17
EL DESPERTAR
Comienzos de primavera del año 5E988
(El presente)
—¡Faeril! —chilló Gwylly cuando la damman se levantó como pudo para correr desesperadamente hacia el monasterio.
—¡Aprisa, Gwylly! —gritó Aravan—. ¡Arroja una cuerda por encima del muro!
El buccan soltó la soga que llevaba atada a su cintura y puso en su sitio las púas del rezón. Aravan agarró la barra de hierro y empezó a golpear el aro de la alarma.
Gwylly tiró la cuerda y sólo apartó la vista de su dammia los momentos necesarios para introducir el gancho en una grieta.
—¡Ahora coge esto! —ordenó Aravan, pasándole la barra—. ¡Da la alarma! Le servirá de guía a Faeril, que así sabrá que estamos aquí, y es posible que los vulgs se paren unos instantes, pensando que los muros están protegidos.
Mientras el warrow golpeaba el aro con toda su fuerza, el elfo encendió con toda rapidez el farol y lo balanceó por encima de la soga ya sujeta.
—Faeril necesitará ver hacia adonde ha de correr, y sin luz no distinguiría la cuerda.
La damman se acercaba precipitadamente y, de pronto, torció hacia la luz que brillaba en lo alto de la pared. Detrás de ella corrían los vulgs, cinco fieras que ganaban terreno a cada paso.
—¡Más deprisa, Faeril! ¡Más deprisa todavía! —voceó Gwylly sin dejar de martillear el aro, aunque el estruendo impedía que fuese oído.
De pronto dejó caer el hierro y se puso a trepar al muro del que pendía la cuerda, pero Aravan lo agarró por un brazo y lo hizo retroceder.
—¡No! No podrías hacer nada, abajo. ¡Prepara la honda!
A sus espaldas sonaron unos pasos. Era Doran, que empezó a subir la escalera con la ballesta colgada del hombro.
Gwylly gimió desesperado cuando lo vio preparar uno de sus proyectiles metálicos, porque le constaba que los vulgs alcanzarían a su dammia antes de que esta llegase al muro. Pero, aunque ocurriera un milagro, aunque los monstruos titubeasen y Faeril consiguiera llegar al baluarte, la salvación se hallaría aún a casi cinco metros de altura.
Ahora era el elfo quien volvía a hacer sonar la alarma, en la confianza de que los vulgs interrumpieran la persecución. Mas no: sólo les faltaban unos metros para cazar a Faeril, que se encontraba a una treintena de metros del muro.
Repentinamente, una llameante flecha partió del adarve para surcar el gélido aire cual roja línea para clavarse en la piel del vulg que iba a la cabeza del grupo. El negro asesino se tambaleó hacia un lado, y los demás se detuvieron asustados, con lo que Faeril pudo ganar terreno, si bien los vulgs no tardaron en correr de nuevo tras ella.
Doran levantó la ballesta y la puso a punto.
—¡El fuego no les gusta nada! —dijo.
Sacó de su carcaj otra flecha envuelta en trapos empapados de aceite y acercó estos a la luz.
A pesar de su hombro lesionado, Gwylly hizo girar de repente su honda.
—¡Por aquí, Faeril! ¡Por aquí! —gritó, disparando una bala.
El vulg que corría detrás de la damman lanzó un aullido, pero el proyectil rebotó en su áspera piel y el monstruo continuó la persecución con los demás, entre furibundos rugidos.
Otro rayo de fuego silbó a través del espacio, pero este dio de lleno en el blanco y, con un horroroso ululato, el vulg se desplomó al nevado suelo con la flecha profundamente clavada en el pecho, del que partían llamas.
Faeril salvó jadeante los últimos pasos para agarrarse a la cuerda, siempre perseguida por los restantes monstruos. Aravan dejó caer la barra de hierro y sujetó la soga con fuerza.
—¡Trepa ya, corre! ¡Trepa…!
Otra bala sorprendió a los vulgs, penetrando en la pierna de uno de ellos; y, aunque el herido emitió un chillido, no por eso abandonó la caza y, con su pata coja y todo, se unió a los demás.
Unos pasos subían la escala de madera.
Faeril se asió a la cuerda, y Aravan comenzó a izarla. Detrás mismo de ella, un enorme vulg quiso alcanzarla con las horrendas fauces muy abiertas, pero… ¡zas!, una llameante flecha que le dio de lleno en el ojo, y el monstruo cayó al suelo. Otros vulgs intentaron saltar sobre Faeril cuando…
—¡Pétalo! —bramó un vozarrón, y una gran forma oscura, que cambiaba, se transformaba, se arrojó por encima del muro para precipitarse sobre los inquietos vulgs, que en vano intentaron retroceder para no ser aplastados por su colosal peso.
