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PELIGROSOS CAMINOS

Finales de 5E986 a principios de 5E988

(Pasados un año y seis meses)

Durante aquel largo invierno, mientras la nieve volvía a cubrir todas las tierras de los elfos, Riatha, Aravan, Faeril y Gwylly prepararon cuidadosamente sus planes. Dado el riesgo que representaba el Muro Siniestro, infestado de elementos del Horrible Pueblo, y las sacudidas que todavía producía la muerte del dragón en la región del Gran Glaciar del norte, Aravan recomendó viajar a través de Rían, en otoño, hasta las aguas costeras del mar Boreal y, desde allí, pasar a Aleut, donde invernarían. Luego, cuando se acercase la primavera, se dirigirían al glaciar por tierra, en trineos tirados por perros. Para ello tendrían que cruzar las Tierras Abandonadas para adentrarse un poco en el Muro Siniestro por donde Riatha les indicara. Esto, según Aravan, los expondría menos a los spaunen y a los seísmos.

Como plan alternativo consideraron la posibilidad de pasar el invierno en Jord, entre los diseminados poblados, allí donde habían vivido los vanadurianos antes de emigrar a Valon, una vez finalizada la Guerra del Usurpador. Y, cuando el tiempo lo permitiera, partirían de Jord hacia el este, a lo largo del Muro Siniestro, hasta alcanzar el Gran Glaciar del norte.

Sin embargo, las frecuentes escaramuzas entre los jordianos y la alianza formada por naudrones y kathianos hacían muy expuesto el paso por aquella zona. Por último pensaron en otra manera de efectuar el viaje, invernando en la aldea de Inge, situada en Aralan, para cruzar luego el Muro Siniestro en dirección al glaciar. Era el camino que Riatha solía seguir —a través de la cordillera que se alzaba después de la Guarida del Dragón—, y el que ella conocía mejor. Pero asimismo resultaba el más arriesgado, dados los temblores de tierra y la presencia de los rûpt.

Una vez examinadas todas las opciones, decidieron aceptar la recomendación de Aravan y navegar en otoño hasta Aleut, antes de la época de las tempestades. Allí permanecerían durante el invierno y, pasado este, cruzarían las Tierras Abandonadas en trineos tirados por perros hasta alcanzar el Gran Glaciar del Norte, formado en la falda ártica del Muro Siniestro.

Hizo su entrada la primavera, precedida por su equinoccio, y de nuevo lo celebraron los elfos con tres días de festejos.

La nieve se derritió en el valle y en las elevadas laderas de las montañas, y el río Tumble rugía de tan lleno como bajaba. El ganado volvió a ser conducido a los altos pastos, y más arriba todavía pacieron las ovejas. Las cosas hechas durante las largas noches de invierno fueron expuestas: objetos de plata, tejidos de seda y joyas con gemas de colores, maderas y piedras trabajadas, así como cerámica vidriada; pinturas, poemas y maravillosos cuentos, mas también desgarradoras odas, que entusiasmaron al público del mismo modo que la música para flauta y laúd y arpa y tambor y pandereta, y no menos para caramillo. Entre las piezas exhibidas había originales armas de metales artísticamente forjados, con dibujos de runas y filigrana. No se trataba de armas especiales, ya que tal arte se había perdido largo tiempo atrás, aunque algo se conservara todavía. En cualquier caso, esas armas se consideraban valiosas por su equilibrio y perfección, y las que llevaban hojas llamaban la atención por lo bien afiladas que estas estaban. Igualmente había quien, aprovechando el invierno, había confeccionado arcos de madera tallada con flechas que hacían juego. Todo esto y mucho más —cosas preciosas y raras— era obra de los elfos en los meses en que el frío dominaba sus tierras.

En primavera, caravanas cargadas de esos productos partían de Arden para cambiarlos por otros artículos necesarios: sal, especias y condimentos, hierbas no existentes cerca del valle, telas y gemas en bruto, apreciados lingotes y otras mercancías. Los comerciantes elfos viajaban a países muy lejanos en busca de ello.

