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EL REFUGIO

Principios de primavera del año 5E988

(El presente)

Cuando Faeril y Riatha comenzaron a seguir las huellas dejadas por la banda de rücks, la damman era incapaz de concentrarse en el camino, sino que constantemente se volvía para mirar a Gwylly, cuyo sendero se apartaba del suyo. «“¡Ten cuidado, mi dammia!”, me dijo, y yo no supe contestar nada. ¡Ay, mi buccaran! Cuídate tú también, y procura que no les ocurra nada a Aravan y Urus…».

La propia Riatha miraba con frecuencia atrás, en busca de la figura transportada en las improvisadas angarillas. Pero al fin se interpuso entre ellos un altozano y ya no pudieron verse.

—Continuaremos un rato más, Faeril, y entonces nos detendremos a dormir. Cuando se haga de día daremos con su guarida, porque esos seres necesitan meterse en sus grietas y rincones de la tierra antes de la salida del sol. Mañana, pues, veremos qué se puede hacer.

Faeril estuvo conforme, pero hizo una pausa suficiente para marcar un árbol solitario, por si los suyos tenían que seguirlas.

—También necesitaremos comida. Pondré una trampa antes de acostarnos. Unas migas de la torta de avena que llevo en el bolsillo tendrán que servir de cebo.

Reemprendieron el camino, siempre detrás del Horrible Pueblo. El terreno por el que avanzaban Faeril y Riatha era llano o de escasa inclinación, al contrario que los escabrosos atajos que Gwylly, Aravan y Urus debían superar para llegar al monasterio. Y, así, la elfa y la damman descendieron hasta adentrarse en un bosque de pinos árticos. Primero aparecieron sólo unos cuantos árboles dispersos, luego ya eran grupos y, por fin, las dos mujeres se movieron entre una relativa espesura. La senda bajaba y bajaba, probablemente en dirección a una garganta existente entre dos montañas. Faeril y Riatha dejaban constantes señales, ya fuera mediante una muesca en un tronco, entrelazando ramas o cortándolas, tal como lo habían practicado meses antes en el valle de Arden.

Alcanzado por último un poblado soto, Riatha puso fin a la jornada y dijo:

—Es preciso que reposemos, mi diminuta amiga. Tú dormirás mientras yo vigilo.

Faeril tomó una cuerda del restante equipo de escalada y contestó:

—Antes, dara, prepararé una trampa, porque necesitamos comer.

La damman descubrió un riachuelo cercano, aunque sus aguas estaban heladas, y se encaminó a un pequeño grupo de árboles situado en una curva que describía la falda de la montaña. Cortó una vara, que afiló, y le hizo una muesca. Seguidamente utilizó su martillo para hincarla en el endurecido suelo, al pie de un pino. Buscó luego otra estaca, que transformó en un disparador. Hizo un nudo en la cuerda y, doblando el tronco del joven árbol, la ató a la copa y a la vara que servía de disparador. Sujetó entonces a este un trozo muy corto de cordel y colocó el disparador en la estaca clavada en el helado suelo. Extendiendo el nudo, fijó al cordel un trozo de torta de avena y dejó este sobre la nieve, en medio del lazo. Lo cubrió todo con una ligera capa blanca, de modo que sólo se viera el cebo.

De nuevo junto a Riatha, Faeril se acostó sobre las ramas de pino que la elfa había cortado y convertido en un lecho.

—La trampa está puesta —dijo la damman—. Es posible que mañana hayamos capturado algo. Eso espero, porque estoy hambrienta.

Es de suponer que Riatha contestara, pero la rendida Faeril no oyó nada, porque ya estaba dormida.

La luz de la mañana lo bañaba todo cuando Riatha despertó a su compañera. Había encendido ya un pequeño fuego que no hacía humo. En voz baja, la elfa entregó a la damman un pedazo de raíz.

—Toma, Faeril. Es una raíz de tannik. La encontrarás un poco amarga, pero alimenta.

