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DESAPARICIÓN
Principios de primavera del año 5E988
(El presente)
El rugiente vulg se arrojó furiosamente desde atrás sobre Faeril y la hizo caer de cara al suelo, con lo que la sorprendida damman quedó sin aliento. Sólo el grosor de la nieve y la mochila la salvaron de una muerte instantánea. Todo cuanto pudo oír fue un salvaje gruñido y unos pasos rápidos. Y la criatura que la tenía sujeta intentaba morderla. Desesperada, Faeril procuró rodar hacia un lado, mas no logró sacarse de encima aquel peso agotador. Ni siquiera podía alcanzar los cuchillos que llevaba en las bandoleras, pero sí consiguió, al fin, desenvainar la hoja de plata que le habían dado los elfos, y con ella le rajó una pata al monstruo. Este se apartó de un salto, entre aullidos, y la damman aprovechó el momento para ponerse al menos de rodillas. El vulg volvió a atacarla enseguida con las fauces muy abiertas, pero ella le hundió instintivamente la daga en la garganta, aunque no logró evitar que los horribles colmillos se hincaran en su propia carne. El ser retrocedió con un grito de agonía, y a Faeril se le escapó el arma de la mano, pero el vulg se desplomaba instantes después.
Finalmente de pie, la damman se desprendió de su mochila, empuñó uno de sus cuchillos de acero y miró a su alrededor, donde todo eran blancos remolinos impulsados por el viento. Y, precisamente en aquel momento, una impenetrable negrura cubrió el mundo.
«¡El farol! ¡Se ha apagado! ¡Oh Gwylly…!».
A cierta distancia se percibía el fragor de un combate. Duro era el entrechocar del acero, y los lamentos de los moribundos ponían los pelos de punta. Vagas formas se fundían con la oscuridad, más sentidas que vistas por Faeril, que no sabía quién acometía a quién.
«¿Cómo voy a arrojar un cuchillo, si no veo?».
La warrow se guardó nerviosa la daga en su bandolera y sacó el cuchillo largo, que en sus manos equivalía a una espada.
Delante de ella se encendió entonces una antorcha, cosa que le permitió distinguir unas vagas figuras que peleaban en medio de la tempestad. Una se lanzó contra la que sostenía el hachón; Faeril oyó un grito, y la antorcha cayó al nevado suelo entre chisporroteos, y de nuevo reinó la oscuridad.
Un ser surgió de pronto delante de ella.
—¡Adón! —chilló la damman.
La figura se volvió, y ella la atacó enérgicamente con su hoja. Notó que arañaba un hueso, y quien fuera el enemigo emitió un jadeo, se derrumbó y por poco le arranca el cuchillo de la mano. Mas ella no lo soltó y, con un gran esfuerzo, pudo retirarlo al fin de aquel cuerpo.
Faeril cayó de rodillas y, a tientas, se acercó al caído.
«¡Permite, Señor, que sea uno de los contrarios!».
Sus manos palparon al individuo, que llevaba el torso cubierto por una prenda de cuero, cosida con anillas metálicas.
«¡Un rück!», pensó al apoyar la mano, sin querer, en un chorro de sangre procedente de un corazón que daba sus últimos latidos.
La damman retrocedió asqueada, sólo para tropezar con alguien que tenía detrás. Este ser cayó también sobre ella, que a ciegas lo acuchilló hasta dejarlo entre aullidos de agonía. Faeril le hundió todavía más el cuchillo, pero quienquiera que fuese dio una rápida vuelta, se levantó como pudo, echó a correr a través de las tinieblas y desapareció en la negrura de la tormenta.
Otro avanzó hacia ella entre ásperos resuellos. Faeril puso a punto el arma.
—¡Adón! —exclamó, dispuesta ya a atacar.
—¡Adón! —llegó la inmediata respuesta.
—¡Gwylly!
—¡Faeril!
—¡Dios mío, Gwylly! Por poco te…
—¡Pongámonos espalda contra espalda, cariño! —la interrumpió su buccaran—. Espalda contra espalda, aunque yo no te seré de mucha ayuda. Estoy herido.
