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MYGGA Y FE

Finales de invierno del año 5E988

(El presente)

—¡Ea! ¡Ea…! —gritó el conductor del trineo, incitando a los perros a que corrieran.

Shlee iba a la cabeza y era el encargado de mantener el paso.

Gwylly se inclinó hacia afuera y echó una ojeada a Faeril, que iba sentada delante de él. No pudo menos que preguntarse cómo harían para ver adonde se dirigían.

La nieve caía en sentido horizontal, y la tormenta le obstaculizaba la vista a Gwylly. Distinguía los perros, rápidos y fieles, levantadas las colas, echadas hacia atrás y planas las orejas, corriendo con toda su fuerza contra las cuerdas de tiro sujetas a la manada, a unos diez metros de distancia de Shlee. Pero, aparte de eso, lo único que Gwylly veía era la arremolinada blancura. Al mirar hacia atrás, el warrow divisó a Laska, perro guía del tiro que iba en segundo lugar, pero el trineo de Riatha apenas resultaba perceptible. El tercero, encabezado por Aravan, quedaba totalmente oculto por el nevazo, si bien de cuando en cuando se oía el chasquido del látigo de Tchuka.

Doblado hacia adelante, Gwylly le gritó a Faeril a través del constante siseo de los patines:

—Los perros… ¡Confío en que sepan adónde van!

Detrás de él, el conductor B’arr soltó una risa semejante a un ladrido.

—¡Shlee lo sabe bien, pequeños! ¡Lo sabe muy bien!

Gwylly y Faeril se volvieron en la barquilla del trineo para mirar el sonriente rostro del aleutiano, de broncíneas facciones, ojos oscuros y lisos cabellos tan negros como sus bigotes y la barba. El conductor vestía un anorak forrado de piel, con pantalón y botas a juego. Sus bien enguantadas manos sujetaban fuertemente el manillar recubierto de cuero, y los pies se apoyaban en los patines del trineo.

El aleutiano, por su parte, vio delante de él a dos seres de antiguas leyendas, que se protegían del frío con prendas acolchadas. B’arr les había puesto el nombre de myggas, aunque ellos decían ser warrows. Pertenecían a una raza menuda y esbelta, de ojos oblicuos y centelleantes, orejas puntiagudas y fácil sonrisa. Por su pálida tez, sus ojos y sus orejas le recordaban mucho a los fes, los elfos que iban en los trineos que los seguían. Pero, al contrario que los fes, los myggas eran pequeños, del tamaño de los niños aleutianos de seis o siete años. No medirían más de un metro, aproximadamente, y Gwylly, el varón, era un poco más alto que Faeril, la hembra. Apenas sobrepasaban en estatura a Rak o Kano, los poderosos perros que formaban la retaguardia del tiro.

Los fes o elfos, en cambio, de ojos igualmente oblicuos y orejas puntiagudas, solían ser algo más altos que un aleutiano adulto. La mujer, Riatha, mediría cerca de un metro setenta, y Aravan, el hombre, le llevaba un palmo.

Pero, fuera cual fuese su estatura, tanto los myggas como los fes eran orgullosos como caciques. Se mantenían muy erectos, caminaban siempre con determinación y miraban a los ojos a su interlocutor, como si fueran los amos del mundo.

Y eran peligrosos, porque poseían armas de acero y plata, de luz de estrellas y de cristal.

Los warrows, o digamos los myggas, llevaban armas arrojadizas. La mujer mygga se había puesto dos cinturones de los que pendían afilados cuchillos entrecruzados sobre su tronco: cinco cuchillos de acero por cinturón, diez en total. Pero había más, porque de uno de esos cinturones pendía una hoja de plata y, lo que resultaba extraño, en el segundo cinturón había una vaina vacía, correspondiente al arma de plata que hacía juego con la otra. También el varón mygga iba provisto de una daga pero el arma de su elección parecía ser una honda y, atadas a la cintura, llevaba dos bolsas de balas: una de ellas, llena de esferoides de acero, y la otra, de menor tamaño, contenía proyectiles más preciosos, nada menos que de plata.

Los elfos o fes, por su parte, lucían armas apropiadas para el combate cuerpo a cuerpo: la mujer se ceñía el cuerpo con una correa que sostenía un largo cuchillo y, además, una espléndida espada cuya hoja brillaba como la luz de las estrellas. El hombre llevaba asimismo un gran cuchillo, pero en comparación con su lanza de palo negro y maravillosa hoja de cristal resultaba insignificante.

