20
URUS
4E1911 a 5E988
(Aproximadamente, un milenio antes)
—¡Uuuhhh! —gritó Beorc—. ¿Oíste esto?
Uran ladeó la cabeza en la dirección del viento y escuchó, mas lo único que pudo percibir fue el silbido del aire entre los riscos del Muro Siniestro. Poco después, sin embargo, llegó hasta él un débil gemido.
—Parece tratarse de un cachorro perdido.
—Eso mismo —respondió Beorc.
Uran se echó sus cosas al hombro.
—No nos queda más remedio que ir a ver qué le ocurre.
También Beorc se cargó los bártulos a la espalda.
—Cuidado, Uran. La madre puede estar cerca.
—Desde luego.
Los dos hombres se abrieron camino riscos arriba, con Uran a la cabeza.
Otra vez se oyó el gemido, esta vez mucho más fuerte.
—No hay equivocación posible —gruñó Uran mientras continuaban la escalada—. Es un osezno, sin duda alguna, ya que nadie más berrea así. Y probablemente está en apuros.
Los dos hombres se hallaban en las montañas situadas al oeste de la isla de Delon, existente en pleno río Argón, y siempre vigilaban que no hubiese huellas de spaunen, porque tenían noticia de que el Muro Siniestro volvía a ser un sitio peligroso. Sin embargo, los wrgs aún no habían iniciado sus ataques. Era como si esperasen alguna señal, o bien la llegada de un jefe o que se produjera cualquier acontecimiento. Se decía que Modru estaba exiliado en los eriales desde la Gran Guerra, unos tres mil novecientos años atrás. Y Gyphon había sido desterrado desde entonces más allá de las Esferas. Nadie más había conseguido reunir toda la nación de los spaunen. Por lo tanto, el renovado número de elementos del Horrible Pueblo en el Muro Siniestro resultaba ahora un misterio. En consecuencia, los baerans habían llegado en primavera, procedentes de la Gran Casa Verde, para establecerse en la isla de Delon, que sobresalía de las transparentes aguas del Argón, y enviar exploradores a las montañas en busca de huellas de los wrgs.
Los hermanos Uran y Beorc, exploradores también, llevaban ropas de diversos tonos de marrón. Como todos los hombres baerans, eran altos y musculosos. Uran, el mayor, medía casi dos metros y su peso superaba los cien kilos. Beorc, el hermano menor, quizá tuviese un par de centímetros más de estatura, pero pesaba un poco menos, tal vez unos noventa kilos y pico. Ambos tenían el cabello y los ojos castaños, y Uran lucía barba, mientras que Beorc iba afeitado. Uran, a sus veinticuatro años, estaba casado. Beorc, de veintiuno, era soltero.
Ahora, a primeras horas de una soleada mañana de finales de verano, los dos trepaban incansables para comprobar qué le sucedía al osezno para que aullara de aquel modo. No era de extrañar que los jóvenes actuaran así, ya que los osos significaban algo muy especial para los baerans —los osos y los lobos en realidad—, e incluso había quien afirmaba que entre los baerans y esos animales existían ciertos vínculos místicos. Algunos llegaban a afirmar que los baerans podían hablar con los lobos y osos, aunque nadie lo sabía con certeza.
—Por ahí —señaló Beorc, al sonar un nuevo rugido—. Y no es un cachorro, sino todo un oso adulto.
Uran miró en la dirección indicada y, en efecto, vio la oscura forma de un gran oso tendido en el borde de una pedregosa superficie.
—¡Una zorra! —gritó Uran, así que hubieron subido algo más—. ¡No una, sino dos! ¡Tres!
El fogonazo de su roja piel delató la presencia de una zorra que escapaba entre la rocalla.
Uran se detuvo, boquiabierto.
—¡Adón mío! Mis ojos me engañan. Creí ver…
No dijo nada más y, muy pensativo, reanudó la marcha.
—¿Qué?
Pero Beorc no obtuvo respuesta a su pregunta.
—No importa lo que vieras, Uran —continuó el hermano menor—. En ningún caso podrían derribar a un oso adulto unas zorras, ya sea hembra o macho.
Esta vez la voz del asustado osezno sonó cerca.
—Es posible que las zorras persigan al cachorro —contestó Uran, sin interrumpir la trepa.
»¡Oh, mira! —exclamó entonces el mismo Uran, señalando lo que, un poco más cuesta arriba, parecía otro oso abatido.
Beorc alzó la mano para comprobar de dónde soplaba el viento.
—¡Presta atención, Uran! El viento viene de allá. Tal vez los osos sólo estén dormidos. Yo no los molestaría.
Uran se soltó el mangual del cinturón.
—Aquí pasa algo raro, Beorc.
Cuando también el hermano menor tuvo su arma en la mano, los dos emprendieron de nuevo el ascenso, aunque más despacio y con mayor cautela que antes.
Finalmente se hallaron al mismo nivel que los osos. Y no eran dos, sino cuatro los animales asesinados. Los habían acribillado a flechazos, y todos los cuerpos yacían delante de una pequeña abertura en la rocosa pendiente.
El gemido del atemorizado osezno procedía de la oscura grieta.
Los hombres se aproximaron de manera prudente.
—¡Fíjate en eso! —susurró Uran—. Corazas, armas… ¡Y todo abandonado!