—¡Mi Gwylly…!
—¡Espalda contra espalda!
Así se colocaron los warrows, cada cual de cara a la oscuridad. Gwylly respiraba con dificultad, tosiendo de vez en cuando, y Faeril, temblorosa, temía por su vida.
A lo lejos se encendió otra antorcha, aunque momentos después se extinguía entre gritos de muerte.
La tenebrosa tempestad seguía con sus ululatos, empujando la oscura nieve hacia adelante. Parecía que el viento de la noche arrastrase consigo endrinas plumas de cuervo. De vez en cuando se oía el ruido del metal contra el metal, y en ocasiones algún chillido de horror, o sonaban veloces pisadas. Pero la negrura no permitía ver nada, y bien poco era lo que podía distinguirse por encima del estruendo del temporal. Los warrows continuaban espalda contra espalda.
—Nos salvan la oscuridad y el huracán —susurró Gwylly—. Si no fuera por la ventisca, que se lleva nuestro olor, ya habríamos caído en las garras del Horrible Pueblo.
Mas, entonces, el buccan se desvaneció.
Faeril se volvió en el acto y, de rodillas, buscó su herida sin encontrarla.
En ese mismo instante, la damman percibió un gruñido gutural, una fatigosa respiración y, por último, el feroz aullido de un vulg. Faeril se acurrucó encima de su buccaran con el cuchillo largo a punto, rezando porque la bestia no los descubriera a ella ni a Gwylly. Pero eso sería imposible de evitar, ya que los rasposos gruñidos sonaban más fuertes y la bestia se aproximaba en su busca. Y de súbito apareció algo enorme, negro sobre negro.
—¡Adón! —chilló la damman, a la vez que, por encima del cuerpo del buccan, intentaba atacar a la fiera.
En el mismo segundo, alguien más arremetió contra el enemigo y le clavó la lanza en el desprotegido costado. Era Aravan, que también invocó a Adón mientras su Krystallopýr atravesaba y quemaba por dentro al aullante monstruo y Faeril, por su parte, ponía fin a sus horribles lamentos con un certero golpe de cuchillo a la garganta del rück.
Ahora eran el elfo y la damman quienes luchaban espalda contra espalda, con Gwylly tendido entre ellos. En la oscuridad no había manera de saber la importancia de su herida, por lo que Aravan se limitó a ocupar su puesto en la pelea. Nada podrían hacer por el warrow mientras continuara la batalla.
A intervalos llegaba hasta ellos el batir de las espadas, a veces procedente de dos direcciones distintas a un mismo tiempo.
—Guerrean entre ellos —murmuró el elfo—, aunque no dudo de que también Riatha los azuza.
De repente, una dura voz resonó por encima del ulular del viento, y otras respondieron. Lo que ese monstruo dijo, no lo entendieron Aravan ni Faeril, ya que utilizaba la lengua slûk. Después de unos momentos se produjeron otros gritos ya más lejanos, que parecían provenir del sur.
Los que Faeril y Aravan percibieron luego eran más débiles. Finalmente reinó el silencio.
—Quizá se hayan ido —opinó la damman.
—Puede tratarse de una estratagema —contestó Aravan.
Aguardaron ambos en medio de la negrura, envueltos en fuliginosos remolinos de nieve. El mundo daba vueltas, y Faeril se sintió vencida por unas terribles náuseas. Dio uno o dos pasos vacilantes, cayó de rodillas y vomitó.
Un vozarrón hueco y retumbante llegó entonces a sus oídos.
—¿Qué tienes, Faeril? ¿Estás herida?
La damman no pudo responder, porque algo estridente resonaba en su cabeza y todo su cuerpo parecía arder, al mismo tiempo que su piel despedía un sudor helado. Sólo al perder por completo el conocimiento, logró musitar:
—Vulg…
«¡Stoke!… ¡Stoke!… ¡Stoke!… ¡Stoke!… Stoke… Stoke… toke… oke… o…».