Mas no eran sólo las facciones y la actitud, junto con la estatura y las armas de los myggas y los fes, lo que hizo comprender al aleutiano que se trataba de gente de leyenda, ya que más expresivo parecía aún el hecho de que los perros permitiesen que unos extraños, aquellos extraños en concreto, se acercaran a ellos, los acariciasen y les revolvieran el pelo. ¡Incluso Rak y Kano, con lo fieros que eran! Hasta el altivo Shlee lo consentía. Lo mismo sucedía con los tiros de Ruluk y Tchuka y sus respectivos perros guía, Laska y Garr, así como con los más forzudos, Chenk y Darga y Kor y Chun, y con todos los demás. Los animales ladraban y gimoteaban de excitación al ver acercarse a los fes y los myggas. Se revolcaban por el suelo, hocicaban a sus nuevos amigos y daban saltos de alegría o se dejaban caer sobre las patas delanteras, invitándolos a jugar. ¡Unas verdaderas fieras, actuando como cachorrillos! Sin duda alguna, aquellos seres pertenecían a las razas de los cuentos explicados por los narradores a la gente reunida alrededor de las fogatas.

—¡Ea, ea…!

El tiro martilleaba el suelo en su carrera hacia adelante, a través de la tormenta, arrastrando el trineo.

Faeril miró a Gwylly, y sus ambarinos ojos atrajeron los de él, de color de esmeralda.

Shlee sabe lo que se hace —dijo sonriente, a la vez que echaba un vistazo a B’arr para luego dedicar de nuevo su atención a Gwylly—. ¡Shlee lo sabe bien!

Finalmente, la damman volvió a mirar hacia el frente.

Delante de ella corrían diecinueve perros de dos en dos, con excepción de Shlee, que iba solo a la cabeza; cada par de perros flanqueaban la cuerda de tiro, y cada animal iba sujeto a esta cuerda mediante otra individual. De haber calculado Faeril la distancia, habría comprobado que los perros se extendían a lo largo de casi veinticinco metros desde el primer perro hasta el último, con lo que todos tenían suficiente espacio para moverse, pero los ojos de Faeril sólo alcanzaban, como mucho, hasta unos escasos diez metros más allá de Shlee, el perro guía. Por lo tanto supo que, si la vista del animal era como la suya, no penetraría en la tempestad más de treinta o cuarenta metros, y la diminuta warrow se preguntó qué sucedería en el caso de haber una grieta en el camino.

Llegaron en cosa de media hora al viejo círculo de piedras situado en lo alto de la colina. Shlee había logrado encontrarlo a pesar de la tormenta. Lo seguían el trineo de Ruluk, con Laska como perro guía, y el de Tchuka con Garr. El aullante viento arremolinaba todavía la nieve, y la pared de las ruinas no era más que una vaga sombra en la cumbre del peñasco.

Los aleutianos separaron más sus correspondientes trineos para hincar en el helado suelo unas estacas individuales suficientemente espaciadas, y ataron un perro a cada una, mientras Gwylly y Faeril se reunían con Riatha y Aravan, y empezaban a descargar los trineos. Transportaron luego los bultos a través de la tempestad hasta los medio derrumbados restos de un pequeño edificio redondo que ya no tenía techo, por lo que los copos penetraban en el interior.

—Esto procede de los tiempos antiguos —murmuró Riatha, aunque su voz casi se perdió entre el ulular del vendaval.

La elfa de cabellos dorados dejó su carga y pasó la mano por la piedra mientras sus ojos, de un gris argénteo, miraban de aquí para allá como si buscasen cosas no vistas y trataran de percibir voces no oídas.

—Un puesto de vigilancia, diría yo —contestó Aravan, a la vez que depositaba su envoltorio junto al de Riatha.

El elfo de Lian era esbelto y moreno, de pelo negro como ala de cuervo, aunque sus ojos, de un profundo azul oscuro, parecían proceder de otro grupo de elfos.

Un débil temblor recorrió la tierra, y Faeril apoyó una mano en la roca.

—¿La Guarida del Dragón? —intervino Faeril.

Riatha respondió con un gesto afirmativo.

—Sí, mi pequeña amiga. De la destrucción de Kalgalath, miles de días de primavera atrás. Del mismo modo que una campana recuerda su sonido, también el mundo recuerda el fin del dragón.

