22
STOKE
4E1430 a 5E988
(Milenio y medio atrás)
—¡El barón ha muerto!
El grito resonó en todo el alcázar en medio del chacoloteo de los caballos que regresaban.
La baronesa Lèva alzó la vista, y aspiró el aire a través de sus apretados dientes. Los herrados cascos retumbaban sobre el empedrado, y los alaridos de los mozos de cuadras y de los jinetes produjeron potentes ecos en el patio. Las voces aumentaban de volumen y decrecían, y entre todo el alboroto resultaba imposible entenderse.
Las macizas puertas exteriores de la fortaleza se abrieron de golpe. El estruendo penetró incluso en el apartado aposento de la baronesa. Lèva dejó la pluma y el pergamino y trató de calmarse. Unos pasos se acercaban por el corredor, y ella se volvió hacia la puerta, preparada para lo que había de venir.
Sonaron unos golpes.
—Entrad —contestó la dama.
Un hombre alto y huesudo, vestido para ir de caza y muy sucio, con un tiznajo de sangre en la parte alta de una mejilla, avanzó hacia ella con paso largo y firme. Hizo luego una breve inclinación, y sus oscuros cabellos, surcados de mechones plateados, cayeron sobre su barbuda cara.
—Lady Stoke, el barón Marko ha muerto. Le mató un oso.
A Lèva, el corazón le saltó de alegría. «¡Por fin!», pensó, aunque desde luego no permitió que sus delgadas facciones reflejasen lo que de verdad sentía.
—¿Cómo pudo suceder, capitán? ¿A causa de qué negligencia en el cumplimiento de vuestro deber perdió mi esposo la vida?
Janok abrió desmesuradamente los ojos ante tan deliberada acusación, pero se tragó el enojo al ver la mirada de aquella bruja de negros cabellos.
—El barón nos ordenó mantenernos a un lado, mientras él se enfrentaba solo al oso. Pero el palo de la lanza se le rompió, y la bestia pudo con él.
—Quiero que me traigan esa lanza, capitán. Necesito ver el arma que falló de tal manera, y mandaré que la destruyan delante de mí.
Janok asintió con la cabeza.
—¿Y qué fue del animal?
—Muerto, baronesa. Lo maté con mi propia lanza cuando embestía al barón.
Procedente del patio llegó el ruido de caballos que salían por las puertas y, seguidamente, el golpeteo de los cascos al galopar los corceles montaña abajo, por la carretera que los alejaba del castillo. Lèva volvió la cabeza hacia la ventana, que estaba abierta.
—¿Adónde cabalgan, capitán?
Janok sonrió.
—Se dirigen a Aven y Vancha.
Los delgados labios de la dama palidecieron de rabia, y esta miró indignada al hombre.
—¡Yo no di tales órdenes!
—No, señora, pero lo hice yo. Como capitán de este alcázar, era mi deber. Los hermanos del barón, sus herederos, tienen que estar informados.
—¡Fuera de aquí! —chilló Lèva—. ¡Fuera!
El capitán se inclinó ligeramente ante la baronesa, pero mientras se retiraba asomó a su boca una sarcástica sonrisa.
Cuando estuvo sola, Lèva barrió con furia los papeles del escritorio.
—¡Entrometido de Janok! —murmuró—. ¿Quién le manda avisar a los hermanos? Lenko será ahora el barón, salvo que yo…, que yo… ¡Oh! ¿Por qué no me adelantaría y tomaría mis medidas?
Lèva se puso rápidamente de pie y caminó por el suelo de piedra.
«¿Qué hacer? ¿Qué hacer?», se preguntó.
Anduvo hasta la chimenea y contempló ceñuda la parrilla.
«¡Cálmate! —se dijo—. ¡Cálmate! Conviene proceder con cautela. Una vez quemada la lanza, no existirá ya la prueba».
Lèva se arrodilló ante el hogar y, con sus propias manos, encendió un fuego, del que brotaron enseguida las llamas.
«Pero ¿qué hacer con Lenko?».
Lèva tiró del cordón de la campanilla.
Cuando apareció la doncella, la baronesa se hallaba junto a la ventana.
—Limpia el escritorio. Luego manda a un ordenanza que me traiga la maldita arma que no supo proteger a mi esposo. Y dile a lady Orso que venga —ordenó, sin apartar su glacial mirada azul de los oscuros montes Skarpal.