Diseminado por la plana superficie pétrea estaba lo que constituía clara evidencia de una lucha: cotas de malla, yelmos, porras, arcos, flechas, botas, prendas de vestir… Todo ello abandonado, al parecer.
—¡Maldita sea! —rugió Beorc, tomando del suelo una saeta de astil negro para remover luego las ropas, debajo de las cuales descubrió cenizas y polvo—. ¡Endiablados wrgs! ¡No me sorprende que no queden cadáveres!
Uran examinó a uno de los osos muertos, que llevaba clavadas incontables flechas de negras plumas y negro astil.
—Esto es obra de los rutch. ¡Menos mal que no encontraron al osezno! Espera un poco, Beorc. Deja que el viento transporte nuestro olor hasta la cueva. Cuando note quiénes somos, el cachorro quizá salga.
Beorc se puso a remover las cenizas con la flecha.
—¡Diantre! ¿Qué es esto?
Alzó una saeta diminuta, que no mediría más de diez o doce centímetros de largo. Tenía la punta descolorida, como si la hubiesen bañado en algo. Con precaución se la pasó a Uran.
—¡Cuidado! Puede estar envenenada.
Mientras Uran observaba la pieza, Beorc se abrió paso entre los restos de otros rutch, convertidos en cenizas al salir el sol.
—¡Oh! —gruñó—. ¡Aquí hay otra! ¡Y otra…!
El tono de voz del osezno cambió de repente y se hizo más agudo. Sus roncos aullidos se transformaron en un quejumbroso llanto.
Uran se levantó de un salto.
—¡Eso no es un cachorro de oso! —dijo entre dientes, encaminándose a la estrecha boca de la cueva.
Miró lo que había dentro e introdujo las manos.
—¡Eh, tú! ¡No es un osezno, sino un crío!
Uran se volvió hacia Beorc, y en sus brazos acunaba a un chiquillo de unos seis u ocho meses. Estaba desnudo y lloraba con desespero.
Beorc dejó caer las minúsculas flechas y se quitó la capa para que el hermano pudiera abrigar a la criatura.
—¡Qué pulmones tienes, pequeñuelo! —dijo Uran mientras envolvía al niño.
Beorc se agachó para escudriñar la oscura cueva. No era más que una oquedad poco profunda.
—Aquí no hay ningún osezno. ¡Ni siquiera cabría!
Mientras Uran mecía con ternura al chiquitín y procuraba tranquilizarlo con un torpe tarareo, Beorc dedicó su atención a los osos muertos y estudió el terreno cuesta arriba y cuesta abajo, atento a las huellas que pudiese descubrir.
Cuando regresó, el pequeño se había dormido. Uran seguía acunándolo.
—¿Y bien? —inquirió.
Beorc recogió las diminutas flechas y dijo:
—Todos son machos. No hay ni una sola hembra entre ellos. Y es muy extraño que unos machos vayan juntos… ¡No es natural!
»Las huellas demuestran que bajaron del paso de montaña que hay allá arriba. ¡Cuatro osos machos y un osezno! ¿Me oyes, Uran? ¡Digo que los machos… machos, ¿entiendes…?, iban con un cachorro! Y eso no es todo: ¡también los acompañaban zorras, tres o cuatro, y la superposición de las marcas revela que estos animales corrían entre los osos!
»Lo visto me hace deducir que los rutch les tendieron una emboscada. Cuando el grupo de animales fue atacado, el cachorro corrió a meterse en la cueva, y los machos se colocaron delante.
»Ignoro si los wrgs fueron muertos por los osos o por estas —agregó Beorc con las pequeñas flechas en alto—, porque el veto de Adón destruyó las pruebas.
»No debe sorprendernos que los rutch preparasen una emboscada para asesinar a los osos, ya que el Horrible Pueblo se divierte con semejantes carnicerías. Pero te pregunto unas cosas, Uran: ¿por qué iban juntos los osos machos? ¿Por qué toleraban la presencia de un cachorro? ¿Qué hacían las zorras entre unos osos? ¿Quiénes arrojaron las flechas? ¿Y dónde está el osezno?
»Las únicas respuestas que se me ocurren son…, son…
—Son peligrosamente extrañas, en efecto —concluyó Uran la frase—. Con respecto a tus cuatro primeras preguntas, me figuro que las zorras iban con los osos porque las montaban quienes lanzaron las flechas: ¡los Ocultos! En este caso, los Jinetes de las Zorras. Y eso debió de ser lo que vi a lomos de una zorra cuando subíamos: una persona minúscula, ¡un Jinete de las Zorras!
Beorc abrió desmesuradamente los ojos ante las palabras de su hermano, porque, aunque estas encajaban con sus propios razonamientos, una cosa eran las conjeturas, y otra muy distinta la confirmación. Sin embargo permaneció callado.
Momentos después añadió Uran:
—Llego a la conclusión de que los osos y los Jinetes de las Zorras escoltaban al cachorro para conducirlo a lugar seguro, o a donde aguardasen los suyos.
Beorc miró por encima del hombro, cuesta arriba, como si temiera que los vigilaran ojos enemigos. Al no ver nada, se volvió hacia Uran.
—¿Y el osezno?
Con un suspiro, Uran miró al niño dormido.
—Creo, Beorc, que lo tengo yo en mis brazos.