Faeril no respondió, porque ya había leído el viejo diario de su antepasada, quizá treinta generaciones atrás, y el descolorido escrito hablaba de una zona de movimientos sísmicos, precisamente allí en el Muro Siniestro. Aun así, percibir el temblor del suelo la hizo vacilar. Palabras de mil años atrás despertaron en su mente y el corazón se le aceleró, pues sabía que, cuando alcanzasen su objetivo, se hallarían en un sitio donde, de vez en cuando, el mundo se veía sacudido con más violencia de la que esos lejanos ecos provocaban. Y eso sería pronto, dado que estaban aproximadamente a un día de distancia de su destino, el Gran Glaciar del norte, un ancho y profundo río convertido para siempre en hielo y que salía imperceptible del Muro Siniestro. Y, aunque sólo quedaba a cosa de un día de distancia, el tiempo era esencial, ya que, en la oscuridad de la noche, el Ojo del Cazador lucía en las alturas tal como anunciaba una antigua profecía, el augurio hecho por un adivino más de un milenio antes. Faeril se estremeció al pensar en ello.

Aravan alzó la mano para tocar el extremo superior de la pared, pero le faltó casi un palmo para llegar a él.

—No está emplazado en lugar muy alto este puesto de guardia —dijo—, aunque las tierras que lo rodean son más bajas. Una plataforma colocada encima, o quizás una torre, constituiría un buen punto de vigilancia en el caso de que el enemigo se acercara.

Gwylly se echó la capucha hacia atrás y miró en todas direcciones. Sus cabellos, de un rojo cobrizo, ofrecían un marcado contraste con sus verdes ojos.

—¿El enemigo? —inquirió el warrow, señalando las llanuras barridas por la tempestad—. ¿Qué enemigo? ¡Ahí no hay más que desierto!

Aravan contempló sonriente al pequeño compañero.

—No te fijes en esos campos vacíos, amigo waerling. Debieras volver la vista hacia el Muro Siniestro, porque allí es donde habita el Horrible Pueblo, exactamente en las montañas que tenemos delante. Son esos seres contra quienes fue erigido en su día este puesto: ¡los spaunen! Eran los tiempos anteriores al veto de Adón, y los rûpt se movían de una parte a otra, con lo que esta región estaba en peligro. Pero la Gran Guerra lo cambió todo y, ahora, el Horrible Pueblo permanece en el interior del Muro Siniestro, cerca de los lugares donde se refugian cuando el sol cabalga por el cielo.

Gwylly sabía que Aravan se refería a la Gran Guerra del Veto, cuando Gyphon había intentado desafiar a Adón por el dominio de todas las tierras. Gyphon contaba con el apoyo del pueblo de Neddra —del mundo de las profundidades— y de algunos secuaces situados en Mithgar: los kistanis y los hyranianos, aparte de algunos dragones y unos cuantos brujos y, asimismo, del Horrible Pueblo y de otros. Adón, por su parte, había sido ayudado en Mithgar por la Gran Alianza de hombres, elfos, enanos y warrows, y no faltaba quien afirmara que incluso los utrunis, conocidos como «los gigantes de piedra», habían formado también parte de la Alianza.

En cualquier caso, la lucha había sido dura y casi equilibrada, pero había prevalecido la Alianza, y Modru, lugarteniente de Gyphon en Mithgar, había sido derrotado finalmente, con lo que la rebelión había quedado condenada al fracaso.

Como castigo, Adón impuso el confinamiento al Horrible Pueblo, señalado por una ardiente estrella donde nunca había habido ninguna, una estrella que brilló con fuerza durante semanas, antes de apagarse y desaparecer para siempre. Pero, mientras lució esa estrella del veto, los miembros del Horrible Pueblo padecían mareos cuando salían a la luz del día; y, cuanto más tiempo llevaba resplandeciendo la estrella, peor se hacían los vértigos, hasta que el simple contacto de uno de esos engendros con la claridad diurna le provocaba la Muerte Desecante. La más breve exposición producía un colapso mortal, y la víctima se reducía a cenizas en cuestión de momentos.

Todo el Horrible Pueblo sufrió el veto de Adón, y también otras criaturas, como por ejemplo diversos dragones que se habían puesto de parte de Gyphon y que ahora eran dragones fríos, porque Adón los había privado de su capacidad para producir fuego, como castigo.