Entre esas caravanas había una que se dirigía al alcázar de Challerain, la ciudadela del supremo rey en Rian. Uno de los elfos que formaba parte de ella llevaba un mensaje de Aravan para un amigo de la fortaleza, en el que le pedía que enviase un correo a la protegida ciudad portuaria de Ander, a orillas del mar Boreal, para conseguir un barco que condujera a los cuatro al pueblo de Innuk, del país de Aleut.

Transcurrieron los días.

Gwylly continuaba con sus prácticas de lectura y escritura. Adquiría cada vez más confianza en sí mismo y ampliaba constantemente su vocabulario en las lenguas twyll y sylva, y también —como era lógico— en el idioma común. Faeril se preguntaba cómo podía retenerlo todo en la memoria, pero su natural disposición parecía ayudarlo a separar unas voces de otras sin la menor dificultad. Lo cierto era que hablaba las lenguas con mayor fluidez de la que tenía para leer y escribir, si bien alguna vez mezclaba palabras de unas y otras, frecuentemente con resultados muy cómicos.

También Faeril proseguía sus estudios del idioma sylva, y los dos waerlings hacían grandes progresos en la lengua de sus amigos los elfos.

Faeril, por su parte, continuaba con sus intentos de descubrir el futuro, pero de momento no había tenido éxito. Un templado anochecer de primavera, sin embargo, cuando la waerling estaba sentada a la luz de la luna en el porche de su pequeña casa con el cristal en la mano, libre la mente de toda distracción y fija la mirada en las profundidades de aquella misteriosa pieza…

Caía a través de un rutilante espacio, rodeada de argénteas hojas de cristal que se precipitaban al vacío, o… ¿era ella la que se precipitaba, y las hojas de cristal flotaban inmóviles? No lo sabía. En torno a ella centelleaban los reflejos de las facetas de los cristales, y la creación entera estaba llena de tintineo de miles de campanillas que repicaban y retiñían sin cesar. Cayó ella, dando vueltas, a un centelleante mar de plateada luz, de resplandores, luminiscencias y destellos, y el cristalino campanilleo la envolvía. Y, cuando dejó atrás las diáfanas hojas, vio brillar una y otra vez una llama áurea, tan pronto dividida en múltiples imágenes como transformada en una sola… Una constante y esbelta columna de luz, que de pronto cayó con ella, y entonces se dio cuenta de que era su propio reflejo, que quizá mostrara nada menos que su alma.

Continuó su interminable desplome mientras, a su alrededor, giraban las refulgentes hojas hexagonales, a la par que las cristalinas campanillas tintineaban en un viento que no existía…, en la tenue brisa del éter.

A pesar de la caída, ella no sentía miedo, porque su espíritu conservaba la serenidad y tenía el alma rebosante de luz y campanilleos y maravillas.

En las destellantes superficies de cristal distinguía su propio reflejo, y más allá de la dorada luminosidad, detrás de las múltiples ventanas de chispeante cristal, vislumbró imágenes, algunas vagas y carentes de forma, como si estuvieran desenfocadas, mientras que otras se veían nítidas y extrañas. Pasaban todas esas imágenes rápidamente, al caer ella entre los fulgurantes cristales, como oscuros ejércitos en marcha, como un campo de encarnadas rosas, como un tenebroso y negro estanque de aguas rizadas, como un enorme oso, como grandes y amenazadores pilares… Centelleaban las estrellas, se arremolinaban las aguas, ascendían revueltas nieblas y surgían unas imágenes confusas y distantes junto a otras cercanas y claras, pero todo era fugaz, todo menos el brillo y los relámpagos.

De súbito distinguió a una elfa. No supo decir si era Riatha, y a su lado había un hombre muy alto. Luego llegó un jinete a caballo, ¿humano o elfo? Llevaba un halcón en el hombro, y algo relucía en sus manos.

Y Faeril notó que unas palabras brotaban de su boca cuando quiso gritar algo. ¿Qué? Lo ignoraba pese a ser en lengua twyll, porque no las oía y, además, no sabía qué decía: aquellas palabras no eran suyas.