—Quiere tener un hijo en un plazo de seis meses.
Unas pálidas manos de largos dedos se alzaron para retirar la capucha de una cara blanquinosa, a la que la cabeza rapada acababa de dar el aspecto de una calavera. Los amarillos ojos, horribles bajo unas cejas ralas, pasaron de madre a hija para volver a la primera.
Lèva sintió que la sangre se le helaba en las venas y apartó la vista del flaco individuo, dudando de si aquello era realmente un hombre. Lo había llamado su madre, aunque la baronesa ignoraba cómo.
Su voz no era más que un susurro y, en contraste con la juventud del extraño tipo, sonaba casi anciana.
—Tú necesitas un hijo que sea el heredero del barón Marko —dijo, no en tono de pregunta, sino como una afirmación—. De otro modo, tú no podrías controlar la hacienda, las tierras, las riquezas…
—Sí. Necesitamos un heredero —contestó Koska.
La mujer de cierta edad era un poco más baja que su hija, pero tenía la cara igualmente estrecha, la misma delgadez y los cabellos también negros, aunque sus ojos eran distintos: negros como pozos, según algunos.
La voz del hombre sonó suave.
—Para controlar la hacienda.
Koska se movió un poco, incómoda.
—En efecto, sí. Para controlar la hacienda.
—Un varón —añadió Lèva, mirando a su madre pero no al extraño individuo, porque no soportaba sus amarillos ojos—. En Garia, una niña no tendría rango de heredera.
—¿Qué estás dispuesta a dar a cambio?
—¿Qué pides?
—Lo que tú diste antes, lady Orso, cuando me llamaste.
Lèva se estremeció como si por el cuerpo le corriesen arañas. Koska apretó los dientes y meneó la cabeza en sentido afirmativo. Aceptaba las condiciones.
—Por una hija, un lugar donde permanecer todo el tiempo que yo desee, y ser el tutor de mi hijo si es varón.
Lèva quedó boquiabierta y fijó la vista en el hombre, cuya sola presencia le removía lo más profundo del alma.
—¿Tu hijo? ¿Será tu hijo?
—Sí. El barón Marko no tiene heredero, y su hermano Lenko ocupa el primer lugar en la línea de sucesión. Únicamente yo puedo darte un hijo, un hijo varón y que nazca dentro de seis meses. Acudir a un hombre humano y quedar embarazada dependería demasiado de la casualidad: primero, que él y tú pudierais engendrar, cosa que no fue posible entre tú y Marko. En segundo lugar te expondrías a que el fruto de esa unión no fuese niño y, en cualquier caso, la criatura que naciese, aunque fuera varón, vendría al mundo demasiado tarde para ser hijo de Marko y, entonces, la hacienda iría a parar a manos de Lenko.
»No, Lèva; si tú quieres que tu hijo nazca a tiempo de poder haber sido engendrado por Marko, tendré que ser yo quien te fecunde.
La baronesa se volvió hacia su madre con el miedo retratado en los ojos. Lady Orso meneó lentamente la cabeza.
—No hay otro modo, Lèva. Necesitas estar embarazada, porque Lenko traerá a su médico personal para comprobarlo. Y ese médico también se hallará presente en el momento del parto, ya que, si la criatura fuese hembra o naciera muerta, el heredero sería Lenko.
»Debes someterte a Ydral si deseas conservar la hacienda.
Aunque con profunda repugnancia, Lèva aceptó la condición.
Ydral sonrió, dio un paso adelante y, del modo más brutal, le arrancó las ropas a la mujer, la hizo tenderse desnuda en el suelo de piedra, y le tapó la boca con sus pálidas y huesudas manos para ahogar sus gritos.
… Y, cuando hubo terminado, se volvió de cara a la madre, que esperaba allí.
Lèva pasó gran parte de los seis meses siguientes encerrada en su aposento. Habían alejado de su alcance todos los instrumentos afilados. De noche, sus aullidos y lamentos llenaban el alcázar, y durante el día lloraba de manera incontrolable y balbucía llevada por un terrible temor a algo o alguien, aunque nadie sabía por qué. Que la baronesa estaba encinta era evidente, y, a juzgar por su volumen, el padre tenía que ser el barón Marko, como lady Orso gustaba de pregonar.
