15
EL MONASTERIO
Comienzos de primavera del año 5E988
(El presente)
—¡Cuidado, Riatha! —gritó Aravan, mientras le caían encima cortantes fragmentos de hielo al trepar como podía detrás de Gwylly y Faeril en dirección al dorado resplandor—. ¡Podría ser Stoke!
Desesperada, sin servirse más que de sus manos, Riatha se puso a cavar, arrancando astillas y trozos que en el acto resbalaban pendiente abajo.
—¡No, Aravan! —jadeó—. Si fuera Stoke, los dedos serían largos y en forma de garra. ¡Esta es la mano de Urus! ¡Ayudadme!
Una leve sacudida volvió a recorrer los dedos de la gran mano que salía del glaciar en medio del extraño resplandor.
—¡Imposible que esté vivo! —dijo Gwylly, respirando con dificultad—. Será un efecto de los terremotos…
—¡Faeril, Gwylly! —bramó entonces Aravan, a la vez que se echaba la lanza a la espalda para subir hasta donde aguardaba Riatha—. ¡Vigilad, porque, aunque la piedra azul se mantiene templada, el enemigo puede regresar!
Con el corazón latiéndoles hasta el cuello, el buccan y la damman se volvieron para controlar los alrededores, pero la enorme pieza desprendida de la pared del glaciar les tapaba la vista.
—¡Date prisa, Gwylly! —urgió Faeril, señalando la blanca masa—. ¡Trepemos a ella!
Hundidos hasta las rodillas en resbaladizos fragmentos de hielo, se abrieron paso montículo abajo. Tenían la sensación de pisar cristales rotos, que caían en forma de cascada delante de ellos mientras descendían. En la base del cerro echaron una mirada a la sólida masa que se extendía enfrente y, a la luz de la luna, buscaron el modo de llegar a la redondeada prominencia. A sus espaldas, más hielo se desplomó al continuar abriendo la pared Riatha y Aravan.
Gwylly fue por el lado derecho y Faeril por el izquierdo, cada cual tratando de encontrar un sitio por donde subir.
—¡Aquí, mi amor! —exclamó Gwylly al ver un punto por el que la escalada sería posible.
Después de salvar una serie de mellados salientes, los warrows consiguieron llegar a la hendida superficie de aquella desnuda masa.
—Tú sitúate en aquella parte; yo vigilaré desde ahí —decidió Faeril, cuchillo en mano, mientras se dirigía al extremo sur.
Con una daga en su mano izquierda, Gwylly se encaminó al lugar septentrional señalado, para lo que tuvo que pasar por delante de Riatha y Aravan, que continuaban arrancando trozos de la parte superior de la pared, con objeto de evitar que les cayeran encima o enterrasen todavía más al hombre ya atrapado. Precisamente cuando el buccan se hallaba enfrente de los elfos, sus ojos descubrieron algo.
—Ai-oi, Faeril! —la llamó sin alzar la voz—. ¡Ven, mi amor, y mira esto!
La damman, apostada a cierta distancia, recorrió con la vista la zona sur y, al no divisar enemigo alguno, volvió junto a Gwylly.
—¡Fíjate en esto, querida! —jadeó él.
Faeril quedó horrorizada, porque al pie de un montón de hielo había una huella que sólo podía proceder del cuerpo de un vulg ahora desaparecido. Y, en medio de la marca iluminada por la luna, brillaba algo…
—¡Es un cuchillo, Gwylly!
La damman descendió en el acto, presa de gran excitación, y agarró la hoja.
Era un cuchillo, en efecto; un cuchillo de plata, igual al que llevaba ya en su bandolera.
—¡Gwylly! —exclamó con ojos centelleantes—. ¡Es el cuchillo de Pétalo! ¡El que le arrojó a Stoke!
El buccan contempló la huella.
—Entonces, esa forma en el hielo…
Faeril se apartó de ella.
—Fue Stoke quien estuvo aquí… ¡Aquí mismo!
Gwylly escudriñó los alrededores, sobre todo en la dirección seguida por los rücks, hlēoks y vulgs.
—Riatha tenía razón: aquel aullido de un vulg herido procedía de Stoke. ¡Pedía ayuda! Y ahora se ha ido con ellos… ¡o se lo han llevado!
En las alturas, el Ojo del Cazador atravesaba los cielos, rojo y ominoso, arrastrando su larga cola de fuego. Y la tierra tembló.
Cuando el seísmo sacudía el suelo, Faeril introdujo la daga en la vaina de la bandolera, que había llevado vacía tanto tiempo, y se alejó del siniestro montón. Enfrente de los warrows saltaban grandes fragmentos de la pared del glaciar, que resbalaban por la rampa donde Riatha y Aravan trabajaban sin cesar. Las constantes vibraciones soltaron el hielo alrededor del ser aprisionado. Y, de pronto, los dos elfos se retiraron del agujero ya abierto para sacar del glaciar, con tremendo esfuerzo, el cuerpo de un hombre enorme. De un hombre colosal. De un gigante.
Era Urus.
Riatha lloraba cuando lo arrastraron a través de los fragmentos de hielo acumulados hasta depositarlo en el suelo.
Entonces vieron todos qué había causado el extraño resplandor: Urus llevaba sujeto del cinturón un hisopo, instrumento usado por los monjes y clérigos para esparcir agua bendita sobre una congregación. ¡Era ese objeto el que producía la iluminación!
El sorprendido Aravan alargó en aquel momento la mano y tocó el refulgente aspersorio. Inmediatamente se debilitó la luz y se apagó, quedando sólo lo que parecía un utensilio para los servicios religiosos, si bien algo muy precioso, porque era de marfil y plata.
Riatha apartó el oído del pecho de Urus y, de rodillas, se balanceó adelante y atrás entre lamentos, cruzados los brazos sobre los senos. Su rostro reflejaba terrible angustia, y violentos sollozos sacudieron toda su persona, como si la elfa hubiese contenido aquella pena durante mil años. Y en medio de sus llantos pronunciaba el nombre del gigante:
—Urus… ¡Ay, mi Urus…!