Un momento después, del montón de seres salían tres vulgs y… ¡un oso!
Un oso gigantesco y salvaje, que gruñía con furia.
Sus garras rasgaron la carne de los enemigos. Uno de los vulgs cayó muerto y desgarrada la garganta.
Aravan acabó de subir a Faeril.
Una bala metálica destrozó el cráneo de un vulg que trataba de atacar al oso. Doran encendió una nueva flecha y apuntó con su ballesta.
—¡No dispares contra el oso! —chilló Gwylly.
La luminosa flecha fue a caer entre la nieve con fuerte chisporroteo.
El vulg dio media vuelta y huyó entre aullidos, perseguido por el encolerizado oso. Sin embargo, y pese a ir cojo, el monstruoso ser fue demasiado veloz para ser atrapado, y pronto estuvo fuera del alcance de garras, balas y flechas.
Aravan depositó a la damman en el adarve. Gwylly echó una última mirada al oso, que oliscaba y tocaba con la pata los cadáveres de los vulgs, y saltó del muro para abrazar a su dammia entre lágrimas.
—¡Ay, mi Faeril! ¡Temí que te mataran!
La joven sollozaba, todavía jadeante. Se sentía incapaz de hablar, de tan agotada como estaba.
—¡Por Adón! —exclamó Doran, también casi sin aliento, a la vez que apartaba la vista de la escena exterior, dibujando en el aire un signo protector.
El elfo bajó a toda prisa la escalera, retiró la tranca y abrió la puerta. Por ella entró renqueando un hombre enorme, un baeran: ¡Urus!
—¡Pétalo! —exclamó el hombre desde abajo, con voz profunda y tronante—. ¿Estás bien? ¡Ven y deja que te mire! Pero dime: ¿qué hacías tú entre los vulgs? Por cierto, ¿cómo es que tú y yo y Tomlin nos encontramos nuevamente en este monasterio?
Y de pronto, sin más, Urus cayó de rodillas y se desplomó de lado sobre la nieve.
Urus alargó la escudilla.
—¡Más, por favor!
El baeran estaba sentado en un taburete, envueltos los hombros con una tela. El suelo se veía lleno de cabellos cortados. Detrás de Urus se hallaba Gavan con un peine y una tijera en las manos. Ya no llevaba el brazo en cabestrillo.
El monje dejó a un lado sus instrumentos y tomó el cuenco de madera que le tendía Urus para volverlo a llenar.
—¿Por qué no comes ya directamente de la olla, amigo? ¡Es la quinta ración! —dijo riendo.
Urus hizo una cómica mueca y partió otro gran pedazo de pan.
—¡Bastante que me ha costado evitar que cayeran pelos en este minúsculo cuenco, Gavan! ¿Te imaginas lo que significaría proteger toda la olla? De no ser así, ¡claro que la vaciaría!
El color había vuelto al rostro del baeran, pese a lo pálido que lo tenía al entrarlo en el monasterio. Aunque era de temer que hubiera sufrido la venenosa mordedura de un vulg, un detenido reconocimiento demostró que no estaba herido. Simplemente, Urus se había desmayado después de la lucha, todavía débil y en precarias condiciones de salud. Pero, al oír la insistente alarma, ¿cómo no iba a acudir en ayuda de quien podía necesitarlo? En consecuencia, la pelea con los vulgs le había arrebatado las pocas energías que había sacado de Adón sabía dónde, y había acabado por desvanecerse. Luego, al ser reanimado, había pedido enseguida comida y agua, y había devorado grandes cantidades.
—Estoy más hambriento que un…
—Que un oso —terminó Gavan la frase, entregándole la escudilla—. Que un oso acabado de despertar de su sueño invernal.
Gwylly asintió.
—¡Eso mismo! De un sueño invernal muy largo.
Urus meneó la cabeza.
—Cuesta creer que hayan transcurrido mil años —dijo de cara a Faeril y Gwylly, mientras la damman aplicaba el resto de un ungüento de menta al hombro aún sensible del buccan— y que vosotros dos no seáis Pétalo y Tomlin… ¡Y que Stoke siga vivo! —agregó con un duro brillo en los ojos.
Faeril se levantó de un salto.