Mientras esperaban, Beorc removió todas las cenizas que habían quedado del Horrible Pueblo y reunió, así, varias de aquellas flechas diminutas, siempre con cuidado de no tocar las manchas de las puntas. Por último las depositó sobre una roca plana, una junto a otra.
—No me extrañaría que quisieran recuperarlas —dijo.
El sol subía en el cielo, y Uran tomó asiento a la sombra de una gran roca, donde siguió meciendo al niño dormido.
—Está agotado, Beorc.
—Tal vez viajara durante toda la noche.
Uran hizo un gesto afirmativo.
Beorc se sentó junto al hermano.
—Si los Jinetes de las Zorras guardan la debida proporción con su estatura, como nosotros, a juzgar por el tamaño de sus flechas no pueden ser más altos que largo es mi pie.
Uran rio.
—Son un pueblo pequeño, sí, pero tu pie es grandote, además.
Beorc soltó una sonora carcajada, pero calló de repente para no despertar al niño, que se movió un poco pero continuó dormido.
Finalmente, Uran se puso de pie.
—No vendrán a buscarlo —dijo.
Su hermano menor lo miró.
—¿Piensas llevarlo con nosotros?
—¡Claro! No podemos dejar aquí al pobrecillo.
—Bien. Emprendamos el regreso, pues. ¡Vaya sorpresa que tendrán en el campamento!
Uran contempló al pequeño.
—Sólo estará allí provisionalmente. Lo que yo me propongo es darle una sorpresa a Niki.
—¿Cómo? ¿Vas a darle el niño?
—Sí.
Beorc saltó de la plataforma de piedra con aire divertido y se hizo cargo del rorro mientras Uran descendía detrás. De esta manera bajaron toda la pendiente, pasándose el crío de uno a otro cuando era necesario.
De vez en cuando se volvían para mirar hacia arriba. Habrían avanzado unos doscientos metros cuando Beorc exclamó, aunque sin alzar demasiado la voz:
—¡Vaya! ¡Fíjate en eso, hermano!
Sin dejar de acunar al pequeñuelo, Uran dirigió la vista hacia arriba.
En el borde de la plataforma de roca había cinco zorras que los observaban.
—Dices que nos lo dieron los Ocultos…
—Eso mismo, Niki —contestó Uran—. Es lo que hicieron.
La mujer se inclinó sobre el niño para darle una nueva cucharada de leche templada.
—Está visto que nos siguieron a lo largo de todo el camino —intervino Beorc—. Corriendo a través de los bosques y de las sombras de la Gran Casa Verde. Sin descanso, durante cinco días…, hasta que llegamos aquí, al poblado.
—¿Y con qué alimentasteis al pobrecito todos esos días?
—Con comida bien masticada, cariño —respondió Uran—. Lo aprendí de los lobos.
—No olvides el zumo de bayas —añadió Beorc.
Niki miró a los hombres.
—No me extraña, pues, que tenga el estómago desarreglado. Pero comprendo que no podíais darle otra cosa. Y… supongo que el niño no tiene nombre.
—¡Cachorro! —dijeron los dos hombres al unísono.
—¿Cachorro? ¡Vaya nombre para un chiquillo!
Niki dio más leche al que ya consideraba su hijo, y este correspondió con una sonrisa de oreja a oreja, al mismo tiempo que tiraba de los rojizos cabellos de la mujer. Contempló Niki con amor al niño, que ahora rio abiertamente, centelleantes sus ambarinos ojos.
—Se llamará Urus, como vuestro abuelo.
Y así quedó decidido, aunque Beorc y Uran utilizaban con frecuencia el nombre de Cachorro.
Urus era un niño feliz, que se desarrollaba sano bajo los cuidados de Niki y la tutela de Uran. Dio la impresión de que de la noche a la mañana había pasado de gatear a caminar, y de balbucir sus primeras palabras a hablar bastante bien; pero, cuando Niki y Uran lo comentaban, se dieron cuenta de que, entretanto, había llegado y pasado el invierno. Transcurrieron otros dos años, y Urus correteaba por la selva con los demás niños y jugaba en las frondosas galerías de la Gran Casa Verde. Para la edad que suponían que tenía, Urus era alto y robusto.
Tendría unos cuatro años cuando del centro del claro llegó un gran griterío. El chicuelo abrió la ventana y se asomó. Andando a través del soleado césped se acercaba un enorme oso. Niki, que se hallaba en su camino con un cubo de agua en la mano, no se movió.
La mujer no tenía miedo, ya que los osos y los baerans se demostraban mutuo respeto. Lo que a Niki le extrañó fue ver salir de su propia casa a un osezno, que entre gritos de alegría corría hacia el enorme macho. El oso adulto levantó el hocico, oliscó el aire, se sentó sobre sus cuartos traseros y esperó. Momentos después era derribado por el cachorro, y los dos rodaron por el césped entre agudos y divertidos chillidos del osezno y los graves gruñidos del macho adulto, que peleaban en broma.
A Niki le hizo mucha gracia, porque nunca había visto que un macho jugara con un cachorro. De hecho estaba comprobado que, en ocasiones, los osos machos hubiesen agredido a los pequeños de no ser por la furiosa protección de las hembras. Ahora, en cambio, aquellos dos le demostraban que podía existir una excepción de la regla.