Ella misma dio un mordisco a su trozo de raíz.

Faeril se incorporó.

—¡Mi trampa…!

La waerling quiso levantarse de un salto, pero Riatha le indicó que no lo hiciera y señaló las estacas y la cuerda, que ahora tenía a su lado, sobre la nieve.

—Saltó, pero sin presa.

Faeril meneó la cabeza.

—Así pues, todo cuanto conseguí fue perder un trozo de nuestra única torta de avena, ¿eh?

Riatha sonrió mientras comía un poco más de raíz y calentaba la hoja de su daga sobre la pequeña llama. Tomó después un puñado de nieve y lo sostuvo contra el metal para derretirla, de modo que el agua resbalara desde la punta del arma y cayese dentro del odre ya abierto.

Faeril desapareció entre los pinos para aliviar su cuerpo y, a su regreso, Riatha dijo:

—No; tus esfuerzos de anoche no fueron del todo inútiles, porque, al ir a ver si algún animal había caído en la trampa, descubrí el arbusto de tannik.

—¿Qué pasó con la trampa, en realidad?

—Encontré huellas de un campañol. Se acercó a coger el cebo por debajo de la nieve, y la trampa no se cerró sobre él.

—¡Qué bicho tan listo!

Cuando la damman probó la raíz, hizo una mueca de desagrado. Cerró casi por completo los ojos, y sus labios fueron sólo una estrecha línea. Al cabo de un momento empezó a masticar, sin embargo, y tragó aquello tan malo.

—¡Uf! —exclamó—. ¡Ciertamente es amargo!

Pero dio otro mordisco.

—Oye —dijo entonces, aunque el acre sabor casi le impedía pronunciar las palabras—, ¡no me despertaste para mi turno de la guardia!

La elfa seguía con la hoja de la daga sobre la llama.

—Te hacía mucha falta el sueño, pequeña. Yo, en cambio, soy capaz de descansar mientras vigilo.

Faeril sabía que Riatha se refería a la innata capacidad de los elfos para reponer fuerzas mientras se entregaban a recuerdos agradables, cosa casi tan beneficiosa para ellos como si durmieran. No obstante, le constaba que también los elfos necesitaban finalmente el sueño, porque una pacífica contemplación tampoco cubría todas las necesidades del cuerpo, de la mente y del alma.

Riatha y Faeril consumieron entre las dos la áspera raíz, pues no sabían lo que exigiría de ellas el nuevo día y sí, en cambio, eran conscientes de que, si estaban débiles, no podrían mantener un esfuerzo prolongado. Además hicieron apuestas sobre quién tendría más habilidad para obtener comida durante su aventura.

La elfa acabó de llenar los odres de agua y devolvió el suyo a Faeril.

—Vayámonos, pequeña. Es pleno día y los rûpt se habrán retirado a sus escondrijos.

Prosiguieron su camino, siempre en descenso. Al cabo de una hora o más, el bosque se espesó de manera gradual. En su mayor parte estaba compuesto de pinos árticos, aunque aquí y allá también había tojos y otros arbustos achaparrados. Faeril no dejó de hacer marcas por si Gwylly y Aravan tenían que ir detrás de ellas. Con Urus, si este vivía aún. También Riatha se detenía de vez en cuando en busca de algo que les sirviera de alimento. Reunió las simientes que contenían las escasas piñas que halló en los árboles; descubrió otra mata de tannik, cuya raíz arrancó con la piqueta, y con ayuda de su daga cogió asimismo unos liquenes amarillos que crecían bajo un saliente de roca. De repente, una liebre ártica les saltó prácticamente entre los pies, y fue tal la sorpresa que, cuando Faeril se llevó la mano a uno de sus cuchillos, la liebre ya había desaparecido.

—¡Diantre, Riatha! —exclamó la damman—. ¡Ahí se larga nuestra cena!

En cualquier caso, sus pausas nunca eran largas, porque la pista de los spaunen las impulsaba siempre hacia delante.

