos. En la lejanía percibieron el retumbo de un trueno, y unos negruzcos penachos se elevaron al cielo.

Al oso no le gustaban nada aquellas sacudidas del suelo ni el tronar que llegaba desde el sur. Gruñía constantemente y lo oliscaba todo y, cada vez que el pequeño ser montado en sus espaldas descabalgaba, el animal se erguía, miraba a su alrededor y lanzaba un grito. Sin embargo, no asustaba a lo que agitara la tierra, del mismo modo que los seísmos no lograban ahuyentar al oso.

Aquella noche, Riatha habló del siguiente conflicto grave —la Guerra de Drimmendeeve— y le explicó a Urus la reconquista del dominio de los enanos, que los drimmen lograron librar de las garras de Gnar y sus esbirros. Faeril aprovechó la ocasión para mencionar también a los warrows que habían intervenido en la lucha: Peregrín Cerrohermoso y Cotton Asta Retorcida, quienes guiaron al huésped del rey Durek.

Pasaron otras dos jornadas y, a medida que su senda serpenteaba entre las palpitantes montañas, se aproximaban a la Guarida del Dragón. Al tercer día, al rodear otro lomo de roca, vieron el gran volcán convertido en un montón de ruinas. El destrozado cráter arrojaba aún sulfurosas nubes de humo y enormes pedruscos. Tronaba el aire y, aquí y allá, ríos de roja lava brotaban de las entrañas del volcán para descender por sus desnudas vertientes.

El oso se enderezó, con lo que derribó a Gwylly, y lanzó al aire rugidos y zarpazos en una exhibición de poder. No aceptaba ser intimidado por aquella bramante montaña. Satisfecho de haber demostrado su valor, el animal volvió a apoyarse en sus cuatro patas y miró hacia atrás para avisar al pequeño bípedo, con un bufido, que estaba dispuesto a seguir adelante. Gwylly trepó de nuevo a su inquieta montura, y los cinco reanudaron la marcha. A Aravan lo divertían las originalidades del oso.

Por la noche acamparon cerca de los humeantes restos. El viento arrastraba consigo el olor a sulfuro y azufre. De cuando en cuando surgía del cráter, en medio de la oscuridad, una misteriosa llamarada azul.

—Es el fuego fantasma de Kalgalath —murmuró Riatha—. Dicen que cada primer día de la primavera, el fantasma de Kalgalath sale del fuego y vuela al cielo, sólo para volver a caer a plomo en las fauces del volcán, y golpea el mundo con el Kammerling hasta dejar en ruinas la Guarida del Dragón, de modo que únicamente queda en pie aquella vertiente oriental.

La parte central de la cuesta indicada se mantenía aún, semejante a una mano mutilada que quisiera perforar el aire: un muro que, de alguna forma, había sobrevivido al desastre de Kalgalath. Porque allí era donde el poderoso dragón se había encontrado con su destino a manos de Elyn y Thork, y se había desplomado sobre la misma montaña en la que vivía.

La zona seguía temblando a lo largo del Muro Siniestro, a pesar de que hacía unos tres o cuatro mil años del estallido de la montaña. Allí, en las ruinas de la Guarida del Dragón, se hallaba el epicentro, pues como dijo Riatha: «Aún hoy recuerda la tierra la terrible destrucción, del mismo modo que una campana recuerda su tañido».

Que los terremotos continuaran durante tan interminable espacio de tiempo, era un misterio, y la elfa indicó:

—Los conocedores de las tradiciones afirman que los utrunis, también llamados los gigantes de piedra, estaban aquí hace muchos siglos, cuando el desastre de Kalgalath, y que todavía permanecen en estas montañas. Pero fue en aquellos momentos de destrucción cuando la tierra se hizo inestable, y desde entonces no ha cesado de moverse. El enigma es, pues, el siguiente: los utrunis trabajan para dar forma al mundo, levantar las montañas y cavar los valles. Procuran apaciguar la tierra, calmar los seísmos… Sin embargo, permiten que esta zona siga sacudiéndose, no obstante haber transcurrido tres mil cuatrocientos veranos. ¿Acaso esperan que suceda algo…?