En cambio, ninguno de los hombres que apoyaran a Gyphon fue condenado, ya que habían sido engañados por el Gran Impostor, y Adón los perdonó al fin.

A esto se refería Aravan al decir que la Gran Guerra lo había cambiado todo, porque ahora el veto empujaba al Horrible Pueblo hacia sus escondrijos, hacia aquellos rincones del Muro Siniestro, cuando el día reinaba sobre el país. Por lo tanto, ni siquiera de noche se atrevían los del Horrible Pueblo a llegar tan lejos, y no se acercarían a las ruinas salvo que los obligase una gran necesidad o un gran temor, ya que el sol los atraparía y les daría muerte si estaban en las llanuras después del amanecer, si no tenían la suerte de poder introducirse en alguna grieta donde esconderse durante el día, para que no los hiriese la luz de Adón.

Gwylly observó el edificio en ruinas mientras en su mente se daban caza los pensamientos relativos a guerras y vetos y tiempos ya pasados.

El viento aulló, y la nieve formó remolinos sobre la pared de roca y penetró por la derruida puerta. El buccan miró a Aravan.

—¿Cómo podría ser defendido este sitio? Quiero decir que yo lo cruzo en no más de diez pasos, que serían seis de los tuyos… En cualquier caso, un espacio insuficiente para albergar unas fuerzas numerosas. Creo que caería pronto.

—De acuerdo —contestó Aravan—. Pero un lugar como este no tiene una finalidad defensiva. En caso de divisar al enemigo, los centinelas partirían enseguida para dar aviso, quizá después de encender una hoguera.

—¿Como el Pico del Faro? —preguntó Faeril.

—No, cariño —respondió Gwylly con un gesto negativo—. El Pico del Faro fue pensado para la defensa. Las torres de los Montes de las Señales estaban circundadas de murallas. Esta construcción, en cambio, no tiene nada de eso. Es simplemente una torre… y, encima, pequeña.

Riatha volvió su argéntea mirada hacia Gwylly.

—Si inspeccionáramos mejor el lugar, supongo que encontraríamos los restos de una cuadra, o tal vez una perrera; un espacio utilizado hace muchos años para alojar un caballo o bien un tiro entero, por si surgía la necesidad de huir a toda prisa. Encenderían el fuego, y luego saldrían de estampida.

Faeril se apartó de los ojos un mechón de endrinos cabellos y contempló la danza de copos de nieve a través del agujero de la puerta.

—¿Y a quiénes avisarían? Quiero decir: ¿quién vivía aquí y por estos alrededores cuando se edificó la torre?

—Me figuro que sería gente aleutiana —contestó Aravan—. Porque ya entonces traían a estos campos sus rebaños de renos, en los largos días de verano, cuando la hierba es verde y jugosa, igual que hacen hoy.

Faeril había visto, en efecto, algunos renos de larga cornamenta en los pastos de invierno de los profundos y protegidos valles, cerca del mar Boreal.

De nuevo tembló el suelo. Faeril avanzó hacía la desmoronada entrada.

—¿Os parece seguro pasar aquí la noche? Me pregunto si, con estos seísmos…

Riatha miró con simpatía a la menuda mujer.

—Suficientemente seguro, pequeña. Las tierras que se extienden al pie de las estribaciones quedan aún bastante apartadas del Muro Siniestro, y más lejos todavía de la Guarida del Dragón.

Faeril confió en las palabras de la elfa y salió de las ruinas para volver a dirigirse hacia los trineos.

Aún fue preciso otro viaje para transportar las provisiones al refugio elegido. Mientras los elfos se ocupaban de los bultos, Gwylly y Faeril se pusieron a buscar leña para encender un fuego. Pero, aunque los warrows hallaron una especie de cuadra en un lado, en tan malas condiciones como los restos de la torre, no consiguieron nada de leña.

Apenas regresados los warrows, apareció en el hueco de la puerta B’arr, y detrás de él llegaron Tchuka y Ruluk. Venían todos de amarrar a sus perros. B’arr se echó a reír cuando Gwylly preguntó qué podrían utilizar como leña, y lo mismo hicieron los otros dos conductores de trineo cuando la preocupación del buccan les fue traducida a la lengua aleutiana. Así que B’arr y Ruluk desenvolvieron el salmón congelado y empezaron a partirlo a grandes trozos con sus hachas de mano, en tanto Tchuka salía para regresar momentos después con lo que parecían bloques de barro. Para asombro de Gwylly, los encendió.

