18
ESCAPATORIA
Comienzos de primavera del año 5E988
(El presente)
El viento soplaba cortante mientras Riatha seguía con la vista a Faeril, que se alejaba entre los pinos camino del monasterio, para notificar a Aravan y Gwylly que Stoke estaba vivo, y dónde tenía su escondrijo. La damman subía despacio la ladera y borraba con una rama las huellas de su paso por la nieve.
Hacía ya rato que no distinguía a la compañera, pero Riatha continuaba mirando en la dirección seguida por ella. «¡Que Adón te proteja, pequeña!», dijo en silencio. Tenía el corazón partido entre el deseo de ir con la waerling y la necesidad de permanecer junto a los rûpt; roto el corazón entre el ansia de defender a una amiga y la obligación de vigilar de cerca al enemigo. Estuvo, pues, largos minutos con los ojos puestos en la pendiente, preguntándose si su decisión era acertada.
Al final, sin embargo, Riatha dedicó su atención a los pinos, en busca de piñas, ya que le había dado toda la comida a Faeril y debía reponer sus propias provisiones. Las ramas altas se balanceaban de un lado a otro, y de ellas caía la nieve.
«No me extrañaría que este viento trajese consigo una tempestad. ¡Ojalá alcance Faeril el monasterio antes de que llegue el temporal!».
La elfa descubrió una piña entre las ramas. Tenía las escamas todavía cerradas y, sin duda, estarían dentro los diminutos piñones. Trepó, pues, como pudo, y arrancó la piña, aparte de otras dos medio escondidas entre las oscuras hojas.
Recorrió luego varios árboles, siempre con paso cauto, y halló más piñas. Cuando se hubo llenado los bolsillos, se paró para abrir los frutos y hacer caer las simientes, no mayores que un grueso grano de arroz o de trigo, y volvió a su memoria la discusión entre Faeril y Gwylly respecto de la duración de la vida de un dragón. «¿Cuántas piñas harían falta para obtener los suficientes piñones para contar los años de un dragón? ¿Y qué número de árboles, qué extensión de bosque sería indispensable para proporcionar tal cantidad de piñas, mi pequeña Faeril?».
La elfa prosiguió su búsqueda.
«De disponer de un fuego, podría tostar los piñones. Eso, en el caso de tener una cazuela. También podría utilizar la corteza interior de un pino para cocerme una buena sopa…, ¡y si contase con un fuego y un recipiente para el caldo!».
El viento se hizo más fuerte, y oscuras nubes navegaban por el cielo.
«Esta ventolera es un arma de dos filos. Por un lado puede servirme para llevarse el olor del fuego, pero por otro no me cabe duda de que trae consigo una tormenta. ¡Date prisa, Faeril, porque te conviene estar a salvo antes de que la furia del temporal se desate!».
Riatha caminó hacía el norte sin apartarse de la pared del cañón, dejando atrás la guarida de Stoke. Seguía la dirección del viento. A unos dos kilómetros de distancia encontró refugio entre una cuesta y una gran roca apoyada en ella. Allí encendió un pequeño fuego y lo usó para derretir más nieve, con lo que volvió a llenar su odre de agua, ya casi vacío. Luego, acomodada en el tranquilo rincón, consumió los nutritivos y sabrosos piñones. «Llegaré a cansarme de ellos —pensó—, pero de momento me alimentan».
Mientras permanecía allí sentada, el viento aumentó. Finalmente, Riatha apagó el fuego y apiló la nieve sobre los restos hasta dejar cubierta por completo la ceniza. No quedaba ya ninguna evidencia de ella, y todo olor se había extinguido. Entonces regresó a su punto de vigilancia.
Acababa de alcanzar el elevado borde del círculo de escarpadas paredes, cuando la tormenta cayó sobre ella. Aullaba el huracán, empujando la nieve en sentido horizontal. En vista de la poca protección que le ofrecían los escasos pinos, Riatha se tapó la cara, dejó el peligroso lugar y se internó entre los árboles hasta un cercano montón de pedruscos apoyado en la pendiente. Allí descubrió una grieta suficientemente ancha para cobijarla y, a gatas, llegó a un recoveco donde podía sentarse con la espalda apoyada en la roca. Y cuando los ululatos lo envolvieron todo, Riatha rezó porque Faeril no se viera en medio de aquella tempestad, sino que estuviese ya en el monasterio. Era ya más de mediodía y, si el camino no había resultado demasiado dificultoso, la damman se encontraría ya entre los firmes muros. Pero en el caso contrario… «¡Permite que esté a salvo, Adón!».