Ritana fi Za’o

de Kiler fi ca omos,

sekena, ircuma, va lin du

en Vailena fi ca Lomos.

Siguió la caída sin fin, y atrás quedaron las imágenes de la elfa y el hombre y el jinete y su halcón. Faeril daba vueltas en medio de una miríada de dorados reflejos de su alma, a la vez que los cristales giraban también y todo eran formas y figuras resplandecientes.

Pero entonces hubo un grito sordo, algo semejante a un llanto inaudible, y Faeril escuchó con atención, convencida de que aquello era importante y quizás incluso familiar. La muda voz llamaba en silencio, emitía su lamento sin ser oída…

Cuando Faeril abrió los ojos, Gwylly susurraba su nombre entre sollozos. Tenía su mano entre las suyas y le acariciaba los dedos. El rostro del buccan, todavía borroso, se estabilizó:

—¡No llores, cariño! —murmuró ella.

Gwylly apretó aún más la mano de la amada y suspiró con alivio.

—¡Por fin has despertado, mi Faeril!

A continuación la besó con fuerza y estrechó también su otra mano.

Hallábase ella en un lecho que no era el suyo, y tenía la garganta seca. Pero, antes de que pudiera decir nada, apareció Riatha seguida de Aravan. La elfa acercó un cáliz a sus labios, y un agradable olor a menta subió de la fresca agua. Faeril bebió ansiosa, porque estaba sedienta. Riatha le sirvió otra copa y luego una tercera, que la damman ya pudo tomar sola.

—¿Dónde…? —musitó, dejando el cáliz.

Fue Gwylly quien contestó.

—Estás en casa de la curadora, mi amor. Te trajimos hace tres días.

Faeril se sentía desorientada.

—¿Tres días?

—Sí —dijo Riatha.

—Era como si delirases, pero tenías fiebre. Habías perdido el conocimiento. Gwylly te encontró en ese estado en el porche de vuestra casa, tres noches atrás.

—¡Oh, Riatha! ¡Estuve en el cristal! —jadeó Faeril, ya con más fuerza—. Y fue precioso…

Gwylly le apretó la mano.

—Yo creí… ¡Oh, cariño mío! No sabía qué pensar, en realidad. Pero has vuelto, y eso es lo único que importa. ¡Has vuelto a nosotros!

—¿En el cristal? —inquirió Riatha, mirando a Aravan.

El elfo meneó la cabeza, porque en todos los años de su vida no había oído nada semejante.

—¡Sí, Riatha, en el cristal! —insistió Faeril, que seguidamente se acercó a los labios la mano de Gwylly y le besó los dedos—. ¡Mi Gwylly! Traté de ver lo que el futuro nos deparaba. Pero fallé, mi buccaran, porque, aunque pasaron por mi lado muchas imágenes centelleantes, no vi nada del porvenir.

Gwylly acarició de nuevo sus dedos.

—Quizá no vieses el futuro, pero gritaste algo.

—¿De veras?

—Sí. En twyll.

—¿Y qué dije? ¿Lo entendiste?

—Entendí las palabras, sí, pero no su sentido. Fue la primera vez que Riatha te examinó. Abriste los ojos, la miraste fijamente y dijiste:

Ritana fi Za’o

de Kiler fi ca omos,

sekena, ircuma, va lin du

en Vailena fi ca Lomos.

»Si mi twyll es correcto, eso significa:

Jinete de lo imposible

e hijo de lo mismo,

como buscador

viajará por los planos.

Faeril miró a Riatha en espera de una explicación. Pero la elfa movió lentamente la cabeza.

—No lo sé, pequeña. Desde luego sería necesario un jinete de lo imposible para viajar entre los tres planos. Los caminos están cortados para quienes sean de distinta sangre y forma, y nadie tiene la sangre de los tres planos.

Aravan se sumió en una profunda meditación, pero no dijo nada, sino que permaneció en silencio.

A la mañana siguiente, Riatha visitó sola a Faeril.