Llegó el baronet Lenko, procedente de Aven, y entre su séquito figuraba naturalmente su médico personal, quien confirmó que, no obstante su demencia, Lèva se encontraba embarazada y daría a luz en el plazo de unas semanas. Lenko se enfureció, pero desde luego no renunció a quedarse hasta que se produjera el nacimiento.
Por otra parte, el hermano menor, el baronet Marik, permaneció en Vancha sin tomarse la molestia de rendir homenaje al difunto, y lo que hizo fue enviar noticia de que sólo volvería a Garia si algo le sucedía a Lenko.
Y en los aislados aposentos del último piso de la torre más oriental del castillo se había instalado un hombre extraño: un tipo que estaba siempre solo y nunca era visto de día, mientras que, en ocasiones, lo habían observado recorriendo de noche los sombríos salones y las elevadas murallas, y del que algunos decían que descendía de los tejados; un hombre que siempre llevaba capucha, de forma que nadie podía distinguirle la cara; un hombre que llenaba las habitaciones de rollos de pergamino, gruesos libros, arcanos instrumentos y animales extraños; un hombre que realizaba misteriosos experimentos en las horas de oscuridad y hacía chillar aterrorizados a los animales. Sin embargo, la madre de la baronesa aseguraba que ese hombre era el médico de Lèva, el galeno que vigilaba que la criatura naciera viva, y ordenó que no se lo molestase.
Transcurrieron las semanas sin que la baronesa dejase de chillar en las tinieblas nocturnas y de emitir lamentos en las horas de débil claridad, engordando a medida que se hundía más y más en la locura. La atendían Ydral y el médico de Lenko, llamado Brün. Ydral lo hacía de noche, y Brün de día. E Ydral le daba brebajes, algunos claros y ligeramente espumosos, otros oscuros y borboteantes. Brün, por su parte, trataba de calmarla con hierbas.
Lèva se puso de parto al atardecer y, entre horribles gritos, dio a luz en las horas más tenebrosas. Dicen que el nacimiento del niño quedó marcado por dos sucesos ominosos: una comadrona que ayudaba a los médicos salió de la habitación entre alaridos, farfullando algo referente a demonios y a una boca llena de espantosos colmillos… Lo cierto es que no se la vio más. Brün fue a anunciarle a Lenko que se trataba de un varón y, al instante, el médico cayó muerto. Tanto si estos relatos son falsos o si uno o los dos corresponden a la verdad, lo que sí se sabe es que Lenko entró en el cuarto para ver al recién nacido con sus propios ojos. Lèva, pálida, temblorosa y completamente enajenada, se hallaba encogida en un extremo del lecho, empapadas las sábanas de sudor, líquido amniótico y sangre. Lady Orso ofreció una bebida a su agitada hija. El encapuchado Ydral sostenía a la criatura, envuelta en suaves mantas, y al aproximarse Lenko le pasó por la cara una de sus espeluznantes manos. Cuando el tío del niño alzó la manta para ver cómo era el nuevo barón, se encontró con un crío aparentemente normal en todos los aspectos, menos en uno: tenía los ojos amarillos.
El recién nacido barón Stoke recibió el nombre de Béla.
Corría el año 4A1430.
Ydral dispuso que el niño estuviera siempre rodeado de guardias, y el capitán Janok fue hecho responsable de la seguridad del pequeño barón. Y, a sugerencia del mismo Ydral y por orden de lady Orso, a los componentes del séquito de Lenko se les prohibió acercarse al chiquillo, ya que, si Béla moría —ya fuera por causas naturales o provocadas—, el barón sería inmediatamente Lenko. Ni siquiera al baronet se le permitía ver al niño a solas, y de hecho se lo vigilaba cada vez que estaba en el mismo cuarto que él. Enfurecido, Lenko se largó del castillo al día siguiente para regresar a su reducto situado en el Muro Siniestro, encima de Vulfcwmb, allá en la zona de Aven.