La elfa luchó por dominar sus temores. Y al cabo de un rato logró sumirse en aquel estado de meditación que en los elfos sustituye al sueño.
Anochecía ya cuando la tormenta amainó. Riatha salió de su minúsculo refugio y se abrió camino entre la reciente nieve hasta el borde del pozo circular. Llegó en el mismo momento en que, abajo, los spaunen empezaban a emerger de sus grietas y fisuras con las antorchas encendidas. Con gran cuidado para no causar la caída de nieve sobre ellos, Riatha se echó boca abajo para presenciar cómo los rûpt, procedentes de todos lados, se reunían en el centro. Supo entonces, de repente, cómo atacar a Stoke y matarlo.
La excitación producida por su súbita idea le produjo fuertes palpitaciones mientras observaba el amontonamiento del Horrible Pueblo. Podría hacerlo sola, en caso necesario: buscarlo y darle muerte. Pero, con la ayuda de sus compañeros, el éxito de la empresa parecía más seguro.
«¡Corre, Faeril! Tráemelos pronto, porque ahora sé el modo…».
De nuevo se preguntó si Faeril habría alcanzado a tiempo el monasterio. «Aunque posiblemente la tempestad le hiciera retrasarse, quizá ya se haya puesto otra vez en camino, ahora que el tiempo es mejor…».
Mas los oscuros pensamientos volvieron a vencerla. La damman podía estar herida, o incluso… muerta. ¡Qué horror, si la hubieran asaltado los rûpt! Pero no; no los rûpt, porque ella había partido de día.
La elfa sacudió la cabeza para ahuyentar tan ominosas preocupaciones.
«¡Diantre! En el peor de los casos se metería en cualquier agujero de las rocas, como hice yo. Hasta pudo dormirse. Y luego despertaría para seguir adelante. Además, los rûpt están ahí abajo. A no dudarlo, Faeril se hallará fuera de su alcance…».
Como la noche anterior, los spaunen se dividieron en dos grupos para ir de caza, dejando atrás un tercero para que montara guardia delante del refugio de Stoke. Una caterva enfiló el cañón en dirección norte; la otra partió hacia el sur. Los rûpt restantes se situaron en un pasadizo existente en la pared opuesta, allí donde Riatha se imaginaba al barón.
Cuando todos hubieron desaparecido, Riatha empezó a quitar la nieve del borde que ocupaba, con objeto de poder observar a aquellos seres, sin miedo de que una blanca cascada delatase su presencia. El viento aún soplaba hacia el norte, y una sólida capa de nubes se deslizó por los cielos, oscureciéndolo todo. Riatha se dijo que la tierra temblaría a intervalos, la nieve se desprendería de los árboles y de las paredes del cañón, y ella descansaría un poco para comprobar si los rûpt salían de los agujeros para inspeccionar los alrededores… Mas no fue así.
Acababa de limpiar la pequeña meseta, cuando la elfa oyó los aullidos de unos vulgs que procedían del norte, por encima de la pared de la garganta. Ladeó la cabeza para escuchar, aguzando al máximo el oído, porque el viento le llegaba por la espalda y arrastraba consigo el sonido. De repente se dio cuenta de la realidad.
«¡Por Adón! ¡Me persiguen a mí, dado que el viento les lleva mi olor!».
Riatha se levantó de un salto. ¿Por dónde escaparía?
Pronto le fue arrebatada la posibilidad de elegir, porque el viento cesó y los ululatos de los vulgs estallaron casi encima de ella mezclados con las horripilantes voces de los spaunen. Y en el acto vio las luces de sus antorchas y percibió el ruido de las herradas botas y de las afiladas garras en la nieve.
La elfa huyó hacia el sur, a lo largo del borde de la pared de roca, pero sabía que, por muy veloz que fuera, no podría escapar de sus perseguidores por mucho rato. En aquel mismo instante, los aullidos que oía detrás sonaron todos a la vez.