El osezno emitía estridentes aullidos, a los que el animal adulto respondía con roncos rugidos, y el pueblo entero acudió a presenciar aquello tan extraordinario. Por último, el oso se levantó y se sacudió con fuerza. El cachorro hizo lo mismo, y juntos se internaron en los bosques.
—¿Por qué crees que era Urus?
La voz de Niki pareció llenar toda la vivienda.
Uran vertió aceite en la lámpara.
—Hay algo, cariño, que nunca te conté referente al día en que encontramos a Urus…
Tapó a continuación la jarra y la dejó a un lado.
—¿Cómo? ¿Y qué es eso?
Uran se introdujo debajo del lecho y sacó su mangual.
—Ahora no tengo tiempo de decírtelo. Es preciso que encuentre al niño. Pronto será de noche, y está fuera, quizá con un oso, quizá solo.
El hombre se enganchó el arma al cinturón.
—Voy contigo.
—No, Niki. En esta historia interviene un poderoso macho, y si por algún motivo se enfureciera…
—¡He dicho que voy contigo!
La voz de la mujer no admitía réplica.
Niki tomó otra lámpara y se echó una capa sobre los hombros.
Uran respiró a fondo.
—Como quieras. ¡Vamos, pues!
El hombre se encaminó a la puerta y la abrió de golpe, seguido de la mujer.
Delante de ellos apareció entonces Urus, que justamente entraba en el pequeño porche, de vuelta a casa.
—¿Adónde vamos, pa? —pio el niño.
Niki se balanceaba en su mecedora, que crujía quedamente, mientras Urus dormía en su regazo.
—No me importa que sea uno de los Malditos. Lo quiero de todos modos. Aunque no corra nuestra sangre por sus venas, Urus siempre será mi niño, mi hijo…, ¡nuestro hijo!
»¡Ay, Uran! Por mucho que me hubieras explicado esto el mismo día que trajiste a la criatura, también nos la habríamos quedado. No teníamos hijos, aunque Adón sabe bien cuánto lo habíamos intentado… y todavía lo procuramos —agregó Niki con una sonrisa.
A la vacilante luz de una vela contempló el rostro de Urus, apartando de su frente uno de sus rojizos bucles.
—Pertenezca a los Malditos o no —prosiguió—, lo hubiéramos conservado con nosotros, porque es precioso. ¡Realmente precioso!
Uran tallaba un trozo de madera.
—Querían que fuese criado donde pudiera aprender las costumbres de los humanos.
Niki miró a su marido.
—Me refiero a los Ocultos —especificó este—. Lo traían aquí… Bueno, tal vez no exactamente aquí, pero desde luego a un poblado baeran. De eso estoy seguro.
La mujer no dijo nada. Crujía la mecedora, y el cuchillo rebajaba poco a poco la madera. Transcurrió un rato antes de que Niki murmurase:
—Me pregunto quiénes fueron sus padres.
—Lo más probable es que murieran —contestó Uran—. En caso contrario, lo habrían educado a su manera.
El hombre se puso de pie y dejó su obra de talla en la repisa. Empezaba a adquirir la forma de un oso.
—Acostémonos, querida.
Tendido Urus en su cama, Uran expuso otra opinión.
—Los wrgs abundan más que los ladrones en el Muro Siniestro. ¿Por qué? Nadie lo sabe. Pero me figuro que son ellos los responsables de que este pobre niño nuestro sea huérfano. Qué ocurrió y por qué…, lo más probable es que jamás nos enteremos. No obstante, una cosa está clara: ¡Urus ya no es huérfano!
Apagaron la vela, y el argénteo rayo de luna que entraba por la ventana les iluminó el camino del lecho.
Volaron los años, Urus se aproximaba a la edad viril y, cuando alcanzó su pleno desarrollo, sobrepasaba los dos metros de altura y pesaba casi ciento treinta kilos.
El hecho de que, de vez en cuando, se transformara en un enorme oso no parecía preocupar en exceso a los baerans. Lo cierto es que, cuando tuvo edad para montar guardia en el Muro Siniestro, su capacidad fue una gran ventaja. Los wrgs habían continuado reuniéndose en las montañas, y más de una vez se producían escaramuzas nocturnas. Y, si bien Urus era buen luchador como hombre, en su forma de oso resultaba devastador. Había recibido varias heridas, pero las armas no le causaban gran daño, y su curación era siempre de una rapidez pasmosa. Decían los versados en tradiciones que sólo la plata pura podía producir molestias permanentes a los de su especie… Eso, o la plata de las estrellas.
Su destreza y su valor eran cantados con frecuencia en la Asamblea, la gran convocatoria de los baerans en el claro del Gran Bosque, al sur de la selva de la Gran Casa Verde, cuando llegaba el Día de la Mitad del Año. En esa ocasión eran narradas las gestas heroicas y cantado el valor de los guerreros, y entre ellas no faltaban las historias del hombre que, de cuando en cuando, se transformaba en oso.
No obstante, Urus sabía que era un Maldito y, aunque ansiaba amar a una mujer y ser amado, se mantenía lejos de las jóvenes porque no quería que la maldición que llevaba a cuestas pasara a un hijo suyo. Quizás a consecuencia de su actitud, o tal vez también de esa maldición, las mujeres tampoco hacían nada para atraerlo.