Cuando Riatha se había parado poco después para recoger piñas y obtener más piñones, Faeril preguntó en tono prudente:

—Dime, dara, ¿por qué los del Horrible Pueblo no desenterraron a Urus, en el glaciar? Estaba totalmente indefenso. Podrían haberlo sacado de entre los hielos, como hicimos nosotros, para cerciorarse de que había muerto. No entiendo por qué lo dejaron.

—Ignoro el porqué —contestó la elfa—. Quizá no lo despojaron por hallarse todavía hundido en el hielo, ya que sólo cuando nos acercábamos nosotros un terremoto reventó la capa que lo cubría. Sin embargo, aciertas al decir que los rûpt podrían habérselo llevado. Tal vez lo creyesen muerto. También cabe la posibilidad de que Stoke les ordenara abandonar a Urus, aunque me figuro que, de saber que su enemigo estaba allí, el barón lo habría asesinado con sumo placer. Acaso los rûpt quisieran salvar a Stoke, ante todo, y quizá no soportaran la luz del hisopo —opinó Riatha, y ató con un cordel el trapo en que llevaba los piñones ya sueltos—. Son demasiados imponderables, Faeril, y creo que nunca sabremos qué ocurrió.

Durante la siguiente pausa, esta vez para tomarse un merecido descanso, Faeril examinó el viejo cuchillo de plata encontrado por Gwylly en el hueco. Era idéntico al que llevaba ella en la bandolera. Se lo mostró a Riatha y dijo:

—Afirman que este cuchillo es de plata, y yo siempre lo creí. No obstante, y pese a haber permanecido mil años en un glaciar, no está empañado. ¿Cómo se entiende?

La elfa miró el arma por todos lados.

—Es obra de los drimmen, Faeril, de los enanos. No sé cómo ellos forjan los cuchillos, pero te aseguro que este es de plata, y bien pura. Lo que sucede es que los enanos tienen sus secretos para la fabricación.

Y Riatha devolvió la pieza a la damman.

Faeril envainó el cuchillo y sacó el otro.

—En tal caso, tampoco se empañará nunca este, aunque no creo que haya tenido ocasión para ello. Está como si lo limpiáramos cada día, y supongo que tendría que haber sido frotado con una espiga de maíz, pero no presenta ni el más mínimo desgaste…

La elfa se encogió de hombros, y la damman envainó también este cuchillo.

—Ya lo veo, Riatha… Otro secreto de los enanos, ¿no?

Estaba ya muy avanzada la mañana cuando llegaron al cañón, donde el suelo se hundía suavemente entre las escarpadas paredes. La pista seguía por allí. Las dos mujeres no perdían de vista las huellas dejadas en la nieve. Anduvieron un largo trecho por la profunda garganta cuyas paredes, de gran altura, se iban juntando arriba hasta que sólo las separaban unos doce o quince metros. Delante de ellas, la quebrada parecía aclararse, y por fin se encontraron en un lugar abierto, más o menos circular, de unos noventa metros de diámetro, rodeado de empinadas paredes medio desintegradas y llenas de grietas y agujeros. El cañón continuaba, por lo visto, por el lado opuesto, tan estrecho como antes y cruzado en lo alto por un puente de nieve.

Imposible prever si ese camino conducía al exterior y a las montañas que se elevaban detrás. Igualmente podía ser un callejón sin salida.

—Cuidado, Faeril —murmuró Riatha—. Sospecho que por aquí está el escondrijo de Stoke.

Con toda precaución se guiaron por las huellas, que llegaban hasta el centro del anfiteatro, donde la nieve había sido pisoteada, como si los rûpt se hubiesen movido allí de un lado a otro. Y desde ese punto central partían pistas en todas direcciones, para desaparecer en incontables grietas y negros agujeros. Ninguna conducía al cañón salvado en lo alto por el puente de nieve.

