21
LA HUIDA
Comienzos de primavera del año 5E988
(El presente)
La nieve caía en forma de remolinos por delante de la cueva, impulsada por el vendaval. Aravan continuaba tendido boca abajo, sin perder de vista aquel pozo, que quedaba a unos ochenta metros de profundidad. De cuando en cuando, la tierra temblaba a medida que la negrura lo envolvía todo.
—Se reúnen a oscuras… —musitó Aravan por fin, ya que su aguda vista de elfo le permitía distinguir unas siluetas que se movían por la nieve.
Gwylly, cuyo corazón latía con violencia, alargó una mano en busca de la de Faeril, y se encontró con que ella hacía lo mismo.
Urus cambió de postura, encogió las piernas y acabó sentado con las manos sobre las rodillas. Lo único que hizo Riatha fue volver la cabeza en dirección a Aravan.
—¿A oscuras? —preguntó en voz baja—. ¿No llevan antorchas?
—No.
Extrañada por esa nueva táctica, Riatha miró a Faeril en busca de una respuesta, pero las tinieblas reinantes en la cueva no permitían que sus ocupantes se viesen las caras. Aun así, la damman contestó:
—Tal vez hagan algo en secreto.
Ululó el viento, y la nieve cayó con mayor intensidad y rapidez. La voz de Aravan se dejó oír de nuevo.
—Van de un lado a otro. Parecen esperar.
El elfo aspiró el aire entre los dientes y añadió de pronto:
—Ah, y en el escondrijo… se mueve alguien, algo.
De repente, un horripilante graznido cortó el aire.
A Gwylly le saltó el corazón al cuello, y Faeril le agarró la mano con fuerza.
Riatha miró a Urus con los ojos muy abiertos.
—¡Stoke! —jadeó este, arrastrándose hacia la entrada, seguido por la elfa y también por los warrows.
Enfrente de ellos, una enorme cosa negra de coriáceas alas salió del agujero entre revoloteos para elevarse a través del vendaval y de la nieve.
Como una rara criatura procedente de la era anterior a la aparición del hombre en el mundo, el monstruo subía aleteando, muy abierto el largo pico provisto de terribles colmillos para lanzar ásperos graznidos. Tenía los ojos de un amarillo centelleante, y unas espantosas garras.
Sólo Aravan pudo verlo bien. Los demás llegaron tarde y únicamente alcanzaron a columbrar una negra mancha que se abría a través de la tormenta. Aun así fueron capaces de calcular sus dimensiones: unos seis metros de envergadura, y tal vez cuatro o cinco desde el pico hasta la cola en forma de látigo, cuando aquel ser se precipitó como una flecha hacia el sur.
Los rücks y hlēoks y vulgs, por su parte, corrieron hacia el cañón que se abría en la misma dirección.
—Se marchan —dijo Aravan.
Riatha intentó salir de la cueva, pero el elfo la sujetó por un brazo.
—¡Espera, dara! Delatarías nuestra presencia a los rûpt.
—¡Stoke! —protestó ella—. ¡Se nos escapa!
Pero Aravan no la soltó.
—¿Qué ibas a hacer, Riatha? No disponemos de las armas necesarias para derribarlo. Si Gwylly o Faeril o los dos estuvieran en lo alto de la pared de roca, quizá las consiguieran, pero se encuentran aquí. Y, si trepáramos hasta el borde, Stoke ya se habría ido cuando llegásemos.
»¡No, dara! No conviene que los spaunen nos descubran. Lo que haremos será seguirlos en secreto. En caso contrario, el barón se daría cuenta.
La elfa miró decepcionada a Urus, cuyos dientes rechinaron de la contenida rabia.
—Aravan tiene razón, Riatha. Por duro que resulte, ¡tiene toda la razón!
La frustración hizo que a la elfa se le saltaran las lágrimas.
—Tal vez, si lo hubiera intentado ayer, habría logrado matarlo. ¡Pero ahora ha huido!
Urus alargó la mano hacia ella, mas para la elfa no había consuelo. Fuera, el vendaval seguía aullando y la nieve formaba remolinos en el aire. Y fuertes temblores sacudían la tierra.
Aravan se asomó con cautela, pero abajo no vio nada. El temporal se lo impedía.