«¡Sálvame, Adón! ¡Me han visto! ¡Estoy perdida!».
Las horribles criaturas estaban a punto de echársele encima. Faltaba ya poco para que la atrapasen. A cada paso le ganaban más terreno. Casi se disponía a hacerles frente cuando, de súbito, vio…
«¡El puente de nieve! —jadeó—. ¡Permite que me sirva, Todopoderoso!».
Se detuvo con un violento resbalón cuando aquellas fieras se precipitaban hacia ella con gran estruendo. Respiró a fondo y, haciendo uso de toda su disciplina, de todo su entrenamiento, corrió a través del puente como si intentara que sus pies no tocaran la nieve.
Los vulgs iban detrás de ella como locos y, apenas hubo alcanzado la elfa el otro lado, el monstruo que guiaba a los demás saltó sobre el blanco arco, seguido de un segundo vulg.
«¡Ahora sí que estoy lista!», pensó Riatha.
Desenvainó la espada que había llevado colgada del hombro y ya se preparaba para la lucha cuando, en aquel instante, el puente se hundió, incapaz de soportar el peso de los dos vulgs. La bestia que iba detrás lanzó un grito escalofriante al caer al vacío, y la de delante clavó las garras en el canto de la vertical pared, arañándola en un desesperado esfuerzo por trepar a la meseta.
Riatha dio un paso y golpeó al vulg en el morro con la parte plana de la hoja hasta apartarlo del muro de piedra y conseguir que se despeñara. El monstruo se precipitó en el vacío y se estrelló contra el fondo, un centenar de metros más abajo.
En el borde opuesto, otros cinco vulgs daban rienda suelta a su rabia al ver que el cañón se interponía entre ellos y su presa.
La elfa oyó un siseo, y una flecha de astil negro pasó silbando junto a su rostro. Nuevos enemigos, tanto rutch como lokas, se acercaban dispuestos a aniquilarla.
Riatha corrió ahora hacia el sur en busca de los escasos pinos y de la poca sombra que estos pudiesen proporcionarle.
Otras flechas surcaron el aire cual sibilantes avisos de muerte, pero ninguna de ellas hirió a la elfa, que siguió su angustiosa huida hacia bosques más espesos. Vio parpadeantes luces de antorchas entre los árboles y percibió los gritos de victoria de los rûpt que corrían por el otro lado del cañón en dirección al sur, ya que sabían que las paredes se reducían por allí y que, pronto, Riatha saldría al valle que se extendía delante de ellos, donde la derribarían. Delante de los vociferantes rûpt iban los vulgs, cuyos salvajes ululatos retumbaban entre las rocas de las montañas.
Cuando Riatha tuvo la certeza de que ya no podían verla, se paró a escuchar mientras sus hostigadores continuaban su carrera hacia el sur. Volvió entonces sobre sus pasos y regresó a toda prisa al borde de las rocas que rodeaban la arena. En el encapotado cielo empezaban a abrirse algunos claros.
«¡Permite, Adón, que siga oscuro! Tengo casi toda la noche por delante, y no me quedan muchas esperanzas de despistar a mis cazadores durante las horas sombrías. ¿Cómo voy a correr sin parar hasta que la luz de la aurora venga en mi auxilio? Sin embargo necesito burlarlos, y para ello me hace falta una noche bien negra, sin luna…».
Riatha llegó por fin al borde de la pared de roca. A lo lejos oía aún los aullidos de sus perseguidores.
No obstante seguir en peligro, se detuvo para examinar con detención la pared de enfrente en busca de un refugio seguro. Cuando ya temía no encontrarlo, descubrió lo que tanto necesitaba y, marcándoselo bien en la mente, corrió hacia el borde superior del muro oriental, en dirección a la grieta existente junto a la entrada septentrional de la arena, sin apartarse del sendero que conducía al desfiladero del otro lado, donde se alzaba un gran árbol.