Por esa insegura región prosiguieron su camino los cinco, dejando atrás el fuego, el azufre y los ríos de lava, la lluvia de pedruscos y los bullentes y pestíferos humos, las ruinas de la Guarida del Dragón y el endemoniado lugar cantado por tantos bardos. Durante toda una semana dominó el volcán el paisaje. Primero lo tuvieron delante, luego a la derecha y, finalmente, se perdió entre la cordillera que dejaban atrás. Poco a poco, el grupo torció hacia el sudeste, en dirección a la aldea de Inge, situada junto a la ladera sur del Muro Siniestro, donde los elfos, los warrows y el baeran se proponían descansar unos días y, además, confiaban en poder conseguir monturas en que continuar el viaje.

Cuando descendieron de las montañas, la primavera se extendía por el país. Derretíase la nieve, el agua caía en forma de cascadas, y las plantas empezaban a lucir su verdor. Aquí y allá asomaban florecillas que desafiaban valientes al frío. Y, donde la nieve ya había desaparecido por completo, prosperaba la nueva vegetación.

La curación de Gwylly había hecho buenos progresos, y el buccan caminaba ya largos trechos con el oso anadeando a un lado y Faeril al otro.

Atravesaron una selva y, de repente, el oso olfateó el aire y soltó uno de sus bufidos. Gwylly ya sabía, ahora, que eso significaba que debía seguirlo. El animal los condujo a él y a Faeril hacia un gran tronco y, con la mayor naturalidad, lo hizo rodar con una de sus potentes patas. Debajo, entre la rica marga expuesta ahora a la luz del sol, numerosos escarabajos corrieron en busca de refugio, y unos blancos gusanos se retorcían. El oso se lanzó sobre tan deliciosa comida y, cuando hizo una pausa, miró a los dos pequeños bípedos invitándolos a que participaran del banquete. Pero los «cachorros» no aceptaron el ofrecimiento.

Una vez acampados para pasar la noche, Gwylly y Faeril prestaron gran atención a los relatos históricos de Riatha y Aravan, referentes a la destrucción de Rwn, a la Gran Guerra, a la Separación, al destierro de Gyphon al abismo existente más allá de las Esferas; a la Guerra del Usurpador, a la estrella del Dragón y a la Guerra de Invierno; a la Guerra de Drimmendeeve; a la persecución de un hombre de ojos amarillos por parte de Aravan y a los últimos encuentros con Stoke.

Faeril observó que, cuando Riatha hablaba de la destrucción de la isla de Rwn, los ojos de Aravan expresaron pena y, de pronto, el elfo abandonó el círculo para internarse en la oscuridad.

De modo semejante, cuando en otra ocasión Riatha recordaba a su hermano Talar, la elfa fue incapaz de explicar su Voz de Muerte y, entre sollozos, buscó la soledad del negro bosque.

Aprovechando que Urus había ido a reunirse con ella, Aravan dijo en voz baja a los waerlings:

—Riatha es la única, de todos nosotros, que realmente sufrió la locura de Stoke, la espeluznante desolladura a que el barón sometía a seres vivos y sus horribles empalamientos.

Al ver que el buccan y la damman no lo entendían, Aravan tomó una mano de cada uno.

—Trataré de explicároslo. ¡Ella lo vivió! ¡Fue como si lo experimentara en su propia carne! Stoke le arrancó la piel y despedazó su cuerpo… Ella y su hermano padecieron juntos el martirio, porque tal fue la intensidad del mensaje, de la Voz de Muerte que le envió Talar.

Tanto Gwylly como Faeril retiraron sus manos de la del elfo. Por fin lo habían comprendido. A los ojos de la waerling asomó el horror, y Gwylly la estrechó contra sí.

—¡Qué espantoso don! —musitó el buccan, profundamente impresionado.