—Ahora podemos ver cuántos spaunen hay por aquí —jadeó Riatha—. Tú cuenta las huellas que distingas a tu lado, separando de las demás las dejadas por los vulgs, y yo lo haré por mi lado. ¡Pero no pises la nieve no hollada, porque no nos conviene dejar nuestro olor donde puedan descubrirlo los vulgs al caer la noche!

Sin moverse del área pisoteada, Faeril contó cuantos rastros individuales pudo, todos los cuales desaparecían en la pared de roca. Riatha hizo otro tanto. Luego cambiaron de lado y repitieron la operación. El resultado fue el mismo: los rücks y hlēoks sumaban veintisiete. Los vulgs, trece. Ni la elfa ni la damman lograron identificar claramente unas huellas que pudieran pertenecer a Stoke; aunque, como señaló Riatha, cualquiera de los vulgs podía ser él, que hubiera adoptado esa forma. Por su parte, Faeril sugirió que, si en efecto Stoke estaba en malas condiciones, probablemente habría sido transportado por rücks o hlēoks, quizás incluso en una camilla, si bien nada confirmaba tal posibilidad.

Riatha escudriñó el borde superior de la roca.

—Retrocedamos, para que nuestro olor se pierda entre el de la banda de spaunen. Procuraremos dar una vuelta hacia la pared occidental, por arriba, y estar atentas a lo que suceda una vez anochecido.

Faeril se quitó un guante y se humedeció un dedo para mantenerlo en alto. Un gélido soplo de aire se arremolinó en el redondel.

—¿Y qué ocurrirá si el viento arrastra consigo nuestro olor, desde la pared occidental? ¿Podríamos cruzar el puente de nieve y apostarnos en la pared oriental? Tiene que ser muy sólido, para resistir en estas tierras tan sacudidas por terremotos.

Riatha echó una mirada al blanco arco y meneó la cabeza.

—No, Faeril. Aunque lo que tú dices tiene sentido, los puentes de nieve son traidores, incluso para una persona tan liviana como tú, y sólo en caso desesperado debe uno probar suerte. Si el viento no nos favorece, volveremos atrás para tratar de llegar a la pared oriental del mismo modo que ahora procuramos alcanzar la occidental.

—Pero, si hacemos esto, habrá que cambiar las señales dejadas, con el fin de que Gwylly y Aravan eviten el cañón y encuentren el camino seguido por nosotras —objetó Faeril.

Riatha estuvo de acuerdo, y ambas retrocedieron por la senda antes elegida.

Rápidamente anduvieron unos cinco kilómetros, deteniéndose aquí y allá para guiarse por las muescas que señalaban hacia el barranco.

La elfa halló por fin lo que buscaba: una extensión de roca desnuda, que ascendía muy empinada. Soltó el pequeño garfio que llevaba sujeto al cinturón y ató una cuerda a él. Arrojado con fuerza y bien enganchado el hierro, les sirvió para trepar por la piedra. Una vez arriba, Riatha miró hacia atrás.

—Si esta noche descubrieran nuestra pista, se encontrarían ante un rompecabezas.

Faeril se alarmó.

—¡Oh, no, Riatha! Si encontrasen nuestro camino, los conduciría de nuevo al glaciar… ¡A las huellas de Gwylly y Aravan… y Urus!

La elfa quedó pensativa.

—Tal vez, pero siempre existió el riesgo de que los vulgs notaran su olor, del mismo modo que nos hallaron anoche a nosotros cuatro. También cabe la posibilidad de que los rûpt tropiecen con uno de nuestros rastros, o con los de Aravan y de tu amado Gwylly. Desde luego, los spaunen saben que andamos por esta zona, aunque ayer abandonasen nuestra persecución. Probablemente, para ayudar a Stoke.

»¡Pero cuidado! Pudieron renunciar a darnos caza cuando se acercaba el amanecer, ya que se exponían a sufrir la Muerte Desecante. Calculo que estamos a unos treinta kilómetros de donde Stoke fue encontrado, y tenían mucha prisa en alcanzar su refugio antes del día. Y, no obstante la distancia que nos separa de donde entonces nos hallábamos, existe la posibilidad de que vuelvan al ventisquero con intención de acorralarnos, pero me parece dudoso.