Alcanzado su objetivo, se desenganchó el garfio y la cuerda, y arrojó este a través del ancho del cañón, donde las púas se hincaron en una rama que pendía a unos quince metros de distancia. Detrás de la elfa, los aullidos aumentaban de volumen, porque los spaunen se habían acercado y rodeaban ahora el extremo del sur de la garganta. Riatha tensó la cuerda, saltó del borde y se lanzó hacia la pared de enfrente. Dobló las piernas de forma que parasen el choque, pero aun así el golpe la dejó sin aliento. En cualquier caso logró quedar colgada y, poco a poco, acabó de trepar.
Por entre los pinos le llegaban ya los espantosos gritos y, en lo alto, las desgarradas nubes seguían separándose, de modo que la luna asomaba de vez en cuando entre los jirones. Riatha soltó el garfio y enrolló la cuerda a toda prisa. Corrió entonces por la nieve hasta donde estaban las grandes huellas de los spaunen, aquellas que habían dejado los horribles seres al descubrirla por primera vez.
Siguiendo ese camino, la elfa huyó hacia el sur, procurando mezclar sus pisadas con las de ellos. No se hacía la ilusión de que su propio olor se mezclara con el de sus enemigos, ya que el rastro de su persona era demasiado reciente. Sin embargo, era vital para ella hollar las huellas de antes para cerrar el círculo.
Los cazadores subían por el valle, corriendo entre los pinos de la meseta opuesta. Cada vez los separaba menos distancia de la desembocadura del cañón, y los aullidos y ululatos se hacían más y más escalofriantes.
Cerró por fin Riatha el círculo y, entonces, salió a escape hacia un torcido árbol que crecía en el borde de la pared de roca, pasó de largo por su lado y volvió al sendero de marcas para retroceder sobre sus propias pisadas, regresar al árbol y, después de atar la soga al tronco y echar los dos extremos por encima del borde de manera que una doble cuerda suelta colgara pared abajo, se dejó caer bien sujeta unos doce metros, si no más, hasta la boca de una cueva. En el preciso momento en que se introducía en la negra abertura, la luna asomó de lleno, y enfrente, en lo alto del otro muro de piedra, ulularon los cazadores mientras seguían su lejana pista.
La elfa aguardó a que la próxima nube cubriera la cara de la luna para retirar la soga.
«¡Ja! ¡Que me encuentren ahora, si pueden, escondida como estoy en una de sus propias cavernas!», se dijo.
Transcurrió un rato, la luna siguió deslizándose por el cielo, y Riatha percibió rápidos pasos en el borde de roca que tenía encima. Con toda cautela sacó la nariz. En la entrada sur del cañón, unos vulgs olfateaban la nieve, exactamente allí donde el puente de nieve había salvado antes el abismo. Llegaron ahora unos rûpt entre grandes voces, señalando hacia el otro lado.
«¡Bien, bien! —pensó Riatha—. Corren en redondo. ¡Que lo hagan hasta el amanecer!».
Los vulgs volvieron al punto del borde situado justamente encima de ella, siempre oliscando las huellas.
Pasó más rato. De pronto, los vulgs se pusieron a gritar ante una pista. «¡Caramba! Han reconocido mis pisadas a partir del refugio donde esperé a que cesara la tormenta…».
Los aullidos sonaron más débiles a medida que las bestias se alejaban corriendo.
«No encontrarán más que otro callejón sin salida. Esas huellas sólo conducen ladera arriba. ¡Ja! Quizá busquen fantasmales pisadas por la montaña, hasta…».
Súbitamente, un escalofrío recorrió el espinazo de Riatha. Porque aquel era el camino tomado por Faeril, y si aquellos cinco vulgs llegaban lejos… «¡Haz, Adón, que no tropiecen con sus huellas! ¡Mantenlos apartados del monasterio!».
Un presentimiento encogió el corazón de la elfa mientras, arriba, los rûpt se dividían. La mitad permanecería allí, y los demás irían al borde de enfrente, todos dispuestos a atrapar al escurridizo intruso.
Con ayuda de los reflejos de la luna, Riatha exploró la cueva. De un metro y medio de altura y algo más de dos metros en la entrada, pronto se estrechaba hasta formar sólo una estrecha grieta en el fondo, que se hallaría, aproximadamente, a seis metros de distancia.
«Tal vez pudiera pasar por ahí un waerling, pero no yo».
