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EL REENCUENTRO

Principios de primavera del año 5E988

(El presente)

Enjugándose las lágrimas, Gwylly le estrechó una mano a Faeril.

—No llores, mi dammia. Sin duda, Riatha habrá encontrado la manera de engañar a esos monstruos.

A pesar de lo que decía, al buccan le palpitaba el corazón de modo terrible. ¿Cómo podía escapar alguien de los vulgs y rücks juntos? «Pero… ¡alto! Nosotros bien que lo conseguimos, tres noches atrás… ¿Sólo hace de eso tres noches? ¡Diríase que han transcurrido tres años desde que escalamos aquel risco!».

Urus, arrodillado junto a unas huellas, alzó la vista.

—Estas marcas están embarradas y van en ambas direcciones. No distingo ni una sola pisada de Riatha.

—Probablemente se pierden entre las de los rûpt —indicó Aravan, muy serio.

Urus se levantó y empezó a deshacer su mochila.

—Tú, Aravan, vete hacia el norte con Tomli… con Gwylly, quiero decir. Faeril y yo exploraremos el sur.

Antes de continuar, el baeran echó una mirada al nublado cielo.

—Nos queda muy poco tiempo, antes de que anochezca, porque…

Aravan interrumpió sus palabras con un gesto de la mano, al mismo tiempo que ladeaba la cabeza para escuchar. De cara al norte emitió entonces un grito animal.

Casi al instante llegó, en respuesta, el reclamo de una perdiz blanca.

En el acto cambió la expresión de Gwylly, que se volvió hacia Faeril. Pero la damman ya había echado a correr hacia el norte, desprendiéndose de su mochila mientras avanzaba. Gwylly fue detrás de ella y también dejó caer su zurrón. Urus parecía desconcertado. Aravan, ahora sonriente, le dijo:

—La perdiz blanca… ¡es Riatha!

El elfo imitó de nuevo la voz del ave.

Y obtuvo inmediata contestación.

El baeran bajó la cabeza, hizo una profunda y lenta respiración y, al alzar otra vez los ojos, los tenía especialmente brillantes.

Lejos de ellos, Faeril se abrazaba con fuerza a la arrodillada elfa.

—Temía que te hubiesen matado, Riatha… ¡De veras lo temía!

Y por sus mejillas resbalaron libremente grandes lágrimas. También Gwylly se fundió con ellas en el cordial abrazo.

—¡Ay, mis pequeños amigos! Yo misma creía que no sobreviviría. Sin embargo, al fin logré despistar a esos seres.

»Y ahora, Gwylly, quiero que me expliques…

Pero la elfa se interrumpió al ver que se acercaban Aravan y el otro: uno al que se imaginaba haber perdido para siempre. Se soltó de los waerlings y se puso de pie. El corazón le latía con tremenda violencia. Poco a poco les salió al encuentro, sin molestarse en disimular la humedad de sus plateados ojos. Momentos después, Urus la estrechaba emocionado contra sí, y ella ocultó el rostro contra el pecho del amado entre quedos sollozos.

Aravan los contemplaba turbado.

Riatha señaló la cueva con el dedo.

—¡Allí! Aquel agujero negro, en forma de ventanal de iglesia. A unos treinta metros del suelo. Es donde apareció Stoke, entre sombras, dos noches seguidas.

Los cinco estaban en el borde occidental del pozo circular y miraban en la dirección indicada por Riatha.

—Podemos descolgarnos hasta la caverna.

Gwylly inquirió sorprendido:

—¿Queda muy lejos el sitio adecuado para cruzar?