Antes de una semana, la demente Lèva había muerto. La causa del fallecimiento era un misterio, aunque corrían diversos e insistentes rumores. Según unos, su propia madre la había envenenado. En opinión de otros, el asesino era Ydral. Pero sobre todo se murmuraba que los gritos de la alarmada comadrona eran consecuencia de que el nuevo barón había nacido con la boca llena de horribles colmillos y, por lo tanto, chupaba sangre mezclada con la leche materna, con lo que había acabado por provocarle la muerte a la madre. La desaparición en los meses siguientes de varias amas de cría no hizo más que dar credibilidad a ese último rumor, que se mantuvo y acrecentó con el paso de los años.
Pero, aunque Lèva hubiese muerto y desaparecieran las amas de cría y nadie conociera la suerte corrida por la espantada comadrona, tampoco faltaba quien se riese de tales comadreos, porque…, ¿acaso no había explicado la propia lady Orso que, sencillamente, la baronesa había quedado demasiado debilitada por el nacimiento de un niño tan robusto y sano? ¿No era frecuente, en Garia, que las mujeres muriesen de parto? Además, Lèva estaba loca. ¿Y no explicaba Koska que las diversas amas habían tenido que regresar a sus lejanos hogares por quedarse sin leche? ¡Bah! Cualquiera podía ver que la boca del pequeño Béla era perfectamente normal, aunque no cabía duda de que sus amarillos ojos daban que pensar… «¡Ojos de demonio!», susurraba la gente.
Al faltar su hija, lady Orso se convirtió en la regente. Concedía audiencias de noche y gobernaba en nombre de Béla, si bien muchos murmuraban que quien de veras tenía autoridad en la baronía era Ydral, pues parecía ser que Koska no tomaba ninguna decisión de importancia sin consultar antes con el individuo encapuchado.
Se decía, asimismo, que lady Orso era una desenfrenada y lasciva ramera, que se divertía de manera escandalosa con cualquiera y se llevaba a su lecho un hombre tras otro y, a veces, incluso más de uno, llegando a seducir en ocasiones a mujeres. Sean ciertas o no tales historias, está comprobado que, a medida que Béla crecía, su abuela materna envejecía de forma desproporcionada con su edad.
Ydral fue el tutor del niño, tal como había exigido antes de engendrarlo, y lo tenía bajo su protección. Béla era un alumno aprovechado y pasaba largas noches con él en la torre, donde los animales chillaban de rabia, miedo y dolor.
Unos rumores dieron pie a otros cuando Béla creció, y circulaban comentarios referentes a actos de crueldad, tortura y perversión. Los criados se movían por todo el castillo como si temieran por su vida y procuraban pasar inadvertidos siempre que veían acercarse a Koska, a Béla o a Ydral. En los ojerosos rostros del personal se reflejaban la angustia y la opresión, y eran muchos los servidores que añoraban los días en que gobernaba allí el barón Marko. Lo hacía con puño de hierro, eso sí. Nada decía si algo estaba bien hecho, pero en caso contrario propinaba uno o dos latigazos o un golpe en la cara al culpable, lo que al fin y al cabo no era tan grave, ¿verdad?
Más el barón Marko había muerto, y Koska hacía ver que mandaba, pero quien en realidad imponía su voluntad era Ydral. Y el pequeño Béla, el de los ojos amarillos, se estaba convirtiendo también en un monstruo.
Los vecinos montes Skarpal eran ahora un lugar siniestro, un lugar en cuyas oscuridades aullaban los vulgs donde nunca lo habían hecho antes, un lugar habitado por gritchis y durdis, el Horrible Pueblo de antaño. Los granjeros de la comarca se encerraban al llegar la noche y protegían al ganado en establos y corrales, durmiendo incluso a su lado. Y, aunque pedían ayuda a la regente, esta no les hacía ningún caso y decía que se apañasen solos. Encima de negar toda protección, Koska enviaba puntualmente a las casas los recaudadores de impuestos, acompañados además por soldados.
Todo el mundo estaba de acuerdo en que, por muy duro que fuese, Marko había gobernado sus tierras mucho mejor que lo que ahora ocupaba el trono de la baronía.
Poco a poco, la baronía se fue desintegrando, a medida que Koska y luego Béla eran impulsados por un hombre de ojos amarillos…, si se lo podía considerar un hombre.
Cuando Béla cumplió catorce años, Ydral reveló al joven barón su verdadera naturaleza y, desde ese momento, los aullidos de los vulgs resonaron en la torre para recibir idéntica respuesta de las montañas circundantes. Y varios sirvientes afirmaron haber visto volar a través de la noche a una horrible criatura.