—Turba —dijo Aravan, como si eso lo explicara todo.

Al ver la expresión de Gwylly, Riatha añadió:

—Es un combustible fósil, pero lo importante es que arde.

Gwylly meneó la cabeza como si rumiara.

—Vi el montón cerca de la cuadra, pero pensé…

—… que no era más que tierra —terminó Faeril la frase, porque también ella se lo había imaginado—. Sin embargo, yo tendría que haberlo sabido —admitió—, ya que procedo de los Boskydells, y allí, cerca de Pantano Grande y Pantano Pequeño, abundan los campos de turba.

—¡Ja! —exclamó B’arr, diciéndoles de paso algo a los demás aleutianos, cuyas cobrizas caras sonrieron—. No; no es turba, arfé —agregó, mirando a Aravan—. Es ren møkk… ¡Estiércol de reno, decís vosotros!

Ahora fue Aravan quien rio.

—¡Ah, boñigas! ¡Boñigas de reno! Estiércol seco… Estaba equivocado, conductor de trineos.

Amplias risitas arrugaron los rostros de Gwylly y Faeril, divertidos al comprobar que los elfos iban tan descaminados como ellos en esos asuntos.

La propia Riatha sonrió de manera fugaz, pero luego se puso seria y, con aire ausente, dirigió la vista hacia el invisible Muro Siniestro.

—Lo que a unos les parece una cosa, resulta ser algo totalmente distinto a los ojos de otros, y, aunque no se conozca su verdadera naturaleza, puede tratarse de algo diferente por completo.

Gwylly contempló el resplandor del fuego con el pensamiento muy lejos de allí. Observó distraído cómo el penacho de blanco y acre humo ascendía entre remolinos hacia la abertura, donde el aullante viento lo hizo jirones. Y el buccan se preguntó qué más encontrarían que los engañase a todos. ¡Mientras no fuese algo de efectos desastrosos…!

B’arr interrumpió los ominosos pensamientos de Gwylly para preguntar:

—¿Mygga da de comer a perros?

Y señaló una bolsa llena de salmón cortado. Sus negros ojos relucían cuando hablaba.

Gwylly hizo un gesto afirmativo con la cara iluminada. También Faeril se mostró entusiasmada.

En respuesta, Tchuka y Ruluk rieron contentos, y sus sanos y níveos dientes resaltaron contra las broncíneas facciones y los negros bigotes y barbas.

B’arr sacó un trozo de aquel salmón partido a hachazos.

—Entonces esperad. Yo llamo.

Salió al exterior barrido por la tempestad. Los otros dos aleutianos lo siguieron, cada cual con un pedazo de salmón en la mano.

Dirigiéronse hacia sus respectivos perros guía, cosa que no extrañó nada a Gwylly, Faeril, Riatha y Aravan, ya que durante los doce días que, aproximadamente, llevaban de viaje, lo que equivalía a cerca de mil kilómetros, siempre habían visto que el primero en ser alimentado era el perro guía, del mismo modo que lo enganchaban en último lugar y lo desenganchaban el primero. Cada perro guía mandaba en su tiro, en su span, y el conductor del trineo mantenía esa categoría tratando a ese perro con la deferencia que merecía, aunque demostraba también su afecto y respeto a todos los demás canes del grupo.

Como B’arr había explicado en su chapurreado pellarion: «La vida depende del span, y el span depende del perro guía. El perro guía depende del conductor del trineo. Yo mando en la manada, pero Shlee manda en el span. Su vida en mis manos, mi vida en las suyas. Yo lo trato como guía; él me trata como amo. Todos los perros lo ven. Todos entienden. Todos vivos: perros, Shlee, yo».

Momentos después, el silbido de B’arr sonó a través de la tormenta. Gwylly y Faeril salieron del refugio. Él arrastraba dos sacos de salmón cortado, y Faeril cargó con uno. No tardaron en oír los ladridos y gimoteos de los excitados animales.

La tormenta amainó algo después del anochecer, y la plateada luna ascendió en el cielo ya más claro.

Era ya medianoche cuando Faeril despertó y vio a Riatha de pie a la luz de la luna, levantada la mirada. También Faeril alzó la vista a través del destrozado techo. Y el corazón se le aceleró. Porque a gran altura, en la silenciosa e inmensa bóveda celeste, brillaba el Ojo del Cazador, cuya larga y llameante estela surcaba el firmamento tachonado de estrellas.