Riatha miró al sol, que ahora se aproximaba a su culminación.

—No padezcas, Faeril, porque los nuestros ya deben de estar en el monasterio, a estas horas. En caso de que el Horrible Pueblo los atacara, en ningún otro sitio podrían verse más protegidos.

Pese a la confianza que parecía sentir la elfa, la damman ansiaba que hubiese algún modo de saber con certeza que su buccaran estaba a salvo.

—¿Siempre pasan cosas así, en tiempos de peligro, Riatha? —preguntó—. ¡Sufro tanto por mí Gwylly!

La elfa se agachó para soltar el garfio y empezar a enrollar la cuerda.

—Sí, pequeña. Así es. Pero ten en cuenta que tu amado padece igualmente por ti, y en consecuencia debes guardarte al máximo de todo peligro, precisamente por él, y Gwylly ha de hacer lo mismo. De momento, eso es todo. Tu buccaran lo sabe tan bien como tú. ¡Que este convencimiento te sirva de consuelo! Piensa, además, que los dos estáis en buena compañía.

Faeril se abrazó a la elfa y la besó en la mejilla, y esta a su vez la estrechó contra sí. Luego, Riatha volvió a colgarse del cinturón la cuerda y el gancho.

—¡Vámonos! —dijo.

Al ponerse el sol, Faeril y Riatha habían alcanzado la cumbre de un peñasco que dominaba el anfiteatro circular que abajo formaba el cañón. Antes de ocupar sus puestos, la elfa calculó la dirección del viento, tras lo cual se situaron de manera que su olor no penetrara en la profunda garganta. Habían apartado cuidadosamente la nieve y toda la rocalla para evitar que cualquier movimiento impensado hiciera caer algo a la quebrada, alertando con ello al enemigo. A su izquierda se abría el cañón que los spaunen habían seguido para llegar a la arena. A su derecha, el desfiladero continuaba en línea descendente, y las paredes que lo bordeaban disminuían de altitud a la vez que retrocedían a medida que el barranco se ensanchaba hasta desembocar por completo en el amplio valle. Alrededor de todo el coso se extendía un ralo bosque de pinos árticos, que por cada lado subía por las laderas de las montañas y cubría, además, el inclinado valle en todo su largo y ancho.

Cayó la noche, y con ella llegaron los sonidos del Horrible Pueblo. Riatha y Faeril se echaron boca abajo para atisbar por encima del borde. Abajo todo estaba oscuro, pero la waerling y la elfa lograron distinguir el suelo del anfiteatro. Y, de pronto, de innumerables grietas y agujeros salieron antorchas encendidas. Aparecieron también negras formas con sus hachones a cuestas, y sus aleteantes sombras destacaban sobre la nieve. Eran vulgs y gusanos semejantes —rücks y hlēoks, o ambas cosas—, que se amontonaron en el centro, hablando en su gutural lengua. Por último, un pequeño grupo se separó con unos vulgs a la cabeza y enfiló el cañón en dirección sur. Poco después se formó otra cuadrilla, y esta se encaminó hacia el norte. Los vulgs y demás que habían quedado atrás volvieron a desaparecer en sus agujeros.

Transcurrieron varias horas en las que no hubo ninguna actividad. El Ojo del Cazador recorría el cielo, y la luna iluminaba el tenebroso pozo. Súbitamente se produjo una gran barahúnda en el sur. Riatha y Faeril se echaron de nuevo y se asomaron con cuidado. Por el cañón entraron vulgs, rücks y hlēoks, que transportaban un ciervo muerto. Aullaron los vulgs, y de las grietas y rendijas de las paredes de roca partió la respuesta de quienes se habían quedado. No tardaron en salir corriendo los rücks y otros de su especie, y el cuerpo del venado fue cortado en trozos. Los spaunen peleaban por los mejores bocados. De repente sonó un ululato en las alturas, y todas las discusiones cesaron. No hubo par de ojos que no buscara la pared oriental, y allí, a medio muro, en la lóbrega boca de una cueva, algo se movió. Las dos mujeres fueron incapaces de ver nada, ya que no entraba en la caverna ni el menor rayo de luz.