Y en las tierras de los alrededores empezaron a desaparecer personas en las horas tenebrosas, sólo para ser halladas asesinadas al día siguiente.
A los quince años, cerca ya de los dieciséis, alguien hirió a Béla y le atravesó el cuerpo con una espada. Cuando los sirvientes despertaron al amanecer, descubrieron los restos del capitán Janok esparcidos entre las almenas, como si una bestia lo hubiese destrozado. Sin embargo, su cabeza —carente de ojos, de orejas y de lengua— apareció hincada en un palo.
Se rumoreaba que un criminal había intentado matar a Béla, pero nunca se supo si había sido Janok el autor de la fracasada agresión o si, simplemente, la eficacia del capitán había resultado insuficiente para rechazar el ataque. Pero, desde luego, nadie lo preguntó.
Béla se curó con asombrosa rapidez, porque no en vano era un Maldito. No obstante, a partir de entonces ninguno de los servidores o soldados pudo ir armado en su presencia. Mejor dicho: ningún humano obtuvo permiso para ello.
Llegó una noche en que Béla se dio cuenta de que sus terribles placeres ya no lo satisfacían, y en la lóbrega cámara de la torre se enfrentó a su mentor.
Ydral apartó la vista de un voluminoso libro para fijarla en el joven. Unos ojos amarillos miraron a otros ojos amarillos.
—En efecto, hijo mío, existen cosas aún más deliciosas que las que practicaste hasta ahora. Cosas más… completas.
Béla aguardó de pie, centelleantes los ambarinos ojos a la luz de la lámpara.
—Yo lo llamo… la siega.
Ydral se dirigió a un arcón, y de él extrajo una caja estrecha y plana forrada de cuero, que contenía un largo cuchillo de hoja muy delgada.
—Si tuviéramos una víctima —dijo—, te enseñaría a desollarla, pero de manera qué la muerte tardase el máximo tiempo en llegar… Algo exquisito. Lástima que no dispongamos de esa víctima.
En ese instante, lady Koska Orso entró en la pieza.
Después de la desaparición de lady Orso, Béla tomó las riendas de la baronía.
«Ahora qué un verdadero barón Stoke ocupa el trono —pensaron algunos—, las cosas cambiarán. ¡Diantre!».
Y las cosas cambiaron.
Mas no como la gente esperaba.
Empezaron a faltar personas de los caseríos y pueblos cercanos. ¡Y en un número alarmante! Durante los cinco años siguientes, diversas delegaciones acudieron al barón en busca de apoyo, pero Béla achacaba todas esas desapariciones a los gritchis y los durdis. Terminada la audiencia, sin embargo, quienes habían preferido esperar al día para volver a sus casas hablaban de lejanos gritos en la noche, que parecían proceder de personas torturadas más allá de lo imaginable.
Más de un sirviente huyó del castillo. Y más de un soldado, también. Todos afirmaban que había demonios en la torre habitada por Ydral, y que habían visto gritchis en las murallas y en el patio, aparte de durdis y vulgs.
Comenzó el éxodo de la baronía. Primero la abandonaron sólo unas cuantas familias, luego una auténtica riada. La población se redujo de manera alarmante.
El barón Stoke estaba furibundo, pero poca cosa podía hacer para detener la huida, porque en un espacio de diez años se había quedado sin soldados. Ahora le servían los driks, que eran los gritchis o los rücks. También contaba con los ghoks —los durdis o hlēoks—, todos ellos llamados por Ydral, y con los vulpen.
Tal era el poder del barón, que todos los elementos que constituían el Horrible Pueblo lo apoyaban.
Transcurrieron así unos cinco años más, y los esbirros de Stoke se adentraban con audacia cada vez mayor en los campos para capturar nuevas víctimas para sus demenciales placeres y diabólicos experimentos. Porque, en aquella época, Ydral ya lo había introducido en la nigromancia.
De noche, empero, el barón descubrió que Ydral reunía precipitadamente algunas de sus cosas, dispuesto a huir también.
—Hay un dolh, un elfo, que me persigue desde hace más de tres mil años…, desde la maldita Guerra del Veto. Uno de los míos me ha avisado que ahora se acerca, y yo no quiero enfrentarme a él porque lleva una prenda superior a mis poderes y un arma que incluso a mí me mataría. Me consta, también, que mi destino es morir a manos de uno por cuyas venas corra sangre de los dolhs, y yo quisiera evitar eso… para siempre.