—Vayámonos —dijo—. Yo treparé hasta el borde y haré bajar una cuerda.
Salió de la caverna y subió con gran habilidad. Sujeta a su equipo llevaba una soga que Urus le iba dando por si acaso el elfo resbalaba, ya que el viento lo azotaba como si quisiera sacarse de encima al intruso que había penetrado en sus dominios.
Aravan tardó en dar fe de vida, pero finalmente llegó una señal de él y otra cuerda descendió serpenteante y también zarandeada por la tormenta. Urus sacó el brazo y, después de dos intentos en vano, consiguió atrapar la soga.
Todos los bultos fueron subidos, uno tras otro. Aravan tiraba de ellos, y, una vez hecho eso, el baeran ayudó a trepar a Faeril, después a Gwylly y por último a Kiatha. El huracán ululaba enfurecido, pero ni así pudo frenar su escalada. Urus siguió a sus compañeros y llegó jadeante al borde.
El elfo enrolló las sogas mientras los demás se echaban sus equipos a la espalda. Cuando también Urus hubo cargado con lo suyo, emprendieron camino hacia el sur contra toda la violencia de la creciente tormenta.
—Hemos de darnos prisa —urgió Riatha—. En caso contrario, sus huellas se borrarían.
Enfrentándose al viento y pese a que la nieve les acribillaba las caras, todos continuaron por el borde occidental del cañón, que bajaba poco a poco hasta unirse al amplio valle que se extendía más allá. Gwylly llevaba un farol bien cubierto, para que desde lejos no se distinguiera, pero que a ellos les proporcionaba la luz suficiente para ver el camino.
Pronto llegaron al fondo del valle, y Aravan, que iba delante, los hizo parar mientras se agachaba para examinar las pisadas que había en la nieve. El warrow destapó ligeramente el farol e iluminó las huellas que, precisamente ahora, empezaban a borrar el viento y la nieve recién caída. El elfo se enderezó.
—Si no nos despabilamos, perderemos su pista. Sin embargo, no debemos alcanzarlos hasta que sea de día, porque nos superan demasiado en número.
Siguieron en dirección al sur durante tres horas o más. Los warrows marcaron el ritmo de la marcha, y la nieve, empujada por el viento, caía cada vez más espesa, como si quisiera enterrar a los intrusos.
Cargados como iban, cada hora tenían que hacer una pausa de varios minutos. En consecuencia, buscaban refugio entre los matorrales o bajo algún saliente de roca, si entre la nevisca encontraban algo que los protegiera de la tempestad. En cada descanso, Faeril trataba de hallar respuesta a una pregunta que la tenía inquieta, una respuesta que creía que debía saber. ¿Por qué el Horrible Pueblo había salido de sus grietas y agujeros sin antorchas y había partido en plena oscuridad?
Pero, antes de que pudiese llegar a una conclusión, Aravan decidía proseguir la marcha, y las dificultades de la caminata borraban cada vez el problema de su mente.
De nuevo, Aravan ordenó reanudar la marcha, dado que las huellas no eran ya más que pequeños hoyuelos en la nieve y, si ellos no se apresuraban, las señales desaparecerían. Faeril se ciñó más la bufanda y tiró de los cordones de su capucha para resguardarse la cara de la punzante blancura y, al igual que los compañeros, cargó con su mochila para enfrentarse a las inclemencias del tiempo.
Los dos warrows caminaban uno a cada lado de Aravan, que se esforzaba en no perder la pista.
«¿Por qué irían sin antorchas? —se repitió Faeril—. ¿Por qué?».
De repente, la damman recordó el pensamiento que siempre se le escapaba, y volvió a su memoria lo dicho al comprobar que el Horrible Pueblo no llevaba antorchas, momentos antes de que el monstruo saliera de su cueva y echara a volar: «Tal vez hagan algo en secreto». Sí; eso mismo había dicho: que tal vez hicieran algo en secreto.
Pero… ¿y qué harían en secreto los spaunen? ¿Escapar? ¿Les tenderían acaso una trampa a ellos? ¿Habrían preparado una emboscada?
«¿Pueden saber que los seguimos o, al menos, lo sospechan? —se preguntó—. Y si lo sospechan…».