Cuando los ecos de su grito resonaron escalofriantes entre las montañas, Urus dio media vuelta y, a la luz de la mañana, partió hacia el norte a través de la impoluta nieve que cubría el serpenteante valle. Regresaba a donde había visto por última vez a sus compañeros.
Hervían en su corazón la furia y el temor: una furia incontenible por el hecho de que Stoke se le hubiera escapado; temor por sus amigos que no habían llegado.
«¿Será posible que Stoke los tenga en sus viles garras?».
Urus lo ignoraba, ¿cómo podía saberlo?, y su rabia le hizo lanzar un mudo rugido mientras avanzaba a grandes zancadas.
«Si están en sus malditas garras…, ¿dónde los tendrá?».
Urus miró a su alrededor. Había allí una serie de pasos de montaña y cañones que el barón podría haber tomado; pero le constaba que, poco más allá, mil caminos más se abrían en el Muro Siniestro, con los correspondientes agujeros para esconderse. Stoke tendría la manera de permanecer oculto para siempre en la tétrica cordillera. Y el amplio mundo se extendía al otro lado…
Urus volvió a dar rienda suelta a su furor en un angustiado grito, pero no obtuvo más contestación que unos débiles ecos.
Su ira se calmó hasta reducirse a una fría y terrible determinación que encerró en el secreto lugar donde guardaba su capacidad de cólera, y en su corazón quedó únicamente un preocupante presentimiento.
Si sus compañeros no estaban presos, entonces… ¿qué? «¿Es posible que Pétalo…? ¡Pero si no es Pétalo! ¡Es Faeril! Sin embargo, es la viva imagen de Pétalo. Y él, Gwylly, es idéntico a Tomlin…».
¿Y si Faeril estaba en lo cierto? ¿Los habría seguido, en efecto, una banda de wrgs? De ser así, ¿podía ser esa la causa de su retraso?
«¡Ay, mi Riatha! ¿Estarás…, estarás…?».
Urus siguió adelante, llenos el corazón y la mente de ansiedad, sombrías sospechas y rabia.
Y de cara a las montañas bramó:
—¡Stoke! ¡Bastardo! ¡Monstruo! ¡Inmundicia! ¡Acabaremos contigo del mismo modo que los enanos destruyeron tu reducto! ¡Y las cavernas que había detrás! ¡Como nosotros le pegamos fuego a la Fortaleza Pavorosa!
La capa de nieve era tan gruesa en el valle, que Urus se hundía a veces en ella hasta medio muslo.
«A los waldan les costará abrirse camino por aquí, pero yo los ayudaré… ¡Si es que aún viven!».
Para él no era obstáculo la cantidad de nieve, y siguió con buen ritmo su sendero.
Después de una curva divisó por fin, a lo lejos, un hilo de humo que partía de un bosquecillo. El corazón le dio un vuelco.
«¡Ojalá sean ellos!».
Al acercarse más, vio algo semejante a un colgadizo entre los escasos árboles. Quedaba de espaldas a él. Urus se quitó los guantes, se llevó dos dedos a la boca y emitió un penetrante silbido, tan agudo que las paredes de roca que todo lo rodeaban le devolvieron incontables ecos.
Sin embargo, no hubo ningún movimiento, ni nadie le respondió.
Repitió el silbido y, cuando por fin se apagaron todos los ecos, una elevada figura asomó por detrás del refugio —«¡Aravan! ¡Es Aravan!», advirtió Urus— y agitó lentamente una mano.
Urus contestó con otro gesto y aceleró el paso, pero el elfo desapareció enseguida en el improvisado cobertizo.
«¿Dónde estará Riatha? ¿Y qué habrá sido de los waldan?».
Urus estaba cada vez más asustado.
Alcanzó el hombre la rala arboleda, donde la capa de nieve ya no era tan alta, y emprendió un trote. Tardó sólo unos momentos en llegar al refugio. Delante de él, Aravan removía en cuclillas el líquido contenido en un recipiente colgado sobre un pequeño fuego. Pero Urus sólo echó una breve mirada al elfo, ya que le salía al encuentro… ¡Riatha! El hombre la estrechó fuertemente contra sí. El corazón le latía en los oídos, de la emoción, y una loca alegría inundó todas las fibras de su cuerpo cuando también ella se abrazó a él.