Cuando divisaron Inge, Riatha dispuso hacer un alto.

—No quiero entrar en el poblado con un oso formando parte de nuestro grupo.

Los dos elfos se volvieron hacia el animal para desengancharle las mochilas que llevaba, y no les resultó fácil porque el oso, sentado sobre sus cuartos traseros, no hacía más que rascarse sin cooperar en nada, aunque tampoco se resistía. Simplemente, no se dignaba hacer caso de ellos.

Descargados por fin todos los bultos, Riatha se dirigió al oso.

—¡Urus! —gritó—. ¡Urus!

Un oscuro resplandor envolvió a la bestia. Aquella transformación no dejaba de atemorizar a Faeril y Gwylly, por mucho que la hubieran presenciado cada mañana y cada anochecer en los días pasados. Momentos más tarde, en el lugar ocupado por el oso se hallaba Urus.

—Inge —dijo Riatha, señalando la aldea.

Urus se puso de pie, cargó con su propio bulto y alargó un brazo para que Gwylly le diera el zurrón.

—No —protestó el buccan—. Me siento con fuerza suficiente para llevar la mochila.

Y se echó el peso a la espalda, pero no pudo contener una expresión de dolor.

—¡Diantre! —gruñó—. Había olvidado la carga que esto representa.

Sin embargo, rechazó toda ayuda.

Y entraron en Inge.

Aunque no iba entre ellos ningún oso, la llegada de los forasteros causó revuelo en la aldea. No por tratarse de viajeros, ya que Inge se hallaba junto a una carretera de segundo orden que iba de este a oeste, y con frecuencia pasaba gente. Pero el nuevo grupo llamaba la atención por figurar en él dos elfos, dos warrows y un hombre muy alto, que en nada se parecían a los visitantes normales, que solían ser labradores y sus mujeres, comerciantes o caldereros y, de vez en cuando, una caravana de mercaderes: todos humanos, con la única excepción, a tiempos, de algún enano. ¡Esos, en cambio, eran elfos! ¡Y seres diminutos! Y… ¡qué barbaridad! ¡Qué grandote era el hombre!

Los cinco alquilaron habitaciones en la posada de Inge y, antes de abandonar la población, adquirieron caballos, mulas y previsiones. En total habían permanecido allí tres días, transcurridos tan deprisa que no todo el mundo había podido ver a los sorprendentes forasteros. Y el asunto que se traían entre manos, su misión… La verdad es que a los habitantes de Inge les parecía todo muy misterioso.

Borlo Hensley, dueño de la posada del Cuerno de Morueco, la única existente en la localidad, dijo cuando sus huéspedes se hubieron ido:

—Los recibimos con los brazos abiertos, y… ¡lo primero que pidieron fue información sobre todo lo imaginable! Que si habíamos visto a algún elemento del Horrible Pueblo, que si nos habían atacado, que si oíamos aullar a los vulgs, que si había desaparecido alguien, que si teníamos noticia de un hombre de ojos amarillos o de unos monstruos voladores… Y una serie de tonterías semejantes. Bueno, la viuda Trucen dijo haber oído aullar a un vulg, varias noches atrás, pero Burd, el carretero, declaró que sólo se trataba de uno o dos lobos, y ella no ha perdonado que la corrigiese y, cuando se cruzan por la calle, la viuda le vuelve la cara.

»Esa gente hacía preguntas muy extrañas. Diríase que perseguían a algún rutch o hlēok o troll, o quizás incluso a un ghul. Pero nadie pudo facilitarles la información que buscaban, claro.

»Otra cosa que pidieron, fue habitaciones y baños. No sé para qué necesitarían bañarse. Explicaron que habían pasado semanas enteras en bosques y montañas, sin tener ocasión de tomar ni un solo baño, y temían que nosotros notáramos su olor. Yo contesté que no olían nada mal, y que, precisamente, abusar de los baños los haría enfermar. Pero ellos eran tercos.