—¡Esperad! —exclamó, y alargó una mano para que también Aravan se parase.
Los cinco se detuvieron, y la voz de la damman sonó urgente:
—¿Cuántos seres de esos dejaron atrás el cañón? ¿Los contaste? ¿Los contaste, Aravan?
—No, Faeril. Aquello negro que volaba me distrajo.
A la damman le tamborileó el corazón en el pecho.
—No llevaban antorchas. ¿Me oyes, Aravan? ¡No llevaban antorchas!
A la escasa luz del protegido farol, Gwylly miró a Faeril, cuyo rostro se escondía en las negruras de su capucha.
—¿Y eso qué quiere decir?
La damman contestó ceñuda:
—Si Stoke tiene algún plan secreto, resulta lógico que saliese de noche para que unos espías como nosotros no pudiéramos contar las fuerzas que lleva consigo. Y si algunos de sus esbirros quedaron atrás…
El gruñido de Urus cortó las sombras.
—¡Lo hicieron para ver si Stoke era perseguido! Y, de ser así, querrán saber quiénes lo persiguen y cuántos son.
—No querrás decir, con eso, que hemos de aguardar para ver, a la vez, si también nos siguen a nosotros —intervino Riatha con angustia—. En tal caso, Stoke se nos escapará.
Antes de que Faeril o Urus pudieran contestar, dijo Gwylly:
—¿Y si se fueron todos? Cabe la posibilidad de que no dejaran a nadie. Y entonces…
—Gwylly tiene razón —señaló Faeril—. La suposición de que los spaunen nos sigan, no significa que en efecto tenga que ser así. Simplemente, pudieron querer largarse a escondidas. A lo mejor no había nadie esperando para cerciorarse de que Stoke no era perseguido. Que yo sepa, eran veintisiete rûpt y trece vulgs…
Riatha la interrumpió.
—Ahora no quedan más que siete vulgs. Dos se despeñaron al querer atraparme, y otros cuatro desaparecieron.
—¡Ah, claro! —asintió Gwylly—. ¡Nosotros matamos a cuatro, junto al monasterio!
—Si esos cuatro liquidados por vosotros son los que faltan, entonces ya sale la cuenta —respondió Riatha—. De los trece vulgs quedan siete. Y los veintisiete rûpt que tú contaste, Faeril, siguen siendo los mismos.
La damman se volvió hacia Aravan.
—¿Eres capaz de contar las huellas y decir a cuántos perseguimos?
Gwylly alzó un poco la cubierta del farol para arrojar algo de luz sobre el camino, pero un gesto de Aravan se la hizo bajar de nuevo.
—No —admitió el elfo—. El rastro es ahora demasiado débil para calcularlo. Podemos tener delante a todos esos seres, pero no lo sé. Y quizás estés en lo cierto, Faeril. Tal vez vayan todos delante, o sólo algunos. Del mismo modo que nosotros vamos detrás de Stoke, los rûpt pueden venir detrás de nosotros.
Urus emitió un gruñido de frustración.
—Prescindiendo de que nos sigan o no, debemos seguir adelante porque, como dice Riatha, Stoke escapará si no lo hacemos. Pero en cualquier caso es preciso proceder con el máximo cuidado, tanto por los que quizá nos sigan la pista como para que no nos coja por sorpresa alguna trampa preparada por los que tenemos delante.
Reanudado el camino a pesar del vendaval y de la nevada cada vez más fuerte, la pista fue disminuyendo a medida que avanzaban. Descendieron a un culebreante valle, por el que anduvieron entre grandes macizos de roca que la tempestad hacía invisibles. Poco antes, la elección había sido fácil: simplemente seguir la pista. Ahora, en cambio, las huellas eran peligrosamente vagas, y a intervalos desaparecían por completo. Y les constaba que Stoke y sus esbirros podían introducirse en escondidos cañones y valles que se abrían a derecha e izquierda, o bien subir cualesquiera pendientes para llegar a pasos de montaña ocultos por la tormenta y que condujeran a otros valles. Así pues, todos ponían su afán en la búsqueda, cuando la pista se perdía, para seguirla a la menor marca.