—¿Dónde está Aravan? —preguntó—. Tenemos que irnos de aquí. Riatha aún debe de vigilar a ese monstruo, ¡y está sola!
Gavan alzó la mano derecha en un gesto tranquilizador.
—Adón la protegerá.
Urus dejó su escudilla.
—Puede que así sea, sacerdote. Sin embargo, he podido observar que Adón protege mejor a quienes se protegen a sí mismos.
Gavan hizo en el aire una señal cuyo sentido desconocían los warrows.
—Hablas como lo haría un hombre fuerte, Urus. Pero Adón cuida también de los débiles.
—¡Sí! Del mismo modo que cuidó de ti y de tus compañeros, ¿eh?
La cara de Gavan se alargó.
—Lo siento, sacerdote. No tenía motivo para hablar así.
Se abrió la puerta y Aravan entró con otra brazada de provisiones, seguido de Doran, que también iba muy cargado.
—Esto será suficiente —dijo el elfo, amontonándolo todo encima de una mesa.
A continuación hizo cuatro partes, que colocó junto a cuatro mochilas parcialmente llenas.
—Ya está —dijo entonces Gavan, después de dejar la tijera y quitarle a Urus la sábana de los hombros.
Recortados la barba y los cabellos, el hombretón se acabó el estofado, dio las gracias a Gavan y se encaminó al fregadero para limpiar el cuenco y la cuchara.
Doran regresaba entonces del armario de las hierbas con diversos envoltorios.
—Toma, Aravan. Podéis necesitar medicamentos en los días que os esperan. ¿Sabes para qué sirve todo esto?
El abad y el elfo abrieron un paquete detrás de otro para hablar de las hierbas que contenía, de su utilidad y preparación. Gwylly y Faeril escuchaban muy atentos.
Cuando Doran dosificaba las hierbas y las envolvía por separado, Urus se acercó a él y se desenganchó el hisopo del cinturón.
—Quiero devolverte eso, fraile.
El abad contempló el aspersorio de plata y marfil.
—¡No, muchacho! Tú vas a internarte en territorio peligroso, donde abundan los spaunen, y tanto los rutch como otros seres parecidos tendrán miedo de la luz que desprende este sagrado recipiente. Si Adón te ama, con su brillo ahuyentará a vuestros enemigos y os proporcionará aliados.
Urus dejó el hisopo en la mesa.
—A mí ya me sirvió, fraile, cuando de veras lo necesitaba. Lo llevaba encima por casualidad, y ahora deseo devolverlo a quienes les corresponde conservarlo.
Aravan alzó la vista de las mochilas que llenaba y dijo:
—A ti puede hacerte más falta que a nosotros, abad, porque aquí sólo quedáis, dos, mientras que, cuando nos reunamos con nuestra compañera, nosotros seremos cinco.
Con una mano acalló la protesta de Doran.
—Además —añadió—, vosotros tenéis que sobrevivir para dar la noticia a los aleutianos de que B’arr, Tchuke y Ruluk murieron asesinados por los rûpt. También quisiera pedirte que entregaras mi carta al capitán de un barco fiordlandés, para que se la haga llevar a mis congéneres del valle de Arden. Y aunque sé que, en determinadas circunstancias, los spaunen en trineo pueden superar el dorado resplandor de tu hisopo, creo que no se os aproximarían sin un conductor.
»Por consiguiente, quédate el hisopo tal como te recomienda Urus, y utilízalo para protegeros a los dos durante las largas noches. Y, cuando llegue el verano, descended a las praderas donde pacen los renos. Allí encontraréis a los aleutianos, que luego os acompañarán de nuevo al mar Boreal, desde donde podréis visitar a vuestra orden y explicar lo ocurrido aquí. Quizá los monjes quieran volver a ocupar este monasterio. De ser así, procura que sean hombres guerreros, ya que es lo que se necesita en un lugar tan peligroso. Nosotros permaneceríamos aquí para defenderos, de ser posible. Pero la dara nos aguarda.
Finalmente, Doran estuvo conforme y aceptó el hisopo. Después de tenerlo largo rato en sus manos con evidente respeto, le pasó el aspersorio a Gavan. El joven sacerdote estrechó el objeto contra su pecho y cayó de rodillas para darle gracias a Adón.
Faeril contempló impresionada al religioso arrodillado, y luego se volvió hacia Aravan.
—Vayámonos, porque Riatha está sola.