Sus padres adoptivos, Niki y Uran, nunca le habían escondido el hecho de que era un huérfano, aunque no por eso era menor el cariño que le profesaban y el que Urus sentía hacia ellos. Así, y pese a considerarse feliz, el mocetón se preguntaba de dónde procedería, y un día decidió buscar sus raíces en alguna parte de las inmensidades del Muro Siniestro, cerca de la isla de Delon. Pero las escaramuzas que se producían de tiempo en tiempo contra los wrgs le impedían emprender las indagaciones, ya que en la frontera no podían prescindir de su pericia como guerrero.
Urus había sido encontrado en el año 4E1911, y treinta años después, en 4E1941, fue elegido jefe de los baerans de la Gran Casa Verde, próxima a Delon. No acaudillaba a todos los baerans, dado que ese honor había recaído en los raus del Gran Bosque, pero sí sería el cabecilla de su clan.
Cuando el consejo anunció su decisión, Niki —cuyos rojizos cabellos ya presentaban mechones grises— abrazó y besó al hijo, diciéndole:
—Tu padre va a estallar de orgullo.
En efecto, Uran no cabía en sí de satisfacción. Estrechó contra su pecho a Urus con la fuerza de un oso, a la vez que le daba grandes palmadas en la espalda. Y, aquella noche, Uran y Beorc, ambos ya cincuentones, bebieron hasta marearse.
Durante los tres años siguientes, Urus condujo el clan con habilidad y prudencia. Hasta que una noche…
Urus y su grupo de treinta guerreros habían hallado a los supervivientes acampados en Haven, una abandonada estación de la carretera de Landover, no lejos de la subida al paso de Crestan, lugar que ahora no era más que un montón de ruinas. Aquella gente formaba parte de una caravana que intentaba cruzar el paso a comienzos de invierno. Pero la nieve la había hecho retroceder, sólo para caer en la emboscada de los wrgs. Algunos resistieron hasta la salida del sol, pero en su mayoría fueron asesinados junto a sus animales. Los únicos que quedaban eran mujeres, niños y heridos. Los supervivientes habían llegado a pie a las ruinas, pero temían que el ataque de los wrgs se repitiera por la noche.
Urus y sus hombres atendieron lo mejor posible a los heridos y, cuando empezó a nevar, hincaron estacas alrededor del campamento.
Unas cuatro horas después de la puesta del sol…
—¿Quién va?
—¡Socorro! ¡Necesito ayuda! ¡Se han apoderado de mi mujer!
Un hombre salió tambaleante de la oscuridad, de las arremolinadas cortinas de nieve. Era alto y flaco e iba vestido de negro. Tenía los cabellos endrinos, la nariz larga y recta y unas manos de dedos sumamente largos. La blancura de su tez destacaba el color azabache de su capa, y sus ojos eran amarillos.
El guardián condujo al individuo junto al fuego del campamento de los baerans.
—Llegó del sudeste, Urus.
—¿Eres tú el jefe de estos hombres?
—Sí. ¿Qué quieres?
Otro baeran se había vuelto, y el desconocido subió de un salto a los restos del suelo de una choza, que servía de plataforma.
—¡Necesito ayuda! —exclamó—. ¡Los driks tienen presa a mi mujer!
—¿Los driks? —gruñó Urus—. ¿Te refieres a los wrgs, el Horrible Pueblo?
—¡Sí, sí, eso es! ¡El Horrible Pueblo! Eran seis u ocho. Asaltaron mi casa. Yo huí, convencido de que ella venía conmigo, pero al mirar hacia atrás vi que la habían raptado. Les seguí la pista. Están en una cueva, a poca distancia de aquí. ¡Venid conmigo! ¡Trae contigo a tus hombres y venid todos conmigo, Urus! O, por lo menos, envía a alguien…
A Urus se le erizaron los pelos del cogote.
«Esto me huele mal, como si…».
—¡Daos prisa, porque pueden cometer cualquier barbaridad!
Arag miró a Urus.
—¡Mándame a mí, jefe! Mataron a mi mujer, y quisiera vengarme.
También otros hombres dieron un paso adelante.
—¡Esperad! —ordenó Urus—. No podemos dejar sin protección a las mujeres, a los niños y a los heridos. ¿Cómo te llamas, hombre? —le preguntó al de la capa negra.
—Béla —contestó este—. ¡Pero daos prisa!
—¿Dices que hay seis u ocho wrgs en la cueva, Béla?
Al hacer el hombre un gesto afirmativo, Urus añadió:
—Nosotros somos treinta. Arag, que te acompañen nueve. Los demás permanecerán aquí, por si acaso los wrgs bajaran del paso de Crestan. También yo me quedaré, porque los atacantes podrían ser muchos, y seré más útil aquí. ¡Y ten cuidado, Árag! Quizá no sean seis u ocho, los wrgs…
Arag escogió a nueve, entre los voluntarios. Momentos después habían desaparecido en la oscuridad, detrás de Béla.
No se produjo ningún ataque durante la noche y, hacía la madrugada, la nieve cesó de caer. Llegó la aurora y, mientras los baerans y los miembros de la caravana se preparaban para continuar por la carretera de Landover en dirección a la Gran Casa Verde, Urus exploraba las colinas del sudoeste. No vio nada más que un vacío y blanco paisaje que ascendía lentamente hacia el oscuro Muro Siniestro que se alzaba en lontananza.