»Los dos seres diminutos chapotearon juntos, sin dejar de cantar. Y después… Bueno, me limitaré a decir que permanecieron un buen rato solos en su cuarto.

»La elfa, por su parte, tenía una voz como un ruiseñor. De noche tocaba el arpa y cantaba de manera tan maravillosa, que forzosamente debía de haber magia en su interpretación. O si no, es que yo soy imbécil, ¡vamos! Ah, y el elfo recitaba poesías, algunas tan impetuosas que hacían bullir la sangre, y otras tan tristes que no quedaba ni un ojo seco en toda la casa.

»Compraron caballos y mulas, tres de cada. No me extrañaría que Burd se hubiese enriquecido con tantas cosas como necesitaban para continuar el viaje. Todo, sin duda, pagado en buena moneda, aunque Burd afirma que le dieron una alhaja… ¡Ja! Sólo lo creeré cuando la vea.

»En cuanto al hombretón, dicen que tiene una fuerza enorme. Levantó sin esfuerzo un carro que Burd arreglaba. ¡Como si nada! “¿Y qué?, dije yo cuando Burd me lo contó. ¡Eso también lo hace el herrero Dardar!”. “¡Sí!, me replicó Burd. ¡Pero este carro estaba cargado de turba!”.

»No es que yo llame mentiroso a Burd. Ni siquiera diré que es un exagerado, pero un hombre tendría que ser fuerte como un toro para alzar una carretada de turba…

Un murmullo de acuerdo se produjo entre los parroquianos del Cuerno de Morueco, pero cesó en el acto cuando el posadero prosiguió:

—Burd dijo algo más acerca del hombretón, y algo muy curioso, por cierto: parece ser que los caballos y las mulas se mostraron nerviosos cuando él se les aproximó. Como si los asustara su olor u otra cosa. Sin embargo, se tranquilizaron apenas ese hombre apoyó una mano en ellos y les dijo algo…

»Sea como fuere, la cosa es que estuvieron aquí tres días y que ahora van camino del sur. Yo les aconsejé que se mantuvieran apartados del pantano. ¡Mal sitio, ese, con los pozos de fango que engullen a un hombre en un abrir y cerrar de ojos, y los seres que pululan por allí, dispuestos a engullir al primero que pase, por no hablar ya de las víboras y de otras serpientes, de los mosquitos y de las sanguijuelas y de las enredaderas venenosas!

Otro murmullo de asentimiento recorrió la clientela de Borlo.

—¡Aquello es tan peligroso como la Guarida del Dragón! —gritó alguien.

—¡Peor aún! —añadieron otros.

—¡Allí, la muerte acecha por todos lados!

Y comenzó la discusión sobre qué era peor, si la Guarida del Dragón o el pantano de Khalian. Una verdadera guerra de palabras en la que nadie se ponía de acuerdo desde hacía casi tres mil cuatrocientos años.

Mientras el acaloramiento iba en aumento, la tierra volvió a temblar con violencia. Crujieron las vigas y la loza se tambaleó, mas nadie hizo caso de ello, ya que los seísmos eran constantes allí donde todos vivían.

A media mañana del día en que el grupo había dejado Inge, tres caballos y tres mulas de carga vadeaban el río que marcaba la frontera entre Aralan y Khal. A la cabeza iba Aravan, seguido de una mula atada a su montura. Inmediatamente detrás cabalgaban Riatha y Urus, cada cual seguido a su vez de una mula. En estos dos animales de carga iban instalados Gwylly y Faeril, respectivamente, ya que en Inge no habían podido conseguir ponis.

Las gorgoteantes y crecidas aguas bajaban gélidas. El deshielo de primavera había hecho aumentar considerablemente el volumen del río. Aravan dejó su mula junto a las otras dos, y cruzó el vado a caballo para comprobar su profundidad y la fuerza de la corriente. Alcanzada la orilla opuesta, hizo dar media vuelta a su montura y regresó. En el punto más hondo, el agua le llegaba al vientre al caballo.