Las lágrimas asomaron a los ojos de Faeril y le resbalaron por las mejillas.
—¡Es horrible, Gwylly! —dijo, de cara a su buccaran—. A pesar de todo, yo confiaba en que…
El warrow la abrazó y, estrechándola contra sí, le acarició los cabellos. También él estaba impresionado. Aravan se arrodilló junto a Riatha, le rodeó los hombros con el brazo y le habló dulcemente. Mientras tanto, el Ojo del Cazador seguía surcando el cielo, y de nuevo tembló con fuerza la tierra durante bastante rato. Desde la lejanía llegó el sonido de unas campanas de hierro.
Pero, en aquel mismo instante, Urus aspiró el aire con gran intensidad, lo exhaló y… no se movió más.
Riatha se arrojó en el acto sobre él para volver a apoyar la oreja en su pecho. Esta vez escuchó durante largos minutos. Finalmente habló, aunque sin levantar la cabeza.
—Vive… —musitó—, pero su vida pende de un hilo. Tenemos que trasladarlo a un sitio seguro, donde podamos cuidarlo y proporcionarle calor.
Gwylly miró a Faeril cuando el eco de las campanas de hierro se desvaneció.
—¿El monasterio? —sugirió.
La damman preguntó entonces desde lo alto de la masa de hielo:
—¿Está cerca el monasterio?
Riatha se incorporó y, sin dejar a Urus, contestó.
—¡No! El camino es interminable y malo… Sin embargo, la idea es excelente. ¡Es el único lugar adecuado en varias leguas a la redonda!
Aravan se puso de pie y soltó una piqueta de su cinturón.
—No podríamos llevarlo hasta allí. Voy en busca de un árbol o dos para hacer unas parihuelas.
Gwylly buscó con la vista y distinguió un bosquecillo a cierta distancia.
—¡Allá, Aravan!
El buccan bajó del altozano de hielo y condujo al elfo hacia el sur.
También Faeril bajó para unirse a Riatha. La elfa examinó con detención al hombre, por si tenía algún hueso fracturado. No era este el caso, por fortuna, aunque nada más podía hacer mientras no lo transportaran a un refugio caliente.
—Si tuviéramos modo de colocarlo en un sitio menos frío… —indicó la damman.
—Prefiero esperar a que traigan la litera, pequeña —respondió Riatha. Aguardaron allí juntas sin hablar, atentas al hombre inconsciente, que después de un buen rato volvió a respirar. Una sola vez. Riatha apoyó de nuevo la cabeza en su pecho.
—Aún vive —murmuró.
Faeril se quitó un guante y estrechó con su manecita la del hombre. Tenía los dedos completamente helados.
—¿Cómo es posible que…, que Urus siga vivo, después de mil años?
La elfa tardó en contestar.
—No lo sé —dijo al fin, perdida en sus pensamientos mientras contemplaba el hisopo de plata y marfil—. Quizá…
La voz de Gwylly interrumpió lo que Riatha iba a exponer.
Con cuerdas, instrumentos para la escalada y ramas cortadas de un pino ártico, habían formado unas parihuelas sobre las que, con mucho cuidado y haciendo rodar su cuerpo, colocaron a Urus. Aravan se sujetó a los hombros la improvisada camilla y, ayudado por los demás, el elfo sacó al hombre del glaciar y, bajo la guía de Riatha, partieron en dirección sur con intención de torcer hacia el oeste tan pronto como el terreno lo permitiera, para así alcanzar lo antes posible el monasterio.
A la plateada luz de la luna, los warrows tuvieron ocasión de ver claramente a Urus y comprobar lo acertada que era la descripción hecha de él en el diario de Pétalo: tenía los cabellos de un oscuro color rojizo, más claro en las puntas, lo que les daba un aspecto canoso y argénteo, y una espesa barba del mismo tono le cubría el rostro. Tanto la barba como la cabellera habían crecido tanto que le llegaban más abajo de la cintura. Sus ropas eran pardas y, aparte de una camisa y una gran capa marrones, Urus llevaba botas forradas de muletón. De su cinturón pendía un «lucero del alba», una bola con pinchos y cadena, enganchada al mango de roble mediante unas correas medio sueltas. Y, aunque Gwylly y Faeril no podían ver los ojos del hombre, por el diario de Pétalo sabían que eran de un oscuro color de ámbar.
Realmente era Urus… Vivo… Apenas…
Después de unos momentos de marcha, dijo Gwylly:
—Hemos de tener cuidado, porque Stoke fue llevado por aquí.
—¿Cómo sabes eso? —inquirió enseguida Riatha en tono cortante.
El buccan la miró.
—En el montículo de hielo donde nosotros estábamos, vimos dónde permaneció atrapado Stoke durante todos estos siglos, porque la huella de su cuerpo estaba aún allí: un hueco en forma de vulg, a nuestros pies. En ese hueco, Faeril encontró el cuchillo perdido, aquel que Pétalo le arrojó.
—Tú misma dijiste que el aullido del vulg herido que oímos procedía de Stoke, que pedía auxilio. Pues bien, creo que vinieron en su busca y se lo llevaron. Y, mientras Aravan cortaba ramas para las parihuelas, yo descubrí el camino seguido por los rücks y demás seres que lo transportaban. Eso es lo que supongo, al menos. Porque, si Stoke está herido, como parece, deberían notarse las huellas de un vulg cojo o de un hombre maltrecho, si es que se lo puede llamar hombre. Pero yo no observé nada de todo eso. Sólo marcas dejadas por rücks y hlēoks, y los largos pasos de algún vulg, siempre en dirección sur, unos cien pasos a nuestra izquierda.
Riatha emitió un gruñido. Su cara delataba indecisión.
—Si Stoke está tan indefenso como Urus, sería el momento ideal para poner fin a su criminal demencia.
Gwylly protestó:
—¡Pero si lo protegen todos esos gusanos!
—¡Vulgs, rücks y hlēoks! —añadió Faeril.
—No obstante, si recobra sus energías… —comenzó Riatha.
Aravan la interrumpió con una voz cansada, dado el peso que arrastraba por la nieve.