—¿Dónde está Arag? —gruñó Urus, pero no obtuvo respuesta.
Raff se acercó a él.
—Todos están a punto de marcha, jefe.
Con un suspiro, Urus apartó la vista de las montañas.
—Vayámonos, pues. Arag y sus hombres son guerreros expertos y pueden seguirnos cuando quieran. Pero si algo ha sucedido…
Raff aguardó, pero, dado que Urus no completaba la frase, dijo:
—Si algo ha sucedido, Waroo ya se encargará de que no podamos encontrar las huellas de Arag y de los demás.
Urus sabía que Raff hacía referencia al legendario Oso Blanco que se abría paso por las montañas para llevar nieve a las tierras bajas. Contempló el inmaculado paisaje, que relucía en su blancura bajo el sol de la mañana.
—Desde luego, Waroo ya se habrá encargado de eso.
Partieron, pues, para escoltar a los supervivientes hasta la Gran Casa Verde. La ansiedad llenaba el corazón de Urus.
—¿Driks? —inquirió Uran—. Me parece que es como los wrgs llaman a los rutch.
—¿Es una palabra wrg? ¿Slûk, quieres decir?
—Sí, eso. ¡Slûk!
—¡Diantre! —exclamó Urus, golpeándose la palma de la mano izquierda con el puño derecho—. ¡Maldita sea! Ya me olía que algo era turbio. El extranjero, Béla, si ese es su verdadero nombre, dijo «drik».
—En tal caso, hijo, sólo Adón sabe de lo que puede ser capaz. Los hombres que lo acompañaron pueden estar en un grave peligro. Creo que debemos enviar a un grupo en su busca.
Al ver que Urus estaba conforme, Uran agregó:
—Voy a llamar a Beorc.
Dos días más tarde, Urus volvió a conducir a un grupo de guerreros a las escasas ruinas de Haven. En todo el camino no había descubierto ni la menor señal de Arag y sus nueve compañeros. Hacía ya cinco días que Urus había estado allí. Tres habían sido necesarios para escoltar a los supervivientes hasta la seguridad de la Gran Casa Verde, y otros dos para regresar: cinco días en los que podía haberles ocurrido un desastre a quienes habían acompañado a Béla a la negrura de la noche.
—Ese tipo procedía del Muro Siniestro —tronó Urus—. Vino desde el sudoeste, y, aunque pudo tratarse de una estratagema, debemos buscar por ahí.
Urus dividió a sus hombres en cuatro grupos de diez, y avanzaron en forma de abanico por aquellas tierras. Registraron la zona durante el resto del día, y asimismo a lo largo de toda la jornada siguiente. A media tarde del otro día, el grupo encabezado por Beorc encontró a Regar, uno de los nueve, cuando huía de las negras montañas a través de unos boscajes. El joven cayó en los brazos de sus rescatadores entre incontrolables sollozos.
Beorc hizo sonar su cuerno de morueco y, antes de una hora, todos los baerans del clan se habían reunido. Con voz entrecortada y jadeante, el exhausto Regar informó a Urus del horrible suceso.
—… entramos en las cuevas y… y Stoke se las arregló para… para drogamos a todos. ¿Cómo? Pues no lo sé…, pero quizá con algún vapor, aunque también pudo ser con otra cosa. Cuando despertamos, estábamos todos encadenados, para que… pudiera utilizarnos en sus… en sus…
Regar no tuvo fuerzas para continuar. El llanto se lo impedía.
Uran estrechó a Regar contra sí, tratando de calmarlo como habría hecho con un niño.
—En sus experimentos —completó Beorc la explicación, con ojos duros como el pedernal, repitiendo lo que había averiguado del aturdido Regar—. Para servirse de ellos en sus experimentos.
Urus apretó los dientes para dominar su rabia.
—Ese maldito Stoke es Béla, ¿no?
Regar aún no estaba en condiciones de responder, de modo que fue Beorc quien lo hizo.
—Sí, chico. Stoke y Béla son una misma cosa.
Apartándose de Uran, Regar se volvió hacia Urus y dijo:
—Se… se hace llamar barón Stoke. Y, sí, hizo experimentos con los demás… El barón… —agregó Regar entre ahogos, y apretó de tal forma los puños que la sangre asomó a los cortes producidos por las uñas en las palmas de sus manos, hasta que por fin pudo proseguir con voz ya más serena—: El barón, Urus, empezó a desollar vivo a Arag…, ¡a arrancarle la piel de los pies! Y nosotros, que teníamos que presenciarlo, intentábamos taparnos los oídos para no aguantar aquellos gritos…
»Pero eso no es todo, Urus. No es todo. Porque, después de torturar de manera tan horripilante a Arag, lo… ¡lo empaló! Y, Urus, Arag no estaba muerto… ¡Vivía aún! No había…
Regar se derrumbó de nuevo.
Urus echó una mirada al cielo y, luego, a las huellas del joven que conducían al Muro Siniestro.
—Antes de que pase esta noche, Regar, habremos vengado la muerte de Arag.
El jefe hizo una señal a Kael y Bora, y los dos exploradores se echaron sus mochilas al hombro y empuñaron sus lanzas, dispuestos a seguir la pista dejada por Regar.