Béla procuró convencer a Ydral para que se quedara, ofreciéndole toda la protección que pudiera representar el castillo, pero sin éxito, porque aquella misma noche partió el tutor de ojos amarillos en su infernal corcel en dirección a los montes Skarpal. Y, aparte de la compañía de los spaunen, el barón Stoke quedó al fin solo.
Pasaron tres años, y Stoke decidió marcharse de su desierta baronía para viajar a Aven, la fortaleza de su tío Lenko, lugar donde, a no dudarlo, la cosecha sería rica.
Otros dos años después, un elfo provisto de una lanza de cristal penetró en los montes Skarpal y llegó al abandonado alcázar en busca de un hombre de ojos amarillos.
Nadie acudió a recibirlo.
Una vez asesinados Lenko y todos los suyos, el barón Stoke permaneció una serie de años en Aven, al norte de Vulfcwmb, y limpió de humanos la región hasta dejarla prácticamente desprovista de caza.
Luego atravesó el Muro Siniestro en dirección sur, hasta llegar a las tierras de Marik, que se extendían por encima de Sagra, en el país de Vancha. El baronet Marik era ya un hombre viejo, por aquel entonces, y a Béla le produjo escaso placer desollarlo. Los demás que vivían con él, en cambio, eran jóvenes y fuertes, por lo que pudo emplear más tiempo en ellos.
En los años siguientes, el castillo empezó a ser llamado la Fortaleza Pavorosa, y la montaña que se alzaba detrás recibió el nombre de Risco del Demonio. Todo ello tenía una fama espantosa. Aun así, la gente reaccionaba de modo lento ante el peligro, y tuvieron que pasar varios años antes de que la cosecha se hiciera escasa.
Terminado el barrido, Stoke y sus esbirros se encaminaron a Basq, y desde allí a Gothon, así como a otros lugares, quedándose unos diez años en cada uno, hasta agotar la caza, y entonces partían en busca de pastos más frescos y productivos, donde los rebaños humanos todavía no habían sido advertidos del peligro.
De esta manera transcurrió la existencia del barón durante décadas, capturando, desollando y haciendo experimentos de nigromancia… Y él seguía pareciendo un hombre de treinta y tantos años, a pesar de haber superado el siglo, porque su especial naturaleza lo libraba de envejecer. Sólo la plata o la rarísima plata estelar podían causarle un daño permanente, y quizá también el fuego.
Stoke tendría doscientos cincuenta años cuando, por fin, logró perfeccionar la pócima que le había de permitir mantener vivos a los desollados hasta que ya no tuviesen piel y hacerles conservar plena conciencia de sus horripilantes sufrimientos.
Entonces comenzó a empalarlos.
No obstante conservar el aspecto y las condiciones físicas de un hombre de treinta y tantos años, el barón Stoke había cumplido quinientos catorce y acababa de instalar una nueva cámara de tortura en el Muro Siniestro cuando sus exploradores le notificaron que una caravana cruzaba el paso de Crestan. Una súbita tempestad de nieve la obligó a retroceder y, dado que los secuaces de Stoke no consiguieron hacerse con unas cuantas víctimas, fue él mismo quien atrajo a varios viajeros hacia la desgracia. Eran baerans, una enérgica raza humana, y pocas palabras bien elegidas bastaron para que Stoke engañara al jefe. Diez de esos hombres lo siguieron a la oscuridad y, con ello, a la escalofriante suerte que el monstruo les había preparado.
Pero los baerans eran más de lo que Stoke había supuesto, y uno consiguió escapar. El fugitivo corrió en busca de refuerzos y regresó, además, con lo que parecía un gigantesco y fiero oso especialmente adiestrado para la guerra. El barón huyó horrorizado, ya que era más que probable que aquella gente dispusiera de armas de plata.
Era la primera vez que Stoke se veía ahuyentado de sus propias tierras.
Hasta ahora siempre había elegido a su conveniencia las zonas que prometían resultar más fértiles. Pero esta vez le había tocado huir. Su rabia no tenía límites, pero nada podía hacer contra unos enemigos tan poderosos como los baerans.