—A media legua —respondió Riatha, y al momento observó el cielo—. Pero no hoy, Gwylly. No esta noche. Ignoramos qué hay dentro de ese agujero, ni si se trata de una simple cueva o de un complicado laberinto. Y no queda suficiente luz de día para explorar un laberinto. Pronto oscurecerá y surgirán esos monstruos para unirse al barón. Pero tengo un plan. Escuchad: antes del amanecer, Stoke manda esconderse a los spaunen en las mil grietas y fisuras y oquedades. Será ese el momento de mayor vulnerabilidad del malvado barón, ya que, si lo atacamos de día, sus guardianes no podrán acudir a su llamada. A consecuencia del Veto, no pueden abandonar la negrura de sus agujeros para atravesar la arena mientras la luz de Adón domina los cielos.

»Así pues, recomiendo esperar al amanecer y, cuando salga el sol, atrapar a la víbora en su nido, ya sea su escondrijo una mera cueva o un enredado laberinto.

—A mí no me gusta una espera tan larga, pero no tengo otro plan mejor —gruñó Urus.

Aravan opinaba igual.

—Ansío ver a ese hombre de los ojos amarillos, y preferiría atacarlo ahora que mañana. No obstante, tu plan es prudente, dara, y te haré caso.

—¿Y qué hacemos entretanto? —intervino Gwylly—. ¿Adónde vamos? ¿Dónde nos metemos? Quiero decir —explicó, señalando las huellas de los repugnantes seres— que no podemos permanecer aquí, al aire libre. Por lo menos, no en este borde de la pared de roca. Resulta bien evidente que los rücks y sus semejantes estuvieron aquí mismo la noche pasada. Por lo tanto, pueden volver… ¿Y qué haríamos nosotros, entonces?

Riatha volvió a inspeccionar el cielo.

—Aunque parezca que amenaza tormenta, cosa que borraría todo rastro de nuestra presencia, no podemos fiarnos del tiempo. Antes de bajar debemos dejar una pista falsa, para que los spaunen la sigan esta noche. Porque, como tú bien dices, Gwylly, sin duda volverán en mi busca.

»Pero, si vienen, no nos encontrarán, dado que estaremos muy escondidos en las mismísimas cuevas de los rûpt, allí donde yo pasé la última noche.

Faeril abrió mucho los ojos, pasmada.

—¿Que tú pasaste la última noche en las cuevas? ¿En estas?

Riatha sonrió.

—¡Pues sí! En una que ellos no utilizan. ¿Qué mejor sitio para esconderse que un lugar donde no se les ocurriría mirar?

Aravan soltó una risa semejante a un ladrido cuando ató la última correa a la mochila de repuesto que habían llevado consigo, mochila que ahora contenía una parte de las provisiones.

—¿Dónde mejor, en efecto?

—Venid —dijo Riatha—. Dejemos la pista para los rûpt, y luego os contaré todas mis aventuras.

Después de cargar con su propio equipo, Faeril se dirigió a la elfa.

—¿Dejar una falsa pista, dices? Yo os explicaré lo que hice para confundir al Horrible Pueblo.

La damman rio con picardía al recordar cómo se había imaginado a los rücks y demás buscando como locos una puerta secreta en la sólida roca.

—Quizá podamos servirnos aquí del mismo truco…

Riatha levantó una ceja, interrogante.

De nuevo asomó la risita a la cara de Faeril, que enseguida se puso seria.

—He aquí lo que cabe hacer —explicó—. En primer lugar, cortar unas cuantas ramas de pino y, después, retroceder por el camino seguido para venir del monasterio hasta aquí, andando nosotros al lado de nuestras viejas pisadas con mucha precaución de no poner los pies en ellas. A un kilómetro y medio de aquí, más o menos, pasaremos una empinada superficie de piedra. Continuaremos adelante unos trescientos o cuatrocientos metros, ahora ya por encima de las huellas que nosotros mismos dejamos al venir del monasterio. ¿Me entendéis? El truco consiste en detenernos unos doscientos metros más allá de la roca, volver atrás y borrar todas las marcas que conduzcan al monasterio o procedan de él, con lo que impediremos que el Horrible Pueblo vaya hacia allá. En cambio, cuando regresemos a la faz de piedra dejaremos de barrer la nieve y, desde nuestro sendero, caminaremos en dirección a la roca, como si esta tuviera una puerta secreta. Por último hemos de hollar el suelo desde esa piedra hasta nuestra pista original y volver acá sobre nuestras propias pisadas.