—Escúchame bien, diminuta amiga. No sabría qué aconsejarte, pero debes saber esto: lo que a ti te parecieron momentos en el cristal, fueron tres días. El viaje que emprendiste fue quizá sumamente peligroso y, aunque volviste sana y salva, te suplico que no te internes más por semejantes caminos sin un guía experto…, uno que conozca los secretos de los cristales y las visiones, ya que, de lo contrario, podrías perderte para siempre.

La damman estuvo callada durante largo rato, recordando la belleza del cristal, la sensación de paz y bienestar, las doradas imágenes de su propia alma y las visiones surgidas más allá, pero también la cara de angustia de su buccaran.

Finalmente asintió con un suspiro.

Faeril se recuperó enseguida de sus días de enajenamiento. La experiencia no parecía haberle dejado secuelas. Y pese a sus ansias por volver a coger el cristal, decidió hacer caso de la advertencia de Riatha. Esperaría a encontrar alguien con suficiente experiencia para que la guiase. No obstante, sus pensamientos volaban una y otra vez hacia las luminosas hojas de cristal y el encantador tintineo de las campanillas.

Llegó el solsticio de verano con sus largos días, que después de la cosecha empezaron a decrecer hacia el otoño. En el primer mes del estío, Aravan recibió noticia de que un barco los aguardaría en Ander para hacerse a la mar en el equinoccio de otoño y llevarlos a Innuk. En las últimas semanas del verano, unos treinta y cinco días antes del comienzo del otoño, el grupo partió del valle de Arden con destino a Aleut.

Cuando, ya preparados para la marcha, ensillaron sus monturas y sujetaron sus fardos a las dos bestias de carga, se presentó Inarion y entregó a Gwylly una bolsa llena de balas de plata para su honda. Él mismo había dado forma a aquellos proyectiles, y dijo:

—Supongo que te harán falta, según a donde vayas.

Gwylly aceptó el regalo, hizo una reverencia ante el elfo y contestó en lengua sylva:

—Vi danva ana, vo alor.

Seguidamente, Inarion dio a Faeril una daga de plata en una vaina de cuero negro, también todo creado por él.

—Así tendrás una hoja parecida a la que los enanos realizaron para tu antepasada Pétalo, largo tiempo atrás.

Faeril sonrió y, con una gentil genuflexión, dijo asimismo en sylva:

—Alor Inarion, vi eallswa danva ana.

La damman sopesó el arma y la comparó con la vieja daga, obra de los herreros enanos. Aunque la nueva no era idéntica a la otra, las dos formarían un buen conjunto. A continuación se introdujo en el cinturón la hoja acabada de recibir, en su vaina, pero dejó la otra suelta, con su funda colgada de las bandoleras.

Inarion se dirigió entonces a ambos.

—Siempre seréis bienvenidos en el valle de Arden, ya sea para quedaros una hora, un día o mil años.

Por último, el guardián de las regiones septentrionales de Rell se arrodilló para abrazar a cada waerling. Y, con un gesto de saludo a Aravan y Riatha, se retiró.

Cuando los cuatro salieron del valle con las bestias de carga detrás y enfilaron el camino que subía por la pared occidental de la garganta y atravesaba el túnel, oyeron el adiós que les dedicaban los cuernos de los elfos. Una vez al otro lado, todo fue silencio, y delante de ellos se extendió el vasto Bosque Lúgubre.

Cruzaron el país de Rhone, siguiendo el lindero septentrional del Bosque Lúgubre, hasta atravesar el río Caire por el Vado Lúgubre. Giraron entonces hacia el norte para subir a Rian y cabalgar por las llanuras existentes entre el río, que quedaba al este, y los lejanos Montes de las Señales, en el oeste.

Los dorados colores del verano bañaban aquellas tierras, y los viajeros disfrutaban de largos y descansados días y agradables noches. A las dos semanas de su partida de Arden empezó a llover, y bajo la fría mollizna pasaron las Colinas Plateadas, abruptas y rocosas, que iban desde los llanos de Dalara, situados en el oeste, hasta la cordillera de Rigga en el este. En las Colinas Plateadas llegaron a la carretera que unía el alcázar de Challerain, situado al sudeste, con el bosque de los enanos de Blackstone, en el norte, y la siguieron.