—¡Escuchad! Nos esperan dos difíciles tareas. Por un lado no debemos perder la pista de Stoke, pero por otro tenemos que atender a Urus. Las dos cosas no son incompatibles, pero el problema nos obligará a dividir nuestras fuerzas.
»Propongo lo siguiente: que Riatha y Faeril traten de seguir a Stoke, y Gwylly y yo conduciremos a Urus al monasterio…
Gwylly y Riatha quisieron protestar, mas fue la elfa quien habló primero.
—Dividir nuestras fuerzas sería correr hacia el desastre. Además, yo soy quien mejor puede curar a Urus.
—Y yo no quisiera separarme de mi dammia —agregó el warrow.
Aravan continuó tirando de Urus.
—Prestad todos atención —dijo—. En primer lugar, ignoramos lo que nos depara el tiempo. Si sobreviniera una tormenta de primavera, borraría todas las huellas de Stoke, y en esta época del año no son raras las tempestades. En consecuencia, es expuesto no empezar a seguirle la pista inmediatamente.
»Segundo punto: soy el único con fuerza suficiente para transportar a Urus, sobre todo por un terreno tan escabroso, y él necesita llegar cuanto antes a un lugar donde pueda reponerse.
»Tercero: Gwylly está lesionado. Recordad que se hizo daño en un brazo cuando trepábamos, y no está en condiciones de manejar la honda. Enviarlo a seguir la pista de los rûpt equivale a mandar a la lucha a un guerrero herido e indefenso. En cambio puede ser de gran ayuda para mí, adelantándose en busca de los senderos menos arduos y de los atajos que nos lleven al monasterio. Y, una vez allí, colaborará en el tratamiento que Urus necesite.
»Además estamos sin provisiones y, si vamos de dos en dos, uno puede cazar y obtener bayas o lo que sea mientras el otro se ocupa de la tarea principal. En el caso de Gwylly y mío, uno cazará y buscará lo preciso mientras el otro atiende al hombre.
»Asimismo harán falta dos para ir detrás de Stoke: uno que vigile mientras el otro descansa, uno que procure comida mientras el otro examina las pistas; uno para avisar si, por fin, Stoke se ha metido en su madriguera… Y apuesto algo a que eso sucederá pronto, ya que tiene que estar tan débil como Urus, el compañero recuperado.
»Ahora bien: si queréis perder a Stoke, nada mejor que encaminarnos los cuatro al monasterio. Tal vez después de instalarnos allí y atender a Urus, podamos descubrir el paradero del barón. Sin embargo, os recuerdo que en una ocasión, hace de esto ya largo tiempo, Stoke escapó durante casi veinte años, época en que cometió terribles fechorías. Si ahora no quieres perderlo, Riatha, no nos queda más solución que la de dividirnos para que dos de nosotros sigamos al monstruo a su escondrijo mientras los otros dos llevan a Urus al monasterio.
Los argumentos de Aravan eran irrebatibles, de manera que, al fin, Riatha, Gwylly y Faeril tuvieron que admitir su lógica. Así pues, cuando la elfa hubo descrito la situación del monasterio a Aravan y Gwylly y recomendado a ambos el tratamiento que convenía a Urus, entregó a Aravan un paquete de hierbas extraído del bolsillo de su propia chaqueta y, en compañía de Faeril, se dispuso a seguir el sendero que, según el buccan, habían tomado los spaunen.
Antes de separarse, Gwylly abrazó a su esposa y la besó con ternura.
—Ten cuidado, mi dammia. Vuelve pronto a mí con noticias sobre el refugio de Stoke. Pero, si este no se escondiera, dejad alguna señal en el camino, y nosotros acudiremos tan pronto como nos sea posible.
Aunque no dijo nada, también Faeril se estrechó contra Gwylly, y se retiró luego con cierto brillo húmedo en los ojos.
—Rezaré porque Urus mejore pronto —murmuró Riatha.
Con una breve mirada a Faeril, que con un gesto afirmativo indicó a la elfa que estaba a punto, las dos mujeres se adentraron en la noche iluminada por la luna mientras la tierra temblaba de nuevo. Gwylly las siguió con la vista, evidentemente un poco angustiado, y después regresó junto a Aravan, que no obstante el peso de Urus continuaba tirando de él.
Gwylly pudo ver a Riatha y Faeril durante un rato, hasta que, poco a poco, los caminos se separaron. La elfa y Faeril avanzaban hacia el sur, mientras que el elfo y el buccan torcieron hacia el sudoeste. Gwylly se adelantó a Aravan en busca del atajo más apropiado a través del accidentado terreno para alcanzar cuanto antes el monasterio abandonado.
A su derecha se alzaba la pared del glaciar, de redondeados bordes y pendiente llena de grietas y quebradas producidas por la intemperie. Enormes pestañas de hielo salían de la masa interior cual titánicos dedos de una mano colosal. Gwylly avanzaba sorteando con precaución esas cortantes aristas y, bajo sus pies, el suelo ascendía hacia el oscuro macizo.
De vez en cuando, Aravan hacía un alto para descansar. Sudaba profusamente, porque la carga era dura. El warrow volvía junto a él en cada una de esas pausas y le describía el terreno por el que tendrían que pasar. Siempre procuraba encontrar el sendero menos difícil, si bien con frecuencia todos eran arduos. En ocasiones, Aravan se veía obligado a levantar la improvisada camilla con Urus encima para salvar algún trozo especialmente escabroso, y hubo momentos en que ni el elfo tenía fuerza suficiente. Más de un lugar resultó imposible de superar, aunque Gwylly tratara de ayudar, y entonces fue preciso buscar otro camino.
Durante los descansos no hablaban de la horrible situación en que se hallaban, en medio de gélidas montañas sacudidas por temblores e infestadas de enemigos. Gwylly seguía incapaz de valerse de su honda, el grupo había tenido que dividirse, estaban sin provisiones y sin la mayor parte del equipo, tenían que cuidar además de un compañero desvalido, y la senda del monasterio resultaba realmente problemática, cargados como iban… Empero, sólo conversaban acerca del camino que les aguardaba, de la posibilidad de dar con el monasterio y de cómo curar a Urus.