Oyeron entonces un rugido semejante al de un vulg, y la muchedumbre abajo apiñada recogió la despedazada res y se precipitó hacia aquella pared.

Riatha aspiró el aire y cerró un puño, pero no hizo nada más, porque no tenía manera de apuntar con un arma hacia la escalofriante sombra.

A su lado, Faeril trataba de escudriñar el misterioso arco. El corazón le latía con tremenda violencia. Ni siquiera hubiera podido definir la forma de la sombra, mas no dudaba de lo que era. Y, sin saber cómo, se encontró con la daga de plata en la mano. No recordaba haberla desenfundado.

Entonces, la oscuridad existente dentro de la cueva cambió, como si lo que antes la ocupaba se hubiese ido.

La elfa se volvió hacia Faeril y dijo con voz enronquecida:

—¡El barón Stoke! ¡El monstruo vive! Una vez, hace largo tiempo, lo oí hablar como lo haría un vulg. Y ahora sonó igual… Mañana, bajo la protección del sol, tienes que llevar la noticia al monasterio, Faeril, porque Aravan y Gwylly necesitan saber que, en efecto, Stoke anda de nuevo por el mundo.

La damman protestó.

—¿Y cómo vas a quedarte tú sola, Riatha? No puedo dejarte…

La elfa la mandó callar con un gesto de la mano.

—Es preciso que vayas. Estamos en una difícil situación y, como ya debiste de observar, los rûpt pueden dar con nosotros en cualquier momento. Gwylly y Aravan… y Urus, si está vivo, tienen que ser avisados, ya que el asesino ha resucitado y no tardará en reanudar su mortal cosecha de inocentes víctimas.

—Pero… ¿y qué será de ti, Riatha?

—Alguien tiene que permanecer aquí para seguir al engendro, si decide emprender la marcha.

—¿Por qué no me quedo yo, pues?

—Podrías, sí, Faeril. Sin embargo, yo cuento con más experiencia que tú, y además, necesito menos sueño. Y no olvides que mi paso es más largo, en el caso de verme obligada a huir. No, Faeril. Soy yo quien debe estar aquí mientras tú informas a nuestros compañeros.

La damman tardó en contestar, pero al fin lo hizo.

—Haré lo que tú digas, dara, y les llevaré la noticia. Pero, en cuanto haya transmitido el recado, regresaré.

Riatha estrechó la mano de la waerling sin más palabras. Pasaron varias horas y, poco después de la medianoche, volvió el segundo grupo. Riatha despertó a Faeril, y juntas contemplaron la escena que se desarrollaba abajo. También la segunda cuadrilla traía caza: en su mayor parte, liebres árticas, si bien la elfa creyó distinguir un animal de más tamaño, quizás un tejón. Esta vez les salió al encuentro un hlēok procedente de las cavernas, y el juego comenzó de nuevo.

En la última hora antes del amanecer, rücks, hlēoks y vulgs salieron a borbotones de la pared oriental para correr a través de la arena e introducirse en grietas, rendijas y oquedades individuales. Era como si Stoke les hubiese mandado pasar las horas diurnas en sitios distintos. Ni Faeril ni Riatha acertaban a imaginarse por qué.

Llegó el día, pálido y triste. Un cielo gris lo cubría todo como un sudario. Desde el sur soplaba un gélido viento que arrastraba consigo oscuras nubes. Y, bajo aquel cielo encapotado, Faeril se lanzó a través de los nevados campos en dirección al monasterio, pese a saber que la tormenta podía estallar de un momento a otro, dado que la misión y el mensaje eran urgentes. De todos modos, la damman había sido adiestrada en la supervivencia en zonas árticas, y sería capaz de resistir cualquier tempestad. No le faltaban, además, los consejos de Riatha.