La elfa regresó a su puesto de guardia, arrastrándose con sumo cuidado sobre el estómago, para escudriñar de nuevo el área que se extendía a sus pies y el borde superior de la pared de roca. Una de sus preocupaciones consistía en esconder la rubia melena en el interior de la capucha, y en que de su cara sólo quedase al descubierto una ranura para los ojos, porque sabía que, desde el otro lado, el acechante enemigo podía descubrir su presencia en la oscuridad.
Horas después, los rûpt todavía registraban los bordes del círculo rocoso y se insultaban unos a otros, o al menos eso parecía, furiosos por ese intruso que acababa de esfumarse delante de ellos.
«Tal vez nunca hayan ido a la caza de zorras —pensó Riatha con una sonrisa—. Desde luego, nunca tuvieron que vérselas con una como yo».
Como de costumbre, los cazadores regresaron dos horas antes del amanecer. Pero ahora nadie traía ninguna pieza. En cambio, arrastraban desde la entrada sur del cañón a los vulgs muertos, aquellos que se habían despeñado al caer desde el hundido puente de nieve. Los cadáveres fueron descuartizados para servir de comida, ya que los vulgs vivos se mostraban tan ansiosos como cualquier otra criatura de su misma ralea por conseguir un trozo de su carne.
De nuevo apareció una umbrosa figura en una cueva de enfrente, en aquel agujero bien detectado por Riatha.
Cosa de una hora después, los spaunen emergieron de la pared oriental y se diseminaron entre las fisuras, rendijas y cuevas existentes alrededor. La elfa contó a los enemigos: aún quedaban unos veintisiete rutch y lokas, pero sólo seis vulgs. «Dos cayeron al derrumbarse el puente, otros cinco corrieron montaña arriba siguiendo una pista falsa, y ahora quedan seis abajo. Sale la cuenta. Si los cinco todavía no han regresado, ¡ojalá se vean obstaculizados por el Veto!».
Transcurrió una hora más y, momentos antes de que el alba asomara por detrás de las montañas, un solo vulg llegó jadeante al pozo por el cañón septentrional —y cojo de una pata delantera, por lo visto— para introducirse en la cueva que había debajo de donde había aparecido Stoke.
«¿Puede ser ese uno de los cinco? En tal caso, los otros cuatro no han vuelto. ¿Encontrarían más de lo que se habían figurado?».
Riatha se ocultó en la caverna hasta que fue totalmente de día. Los faltantes cuatro vulgs seguían sin reaparecer. «¿Habrán muerto?».
Antes de trepar al borde de la pared de roca, la elfa la escudriñó a fondo. Una vez arriba, comprobó que los spaunen habían pisoteado la nieve en todos sentidos. Siempre con gran prudencia para no dejar nuevas señales, Riatha recorrió los bosques y, en efecto, vio que los vulgs habían subido la cuesta en la misma dirección que Faeril. Eso le produjo verdadera angustia.
«¡Ay, Dios! ¡Permite que esté a salvo! ¡Que todos lo estén!».
Nuevamente sopló un glacial viento del sur, y el cielo quedó cubierto por una densa capa gris. ¿Acaso anunciaba otra tormenta?
La elfa retrocedió por el borde del cañón, hacia el norte, para volver al lugar donde el día anterior había encendido el fuego. Ya no tenía agua y necesitaba llenar el odre. Además le era preciso aliviar el cuerpo y no quería dejar señales recientes.
«¡Que se crean que la vieja zorra se largó horas atrás y ya no merodea por aquí!».
Después de rellenar el odre, Riatha pasó el día reuniendo piñones, aparte de barrer sus huellas con una rama de pino, y por último se puso a descansar en el rincón que la víspera le había servido de refugio. Quería que su olor se notara lo menos posible, en las cercanías del cañón. Había decidido esperar una noche más a sus compañeros. Si por la mañana no llegaban, iría sola en pos de Stoke.
Mediada la tarde, eliminó otra vez toda prueba de su presencia allí y volvió a seguir las huellas de los spaunen hacia el borde de aquella área circular. Mientras caminaba a largos pasos, dejaba oír de cuando en cuando el reclamo de una perdiz ártica.
Llegada al borde de la garganta, recibió otro reclamo en respuesta. Una amplia sonrisa le surcó el rostro, y sus piernas echaron a correr.