—Si una mula resbalara —les dijo a los warrows—, agarraos a las correas. El animal se enderezará por sí solo y, si no toca fondo, nadará. Nosotros acudiremos en vuestra ayuda u os echaremos cuerdas, si hiciese falta.

Aunque prudentes, las palabras del elfo resultaron innecesarias, porque el paso no presentó ningún problema.

Siguieron en dirección al sur, atravesando las onduladas colinas sin perder de vista el río Venn que desembocaba en el mar de Avagon. En total se hallaba a unos tres mil kilómetros de Caer Pendwyr y a una distancia algo mayor de la fortaleza de Challerain, las dos principales residencias del supremo rey. En Challerain pasaba los veranos, y en Pendwyr los inviernos. Ambos lugares quedaban algo más de dos mil kilómetros uno de otro, y el rey efectuaba sus traslados en abril y setiembre.

Si bien los cinco compañeros estaban, aproximadamente, a unos tres mil kilómetros en línea recta de cada residencia, por tierra o combinando el viaje por tierra y mar aún se encontraban más lejos. Les llevaría cuatro meses alcanzar un sitio u otro, dadas sus posibilidades.

Dieciséis días antes, al proponerle Aravan su plan, Urus había gruñido:

—Dentro de cuatro meses, Stoke, puede estar en cualquier parte.

—Pero tenemos pocas opciones. Necesitamos la ayuda de los Hombres del Reino.

—¿De los Hombres del Reino?

—Sí. Después de la Guerra de Invierno, hace casi mil años, el supremo rey Galen, hijo de Aurion, fundó un grupo al que dio el nombre de Hombres del Reino, guardianes del reino, campeones de las causas justas. Recorren el país y lo defienden.

—Cuando yo estaba en el hielo… ¿Cómo conseguiríamos la ayuda de esos hombres?

—Tienen su cuartel general en Caer Pendwyr, allá en Pellar. Sería mejor ir allí para describir bien a Stoke y sus secuaces, con el fin de que todos los Hombres del Reino conociesen su aspecto. También convendría solicitar audiencia al supremo rey, ya que, nos dirijamos a un sitio o a otro, nos separan meses de sus dos residencias. Y, si elegimos Challerain, en Rian, y algo nos obstaculiza el camino, cuando llegásemos allí ya se habría ido el rey a Pellar.

—No me gusta tanto retraso, Aravan, pero no se me ocurre nada mejor. Stoke se nos escapó, y podríamos pasarnos media vida buscándolo. Necesitamos ayuda con urgencia, y quizá la obtengamos en Caer Pendwyr. Vayamos allí, pues, y pidamos ser recibidos por el supremo rey, aparte de establecer contacto con los Hombres del Reino. Entre todos, tal vez logremos dar con el monstruo al que perseguimos.

Y ahora se encaminaban hacia un puerto del mar de Avagon, con objeto de embarcar en dirección a donde se hallaba entonces Garan, el supremo rey.

Al día siguiente divisaron en el horizonte una ciénaga, y sería ya alrededor de las doce cuando alcanzaron sus márgenes. Grandes y añosos árboles, negros cipreses y oscuros sauces de los pantanos se alzaban retorcidos del fangoso suelo, impidiendo el paso de la luz diurna, y sus deformes raíces penetraban en el legamoso lodo hasta perderse de vista. Grisáceo musgo pendía de las ramas cubiertas de liquenes, formando cuerdas y redes que parecían tendidas para hacer caer en ellas al incauto. De la ciénaga ascendía una tenue neblina que, poco a poco, envolvía y apresaba a quien intentase atravesarla. Y, aunque era a principios de la primavera, de los troncos hundidos se desprendían serpientes que rápidamente se sumergían en las verdosas y espesas aguas, y enjambres de mosquitos y moscas llenaban el aire cual un velo ceniciento, dado que el calor producido por la putrefacta vegetación permitía en aquella semioscuridad la existencia de una vida impropia de la estación, y que sólo en lo más duro del invierno se veía interrumpida.