Stoke buscó refugio en la cordillera de Rigga, situada en el país de Gron, y durante los siguientes cuatro años se dedicó a realizar experimentos con los driks, pero esos seres no satisfacían, por lo visto, sus demoníacas pasiones.
Fue entonces cuando sus esbirros capturaron a un elfo.
En comparación con lo que lo satisfacía martirizar a un humano, la desolladura de un inmortal le resultó una delicia, y el empalamiento del elfo constituyó para Stoke algo que superaba sus más morbosas fantasías.
El resurgimiento de sus bestiales apetitos lo impulsó a dejar los picachos de los montes Gronfang, a los que pertenecía la cordillera de Rigga, para regresar a su fortaleza situada cerca de Vulfcwmb. Hacía décadas que no había estado allí, y la cosecha prometía ser rica.
Después de una serie de meses en los que Stoke segó todas las vidas que quiso, varios hombres de Vulfcwmb tuvieron el valor de subir al castillo con la intención de matarlo. Y sus gritos despertaron en el barón el más poderoso de los deseos.
Y, un día, los esbirros atraparon a unos cuantos seres pertenecientes al Pueblo Diminuto, de ojos como joyas y orejas semejantes a las de los elfos. Se trataba de dos varones ya mayores y de una mujer también algo añosa, pero también había entre ellos una joven, y Stoke se la reservó para el final, asesinando a los demás ante los horrorizados ojos de la pobrecilla.
Pero, antes de que pudiera desollarla, en su fortaleza aparecieron tres presuntos rescatadores: otro warrow varón, una elfa —hermana del asesinado por Stoke en la cordillera de Rigga— y Urus, jefe de los baerans, el hombre a quien con tanta facilidad había engañado.
Y aquellos locos pretendían cazarlo a él. ¡Dar caza al barón Stoke!
El monstruo y sus esbirros los apresaron a todos. ¡Qué cosecha tan sabrosa! Mas el hombre llamado Urus se transformó de repente en un inmenso oso y hundió la puerta de la celda…
A Stoke poco le faltó para morir, aquella noche, entre los colmillos y las garras de otro tan maldito como él. Sin embargo, y aunque a duras penas, logró escapar.
Huyó a Vancha, a la Fortaleza Pavorosa que se alzaba junto al Risco del Demonio. Hacía largos años que no había trasquilado la región, y Sagra volvía a estar poblada.
Pero dos años después de su precipitada marcha de Vulfcwmb, su castillo que nuevamente invadido por… los mismos cuatro que por poco habían terminado con él en la otra ocasión.
Y esta vez todavía estuvo más cerca de la muerte, por culpa de una horrorosa espada de luz estelar que empuñaba la elfa, una bala de plata disparada por el buccan, y un incendio.
La Fortaleza Pavorosa ardió hasta los cimientos, pero Stoke logró volver a escapar.
Voló ahora al extremo oriental del Muro Siniestro, junto a la frontera del remoto Xian. Mas, al cabo de diez años, la cosecha se había hecho escasa, por lo que Stoke se trasladó más al oeste, siempre bajo la protección de las montañas. Aquí y allá atrapaba nuevas víctimas, y su perverso placer consistía en desollar viva y empalar a la gente y practicar sin límites su aberrante nigromancia.
Varios años más tarde, el barón llegó a las ruinas de la Guarida del Dragón, en las temblantes montañas que dominaban el país de Aralan. Enseguida mandó a sus esbirros en busca de víctimas, que debían arrancar de las granjas y los pueblos de la región. Asimismo, los repugnantes seres tenían el encargo de asaltar caravanas, capturar comerciantes y, sobre todo, apoderarse de las catorce personas que vivían cerca del paso conocido como Vado de Piedra.
En las montañas del nordeste de la Guarida del Dragón, Stoke descubrió un monasterio situado encima del Gran Glaciar del norte, y sin pérdida de tiempo desolló y empaló a los doce sacerdotes que lo habitaban.
Convirtió el monasterio en su cuartel general, mas también ese refugio fue hallado por sus cuatro perseguidores: dos warrows, la elfa y Urus. Habían transcurrido veinte años, ¡y todavía iban detrás de él!