Segundos después, en cambio, tuvo un susto terrible al descubrir en el interior del cobertizo los pequeños cuerpos de Faeril y Gwylly, mortalmente pálidos sus rostros.
—Nos atacaron de noche —explicó Riatha, cuando junto a Urus estaba sentada en el cobertizo.
Poco a poco introducía pequeñas cucharadas de líquido entre los labios de Faeril, que, si bien no volvía en sí, tragaba.
—Y se nos echaron encima por detrás, tal como la damman había sospechado. El fragor de la tormenta impidió que notáramos que se acercaban. Pero, del mismo modo, el temporal impidió que ellos nos derrotasen, ya que no podían vernos ni oírnos, y los vulgs apenas percibían nuestro olor.
»Faeril fue mordida por un vulg, pero el tomillo de gwyn y la luz del sol eliminaron el veneno de su cuerpo, aunque hoy todavía tendrá fiebre. Gwylly está peor que ella. Recibió una cuchillada en el pulmón y no podrá viajar durante una semana, por lo menos, y aun entonces habrá que llevarlo despacio.
»La suerte nos favoreció a Aravan y a mí, en cambio. El sólo sufrió un par de golpes de porra, y yo tengo un corte en la muñeca.
Urus tomó su mano izquierda y examinó el vendaje.
—¿Limpiaste suficientemente la herida? Con frecuencia, las hojas de los wrgs…
—Están envenenadas, sí —intervino Aravan—. La dejamos sangrar y le aplicamos tomillo de gwyn. Yo preparé cataplasmas para los cortes de todos nosotros.
Riatha no retiró su mano de la de Urus.
—¿Qué hay de Stoke? —preguntó quedamente.
Los ojos del hombre adquirieron una expresión dura.
—¡Lo perdí de vista! Esa tempestad… Desde donde lo…, lo olí la última vez, pudo haber seguido cinco caminos distintos.
Aravan echó una mirada al cielo de media mañana.
—¿Estamos a tiempo, tú y yo, de encontrar huellas? —preguntó—. ¿Huellas de su paso?
Con toda delicadeza, Urus devolvió la mano de Riatha al regazo de la joven. A continuación se puso de pie y comenzó a dar pasos de un lado a otro como una fiera enjaulada.
—¿Huellas? ¡Ni hablar! La tormenta se encargó de borrarlas. Si Stoke se mueve de sitio esta noche, volverá a haber señales. Pero yo las seguiré… solo.
—¿Solo? —exclamó Riatha, alarmada.
—Sí —replicó Urus—. Yo solo. Los waldans no están en condiciones. Necesitarán cuidados. Y tú tienes una herida…
La elfa se puso en pie de un salto.
—Akka! —protestó—. ¡No es más que un arañazo! Esto no me impedirá perseguir a Stoke.
De pronto tembló el suelo. La Guarida del Dragón se agitaba a lo lejos. El terremoto tardó un rato en cesar.
Urus había estrechado contra sí a Riatha para mantener juntos el equilibrio. Cuando las sacudidas se hubieron calmado, el hombre preguntó:
—¿Y qué sería de los waldans?
Una vocecilla pio desde el fondo del improvisado refugio.
—¿Qué decís de nosotros?
Gwylly quiso incorporarse, pero le sobrevino un acceso de tos y cayó hacia atrás con los labios ensangrentados.
Riatha corrió a arrodillarse a su lado, asustada.
—¡No te muevas, Gwylly! Por lo que más quieras. Estás gravemente herido. Un cuchillo te atravesó el cuerpo.
El buccan cerró los ojos y gimió.
—Ah, conque es eso… Me siento como si me hubieran arrastrado por los infiernos.
—Fue una lucha dura, pequeño.
Gwylly volvió a abrir los ojos.
—¿Y Faeril? ¿Cómo está Faeril?
—¡Pssst! —trató de calmarle Riatha—. Duerme a tu lado.