Mientras cabalgaban, Riatha comentó que Blackstone había sido asediado por una de las hordas de Modru durante la Guerra de Invierno, aunque los drimmen —los enanos— habían resistido hasta el final, cuando se produjo la Nube Negra.

Faeril empezó a explicarle entonces a Gwylly la leyenda de Tuckerby Orillabaja, el portador de la Flecha Roja, y así pasaban el tiempo mientras avanzaban siempre en dirección al mar Boreal.

Dos semanas y cuatro días después de la salida de Arden llegaron a un punto donde la carretera torcía bruscamente hacia el este para conducir en línea recta a Blackstone, en la cordillera de Rigga, y allí dejaron los cuatro ese camino, para continuar en sentido norte a través del reino de Rian.

Pocos fueron los pueblos encontrados a lo largo de su ruta, aunque de vez en cuando aparecía un caserío. Si se presentaba la ocasión, los viajeros pernoctaban en una posada, dándose el gusto de dormir en verdaderas camas y tomar un baño caliente. Otras noches se alojaban en alquerías, donde generalmente descansaban en lechos de heno colocados en el establo. En cualquier caso, los dueños de posadas y los campesinos quedaban boquiabiertos ante aquel grupo de warrows y elfos, porque, si ya era raro que los visitara gente corriente, mucho más los sorprendía ver en sus casas a semejantes criaturas.

Sin embargo, lo más frecuente era que los cuatro acamparan, ya fuese entre matorrales, en bosquecillos o sotos, aunque a veces también dormían al raso, confiando en que no lloviese.

Poco a poco avanzaban hacia el norte. Diariamente recorrían considerables distancias, unas siete u ocho leguas entre la salida y la puesta del sol, según el sistema de cálculo de los elfos.

Llevaban veintiséis días de viaje y el verano ya decaía cuando, por fin, avistaron el mar Boreal, cuyas aguas parecían frías y grises desde lejos. Gwylly y Faeril quedaron pasmados ante aquella interminable cantidad de agua que llegaba hasta el horizonte y aún más allá.

Descendieron hacia una pequeña ciudad portuaria, protegida por una bahía. Era la población de Ander, donde el mensajero enviado por Aravan había buscado un barco para ellos. Todavía faltaban una semana y un día para el equinoccio de otoño.

La nave era un knorr de casco panzudo, un carguero de los habitantes de los fiordos, que hacían en él su último viaje de la temporada, ya que el mar Boreal se vería pronto sacudido por las tempestades del invierno. Incluso en las estaciones más bonancibles, aquellas aguas eran volubles, y si el tiempo era malo podían ser brutales.

Embarcaron en un día bastante agradable, aunque soplaba un fuerte viento del oeste. El mar estaba gélido, y el aire —que azotaba los cabos, las velas y las cuadernas— hacía crujir y gemir al barco en enojada respuesta.

Faeril y Gwylly permanecieron junto a la borda, contemplando la tierra que desaparecía en lontananza, mientras Riatha y Aravan hablaban con el capitán Arn.

—Sentí mucho dejar atrás a Cola Negra —dijo la damman—. Y también a Dapper. Pero me figuro que el lugar a donde vamos es demasiado frío para los caballos y los ponis.

Gwylly rodeó con su brazo los hombros de Faeril.

—No padezcas, mi dammia, porque a nuestro regreso nos esperarán en el valle de Arden.

Ella hizo un gesto afirmativo, porque sabía que Aravan había encargado a un jinete que llevase los animales al alcázar de Challerain, desde donde un jefe de caravana elfo los devolvería al valle de Arden. Aun así, había cuidado de la potra desde el día de su nacimiento y no le gustaba separarse de ella.