Urus se volvió hacia Beorc.
—¿Y qué fue de los demás?
—Como Arag, están todos muertos.
Urus agarró por los hombros a Regar, que parecía enajenado.
—Escucha —le dijo—. Todos nosotros, cuarenta y uno en total si tú quieres venir, nos encaminamos a esas cuevas. Si no te sientes capaz de acompañarnos, lo comprenderé. Todos nos haremos cargo. Y si prefieres dejar estos lugares para siempre y regresar a la seguridad de la Gran Casa Verde, enviaré a unos hombres contigo. Pero si tu corazón pide venganza…
Regar alzó la cabeza y miró con fijeza a Urus. En sus ojos había miedo, evidentemente, mas también una terrible ira.
—Ese monstruo debe morir, jefe. ¡Tiene que morir!
El fugitivo mostró sus muñecas, ensangrentadas y en carne viva a consecuencia de los grilletes.
—Yo logré matar a mi carcelero, al que tenía la llave. Y escapé. Era el único que quedaba con vida… No me resulta fácil volver a ese infierno, ni lo hago de buena gana, pero Stoke debe morir —repitió, con el puño nuevamente en alto y tan apretado que le tembló, y con voz quebrada volvió a exclamar—: ¡Stoke… debe… morir…!
—Dadle un arma a este hombre —ordenó Urus, y tres guerreros se adelantaron para ofrecerle una de las suyas.
El día ya declinaba cuando llegaron a la caverna. El breve crepúsculo invernal dominaba aquellas tierras.
—¡Es aquí! —susurró Bora, uno de los exploradores que se habían adelantado.
—Entremos, pues, mientras están todos dentro —decidió Urus.
Penetraron en el tenebroso mundo de las cuevas, donde los wrgs parecían muy excitados. La lucha fue tremenda: cuarenta y un baerans contra un Horrible Pueblo que sumaba más del doble. Lanzas, manguales y hachas, todo ello chocaba furiosamente contra cimitarras y porras, barras de hierro y tulwars. También las garras y los colmillos ejercieron su función cuando un furibundo oso se enfrentó a rutch y vulgs a la vez y destrozó a unos cuantos de ellos. Sangre negra y roja manchó las paredes y dejó pringoso el suelo, y, cuando todo hubo pasado, los baerans contaron doce bajas. Una de ellas era Regar. Del Horrible Pueblo habían muerto ochenta y nueve rutch y cuatro vulgs.
Pero del barón Stoke no quedaba ni rastro. Había huido a la oscuridad.
Después de vendar sus heridas, los baerans supervivientes hallaron los desollados cuerpos de los nueve compañeros. Yacían sobre losas de piedra; todos habían sido empalados y tenían el abdomen reventado.
Sin poder contener los sollozos, los hombres recogieron a las víctimas de Stoke y a los caídos en la batalla y montaron una enorme pira funeraria cuyas llamas rugían hasta el cielo.
Aquella misma noche, sin hacer caso de las protestas, Urus renunció a la jefatura del clan y depositó la responsabilidad en manos de su padre, Uran, hasta que el Consejo dispusiera otra cosa.
—Me comprometo, padre mío, a librar al mundo de ese monstruo que se hace llamar barón Stoke. Dile a mi madre que pensaré con frecuencia en ella.
Urus no quiso permitir que nadie lo acompañara, ya que se sentía responsable de la muerte de tantos hombres a manos de Stoke y de los salvajes wrgs.
Antes de que amaneciera había desaparecido, y transcurrieron siete años antes de que regresara a la Gran Casa Verde…
En cuanto a los baerans, el Consejo nombró jefe del clan a Uran, aunque esta vez ni él ni Beorc lo celebraron.
Al año siguiente, la noticia de la escabechina se extendió por toda la Gran Casa Verde, una selva llamada Darda Erynian por los elfos que en ella habitaban. Uno de los que oyó hablar de las monstruosidades cometidas por Stoke fue un rubio elfo llamado Talar, un guardián de los lianes, que se creyó en la obligación de derrotar al malvado barón. En consecuencia, envió un pergamino a su hermana Riatha, de dorados cabellos como él y que vivía en el valle de Arden, para comunicarle su decisión.
Talar inició su busca en el verano del año 4E1945, seis meses después de la terrible matanza.
El barón Stoke había huido aquella sangrienta noche de noviembre del año 4E1944. ¿Adónde? Nadie lo sabía. Durante siete años, Urus siguió todos los rumores: fue a Riamon, a Gûnar, a Jord, y, finalmente, en el invierno del año 51, llegó a Arden, penetró en la parte septentrional del Muro Siniestro, que daba al lago Nord y, después, torció hacia el sur y el este para dirigirse a Vulfcwmb.
Allí, en la taberna de la Comadreja Roja, conoció a una elfa llamada Riatha y a un waldan, Tomlin de nombre, que también perseguían al barón Stoke. El hermano de Riatha había sido asesinado por él, y por eso lo buscaban. En cuanto al waldan, sus padres y Pétalo, su dammsela, así como el padre de esta, habían sido secuestrados aquella misma noche por los esbirros de Stoke. Y la gente de la taberna conocía más o menos el paradero del barón, ya que había vuelto a sus viejos escondrijos para aterrorizar de nuevo la región.