El buccan buscó a su dammia con la vista y alargó una mano para tomar la de Faeril en la suya.
—¿Está…, está bien?
Riatha hizo un gesto afirmativo.
—¿Qué le sucedió?
La elfa miró a Aravan, que se situó junto a ella.
—Faeril mató a un vulg, ¿sabes? —dijo, y le mostró a Gwylly un cuchillo de plata cuyo filo centelleó a la luz del sol—. Es el regalo de Inarion, y tu dammia se lo hundió en el cuello. Me consta porque volví atrás para recoger nuestras cosas y precisamente tenía la vista fija en la bestia muerta cuando el sol la convirtió en cenizas. Descubrí un resplandor y, al acercarme a donde había yacido el vulg, encontré la hoja.
—¡Y yo creía haber hecho bien abatiendo a los tres rücks o hlēoks! Porque a oscuras no los distinguía —jadeó Gwylly—. Pero… ¡cielos, un vulg! Aunque…, aunque eso demuestra una cosa —añadió con leve sonrisa—. Al enemigo no le conviene cruzarse con un warrow, ¡y menos con una damman!
Aravan soltó una carcajada.
—¡Bien dicho, waerling!
Gwylly intentó ponerse de lado, pero renunció al ver que Riatha protestaba.
—La noto encarnada —murmuró el buccan, refiriéndose a Faeril—. ¿Estás seguro de que…?
—Sí, amigo —contestó Aravan—. Se halla totalmente fuera de peligro. La mordió el vulg, y nada más. Le aplicamos una cataplasma de tomillo de gwyn…
—¿Una mordedura de vulg? —exclamó Gwylly, sobresaltado, lo que le produjo un nuevo acceso de tos.
Apenas se le hubo pasado, el buccan miró a Riatha.
—Ese tomillo de gwyn… ¿realmente le ha extraído todo el veneno de la horrible mordedura negra?
—Sin duda. El tomillo de gwyn y el sol.
La elfa estrechó la mano del buccan.
—El sueño le quitará el resto de la fiebre, Gwylly. Cuando despierte, se encontrará perfectamente.
La elfa se acercó al fuego para preparar un brebaje de hierbas y echó pequeños trozos de una raíz seca en un recipiente, y, mientras Urus se sentaba al lado del buccan y se ponía a hablarle en voz baja, Aravan se acuclilló junto a la elfa y murmuró:
—Deberás quedarte con los waerlings mientras Urus y yo partimos en pos de Stoke y sus esbirros, dara. Sólo tú posees los conocimientos precisos para curar las heridas de los Diminutos, en caso de que empeorasen.
Riatha contempló al buccan y a la dormida Faeril, y luego miró también a Urus. Por fin, con un suspiro, hizo un gesto afirmativo y continuó removiendo el líquido.
Aquella noche, un salvaje oso dio vueltas alrededor del campamento para proteger a sus ocupantes.
Apenas amanecido, Urus y Aravan salieron en dirección al último lugar donde el oso había notado el olor de los urwas. Hombre y elfo confiaban en descubrir huellas del Horrible Pueblo. Si veían algo, dejarían unas marcas suficientemente claras para que las viesen Riatha, Gwylly y Faeril cuando pudieran viajar.
Una hora después de la salida del sol, la damman despertó. Temblaba todavía a consecuencia de la debilidad causada por la fiebre y… por la falta de alimento. Enseguida, Riatha se puso a llenar de lentejas un plato, que la damman tomaría acompañadas de una galleta de cereales.
Faeril miró a Gwylly, atenta a su respiración para cerciorarse de que realmente sólo dormía. Luego se levantó, aunque con torpeza, y desapareció entre los árboles para aliviar el cuerpo. Al regresar, se puso en cuclillas y aceptó el plato que Riatha le ofrecía.
—¿Cómo está Gwylly? ¿Tiene mucha importancia su herida?
—Una hoja muy delgada le penetró entre las costillas inferiores y en un pulmón. Supongo que era una daga, aunque también podría haber sido una espada. Se pondrá bien, pero necesita reposo. Y dime, Faeril, ¿cómo te sientes tú?