Cabalgaron los cinco compañeros a lo largo del pantano hasta salir, por fin, a donde el aire limpio y fresco los protegiese de los torturantes enjambres de insectos.

Al mirar a través de la espesura, pudieron comprobar que aquella zona cenagosa era un auténtico laberinto de agua y fango y tierra y follaje. Y, cuando el sol iluminó el verde enigma, el pantano humeó en respuesta, y el ambiente pareció hacerse demasiado denso, demasiado húmedo para respirarlo. El marjal estaba lleno de gases que eructaban las limosas aguas, de burbujas que reventaban, de pestíferos olores.

Siguió el grupo su camino mientras el sol se hundía en el oeste y los corcovados montículos, los retorcidos árboles, los cortantes juncos y la alta hierba arrojaban alargadas sombras que oscurecían todo el mundo de los pantanos. Y, aparte del intenso aunque quedo zumbido de los pesados enjambres de insectos voladores, nuevos sonidos invadieron el aire: los chirridos, el piar y el chapaleo de otros habitantes del pantano, todo ello unido a susurros, deslizamientos, saltos al agua…

—¡Uf! —jadeó Gwylly—. ¡Me alegro de haber salido de la ciénaga, y de que esos malditos bicharracos se queden dentro!

El sol empezaba a ponerse. Las inclinadas sombras cubrían el paisaje vespertino y el tenebroso marjal, llenando los alrededores de una negrura de ébano para penetrar entre los juncos hasta más allá del sucio musgo que pendía de las muertas ramas, a poca altura sobre el maloliente cieno y las aguas cargadas de repugnante espuma. A medida que la noche avanzaba, el pantano de Khalian adquiría un aspecto más terrorífico.

Cuando finalmente decidieron acampar al borde del siniestro lugar, los ojos de Faeril se sentían atraídos una y otra vez por aquellas espectrales galerías. Y, de repente, la damman se levantó de un salto y señaló hacia la ciénaga.

—¡Cielos! Allí dentro hay alguien que pide ayuda… ¡Veo una linterna!

Todos miraron en aquella dirección. Gwylly se puso de pie, incluso, dispuesto a correr hacia el punto indicado.

—¡No, mis pequeños amigos! —dijo Aravan—. Lo que tú ves, Faeril, no es más que lo que nosotros llamamos una vela fantasmal.

La damman se volvió hacia el elfo.

—¿Una vela fantasmal?

—Sí. Dicen que es el espíritu de un muerto, y que intenta encandilar a los inocentes e incautos para que se internen en el pantano y se hundan en él.

—Aravan ha mencionado uno de sus nombres —intervino Riatha—. Otros hablan de fuegos fatuos. Pero en cualquier caso se trata de un fenómeno peligroso, si te empeñaras en ir hacia él, porque te arrastraría a una caza sin fin, en la que enloquecerías y acabarías extraviada, probablemente hundida en unas aguas donde hallarías la muerte. Quédate aquí, por lo tanto, ya que lo que tú crees ver no es más que un taimado espíritu de los pantanos.

Aunque no del todo convencidos, los warrows ocuparon de nuevo sus sitios.

—Pero dime, Aravan —insistió el buccan—: ¿Cómo van a parar a ese marjal las velas fantasmales?

El elfo posó la vista en el fuego, que se reflejaba danzante en los rostros de los waerlings.

—Permite que te explique una historia de tiempos muy remotos, referente a cómo se formó el pantano de Khalian. Yo no me encontraba en Mithgar cuando sucedió y, por consiguiente, no fui testigo de ello, de manera que no puedo garantizarte que lo que cuentan sea cierto.

Riatha sirvió más té, y todos se acomodaron para escuchar a Aravan.