»Sólo tú, Riatha, necesitarás dejar nuevas huellas cuando regresemos, mientras nosotros pisamos las nuestras anteriores, ya que no íbamos juntos cuando vinimos del monasterio.

»Ahora fijaos en lo que creerán esos bicharracos. Si tenemos cuidado, no sabrán qué huellas son más antiguas y quedarán convencidos de que salimos por una puerta secreta de la piedra para llegar hasta el pozo circular, mirar qué había allá y volver finalmente a la puerta secreta, para entrar por ella… Tal vez llamen, para ver si les abrimos.

Todos rieron a carcajadas, y Riatha dio un par de palmadas de satisfacción.

—¡Diantre! ¡Otra zorra lista en el grupo!

Y así, ateniéndose al plan de Faeril, los cinco partieron de la redonda arena para seguir el camino dejado, aunque con el máximo cuidado para no pisar sus propias marcas.

Uno detrás de otro, se descolgaron desde el árbol torcido hasta la boca de la cueva, a bastante altura sobre el suelo de la arena. Habían dejado la pista falsa, para desorientar a los peligrosos enemigos, y vuelto luego al borde de la sima de escarpadas paredes. Atardecía ya, la cerrazón era más acentuada, y de pronto empezó a nevar. El viento aullaba entre las montañas, de sur a norte, a lo largo del valle bordeado por grandes cordilleras, azotando el cañón y el profundo redondel y toda aquella zona. Los cinco se introdujeron en la cueva existente a media altura de la empinada pared occidental, y allí estuvieron protegidos de la tempestad.

Al ser los más pequeños, Gwylly y Faeril penetraron hasta el fondo del agujero, allí donde el techo y las paredes se unían. Antes de sentarse, la damman examinó la estrecha grieta final y comprobó que podía pasar por ella. El angosto túnel torcía hacia un lado y se perdía en la oscuridad, pero Faeril ya no quiso seguirlo.

Aravan se hallaba echado junto a la entrada de la cueva, con la cara cubierta por la capucha, atento a cualquier novedad.

Entre el elfo y los warrows habían tomado asiento Urus y Riatha, cada cual a un lado y con la espalda apoyada en la pared.

Sólo les quedaba esperar.

Riatha miró a Urus, que descansaba en la sombra con los ojos cerrados. Era realmente un gigante —que sin duda le llevaría dos o tres palmos a Aravan—, de anchos hombros y delgadas caderas. Y tenía una fuerza enorme. La espesa barba rojiza, ahora cortada, le cubría casi todo el rostro, y en las puntas se veía grisácea, del mismo modo que toda su cabellera aparecía salpicada de canas. Aunque el hombre tenía los ojos cerrados, la elfa sabía que eran de un oscuro color de ámbar. Iba vestido de pardo, con una especie de jubón y botas forradas. De su cinturón pendía una especie de mangual, una de aquellas bolas con púas y una cadena sujeta al mango de madera mediante correas. Y se abrigaba con una gran capa marrón. Exactamente como ella lo recordaba. Era Urus.

Y, al embeberse en su contemplación, la mente de la dara retrocedió a tiempos muy lejanos. «¡Ay, Reín, madre mía! Tú ya me lo advertiste hace muchos años, en Adonar, al decirme que no me enamorase de un mortal, porque… eso destrozaría mi corazón. Madre, quizá las hijas estemos destinadas a seguir los pasos de nuestras dams. Tú y tu Evian, yo y mi Urus… ¡Adón sabe bien cuánto amo a este hombre mortal! Pero no puedo decírselo, porque no resistiría ver la angustia en sus ojos cuando él envejeciera y yo no…».

Fuera gemía el viento. Urus se movió y abrió sus ambarinos ojos para mirar directamente a los de Riatha, tan brillantes y plateados.