—Pues… como si un caballo se me hubiera sentado encima.
Riatha sonrió.
—No fue un caballo, Faeril, sino un vulg.
—Caballo o vulg, tengo suficientes magulladuras para demostrarlo. Todo mi cuerpo está morado.
—No me sorprende. Los vulgs son casi del tamaño de un poni, aunque no pesan tanto.
La damman se movió un poco para ejercitar sus doloridos músculos.
—¿Cuánto pesan, más o menos?
—Lo ignoro. Quizás unos cuatro quintales, o cinco.
—A mí me pareció que pesaba más del doble, aunque de ser así me habría dejado aplastada sobre la nieve. Tengo la impresión de que no se apoyó del todo en mí.
Mientras masticaba una cucharada de lentejas, la damman miró a su alrededor y preguntó:
—¿Dónde está Aravan? ¿Y sabéis algo de Urus?
—Urus volvió ayer. Dice que la tempestad borró todas las huellas de Stoke y sus esbirros. Ahora, los dos están en camino. Quieren buscar pisadas frescas que nos permitan seguirlas y derrotar de nuevo a Stoke.
Faeril mordió la galleta, satisfecha, y se concentró silenciosa en la comida.
Más tarde despertó Gwylly. No estaba dispuesto a permanecer acostado y exigió que lo dejaran salir para hacer sus necesidades entre los árboles. Sostenido por las dos mujeres se apoyó en un tronco y, al orinar, tosió suavemente.
Después, Riatha le preparó un té de musgo e insistió en que el buccan aspirase el fuerte aroma.
—Esto ayudará a que tu pulmón se cure por dentro.
Además, la elfa retiró la cataplasma que el buccan llevaba sobre las costillas y la sustituyó por un vendaje empapado en el mismo cocimiento mientras comentaba:
—Esto, para la cura externa.
Después le hizo beber el resto, no obstante su terrible amargor y las muecas de Gwylly para tragarlo.
—Esto eliminará el líquido de tus pulmones.
—¡Ja! Lo que hará será revolverme las tripas —protestó el waerling con un estremecimiento.
La elfa y Faeril se rieron, pero asegurándose de que Gwylly se lo tomaba todo.
Entonces, Riatha se volvió hacia la damman.
—También tu vendaje ha de ser renovado.
Juntas quitaron el anterior, bajo el cual apareció un profundo corte en la cara interna del brazo derecho de Faeril, que iba desde el codo hasta la muñeca.
—¡Oh! —exclamó el buccan—. ¡Qué mala herida! Pero le disteis unos cuantos puntos, ¿no?
—Exactamente —contestó Riatha—. Le cosí la herida con cuerda de tripa, muy fina. De no haberlo hecho, habrían podido penetrar en la carne vapores nocivos. Aquí hicieron falta veinticuatro puntos, mientras que para tu corte bastaron nueve, Gwylly.
El buccan se miró el pecho en un inútil intento de ver la herida cubierta por el empapado vendaje.
—¿También a mí me cosiste? ¿Como si fuera una chaqueta vieja?
Faeril volvió a emitir una risita, a la vez que Riatha soltaba una franca carcajada.
—¡Eso mismo, Cabeza Roja! ¡Como una chaqueta vieja!
Gwylly sonrió.
—¿Cabeza Roja? ¡Valdría más que me llamases Remiendo!
Faeril levantó la vista de su brazo.
—Pues no es mala idea —bromeó—. Los dos estamos hechos unos remiendos.
Ahora fue Gwylly quien se echó a reír, pero un nuevo acceso de tos le cortó pronto el humor.
Aguardaron todo el día, conversando en voz baja como si las rocas de las montañas los escuchasen. Mientras Faeril engrasaba y afilaba sus cuchillos largos —encontradas las dos armas el día anterior por Aravan, entre la espesa nieve en el lugar de la batalla—, Gwylly explicó cómo había derribado a sus tres enemigos, lo difícil y angustioso que era luchar en medio de una oscuridad casi absoluta, y cómo había resultado herido en el segundo encuentro.