—Antaño, y hablo de épocas inmemoriales, en medio de un hermoso país había un castillo de cristal con un puente multicolor. La campiña que lo rodeaba era suavemente ondulada, como las colinas que tenemos al oeste, pero muy boscosa. El castillo maravillaba a todo el que lo veía, y hermosos era también quienes lo ocupaban. Algunos afirman que se trataba de elfos, mientras que otros aseguran que eran humanos, pero nadie lo sabe con certeza. Muy poco es lo que se conoce de tan lejanos tiempos, salvo que todo ocurrió antes de que los elfos supiéramos por qué valía la pena luchar y, sin reflexionar, nos dedicábamos a conquistarlo todo.

»En cualquier caso, el castillo de cristal situado en medio de la selva estaba habitado por seres de una raza muy bella. Y alrededor del castillo y al otro lado del puente se extendían unos jardines de preciosas flores, magníficos árboles y alegres arroyuelos y artísticos surtidores, y el césped era tan verde que habría avergonzado a las mismísimas esmeraldas.

»Más allá de esos jardines había una gran selva llena de caza. Abundaban allí las liebres y los ciervos, los corzos y los jabalíes, y muchos otros animales.

»Atravesaba el reino un cristalino río de aguas rápidas y frescas, tan buenas que calmaban la sed de cualquiera, y además era rico en peces, ranas y tortugas. Asimismo poblaban la corriente numerosas aves acuáticas: patos, gansos, cisnes, somorgujos y otros animales nadadores y zancudos.

»Y en el bosque gorjeaban los pájaros cantores, del mismo modo que dejaban oír sus voces las aves de caza.

»Frutas y nueces crecían en las ramas de diversas plantas, y las zarzas estaban repletas de bayas. La miel llenaba más de un árbol hueco, y el suelo parecía tapizado de hierbas, musgos y maravillosas setas nunca vistas antes. Y, allí donde la tierra había sido cultivada, florecían los jardines y verdeaban los campos. Todo era espléndido y magnífico.

»El ganado, las cabras y las ovejas disponían de ricos pastos, y en los corrales de las granjas picoteaban felices las gallinas, que ponían hermosos huevos en sus nidos.

»Dicen que una suave lluvia lo refrescaba todo cada tarde.

»Tal abundancia existía en el país, que nadie se quedaba sin una liebre, un pescado, un ganso o incluso un venado. ¡Y todo era tan sabroso, tan exquisito! Podemos afirmar que allí se desconocía el hambre.

»Y el rey de aquellas tierras era bendecido por todos.

»Sin embargo, había quien codiciaba el soberbio castillo de cristal y su puente multicolor, los encantadores jardines y todo cuanto se extendía más allá: los frondosos bosques, los fértiles campos y las transparentes aguas.

»Uno de estos envidiosos era cierto rey que propuso al legítimo soberano del país un desafío. Reuniría a su ejército en los verdes prados situados delante del castillo y allí lucharían. El vencedor se quedaría con todo.

»Así pues, caballeros y escuderos, soldados de a pie y arqueros se encontraron en la amplia extensión de césped. Los dos grandes ejércitos pelearon con fiereza. Tan pronto parecía ganar uno como otro. El combate fue sangriento, y decenas de miles murieron en él. Finalmente venció el legítimo rey, aunque sus huestes resultaron penosamente diezmadas. El enemigo, empero, había sufrido todavía muchas más pérdidas.

»Mas el adversario era traidor, y entre sus filas contaba con un brujo, el más poderoso de la época y, en realidad, quien estaba detrás del trono. Y, cuando ese brujo vio que la batalla acababa en desastre y que los bosques, los campos, los bonitos jardines y el castillo de cristal con su puente multicolor no serían suyos, pronunció un terrible encantamiento. Una apocalíptica sacudida hundió el país entero, con sus bosques y campiñas. Desaparecieron los jardines, y el castillo de cristal y su puente de ensueño quedaron hechos añicos.

»Tan eficaz fue el hechizo, y tan diabólico, que todas las criaturas que allí habían vivido resultaron destruidas: los caballeros y escuderos que aún resistían, los soldados de a pie y los arqueros, los pajes y los siervos y todos los nobles, ambos reyes inclusive, así como también las reinas y, por último, el propio brujo.