En una de esas interrupciones, Gwylly contemplaba al gigantesco hombre cuando este respiró otra vez.
—Te digo, Aravan, que la barba le llega a la cintura, como poco, y que el pelo le pasa del cinturón. ¿Crees que todo le habrá crecido sin cesar, a lo largo de tantos siglos?
Aravan miró a Urus.
—De ser así, pequeño amigo, le debe de crecer muy despacio.
—Tan despacio como respira —dijo Gwylly, pensativo.
—En efecto. Tengo entendido que el frío intenso reduce el pulso de la vida.
—¿Cómo es eso, Aravan?
—No lo sé, buccan. Pero fíjate en que las cosas se encogen en invierno. El crecimiento se detiene. Incluso aquello que continúa su desarrollo durante todo el año…, pinos, algunos arbustos, ciertas hierbas, liquenes y plantas por el estilo…, todo se reduce hasta hacerse casi imperceptible, en la estación invernal, para dormir como esas plantas.
—Como los osos, ¿no? —preguntó Gwylly.
—Exactamente. ¡Buen ejemplo, el tuyo!
El buccan miró al elfo, recordando lo que había leído: que, a veces, Urus adoptaba la forma de un oso.
Aravan se puso de pie y volvió a cargar con el peso del gigantón, y Gwylly reanudó su trepa en busca del camino menos difícil.
Hicieron otra pausa y, ahora, Gwylly examinó el hisopo sujeto al cinturón de Urus. Mediría cosa de un palmo, y estaba hecho de marfil y plata: un hueco cilindro de marfil, unido a un asa del mismo material y sobriamente decorado con grueso alambre de plata en forma de dibujos geométricos. Una cadena, también de plata, iba enganchada al extremo del asa como una especie de presilla. La parte superior del cilindro presentaba una serie de diminutos agujeros para asperjar el líquido contenido en el recipiente, aunque el warrow no acertó a ver cómo podía llenarse el hisopo, salvo que fuera sumergido en el agua. Alrededor del borde superior del cilindro había grabadas unas runas en el marfil.
—¡Mira esto, Aravan!
El elfo examinó aquellos signos.
—¡Caramba, si está escrito en la lengua de los magos de Rwn!
Gwylly abrió desmesuradamente los ojos.
—¡De los magos! —repitió, impresionado.
Aravan retrocedió miles de años en el recuerdo, antes de traducir los antiguos caracteres:
—«Adón —leyó—, te pido ayuda. Mi necesidad es grande».
El warrow miró nuevamente al elfo.
—Cuando Urus quedó atrapado en el hielo, el hisopo comenzó a resplandecer. Pero, tan pronto como llegó la ayuda y Urus fue liberado, el fulgor cesó…
—No, Gwylly —contestó Aravan—. El fulgor desapareció cuando yo toqué el hisopo.
El hombrecillo hizo un gesto negativo con la mano.
—En cualquier caso pedía ayuda, Aravan, y cuando esta llegó… acabó el resplandor. Como las piedras azules que se enfrían o las espadas que relucen cuando el enemigo se acerca, o los anillos que hacen invisible o fuerte o rápido a quien los lleve… ¡También esto es mágico!
Aravan meneó lentamente la cabeza.
—Mi pequeño amigo, no negaré que existen espadas que relucen. Y yo mismo llevo una de esas piedras azules. Pero nunca oí hablar de semejantes anillos. Creo que se trata de un cuento que te explicaron junto al fuego.
»No obstante, reconozco que ese hisopo es realmente algo especial. Ignoro, claro, cómo llegó a manos de Urus.
—¡Pues yo sí que lo sé! —replicó Gwylly—. Porque lo cuenta el diario de Pétalo. Urus encontró el hisopo en… el monasterio.
Siguieron adelante a través de la nieve y el hielo, siempre subiendo hacia el oeste por aquellas tierras sacudidas por temblores. Aún les quedaba un buen trecho, y la luna se deslizaba ya cielo abajo.
En la próxima parada que hicieron, Gwylly se sentó al lado de Urus para tomarle el pulso y lo localizó, si bien el intervalo entre un latido y otro era sorprendentemente largo.
—Dime, Aravan: aunque Urus vive, su vida está reducida al mínimo, a causa del frío. Al menos, eso es lo que tú supones. Sin embargo, el barón Stoke, que también estuvo metido en el hielo, aulló. Riatha afirmó que era él. ¿Por qué ese diablo de Stoke pudo aullar y, en cambio, Urus sigue inconsciente, con la vida pendiente de un hilo?
—Sólo puedo imaginármelo, Gwylly, intuirlo, ya que nos movemos por un mundo de conocimientos que yo no poseo. Lo que tú dices es cierto. Urus no despierta, mientras que Stoke aúlla como un lobo. Se me ocurren unas posibilidades, que son estas: Stoke había adoptado forma de animal, cuando aquello sucedió. Urus, por el contrario, no, y parece ser que, en su estado natural, los animales salvajes tienen una gran capacidad de supervivencia y se recuperan rápidamente, y eso fue quizá lo que le ocurrió al barón, dado que no creo que exista una bestia más fiera y más salvaje que un vulg. También cabe que Urus esté sumido en un sueño que escapa a nuestra comprensión, en algo semejante al de un oso en su letargo invernal. Asimismo, Urus puede padecer alguna lesión que nosotros no veamos. Tal vez recibió un golpe en la cabeza, aunque no descubro nada que permita sospecharlo.
De nuevo, Urus aspiró el aire y lo exhaló.
Los dos subieron una larga cuesta y, a través de un paso, salieron a una meseta situada encima del glaciar. A lo lejos, el hielo centelleaba en su blancura a la ya escasa luz de luna. No obstante, no era el glaciar lo que les interesaba, sino algo que Gwylly señaló en el elevado llano.
—¡Allá!
En el punto indicado, más o menos a un cuarto de legua de distancia, destacaba encima del glaciar, sobre una rocosa pendiente, un conjunto de construcciones formado por una torre, diversos edificios grandes y otros menores, rodeados de una muralla, todo ello de piedra.