La elfa había calculado que el monasterio se hallaba a unas cuatro o cinco leguas al noroeste del escondrijo de Stoke, a unos veinte kilómetros de escabroso camino. Desde luego, Faeril hubiese podido seguir todo el camino hasta el glaciar y torcer después hacia el sudoeste, en busca del cenobio, pero eso habría significado añadir kilómetros —y horas— a la marcha. Aun así, siempre existía el peligro de internarse en una senda frecuentada por spaunen y de que los vulgs olfatearan su presencia, lo que conduciría al desastre. Por ello, la damman tomó un atajo que pasaba por el altozano situado en el noroeste, y detrás del cual encontraría seguramente a Gwylly, Aravan y —con un poco de suerte— a Urus.

Utilizó una rama de pino para borrar las huellas que dejaba, con el fin de proteger a Riatha. Hizo esto durante casi dos kilómetros, a la vez que rezaba porque la nieve no conservara su olor. Al divisar frente a ella una pared vertical, Faeril se sirvió de la rama para alcanzarla; entonces se volvió de espaldas a la pétrea pared y echó a andar en línea recta. Mirando por encima del hombro, comprobó que las huellas dejadas en la nieve parecían proceder de la roca misma. «¡Muy bien! —se dijo—. ¡Que los rücks y esos seres descifren el enigma! Quizá crean que hay alguna puerta escondida». Riéndose ante la idea de que unos elementos del Horrible Pueblo buscasen como locos la manera de penetrar en la sólida roca, continuó su camino.

La zona era escabrosa y desigual, e incontables fisuras y barrancos dificultaban el avance. Con frecuencia, Faeril tenía que retroceder para encontrar otro sendero que rodeara el obstáculo. En ocasiones le fue preciso emplear su equipo de escalada para trepar o descender, mientras que, en otros momentos, el camino era tan escarpado y liso que debía dar una vuelta. No adelantaba lo que hubiera querido, pues, y el cielo se ponía cada vez más negro, al mismo tiempo que aumentaba el helor del viento del sur.

Pero ella prosiguió la subida. Llegó a otra grieta, cuyas tenebrosas profundidades se perdían de vista. Hacia la izquierda divisó entonces un puente de nieve que salvaba el abismo, pero tenía bien grabadas en la memoria las palabras de Riatha respecto del peligro que eso podía encerrar, incluso para alguien de tan poco peso, y pasó de largo. Chocó finalmente con un gran peñasco y pensó: «De aquí sí que no salgo, si no trepo».

Por la derecha, la grieta seguía un buen trozo, pero en su extremo parecía ascender muy despacio a través de la resquebrajada región. El viento, por su parte, aullaba cual mal augurio bajo los oscurecidos cielos.

El azote llegó poco después del mediodía, aunque Faeril no sabía con exactitud qué hora era. Tal vez se hallara a algo más de un kilómetro de la cumbre del puerto de montaña cuando, de súbito, la persiguió una pared de bullente blancura. Entre furiosos rugidos, el huracán empujaba la nieve en sentido horizontal.

La damman buscó protección en una fisura de las rocas y, al asomarse un momento a la cegadora blancura, ahora ya un poco grisácea a consecuencia de la cerrazón, se preguntó por vez primera qué sucedería si, al alcanzar el monasterio, no encontraba allí a nadie. Ni a Gwylly, ni a Aravan, ni a Urus. ¿Y si Urus se había restablecido, entretanto, y todos estaban de nuevo en camino? Cabía también la posibilidad, claro, de que nunca hubieran llegado al cenobio; de que el Horrible Pueblo los hubiera atrapado y… todos estuviesen muertos…

Estos pensamientos hicieron sentir un tremendo vacío en el pecho a la preocupada Faeril, que no tuvo más remedio que alejarlos de su mente mientras esperaba a que pasase lo peor de la tormenta.