»El límpido río que atravesaba el país continuó descendiendo de las montañas y, durante largos meses, sus aguas no llegaron más allá, sino que formaron un lago. Poco a poco, la extensa depresión se llenó, engullendo la selva y las plantas, las hierbas y los musgos y las maravillosas setas. Y allí dentro se pudrió todo: vegetales, animales y hombres… o elfos.

»Transcurrieron incontables años. Se acumuló el sedimento, y la depresión, de por sí poco profunda, empezó a convertirse en un inmenso pantano, una ciénaga. Nacieron negros cipreses y numerosos juncos, así como esos bejucos grisáceos que penden de las desnudas ramas, siempre dispuestos a atrapar y estrangular a los imprudentes. Y todo se pobló de serpientes, sanguijuelas y los más repelentes bichejos que prefiero ni mencionar. Y lo que un día había sido el más dichoso de los países se transformó, por culpa del encantamiento de un mago, en la región más nefasta.

»Se comenta que los espíritus de los muertos en la guerra quedaron encerrados para siempre en el cenagal. Es por eso que veis un resplandor en las oscuras y tenebrosas tumbas: velas fantasmales, pequeñas llamas producidas por los cadáveres, o fuegos fatuos, como los llaman. En cualquier caso se trata de los espíritus de los muertos; unas luces que, de seguirlas, os conducirían a una desgracia segura en las pantanosas aguas.

»Ah, pero no es eso sólo lo que existe en la ciénaga, porque ahí también residen los no muertos. Bajo el negro fango, y en el fondo de las pestilentes charcas, yacen sus cuerpos en descomposición cubiertos de mucílago y, sin embargo, misteriosamente conservados. Y de noche salen a través del succionante fango y de la superficie llena de burbujas y de la maraña de enredaderas, a veces en silencio, a veces llamando a gritos a quien se halle cerca, porque buscan víctimas. Son los no muertos que atrapan a quien pueden, para luego chuparle la vida de las venas, los tendones y los huesos.

»Y con esto termina, mis queridos waerlings, la horrorosa historia del pantano de Khalian. ¡Cuidado, pues, con la llamada de los putrefactos no muertos! ¡Cuidado con los fuegos fatuos y cuidado con la maldición del brujo! Pero… sobre todo —dijo Aravan, inclinándose hacia sus pequeños amigos, reducida la voz a un murmullo, mientras los warrows abrían unos ojos como platos—, ¡sobre todo, ojo con las personas que cuentan semejantes historias, ya que precisamente son quienes quieren apoderarse de vosotros!

Las manos del elfo serpentearon como si quisieran agarrar a los waerlings y, en efecto, sujetaron a cada uno de ellos por un brazo.

—¡Aaaay…! —chillaron ambos a la vez, aterrados, pero al momento se echaron todos a reír.

Las carcajadas de Urus sonaron a truenos. La argentina voz de Riatha parecía el trino de un pájaro. Aravan parecía emitir ladridos, y Gwylly y Faeril acabaron revolcándose por el suelo, medio muertos de risa.

Los caballos y las mulas miraron a los componentes del grupo como si pensaran: «¡Qué chiflados!». Al darse cuenta de ello, Riatha señaló con el dedo a las bestias, incapaz de hablar, con lo que el jolgorio aumentó hasta que todos quedaron roncos y con dolor de costillas.

Pero en medio del pantano de Khalian, en lo más profundo de las viejas ruinas de un antiguo castillo, un hombre de ojos amarillos se alzaba sobre una destrozada cripta murmurando arcanas palabras encima de un sarcófago abierto, un sarcófago ocupado. A la agonizante luz de una antorcha, unos driks y ghoks retrocedieron espantados, procurando pasar inadvertidos y escapar entre las bamboleantes sombras, porque ignoraban qué sucedería después.