Pero las huellas se borraron totalmente, al fin, y de nada sirvió que escudriñaran el suelo con ayuda del farol.
Por último dijo Urus:
—Si no cambiamos de táctica, se nos escaparán.
Y el baeran se quitó la mochila.
—Aravan y Riatha: ¡llevad esto entre los dos! Yo iré delante. Seguid las pisadas que yo deje.
Antes de que sus compañeros pudiesen hacer alguna objeción, un oscuro resplandor envolvió a Urus. Cambió su forma, y el baeran cayó de cuatro patas; aumentó enormemente de tamaño a la vez que le salían largas garras negras, colmillos marfileños y una áspera piel rojiza, canosa en las puntas. Y, donde poco antes estaba Urus, se alzaba ahora un gigantesco oso.
A Gwylly, el corazón le latía hasta el cuello, y Faeril se agarró a su brazo como si su buccaran fuese un roble en medio de la tempestad. Aravan permanecía inmóvil, como si fuera de piedra. Y los ojos de Riatha relucían en la noche.
El enorme oso hundió el hocico en la nieve y olfateó hasta dar con un débil rastro de los spaunen. Avanzó un poco, volvió a hacerlo y respiró. Miró por encima del hombro a los cuatro compañeros y, con un profundo gruñido, se alejó pesadamente y tan deprisa, a la vez, que ninguno de sus cargados amigos pudo seguirlo.
Ahora, los elfos y los warrows se guiaban por las frescas huellas del oso. Mas la tormenta se intensificó, y también las pisadas del plantígrado empezaron a desvanecerse, aunque todavía se distinguían.
Transcurrió una hora, y luego otra, y ellos continuaban la marcha, interrumpida de cuando en cuando para reposar un rato. A la tenue claridad que esparcía el farol, la nieve revoloteaba a su alrededor como una girante pared blanca. Apenas podían ver lo que tenían a uno o dos pasos de distancia, y sus progresos se redujeron casi a un gateo.
—Permaneced juntos —recomendó Aravan—. De lo contrario tendremos que atarnos con una cuerda.
Todavía caminaban entre las invisibles montañas, con ocultos cañones y valles y pasos a cada lado. Con frecuencia hallaban señales de la búsqueda del oso, que por lo visto también tenía sus dificultades para descubrir la pista. Mas siempre parecía encontrarla, y sus compañeros la seguían.
Después de otro breve descanso, Riatha y Aravan iban a la cabeza del grupo con la mochila de Urus a cuestas, con Gwylly y Faeril detrás, cuando el elfo alzó súbitamente una mano.
—¡Deteneos! La piedra azul se enfría. Tenemos cerca a un rûpt o algo parecido.
—¿Dónde puede estar? —preguntó Gwylly, pero no logró ver nada por mucho que mirase.
—Lo ignoro —contestó Aravan—. La piedra sólo me indica si el peligro está lejos o cerca, y ahora creo que lo tenemos muy próximo.
Los elfos dejaron en el suelo su carga.
—Refugiémonos en alguna parte —dijo Gwylly.
—¿Dónde? —inquirió Faeril—. No veo ningún rincón adecuado.
Riatha iba a contestarle algo a la damman, cuando de pronto gritó:
—¡Cuidado!
Y al instante desenvainó la espada que había llevado colgada del hombro.
Aravan se volvió en el acto.
Faeril percibió un horrendo rugido y quiso echar a correr, pero algo o alguien la hizo caer de cara al suelo y se arrojó sobre ella.
Después de su transformación, cuando ya no era Urus, el oso oliscó la nieve y no tardó en notar el acre rastro de los urwas, el nombre que él daba al Horrible Pueblo.
Miró entonces a sus compañeros bípedos, a quienes protegía, y con un gruñido les indicó que siguieran sus pasos.