Navegaron en dirección nordeste a lo largo de las costas de Rian y Gron entre fuertes bandazos y crujidos del barco. Después de todo un día de viajar alrededor de las islas Seabane y esquivar el Gran Remolino, allí donde las importantes montañas Gronfang caían a plomo al mar, viraron hacia el norte. Llovió durante todo el segundo día, y el seno del océano subía y bajaba. Ni Gwylly ni Faeril se sentían bien bajo cubierta, porque los torturaban las náuseas, y procuraban comer y beber lo menos posible. La molestia duró otros dos días, si bien el pasear por cubierta y respirar el salobre aire los aliviaba. Un día más, y los warrows recobraron el apetito, que ya no los abandonó. Habían surcado las aguas en dirección norte y luego este, bordeando la costa de las estepas de Jord hacia el lejano Fiordland.

Durante la travesía, la tripulación del knorr —llamado Hvalsbuk— miraba a los warrows y los elfos con cara de extrañeza, porque raras veces veía individuos como aquellos. Fue Faeril quien finalmente rompió el hielo para preguntar qué significaba el nombre de Hvalsbuk.

Uno de los marineros se rascó la cabeza mientras buscaba las palabras adecuadas en la lengua común, y luego contestó:

—«Vientre de Ballena», señorita. Hvalsbuk quiere decir «Vientre de Ballena».

Faeril se doblaba de risa pese al balanceo y los crujidos y gemidos del barco, que seguía con su carga hacia el este.

Eran ya las últimas horas de la tarde del día undécimo cuando, por fin, llegaron a Vidfiord después de penetrar en la ensenada de amplia boca y enfilar el fiordo de escarpadas paredes. La ciudad se hallaba casi al fondo de la escotadura.

A la mañana siguiente prosiguieron viaje, esta vez en un veloz barco en forma de dragón, el Bolgelaper, que —como pronto averiguó Faeril— significaba «Surcador de Olas». Medía ochenta pies de eslora y carecía de cubierta, con veinte escálamos a cada lado. La vela era cuadrada y podía ser ladeada para cazar el viento mediante una pértiga, a la que el capitán daba el nombre de beitass. Tripulado por cuarenta hombres, el Bølgeløper se adentró en el mar y mantuvo un rumbo este nordeste por espacio de un día, aproximadamente, para girar después hacia el este.

El barco era tan veloz como un lobo que corriese sobre la nieve. Empero, el Bølgeløper no tenía nada de lobo, ya que nunca se cansaba y seguía adelante mientras soplara el viento. El nombre que le habían puesto era acertado, porque el barco los condujo en poco más de dos días, sin parar de día ni de noche, a través de unos seiscientos kilómetros hasta las costas de Aleut.

Sobrevino un invierno mucho más frío de lo que habían podido imaginar. Había días en que el vendaval no cesaba de azotarlos. Todo estaba helado o cubierto de nieve, y también el mar era sólo una masa blanca hasta allá donde alcanzaba la vista. Faeril, Gwylly y Riatha tuvieron que darle la razón a Aravan: el ártico no era lugar apropiado para vivir, por poco que hubiese otra posibilidad.

No obstante, los aleutianos se encontraban bien en aquellas tierras, si así podían ser llamadas. Mas ni siquiera ellos se atrevían a ir lejos en los meses de invierno, porque las tempestades se presentaban de forma inesperada y con una furia tremenda. Verse atrapado por una de ellas equivalía con frecuencia a una muerte segura. Por consiguiente, los nativos se refugiaban en sus pequeñas casas, construidas en los valles costeros a base de tierra, piedras y troncos de pino. Tenían una salida de humos en el tejado, y los suelos eran simplemente de tierra. Asimismo, los aleutianos protegían en los profundos valles sus manadas de renos de gran cornamenta, máxima riqueza de aquellas gentes. Pero, incluso entre los bosques de las hondonadas, el invierno era duro, y la vida muy difícil.

Aun así, los cuatro viajeros aprendieron a arreglárselas y vivir como los nativos en las cabañas de tierra y piedra, prescindiendo de todas las comodidades a que se habían acostumbrado en Arden. Y pronto descubrieron que los inviernos del valle de los elfos eran suaves, en comparación con los de Aleut, donde los gélidos vientos del mar Boreal golpeaban continuamente aquella región, levantando cegadoras oleadas de nieve, además de arrojar cortantes agujas de hielo en sentido horizontal. Allí, los cuatro se ejercitaron en la supervivencia en las zonas árticas, fijándose bien en lo que hacían los aldeanos, tanto mayores como jóvenes.