Por fin supo Urus que estaba cerca del monstruo.
Tomlin, Riatha y él se unieron, y ya a la noche siguiente llegaban a la fortaleza de Stoke, un negro torreón que se alzaba sobre el borde de un precipicio.
Mas el barón consiguió escapar de nuevo, y poco faltó para que Urus muriera asesinado. Sin embargo, sus perseguidores habían descubierto que Stoke podía cambiar de forma y, de repente, convertirse en un vulg y en criatura voladora. Como Urus, el barón era un Maldito, pero, al contrario que aquel, era un verdadero monstruo.
Por fortuna habían logrado liberar a Pétalo, que pasó a formar parte de su grupo, ya que había sido testigo de las muertes de su propio padre y de los de Tomlin, desollados y empalados por el diabólico engendro.
Transcurrieron dos años y, en 4A1953, volvieron a seguir un rumor, que esta vez los condujo a Vancha.
En la Fortaleza Pavorosa, cerca del Risco del Demonio, acorralaron por fin a Stoke y quedaron convencidos de que había muerto en el tremendo incendio.
Ahora fue Riatha la que estuvo a punto de perder la vida, y Urus se dio cuenta de que se había enamorado perdidamente de ella. Pero Riatha era una elfa y, por lo tanto, inmortal, mientras que él no era más que un Maldito y humano, además, por lo que guardó para sí sus sentimientos y regresó a la Gran Casa Verde sin haberle abierto su corazón.
Pasaron otros veinte años, y entonces murió Uran, padre de Urus. Tres años después lo seguía Niki. Fallecida también la madre, Urus se encaminó al Gran Bosque, situado más al sur, y allí instruyó a hijos de reyes, enseñándoles las habilidades de los baerans y los secretos de la naturaleza.
El último de sus principescos pupilos fue Aurion, hijo de Galvane, supremo rey de todo Mithgar. Precisamente estaba ocupado en su educación cuando llegaron escalofriantes rumores de que en Aralan se habían producido desapariciones semejantes a las ocurridas en tiempos de Stoke.
Urus envió inmediatos mensajes a Riatha, Tomlin y Pétalo, dado que todos ellos habían prometido dar caza al barón y poner fin a su existencia, y si por casualidad hubiera sobrevivido al fuego…
Los tres amigos acudieron a su llamada, y Urus sintió que el corazón se le encogía en el pecho al ver de nuevo a Riatha. Mas tampoco ahora dijo nada, y todos juntos prepararon la marcha.
El príncipe Aurion, de sólo diez años de edad, se presentó ante los cuatro y declaró que el propio supremo rey los ayudaría, si era preciso. Urus, la elfa y los dos waldans aceptaron el ofrecimiento, agregando que quizá llegase el día en que necesitaran ver cumplida esa promesa.
Al norte de Inge, cruzado el Muro Siniestro y encima del Gran Glaciar del norte, volvieron a encontrar al barón Stoke, esta vez en un monasterio. Urus logró hundir al monstruo en las profundidades de una grieta del glaciar, grieta que por desgracia se cerró de pronto sobre ambos Malditos.
Y transcurrieron mil años…
Entretanto…
Rael había hecho en Arden una profecía referente a los Últimos Primogénitos, al Ojo del Cazador, a la Luz del Oso y a la aparición de amigos y enemigos.
Había estallado y terminado la Guerra de Invierno, con lo que se había revelado que el Horrible Pueblo se reunía en el Muro Siniestro por orden de Modru, de nuevo derrotado.
Unos treinta y ocho años después de la Guerra de Invierno, Tomlin había muerto a la edad de ciento veintinueve. Y al cabo de otros siete años lo seguía Pétalo, alcanzados los ciento treinta y tres.
La guerra de Kraggen-cor había devuelto a los enanos su antigua patria.
Los dragones habían despertado de su milenario sueño.
Aravan, en su afán por recuperar la Espada del Alba y vengar la muerte de Galarun, había ido en busca de Riatha para prometerle ayuda en el cumplimiento de la profecía, ya que ansiaba ver con sus propios ojos al horrible hombre llamado barón Stoke…, si en realidad volvía a la vida.
Aparecieron también, en esa época, Gwylly y Faeril, de extraordinario parecido con Tomlin y Pétalo, respectivamente.
Y, por último, el Gran Glaciar del norte devolvía a sus prisioneros.
Resurrección.
¿Cómo había podido sobrevivir Urus? Él no lo sabía. Quizá fuese debido al frío, quizás a la maldición. La maldición de ser un oso.
Mas también había sobrevivido Stoke, y había escapado a uno de sus refugios.
Ah, pero Riatha había concebido un plan para atacarlo en las cavernas, apenas salido el sol, dentro de trece o catorce horas…
Fuera aullaba el viento, empujando la nieve. Urus despertó. En un primer momento se sintió desconcertado, pero luego recordó: estaban en una cueva, existente a bastante altura en una escarpada pared. Y abajo quedaba la arena, el pozo. Gwylly y Faeril murmuraban entre sí, sentados en el fondo de la caverna. Aravan yacía junto a la boca, vigilante. Y enfrente de Urus, relucientes en la sombra los plateados ojos, se hallaba su amada Riatha…
Aravan retrocedió unos centímetros.
—Ya es de noche —susurró—, y los rûpt empiezan a moverse.