—Fue como si un lengüetazo de fuego me quemara entre las costillas —dijo.
Parecía ser que Riatha, gracias a su aguda vista de elfa, había logrado localizar algo mejor al adversario y, ayudada por su excelente oído, había liquidado a siete de aquellos monstruos. Aravan había dado muerte a cuatro rûpt, aparte del vulg despachado entre él y Faeril. Añadido todo eso al otro vulg de la damman y al rück eliminado, sumaba…
—¡Caramba! —calculó Gwylly—. ¡En conjunto son dos vulgs y quince rücks y hlēoks!
Faeril miró a Riatha.
—¡Oye! Eso significa que a Stoke sólo le quedaban cinco vulgs y doce bestias de esas otras…
—Tal vez, Faeril, pero no olvides que estamos en el Muro Siniestro y que, si él da una voz, otros rûpt acudirán enseguida.
Durante el día hablaron de las cosas más diversas: de la familia y del hogar, del fuego junto al que se calentaban en casa y, también, de las sencillas comidas consistentes en pan y estofado, lo que ahora les sonaba a un lujo increíble. Cuando Riatha derritió agua para hervir las vendas usadas, salió el tema de los baños, y Gwylly recordó cómo su perro, Black, perseguía de pequeño a los patos y que, al meterse la madre en el estanque, Black había saltado un día detrás, con el consiguiente susto al acudir la oca en defensa de los patos. Desde luego, el perro había quedado curado para siempre de su manía de meterse con las aves de corral. Conversaron también sobre sus experiencias con ponis y caballos, sobre jardines y cultivos y cosas por el estilo, pero siempre volvían a hablar del barón Stoke y se preguntaban si Urus y Aravan habrían descubierto las huellas del monstruo.
Una hora o dos después del anochecer, sus dudas quedaron aclaradas cuando un lejano silbido anunció el retorno del hombre y el elfo.
—No encontramos nada —dijo Aravan mientras se calentaba las manos alrededor de una caliente taza de té.
Urus gruñó:
—Aravan y yo nos separamos, y cada cual se internó por un cañón distinto. Yo anduve kilómetros, pero sin resultado.
Riatha sirvió sopa de lentejas en unas escudillas de estaño.
—¿No visteis grietas ni cuevas?
El elfo alargó la mano para tomar su ración de sopa.
—No, aunque las paredes de piedra pueden esconder muchas cosas.
—Yo tampoco distinguí nada.
Los dos recién llegados comieron en silencio, aunque era evidente su frustración y que ambos hacían esfuerzos por contener la rabia.
Fue Urus quien habló al final.
—Mañana seguiremos otros caminos y, si tampoco tenemos éxito, sólo nos quedará uno por recorrer.
—No obstante —indicó Aravan— existe una posibilidad de que se nos pasara por alto el nuevo escondrijo de Stoke en uno de los cañones registrados hoy.
Urus interrumpió su cena.
—¡Diantre! La tempestad lo cubría todo…
—Pero al mismo tiempo salvó nuestras vidas —intervino Riatha, alzando la vista hacia él.
Aquella noche, Aravan y Riatha montaron guardia por turnos. Su especial condición de elfos les permitía descansar y vigilar a la vez.
De cuando en cuando, la tierra temblaba. Y el Ojo del Cazador apareció tarde en el cielo para descender luego en la negra bóveda.
La noche siguiente, a su regreso, Urus y Aravan llevaban reflejada la decepción en el rostro. Al baeran se lo veía francamente amargado.
—El cañón por el que yo me adentré resultó ser un callejón sin salida, unos doce kilómetros adentro. Pero la senda elegida por Aravan subía a uno de los puertos de montaña y, detrás, se dividía en seis o siete caminos más. Y Stoke pudo utilizar cualquiera de ellos… ¡Maldita sea! —bramó, golpeándose con el puño cerrado la palma de la otra mano.
—Eran seis —dijo el elfo—. Otros seis que el barón y sus esbirros pudieron tomar.