Cuando hubieron pasado los días cortos y las noches largas, los warrows y los elfos establecieron más contacto con los aleutianos, y aquel pueblo de tez cobriza los trató con deferencia porque eran myggas y fes, personajes salidos de las leyendas. ¿Acaso no tenían el porte de grandes jefes? ¿No hechizaban a los perros? ¿No llevaban consigo armas de terrible poder, armas de acero y plata, de luz estelar y cristal? Sin duda alguna, sólo los myggas y los fes tenían enemigos tan poderosos que requiriesen semejantes instrumentos de ataque o defensa…

Ya poco después de su llegada, los cuatro habían hablado con los mayores de la aldea para acordar un transporte mediante trineos tirados por perros al Gran Glaciar del norte, que quedaba a unas doscientas leguas de distancia. El viaje tenía que ser efectuado a finales de invierno, antes de que hiciera su entrada la primavera. Los mayores de la aldea se reunieron para deliberar quién debía ser elegido, quiénes se verían honrados por la tribu con el cometido de acompañar a los myggas y los fes en su misteriosa empresa. Finalmente resultaron escogidos B’arr, Tchuka y Ruluk, dado que poseían los mejores tiros.

En las noches todavía tan largas, waerlings y elfos ultimaron sus planes con ayuda de los tres conductores de trineos. Tal como habían decidido en el valle de Arden, no querían llegar demasiado pronto, porque eso significaría prolongar allí la espera y, con ello, aumentaría el riesgo de ser descubiertos por el Horrible Pueblo en las soledades del Muro Siniestro. Por otra parte sabían que en algún momento, durante la primavera, se cumplirían las palabras de la profecía, y les convenía estar en el glaciar cuando se produjera el equinoccio, en aquel glaciar existente al norte del monasterio abandonado. Porque allí era donde Riatha había visto por última vez la «Luz del Oso», el extraño resplandor ahora atrapado en un remolino lentamente rechinante del helero: una vasta y progresiva masa de sólido hielo atrapada, a su vez, en una amplia y poco profunda franja que bordeaba el extremo oriental del ventisquero; un remolino que daba una vuelta cada setenta años, aproximadamente, como había sucedido en los dos siglos pasados. Allí, los cuatro se proponían montar guardia hasta que se realizara la profecía…, en el supuesto de que ellos se enterasen. Y, si no junto al remolino, el grupo pensaba permanecer al menos en el monasterio, cuyo claustro les proporcionaría refugio cuando pasara el invierno y durante la primavera.

B’arr dijo que, dadas las condiciones del terreno, los perros podrían hacer el viaje en catorce o quince días, salvo alguna tormenta imprevista. Tchuka y Ruluk asintieron a la vez que levantaban siete dedos y anunciaban.

—Sju synskrets hver isaer dag…

La traducción de B’arr fue esta:

—Siete horizontes cada día… Es lo que puede hacer cada perro.

Faeril calculó que, dada la estatura de los aleutianos y la distancia que alcanzaban con la vista, los perros serían capaces de avanzar unas quince leguas al día. De pronto se echó a reír y exclamó:

—¡Me alegro de que sean horizontes humanos y no nuestros, de los warrows, porque entonces necesitaríamos el doble de tiempo!

Quedó decidido que el viaje comenzaría en el último mes de invierno, unas tres semanas antes del primer día de primavera. Esto les daría un margen de siete días para tormentas y otras cosas inesperadas, y, si el camino resultaba rápido, sólo estarían una semana en el monasterio, antes de que llegase la primavera. Nadie sabía con certeza cuándo se cumpliría la profecía, desde luego, aunque Aravan señaló:

—El Ojo del Cazador no cabalgará por los cielos nocturnos durante toda la primavera. Aparece unas veinte noches antes de su comienzo, y en cada una de ellas se ve más brillante y largo. Después del equinoccio, el heraldo se mantiene durante otras veinte noches. Luego sigue su curso hacia el día y el sol lo hace invisible. Ignoramos adonde se encamina entonces, ya que no podemos observarlo, pero seguramente vuelve a su lugar de origen y permanece allí, entre los milenios, hasta que llega el momento de volver a traer su anuncio. Si lo que se cuenta es verdad, deberemos pasar unos veinte o treinta días en el glaciar, pero no más. Entonces, los conductores de trineos y sus perros regresarán de su refugio, situado dos días al norte, cuando el Ojo del Cazador ya no se vea.