Sólo podía ser el monasterio.
De repente, Gwylly palideció.
—Acaba de ocurrírseme algo, Aravan. ¿Qué sucedería si también los rücks y hlēoks y vulgs decidieran traer aquí a Stoke? Y… ¿si ya lo hubiesen hecho?
La tierra tembló bajo sus pies.
Aravan echó un vistazo al cielo del este.
—Pronto amanecerá. Aun así, debemos proceder con gran precaución. Tú espera aquí con Urus mientras yo me adelanto en busca de posibles rastros.
—No, Aravan. Eso es cosa mía. Tú te quedas, y yo exploraré el terreno. Si fueses tú y algo te ocurriera, Urus moriría, porque yo no poseo la pericia necesaria para curarlo y, además, soy demasiado pequeño para conducirlo a donde pueda recibir asistencia. En cambio, si yo tuviese alguna desgracia mientras trato de descubrir huellas, Urus se salvaría, dado que tú estarías con él y lo llevarías a cualquier otra parte.
—¡Pero tú no estás en condiciones de manejar la honda! —objetó Aravan—. Y…
El buccan interrumpió con energía al elfo.
—Actuar de otro modo significaría arriesgar bastante más que simplemente al explorador. Aparte de esto, Aravan, yo no soy un héroe. Puedo correr y esconderme.
—No lograrías escapar de un vulg. Y, en estas tierras tan yermas, tu olor te delataría.
—Aunque así fuera, eres tú quien debe permanecer junto a Urus.
Ahora fue Aravan quien se vio forzado a aceptar la lógica de los argumentos del buccan, y al final se avino.
—Ve, pues —dijo—, pero ten mucho cuidado; porque, aunque no hemos localizado huellas, puedes tener razón: Stoke y su banda quizás estén cerca, venidos por otro camino.
El elfo se quitó la piedra azul que pendía de su cuello y se la entregó a Gwylly.
—Ponte esto. Ahora está caliente, porque el monasterio queda todavía a cierta distancia. Pero, si notas que la piedra se enfría, ¡huye! De otro modo, correrías gran peligro. Aun así, extrema las precauciones, dado que el amuleto no lo detecta todo.
Gwylly, cuyo corazón saltaba en su pecho como un pajarillo enjaulado, dejó atrás a Aravan y partió a través de la nieve, siempre atento a la menor señal de una presencia enemiga. Poco a poco se aproximó al monasterio, que en la oscuridad parecía una negra masa de piedra. Pero, a unos doscientos metros de los edificios, sus pies tocaron desnuda roca, barrida por el viento, donde ya no podía haber pista alguna. Desesperado, Gwylly se puso a recorrer la zona donde terminaba la nieve y empezaba la piedra, área que los fuertes vientos invernales se encargaban de mantener limpia, vientos que penetraban por una grieta existente más arriba en las montañas. De momento, sin embargo, el aire soplaba de modo constante hacia el glaciar y sólo en ocasiones formaba remolinos. Pero el warrow no halló ni una sola marca a lo largo de la parte nevada.
Procurando no destacar y aprovechar toda la protección posible, se acercó al muro del monasterio, de casi cinco metros de altura. Resguardado como estaba del vendaval por el baluarte, una ancha e irregular franja de nieve se amontonaba contra él. Gwylly llegó por fin a la gran puerta de madera, que encontró cerrada. Allí aún había más nieve, siempre sin huellas, pero también era posible que el viento las hubiera borrado, no sólo en aquel lugar concreto, sino en todas las partes registradas.
El warrow se arrimó a los pesados tablones y permaneció quieto durante largo rato, conteniendo la respiración y muy atento… Mas únicamente percibió los susurros del aire de montaña, y quizá los latidos de su propio corazón. Se llevó la mano al amuleto colgado del cuello: estaba frío. ¿Cuál habría sido su temperatura, en el caso de que el enemigo se hallara en el interior del monasterio?
Gwylly miró a través de una rendija que había entre el portalón de madera y la pared de roca, y distinguió parte del edificio y el campanario. En lo poco que él podía ver no había ni una sola luz, ni nada iluminaba tampoco el trozo de patio. Pero, al alzar la vista, se dio cuenta —y el corazón le dio un vuelco— de que en la cara interior de la puerta había algo grande y horizontal que sólo podía ser una tranca para mantener esta cerrada.
El warrow regresó a toda prisa a través de la meseta de piedra y de la espesa nieve hasta donde Aravan aguardaba con Urus.
—No vi ni una sola huella —jadeó—, y el monasterio parece desierto, pero la puerta está cerrada y atrancada… ¡desde dentro! ¡Alguien está ahí!
Aravan tocó a Gwylly en el cuello.
—¿Se puso gélida la piedra?
—No.
El elfo quedó pensativo.
—Tal vez Riatha la dejó así, tiempo atrás.
Gwylly sacudió la cabeza.
—Dice el diario de Pétalo que ella, Riatha y Tomlin dejaron la puerta abierta cuando partieron. Y, aun en el supuesto de que Riatha hubiese vuelto luego al monasterio, ¿cómo iba a atrancarla por dentro? Para eso habría tenido que trepar por encima de la pared, para salir. Y, de saber que la puerta estaba cerrada, nos lo hubiese advertido.
Los ojos de Aravan reflejaban su preocupación.
Urus respiró de nuevo. Luego, todo quedó en silencio.
El elfo miró hacia el este. En el horizonte se adivinaba la aurora.
—Sigamos adelante —decidió—. No debemos retrasarnos más, porque Urus necesita ayuda. Calculo que el sol ya asomará por encima del horizonte antes de que lleguemos, y los rûpt no lo soportan. Si se encuentran ahí dentro, utilizaremos la luz de Adón como escudo protector y espada vengadora.
Pese a su cansancio, Aravan se puso de pie y volvió a cargar con las angarillas y, siguiendo a Gwylly, se encaminó hacia los oscuros edificios que destacaban a lo lejos. Detrás de él, los cielos empezaban a clarear.