Stoke se escondió en los sótanos del convento, pero lo encontraron. Huyó entonces al campanario y… se transformó. Pero mientras se alejaba volando resultó gravemente herido. Un proyectil de plata, disparado con una honda, le había roto un hueso del ala izquierda, y el monstruo cayó en espiral al glaciar que tenía debajo.
Sus enemigos continuaron la caza, como habían hecho durante dos décadas, y le dieron alcance en el helero. No obstante su estado, poco faltó para que el barón matara a la elfa de la peligrosa espada; pero, en el momento en que se disponía a degollarla con su propia hoja, un cuchillo de plata arrojado por la damman se le clavó en el hombro.
Aunque el dolor era tremendo, Stoke no podía atreverse a tocar el arma por ser de plata. Cambió otra vez de forma, pero el cuchillo siguió clavado. Convertido en vulp, saltó para salvar una ancha grieta y escapar por el otro lado, pero aquel loco de Urus se le echó encima en pleno vuelo, y juntos fueron a parar a las gélidas y negras profundidades del glaciar.
Y la horrible grieta se cerró, aprisionando en eterna y yerta lucha al vulp y al hombre.
Cuando ambos cayeron al abismo de hielo, el cuchillo se desprendió del hombro de Stoke, y, a lo largo de más de un milenio que duró su prisión, el vulp se curó, aunque despacio. No en vano era un Maldito y, propiamente, tendría que haber sanado enseguida, pero allí, dado el frío, el proceso se retrasó mucho.
Un resplandor áureo envolvía al barón y al baeran, vulp y hombre, y, no obstante estar en suspenso sus vidas, Stoke notaba la abominada luz.
Pasaron mil años y, en lo más hondo del hielo, el vulp y el humano continuaban atrapados en un lento y rechinante remolino que cada vez se acercaba más al borde del glaciar.
Llegó por fin una noche en que se rajó la pared del helero y el vulp fue expulsado. Pero transcurrieron unas horas y Stoke seguía sin moverse, aunque dado su poder de regeneración recobró el conocimiento y pudo percibir los lejanos quejidos de unos driks y ghoks, así como los distantes aullidos de los vulpen. Ululó él en demanda de auxilio y, al recibir respuesta, cambió nuevamente de forma para volver a ser un hombre de ojos amarillos, si es que Stoke merecía ser considerado un humano.
Mientras esperaba, el barón vio que un cometa surcaba el cielo nocturno, y por su posición dedujo que se trataba del Ojo del Cazador. ¡Tenía que haber permanecido, pues, más de mil años encerrado en el glaciar!
Le llegó finalmente la ayuda. Y, cuando fue levantado, distinguió vagamente la forma de Urus, aún apresado entre los hielos, si bien ya a poca profundidad, aureolado por un maldito resplandor dorado. El barón ordenó al Horrible Pueblo que desenterrase a Urus, lo decapitara y quemase después sus restos. Mas nadie fue capaz de resistir la áurea luminosidad, por lo que Stoke tuvo que dejar en paz al hombre, ya que él mismo era el más perjudicado por el misterioso fulgor.
Los driks transportaron sin demora al barón a las cavernas de la garganta, y allí permaneció recuperándose.
Dos noches más tarde, sus partidas de caza notaron cierto olor a personas extrañas e informaron a Stoke de la presencia de una elfa que se había evaporado de repente. Y, momentos antes del amanecer, un vulp herido llegó cojeando, procedente del monasterio, para explicar que una warrow había escapado, y que un fiero y enorme oso había hecho una carnicería entre los de su especie.
Así supo Stoke que todavía lo perseguían aquellos elfos, los warrows y Urus. Dedujo, en consecuencia, que también su nuevo escondrijo era vigilado, y forjó un plan.
A la noche siguiente, cuando él abandonó el cañón con su grupo de secuaces, quedaron atrás suficientes driks, ghoks y vulpen. Si Stoke era buscado, quienes intentaran cazarlo se convertirían inesperadamente en presas.
Un horrible ser alado se alejó entre fuertes aleteos hacia el sur, a través de la fuerte nevada, sabedor de que la blanca capa cubriría las huellas de sus esbirros y de que, si alguien conseguía descubrir su pista, sería asesinado por la espalda.
Voló el monstruo por la oscuridad, sin que el furioso aullido de la tempestad pudiera compararse con la violenta cólera que vibraba en el interior del malvado barón.