Dentro de la salvaje criatura prevalecía la razón, aunque no del todo, ya que el oso se sentía impulsado por otros instintos, por unas necesidades distintas de las del hombre que antes era. Ahora era un producto de la selva: no un hombre que hubiese adquirido la forma de un oso, sino un oso mucho más listo que todos los de esa especie, un oso que, de vez en cuando, tenía instintos muy poco propios de los osos, instintos y motivos semejantes a los del hombre, quizás incluso afines a los de un hombre determinado, que se llamaba Urus. Sin embargo, los pensamientos del oso que un momento antes era Urus sólo seguían a ratos esos senderos y, aunque pudiera volver a ser Urus, no tenía garantía de ello. Y ese era un riesgo con el que el oso y Urus tenían que vivir: Urus se exponía a no volver a convertirse en oso, y el oso corría peligro de no ser nunca más Urus. El hombre Urus era consciente de ello. El oso, en cambio, no.
Pero el oso seguía ahora a los urwas, odiados enemigos de todos los osos, y nada lo apartaría de su empresa. Por consiguiente, continuó pesadamente la busca de las huellas, sabedor de que sus compañeros se guiaban por sus propias pisadas. Cómo lo sabía, quedaba fuera de su comprensión, pero no se lo preguntaba. Simplemente lo sabía.
Anduvo kilómetros y más kilómetros, y el olor de los urwas se debilitó. Con frecuencia, el oso tenía que hozar el suelo para dar con el rastro, y a veces soltaba desafiantes rugidos de rabia, rasgando la nieve con las garras. Mas siempre descubría de nuevo el olor, aunque casi no se percibiese ya.
La blanca espesura que lo envolvía se hizo tan densa que apenas distinguía lo que se hallaba a uno o dos pasos de su corpachón, y eso favorecía a los urwas. Pero estos no se saldrían con la suya.
El vendaval trataba de impedirle seguir adelante. Pero tampoco lo lograría. El oso estaba seguro de ello.
No tenía idea del tiempo ni de la distancia. Sólo sabía que llegaba la claridad y luego la oscuridad, y si algo estaba cerca o lejos.
Continuó pesadamente su camino hacia la lejanía, guiado por el instinto.
No se detuvo hasta que la nieve y el viento hubieron borrado toda huella de los urwas. Gruñó furioso y mordió la blanca capa, hincó las garras en ella… Golpeó el aire y quiso atacarlo con la zarpa. Pero el olor del enemigo se había esfumado.
El oso se sentó en un montículo, el último lugar donde había notado el rastro de los urwas. Allí esperaría hasta que los seres de dos piernas lo alcanzaran.
La blancura ululaba a su alrededor. Y él aguardó.
La nevada se redujo. Y los aullidos perdieron fuerza. El oso esperaba.
El soplo ya no empujaba. Simplemente, parecía respirar. Y el oso esperaba.
Cesó la blanca lluvia. Llegaría la luz. El oso lo sabía.
Y llegó la luz, pero no los amigos de dos piernas. Algo había ocurrido. Lo sabía.
El oso pensó en Urus…
Un oscuro resplandor cubrió al animal, que empezó a transformarse cada vez más aprisa. Perdía volumen, adquiría otro aspecto y, de súbito, en medio de la nieve apareció sentado un hombre gigantesco: Urus.
Se levantó este y miró al cielo. Amanecía. Urus recordaba mucho de lo hecho por el oso, ya que un hombre tenía esa capacidad, mientras que a un oso le costaba lo indecible imaginarse los actos de un humano.
A su alrededor se elevaban imponentes montañas y, desde su altozano, Urus vio cinco distintos caminos que podrían haber seguido Stoke y sus esbirros. ¡Habían tenido cinco direcciones en que escapar!
Pero… ¿y dónde estaban Riatha y Aravan, Gwylly y Faeril? Era imposible que se hubieran retrasado tanto.
Salió el sol, y Urus escudriñó el serpenteante valle hasta perderlo de vista.
«¿Dónde se han metido?».
Un repentino presentimiento se apoderó de su corazón. Algo malo les había ocurrido a sus amigos. Y Urus, el hombre, dio rienda suelta a su ira con un furioso rugido, al mismo tiempo que la cólera le desencajaba el rostro hasta hacerlo irreconocible cuando, lleno de angustia, alzó los puños de cara al cielo y bramó el nombre del enemigo.
—¡Stoke…!
Su voz voló por encima de las montañas, que se la devolvieron en un escalofriante eco: «¡Stoke!… ¡Stoke!… ¡Stoke!… ¡Stoke!… Stoke… Stoke… toke… oke… o…».