Una vez empaquetadas las restantes provisiones y cargadas las mochilas a la espalda, los cuatro salieron de la pieza y recorrieron el pasillo para cruzar por último la sala de culto, siempre seguidos por Doran y Gavan. Era ya de día, y una pálida luz se filtraba a través del cielo todavía grisáceo. Ráfagas de un viento glacial azotaban los pétreos edificios, y Gwylly se preguntó si se preparaba otra tormenta. Llegados a la puerta, se detuvieron, y Urus quitó la tranca.
En el exterior no se veía más que nieve. De los vulgs muertos no quedaba ni rastro. Tampoco era de esperar que estuvieran aún allí, ya que la llegada de la luz diurna habría convertido los cuerpos en polvo, que el viento se había encargado de dispersar sin duda.
El warrow salió, y pronto encontró tres saetas de las disparadas con ballesta.
Faeril se volvió hacia el abad.
—¡Gracias por salvarme la vida, Doran! De no ser por ti y tu ballesta, ahora estaría muerta.
—¡Eh! —gritó Gwylly, que retrocedió con las flechas en alto—. Uno lo mató el buccan, y otro el oso, pero dos de los cinco vulgs fueron liquidados por Doran. ¡Ya quisiera yo tener su destreza!
El abad quitó importancia a la cosa con un movimiento de la mano, pero a todos les resultó evidente que se sintió satisfecho cuando Gwylly le entregó los proyectiles.
—¡Ten cuidado, sacerdote! —le dijo Urus a Gavan con su vozarrón—. ¡Guardaos bien, y que Adón os proteja!
Los labios de Gavan esbozaron una sonrisa.
—Rezaré por todos vosotros —contestó el sacerdote.
Doran hizo una señal en el aire.
—Las bendiciones de Adón sean con vosotros —agregó.
Aravan, por su parte, alzó una mano como despedida.
—¡Y que os mantenga sanos a los dos! —dijo.
Los cuatro emprendieron el camino, con Faeril a la cabeza, mientras los adonitas los seguían con la vista. Después cerraron las puertas y volvieron a atrancarlas. Poco a poco, el viejo y el joven regresaron por el patio castigado por el vendaval hasta penetrar en la sala de culto. Al momento, el suelo tembló entre estruendos, como si estuviera asustado.
Los cuatro se dirigieron al paso de montaña, y una vez en lo alto hicieron una pausa. Urus se volvió para contemplar el nacarado glaciar que dejaban atrás, aquel enorme río de hielo que aparecía a lo largo de las amplias laderas de las montañas para seguir hacia el sur y perderse de vista en el norte, ya muy lejos.
—Permanecí atrapado durante muchísimo tiempo, pero diríase que fue ayer.
En fila de a uno atravesaron el desfiladero para descender a la accidentada zona existente más allá.
Bajaban y bajaban, aunque teniendo que salvar peñascos y grietas, así como paredes de roca tremendamente empinadas y cubiertas de nieve o hielo y azotadas además por el viento. Con frecuencia se paraban a descansar un poco, porque todos estaban fatigados, sobre todo Faeril, que la noche anterior había tenido que hacer el mismo camino en sentido contrario. Además iban los cuatro muy cargados, y tanto Urus como Aravan llevaban, encima, lo que debían entregar a Riatha cuando llegasen junto a ella. Y Urus luchaba todavía contra su debilidad, flaco como estaba. La ropa le caía suelta, y nadie, ni siquiera él mismo, sabía cómo había podido sobrevivir a los mil años atrapado en el hielo. Gwylly consideraba un milagro que hubiera resistido eso, pero ni Faeril ni Aravan osaron dar su opinión.
Y así, flojos, rendidos y con mucho peso a la espalda, continuaron el descenso bajo los encapotados cielos. En alguna parte, aún a gran distancia, confiaban en hallar a una elfa que vigilaba la guarida de un monstruo.
Muy avanzada ya la lúgubre tarde, alcanzaron por fin los riscos bajo los cuales se escondía la cueva de Stoke. Recomendándoles silencio, Faeril los condujo por entre los pinos y a través de la nieve recién caída hasta el lugar donde ella y Riatha habían montado guardia…
Pero la elfa no estaba allí.
En cambio, la nieve había sido ensuciada por las pisadas de rücks, hlēoks y vulgs.
Gwylly hubiese querido gritar de rabia, pero apretó los labios y dominó su enojo aunque el corazón le martilleaba furioso en el pecho. Cuando se agacharon para examinar las huellas, todo estaba en absoluto silencio entre los pinos, con excepción del reclamo de una lejana perdiz blanca y del quedo llanto de Faeril.