«¿Y si la tempestad dura días? ¿Qué harás, morena damman?».

Atemorizada, empezó a racionarse el agua, ya que no disponía de leña para derretir más nieve y sabía que, si la comía, rápidamente perdería energías. No había olvidado lo dicho por B’arr: «Es malo comer nieve. Comer nieve quita fuerza. Si come nieve, el perro se enfría por dentro y necesita entonces más comida para volver a entrar en calor».

El recuerdo de B’arr le produjo un nudo en la garganta.

«Este perro no comerá nieve, por poco que pueda evitarlo, pobre amigo, porque tengo intención de vengar tu muerte».

Faeril despertó con brusquedad cuando ya era de noche. «¡Caramba, si he dormido!», se dijo sorprendida. Aunque todavía soplaba el viento, había cesado de nevar. Un poco entorpecida, abandonó el refugio.

El cielo se aclaraba, y aquí y allá parpadeaba alguna estrella entre los restantes jirones de nubes, iluminados por la luna que había comenzado a salir por el este. El viento del sur seguía soplando, si bien más suavemente. La nieve acabada de caer cubría la tierra.

«¡Bien! —se dijo Faeril—. ¡Ahora sí que no quedará rastro de mi paso!».

La cima del ancho puerto de montaña se hallaba a algo más de un kilómetro de distancia, y la damman tenía confianza en descubrir detrás el tan ansiado monasterio. Rebuscó en su bolsillo hasta extraer el último trozo de tannik y continuó el camino mientras mordiscaba la raíz.

A ratos, el sendero era fácil de encontrar. En otros, en cambio, le costaba mucho, ya que por doquier había grietas y fisuras y peñas y cerros. Y para quien apenas arañaba el metro de altura, aquel terreno resultaba terriblemente accidentado. Faeril, sin embargo, avanzaba sin descanso hacia el paso.

La damman tardó casi dos horas más en alcanzar ese elevado lugar y, entretanto, el viento se llevó las nubes. Encima y detrás de ella, la luna se veía rutilante, y también centelleaban en lo alto las estrellas. En el firmamento no podía faltar el Ojo del Cazador, que cortaba la oscuridad con su larga y sangrienta cola. A lo lejos, y a menos altura, Faeril distinguió una estrecha meseta en cuyo extremo le pareció ver su meta: ¡el monasterio! En la negruzca construcción no había luz alguna, y el conjunto de edificios dominaba el llano espacio situado sobre el resplandeciente glaciar.

«¡Ay, mi Gwylly! ¿Estás ahí dentro?».

Y la damman inició el descenso por la poco empinada ladera. No obstante, el camino era peligroso, dado que las desigualdades del terreno se lo obstaculizaban. Pero ella siempre encontró el modo de vencerlas, ya fuese siguiendo adelante o sorteando las quebraduras, sin perder de vista los todavía distantes edificios.

Habría avanzado poco más de un kilómetro, y no le faltaban más que trescientos o cuatrocientos metros hasta el monasterio, cuando de súbito sonaron detrás de ella unos espantosos aullidos. ¡Los vulgs iban de caza! La damman se volvió rápidamente y tuvo un susto terrible al ver, a la plateada luz de la luna, que esos seres corrían en su busca. Las voces de los vulgs cambiaron entonces de tono, porque las infernales criaturas acababan de descubrir a su presa y estaban dispuestas a no dejarla escapar.

Faeril salió disparada en dirección al oscuro edificio, aunque era consciente de que los monstruos la atraparían antes de que lograra ponerse a salvo. Entre angustiosos jadeos, con el corazón latiéndole como loco, la damman continuó una carrera que sabía perdida de antemano. A cosa de dos centenares de metros se alzaban los altos muros que rodeaban el monasterio, y las puertas estaban cerradas. Fue entonces cuando tropezó con algo escondido bajo la nieve recién caída y se dio de bruces contra el suelo.