Gwylly estaba apoyado en una mochila.
—Se me ocurre que Stoke fue capaz de abandonar a su Horrible Pueblo y salir volando, lógicamente sin dejar el menor rastro. Quiero decir que, aunque hallemos pistas, ¿quién nos asegura que el barón siguió ese mismo camino? Además pudo haber dispuesto que su banda…
—… dejara una pista falsa —señaló Aravan—. Tienes razón, Gwylly. Urus y yo ya lo comentamos. Sin embargo, no tenemos otra solución que la de buscar huellas. Actuar de otra manera significaría admitir que Stoke escapó por los aires, con el mundo entero a su disposición.
Prolongaron la búsqueda durante otros diez días, aunque sin éxito. Todos los cañones y los valles que se abrían al otro lado de los pasos de montaña se ramificaban más y más, formando centenares de caminos que Stoke podía haber seguido a través de aquellas tierras sacudidas por los seísmos.
Cada noche, Aravan y Urus regresaban al campamento con la humillación y la ira retratadas en los ojos y en cada uno de sus movimientos. Y cada noche, también, el Ojo del Cazador salía más tarde y surcaba los cielos a menos altura para desaparecer con la aurora.
Lo último que hacían, avanzada ya la noche, era celebrar consejo, y entre reniegos y lágrimas de frustración y amargos autorreproches llegaron poco a poco a la conclusión de que, al menos hasta el momento, Stoke se les había escapado.
¿Qué podían hacer, pues? ¿Adónde debían dirigirse?
Faeril rebuscó entonces entre sus ropas y sacó su copia del diario de Pétalo. Y a la vacilante luz del fuego les leyó, traduciéndolo del twyll a la lengua común:
Al día siguiente, un reducido grupo de guerreros bien armados y protegidos con corazas, vestidos de escarlata y oro, llegó a caballo a través del calvero y entró en el poblado. Era la escolta de Aurion, que debía acompañarlo en su regreso a Caer Pendwyr. Cinco días después partían rodeando al príncipe.
Pero antes de irse, vino a vernos a Tommy y a mí. «No soy más que un príncipe del reino —dijo—, pero creo que mi padre se atendrá a la promesa que yo hago hoy, y que es esta: si vosotros o Urus o Riatha necesitáis la ayuda del supremo rey, venid a Caer Pendwyr o a la fortaleza de Challerain, y nosotros haremos todo lo posible por derrotar a ese monstruo que buscáis. Lo prometo en nombre de todos los supremos reyes de Mithgar, y para siempre».
Aunque sólo tenía diez años, todo en él era principesco, y tanto Tommy como yo sabíamos que, en caso de apuro, recibiríamos ese apoyo. Los dos lo abrazamos y besamos, y Aurion montó en su corcel.
Todos lo seguimos con la vista —Tommy, Riatha, Urus y yo— cuando se alejó a través del amplio calvero, en dirección sur. Iba el pequeño príncipe en un hermoso caballo rodado, entre otros nobles brutos castaños, bayos y negros. En el aire restallaban los pendones sujetos a la punta de las lanzas, con rampantes grifos dorados sobre campo escarlata.
Y, cuando ya no pudimos distinguir al futuro rey, cuando el último estandarte se perdió en el horizonte, regresamos al bosque donde aguardaban nuestras propias monturas.
Faeril cerró el diario.
Riatha miró a Urus, y sus plateados ojos refulgieron a la luz del fuego.
—¡Bien que recuerdo aquel día!
Urus hizo un gesto afirmativo, ya que él también se hallaba presente al hacer Aurion la promesa, aunque desde entonces hubiera transcurrido un milenio.
La damman se dirigió en aquel momento a la elfa y al baeran para decirles con dulzura:
—Creo que ha llegado la hora de ir a Caer Pendwyr para ver al supremo rey.
Aquella noche, mientras montaba guardia, Riatha tuvo que aceptar el hecho de que, por el presente, habían perdido a Stoke. Y, cuando cedió la oscuridad y llegó el alba, la elfa comprobó que también el Ojo del Cazador se había ido.