Una vez delante del portalón de madera, la armazón sobre la que yacía Urus fue dejada en la nieve. El último trecho había resultado relativamente fácil, porque la meseta era casi plana. Aun así, tanto el warrow como el elfo estaban exhaustos después de la incómoda caminata por lugares tan escabrosos; el elfo, por haber cargado con el compañero herido y Gwylly, por correr de un lado a otro y trepar por aquí y por allá en busca de la senda menos anfractuosa.
Y, ahora, el waerling se veía ante otra pared. ¡Ojalá fuese la última! Soltó de su cinturón una especie de rezón pequeño, cuyos dientes puso a punto, y empezó por sujetar una cuerda al aro del mango. Aravan lo observaba con gestos de aprobación.
—Yo franquearé el muro, Gwylly. El madero que atranca la puerta podría resultar demasiado pesado y estar demasiado alto para ti.
El warrow apretó el nudo y dejó que el gancho pendiera del extremo de un palmo, aproximadamente, de cuerda floja.
—Se enganchará bien en la madera de la puerta —dijo y, tras hacer girar un par de veces el rezón en el aire, lo lanzó por encima del portalón con la cuerda desenrollándose detrás. Con un leve ruido, el gancho golpeó alguna parte de la madera, y Gwylly fue cobrando la soga, hasta que el garfio quedó hincado en lo alto de la puerta. El warrow y el elfo hicieron entonces de contrapeso, con lo que la lengüeta se hundió más y más en la madera. Por último, Aravan se desprendió de su capa para subir mejor.
En aquel instante, en la pared de piedra que tenían a su izquierda se produjo un sonido metálico, y Gwylly creyó quedar paralizado cuando vio que, contra el pálido cielo, destacaba la forma de una ballesta que apuntaba directamente hacia ellos.
—¿Quién hay? —preguntó desde lo alto una voz masculina.
—¡Somos amigos! —contestó Aravan inmediatamente.
—¡Eso decís, sí! Pero estáis en la oscuridad, y uno de vosotros es pequeño, del tamaño de un chiquillo o… ¡o de un rutch!
—¡Nada de rutch! —declaró Aravan.
—¡Fu! ¿Quién iba a traer un niño a estas soledades?
Gwylly se echó hacia atrás la capucha.
—¡Soy un warrow! —gritó.
—Pronto lo veremos —respondió la voz, sin dejar de apuntarles.
—¡Necesitamos tu ayuda con urgencia, amigo! —insistió el elfo—. Nuestro compañero está medio moribundo.
—¡Esperad a que salga el sol! —replicó la voz, cortante—. Entonces hablaremos.
En aquel momento, el borde del sol apareció entre las montañas del este.
Pero la ballesta siguió amenazándolos hasta que, por fin, la claridad inundó la tierra. Gwylly y Aravan percibieron unos pasos que bajaban. La tranca de la puerta fue corrida, y las hojas de la entrada se abrieron hacia adentro. Ante ellos se alzaba un hombre de barba gris, que vestía un basto hábito marrón.
—Tenía que cerciorarme —dijo, invitándolos a pasar.
Retiró después la ballesta y asomó la cabeza para escudriñar los alrededores. Aparentemente satisfecho de que no acechase ningún enemigo, gruñó:
—Sólo Gavan y yo quedamos con vida. Mataron a todos los demás.
Gwylly recogió la capa de Aravan mientras el elfo se enganchaba otra vez las angarillas a los hombros. Introdujeron a Urus en el recinto del monasterio e hicieron una breve pausa cuando el hombre de cabellos canos dejó su arma para volver a atrancar la puerta. Gwylly aprovechó la ocasión para soltar el rezón, ya innecesario.
Mientras enrollaba la cuerda, el warrow recorrió con sus fatigados ojos lo que lo rodeaba. Se encontraban en la entrada de un patio abierto, circundado de edificios de piedra grisácea con aspecto de almacenes, aunque algunos debían de ser viviendas. Delante mismo, ya bañada por el sol de la mañana, se elevaba la torre principal, apoyada en el muro. Tendría una altura de quince metros y una anchura de cinco, más o menos. Era redonda, de piedra, y estaba coronada por un tejado de pizarra, de lados muy empinados. Las ventanas, estrechas y cerradas, parecían seguir la forma de una escalera de caracol, salvo que, cerca de la punta, unos arcos entrecruzados con otros permitían distinguir lo que a Gwylly le parecieron unas campanas.
La torre emergía del cuerpo central de un gran edificio cuadrado, que quizá midiera veintitantos metros de ancho por el doble de hondo. Tenía dos o tres pisos y también estaba cubierto por un tejado de pizarra. Como en la torre, las ventanas eran largas y estrechas, con postigos. Y frente al patio, con uno o dos peldaños que conducían a ellas, había unas grandes puertas de madera, igualmente cerradas.
Un fuerte seísmo sacudió la tierra.
Atrancado de nuevo el portalón, el hombre se volvió para examinar a sus visitantes.
—¡Caramba! ¡Realmente eres un waldan! —exclamó, de cara a Gwylly, y luego miró a Aravan—. ¡Y tú, un deva! —añadió.
A continuación miró a Urus, tendido en las improvisadas angarillas.
—¡Por Adón! ¡Qué aspecto tan salvaje tiene! —dijo y, tomando de nuevo su ballesta, echó a andar patio adentro—. Venid, venid. En casa se está caliente. Veremos entonces qué podemos hacer.
En su paso por el patio no descubrieron ni la menor señal de vida, y lo único que se oía era el roce de las varas de la armazón contra el suelo, cuyo eco devolvían los muros de piedra. Subieron los peldaños y el hombre empujó hacia adentro la hoja izquierda de la puerta, cuyos goznes estaban bien engrasados.
Entraron todos en una gran pieza de alto techo abovedado, que no contaba con más luz que la que se filtraba desde el exterior para alejar la oscuridad. A los lados se alzaban, entre las sombras, unos pilares que sostenían grandes galerías, a las que conducían unas estrechas escaleras. Al fondo de la cámara, cerca del muro opuesto, había un altar decorado con grabados en honor de Adón. Y más allá, junto a la pared posterior, otras escaleras subían a las galerías.
El anciano se inclinó ante el altar y luego los invitó a seguirlo. De nuevo el roce de las angarillas resonaba en el gran espacio hueco. Detrás de ellos se cerraron lentamente las puertas, preparadas como estaban para volver a su posición normal sin ayuda, y la oscuridad se hizo más profunda, sólo contrarrestada por la luz que penetraba a través del ventanal situado encima del balcón que daba al oeste.
Retumbó el suelo al producirse otro movimiento sísmico.
Cuando el hombre habló, sus palabras resonaron en la cavernosa pieza.
—Somos adonitas, monjes de las montañas. Vinimos el año pasado para volver a poner en condiciones el monasterio. Pero los rutch y otros seres semejantes nos descubrieron y atacaron. Hasta ahora conseguimos resistir, pero en adelante ya no podremos, porque sólo continuamos vivos Gavan y yo, y él está herido. La próxima vez vencerá el enemigo.
—Mi nombre es Gwylly Fenn —se presentó el buccan—. Mi compañero se llama Aravan, y el amigo inconsciente es Urus.
El hombre del hábito marrón se volvió.
—Perdonadme. Yo soy Doran, antes prior, ahora abad de este retiro.
Doran los llevó a través de una escondida puerta que había detrás del altar. Detrás de ella se hallaba la sacristía, donde pendían hábitos y vestiduras. En uno de sus lados se abría una puerta que daba a un pasillo con habitaciones a ambos lados.
Mientras descendían por ese corredor, el monje indicó:
—El servicio está al final.
Pero ellos entraron en una modesta pieza de la derecha.
—La enfermería —anunció Doran.
Allí, delante de la chimenea, ardía un fuego sin llama en un fogón de hierro. En un lecho yacía otro hombre, un joven sin barba ni bigote, sin duda alguna Gavan. Estaba dormido, llevaba vendada la cabeza y tenía el brazo en cabestrillo. Otras cinco camas ocupaban la pieza, y en una de ellas pudieron acostar por fin a Urus, aunque para lograrlo fue preciso el esfuerzo de los tres.
Aravan sacó a continuación el paquete de hierbas que le había entregado Riatha. Dentro aparecieron doradas hojas de una especie de menta.
—Es tomillo de gwyn —dijo Doran, reconociendo la hierba—. Empleado como té, sirve de estimulante. Como cataplasma, ayuda a extraer venenos.
Aravan miró al monje.
—¿Eres experto en el arte de curar?
—Hasta cierto punto —contestó Doran—. No soy médico ni cirujano. ¡Ojalá lo fuese! Sin embargo, entiendo de hierbas y cosas por el estilo.
Urus hizo una de sus respiraciones.
—Mientras yo preparo una infusión con algunas de estas hojas, ¿podrías examinar a nuestro compañero, Doran? —propuso Aravan.
Al oír las palabras del elfo, Gwylly miró a su alrededor y vio una tetera junto al fogón. Y, mientras el abad se acercaba al lecho de Urus, vertió en el recipiente agua de un cubo que había encima de una repisa.
Casi se había puesto el sol cuando Doran despertó a Gwylly y Aravan. Un agradable olorcillo a estofado llenaba la estancia. El elfo se levantó para comprobar cómo seguía Urus. Ahora, el gigantón respiraba de manera regular. Gwylly gimió, aún medio atontado, pero al fin se incorporó y sacó las piernas de la cama. Se sentía como si lo hubiesen molido a palos. La dificultosa escalada por la pared del cañón y el agotador camino hasta el monasterio se hacían notar ahora. Al cabo de unos momentos, sin embargo, el warrow se puso de pie para encaminarse a la letrina.
Cuando regresó, Aravan le tomaba el pulso a Urus.
—Lo tiene muy fuerte —comentó—. Creo que su vida ya no pende de un hilo.
Gwylly tocó la mano del baeran. Estaba caliente.
—¿Cuándo supones que despertará? —le preguntó a Aravan.
—Lo ignoro, porque jamás había visto nada igual. Tal vez recobre pronto el conocimiento, o quizá mañana.
Doran, que llenaba de estofado las escudillas, intervino para advertir:
—O quizá nunca.
Gwylly se volvió alarmado hacia el anciano.
—¿Por qué dices eso?
El abad pasó sendas escudillas al warrow y al elfo.
—Conozco casos de quienes, después de un prolongado sueño, nunca vuelven a despertar. Toman líquido y, a veces, hasta comida, pero sin recobrar el conocimiento. Hay que cuidar de ellos hasta su muerte. Si este fuera el caso de vuestro compañero, para él hubiera sido mejor morir de una vez que, ¡quién sabe!, vegetar así el resto de sus días.
—¡No digas eso! —protestó Gwylly—. Tengo el convencimiento de que Urus despertará.
Gavan se había despabilado ya, aunque había permanecido callado hasta ese momento.
—Rezaré por él —dijo entonces con voz suave—. ¡Es posible que Adón se apiade del pobre hombre!
Después del almuerzo, Aravan preparó un nuevo té de tomillo de gwyn para Urus.
Lleno como tenía el estómago, Gwylly se tendió otra vez en su cama mientras Aravan cuidaba del enfermo.
El buccan despertó durante la noche. Aparte de la respiración de los demás durmientes, no se oía nada. Gwylly se dirigió al retrete y, al volver, vio que Urus descansaba tranquilo, como Doran y Gavan. Pero Aravan se había ido.
Sin hacer ruido, el buccan se vistió, cruzó el corredor y la sala de culto, y salió al patio. La noche era fría y clara, aunque unos jirones de nubes cubrían de cuando en cuando la faz de la luna. Gwylly siguió la línea del bastión y llegó a las puertas. Una escala conducía al adarve. El warrow subió y encontró allí a Aravan, que montaba guardia.
—Vete a reposar, Gwylly —dijo el elfo al verlo—. Esta noche vigilo yo.
—Tú también necesitas reponerte —protestó el warrow—. Ahora me quedaré yo.
—Nada de eso, pequeño. Ya dormí lo suficiente durante el día, y luego dejé que mi mente se solazara con los recuerdos. ¡Una cualidad que poseemos los elfos! No discutas conmigo, Gwylly, y vuelve a tu cama. Por la mañana puedes entrar de guardia, si quieres, pero esta noche me pertenece.
Sin insistir más, el warrow se retiró escala abajo.
La encapotada mañana encontró bien descansado y dispuesto a Gwylly. El viento aullaba alrededor del monasterio.
—Se aproxima una tormenta —gruñó Doran, antes de abandonar la pieza para regresar cargado de leña.
Aravan estaba de nuevo junto a Urus y, por lo menos, el enorme hombre tragaba sin dificultad la infusión de hierbas, aunque seguía sin despertar.
Doran se fijó en cómo bebía Urus, pero dijo:
—No obstante, cabe la posibilidad de que nunca recobre el conocimiento.
A Gwylly se le encogió el corazón.
Gavan, que volvía de hacer sus oraciones matutinas, se dejó caer fatigado sobre la cama. Era obvio que el joven había recibido una grave herida, aunque el aspecto de esta no lo demostrara.
—Me dio en el brazo una flecha de los rutch —explicó—. Envenenada, según creemos. Pero la cataplasma extrajo la ponzoña, al menos en su mayor parte, y ya me siento mejor.
Gwylly aprovechó el día para reducir la atrofia muscular de su brazo lesionado. Doran introducía paños en agua caliente y los aplicaba al hombro del waldan. Este tenía magullados los músculos superiores de la articulación, pero, ahora que había recibido calor y estaba descansado y alimentado, experimentaba una notable mejoría. Aun así, le parecía que un puño helado le estrujaba el alma cuando pensaba en Faeril y Riatha. ¿Qué habría sido de ellas? Y los ululatos del vendaval sólo servían para recordarle que, salvo que hubieran conseguido refugiarse en alguna parte, estarían expuestas a las inclemencias del tiempo.
Doran se encaminó a un armario arrimado a una pared y, después de rebuscar en él, sacó una gran bolsa de tomillo de gwyn y le dio algo a Aravan.
—Tenemos una buena provisión de hierbas —explicó—. También de víveres y otras cosas. Nos sobra de todo. Éramos dieciséis cuando vinimos, y sólo quedamos dos, como ya os dije…
En respuesta a las palabras de Doran, Gavan bajó la cabeza y se puso a rezar.
Hacia el mediodía, la ventisca cayó sobre la región. El aullante huracán arrojaba con gran fuerza la nieve contra la grisácea piedra del monasterio.
—Es una tempestad de primavera —indicó Doran—. Imprevisible. Tanto puede pasar rápidamente como durar una semana.
Aumentó con ello la angustia de Gwylly, porque en alguna parte de las montañas se hallaba su dammia y, que él supiera, ni Faeril ni Riatha tenían comida ni dónde guarecerse.
La tormenta sacudió el monasterio durante toda la tarde, pero empezó a ceder a medida que anochecía y cesó por completo cuando ya era oscuro.
—Creo que voy a montar guardia en el adarve —anunció Gwylly—. Los rücks y otros seres semejantes saben que los monjes están aquí, y prefiero que no nos cojan por sorpresa.
Aravan levantó la vista.
—Ponte el amuleto, pues. Yo te relevaré dentro de unas cuatro horas. Además tenemos que hablar de nuestros planes.
Doran miró agradecido al buccan cuando este se preparaba para salir.
—En la pared, cerca del farol de la puerta, hay colgado un aro de hierro. Si avistaras al enemigo, tiras de él y das la alarma. ¡Les presentaremos batalla! —declaró el abad, acariciando su ballesta.
»No necesito advertirte que no enciendas la luz —añadió—, ya que sólo serviría para revelar nuestra presencia.
Gwylly se calzó los guantes, atravesó el patio y subió la escalera de madera. Una vez en el adarve, se dio cuenta de que era demasiado bajo para mirar por encima del muro. Menos mal que un retallo que corría a lo largo de la pared le permitió trepar a él.
El viento soplaba todavía desde el sur, empujando hacia adelante los restos de la tormenta. Én el cielo se rajaron las nubes, y aquí y allá aparecieron algunas estrellas. El aire era frío, y Gwylly iba de un lado a otro para entrar en calor y mantenerse alerta. Detrás del celaje asomó una muy tímida luna con un brillo borroso.
El warrow no cesaba de moverse, pero, con excepción de sus pisadas y de los susurros del viento, reinaba un silencio absoluto, sólo interrumpido en ocasiones por temblores de tierra. Hasta las sonoras campanas de hierro permanecieron calladas, dado que únicamente sonaban cuando los seísmos eran particularmente intensos.
Las horas transcurrían con lentitud, e igualmente despacio se despejaban los cielos. Por fin lució la luna en todo su esplendor, y la nieve centelleó nacarada bajo sus argénteos rayos. Aravan cruzó entonces el patio y subió a la muralla para colocarse junto a Gwylly.
—Oye, pequeño amigo: creo que voy a dejarte aquí con Urus mientras voy en busca de Riatha y Faeril, con provisiones, y hago volver a la dara.
El elfo extendió una mano para acallar la protesta que iba a hacer el warrow, pero las palabras de Aravan se perdieron para siempre en el aire, porque en aquel mismo instante oyeron los aullidos de los vulgs que iban de caza. Sus gritos eran inconfundibles. Los dos compañeros escudriñaron la noche en dirección al lugar de donde procedían.
Gwylly lanzó un jadeo porque, a trescientos o cuatrocientos metros de distancia, una figura se acercaba corriendo por la nieve. Y detrás de ella, aunque bastante lejos todavía, subían por la ladera los ululantes vulgs. En el momento en que el waerling se disponía a disparar su honda, notó que la piedra azul que llevaba colgada del cuello se enfriaba. Los ojos del warrow iban de las fieras a su presa, calculando las posibilidades de esta. El corazón le latía con furia cuando se puso a chillar «¡Corre, corre…!», porque no creía que la víctima pudiera salvarse.
—¡Cielos! ¡Si es Faeril! —musitó entonces Aravan, entre dientes.
En ese mismo segundo, la damman cayó al suelo.