Así prepararon sus planes en las interminables noches de invierno, mientras el hielo y la nieve dominaban aquellas tierras y el viento del norte aullaba con terrible furia.

Mas también había otras noches tranquilas, de cielo despejado, en las que unas espectrales luces de colores cambiantes surcaban la oscura bóveda. Entonces, cuando los misteriosos fulgores se movían por las alturas, los pensamientos de Faeril eran misteriosamente atraídos por el cristal que, envuelto en seda, permanecía encerrado en la caja de hierro. Sin embargo, la damman no cayó en la tentación y dejó la piedra donde estaba.

En una de esas noches boreales, cuando los cielos se pusieron rojos y los cuatro, maravillados ante tal fenómeno, salieron a contemplarlo, Aravan entonó un antiguo canto de los moradores de los fiordos, procedente de las épocas en que sus naves en forma de dragón recorrían los mares:

En las largas y gélidas noches de invierno,

cuando los cielos se tornan rojos

y los hombres sueñan sus sueños

y planean sus planes

de venganza por los muertos,

de grandes hazañas a realizar

y de brillantes hechos de armas,

del oro y la plata que obtendrán

con todo ello…

Esas son las noches que las mujeres temen,

encogidos sus corazones de angustia,

porque sus hombres sueñan sus sueños

y planean sus planes…

y, arriba, los cielos se tornan rojos.

El cruel invierno avanzó hacia la primavera. Por fin iba a terminar la Noche Larga y volvería el sol, de modo que, poco a poco, las horas de oscuridad se harían más cortas. Con el regreso del sol, los corazones se aligeraron y, a medida que el sol ascendía lentamente por el cielo meridional, cada día se alargaba un poco. Faeril, Gwylly, Riatha y Aravan seguían aprendiendo de sus hospedadores aleutianos. Descubrieron, por ejemplo, que ese pueblo tenía varios centenares de nombres para la nieve, aunque ninguno de los cuatro intentó conocerlos todos.

La primavera estaba cada vez más cerca, y llegó al fin el que iba a ser su último día en el poblado. Pensaban partir por la mañana, pero uno de los ancianos quiso consultar los auspicios arrojando un puñado de piezas que parecían de marfil, y luego meneó la cabeza. Los huesecillos anunciaban tormenta, y nadir podría abandonar la aldea en los próximos días.

En efecto, la tempestad llegó ululante del mar Boreal y sacudió todo el país. La borrasca era tremendamente intensa, y aventurarse a salir hubiese equivalido a un suicidio. Por consiguiente, los warrows y los elfos esperaron, consumiéndose de inquietud, a que el tiempo mejorara. Durante siete días y noches, el viento, la nieve y el hielo azotaron los valles y los desiertos que se extendían más allá. Y, a lo largo de esos siete días con sus noches, Riatha, Aravan, Faeril y Gwylly no hicieron más que pasear de un lado a otro de su choza, preocupados por la realización de sus planes, repasando una y otra vez sus provisiones y equipos, y tan nerviosos que saltaban a la menor objeción…

Era ya muy avanzado el octavo día cuando, por fin, la tormenta cedió y sobre la tierra descendió una bendita calma. Los cuatro apartaron las capas de piel de buey almizclero que, con pesos en su parte inferior, servían de puerta, y salieron a la oscuridad. Caía una ligera nevada, y el cielo aún estaba cubierto de nubes que se deslizaban rápidamente hacia el este, impulsadas sin duda por vientos que soplaban a gran altura. Se encaminaron a la cabaña de B’arr, al que encontraron ya despierto. Por lo visto había estado jugando con sus dos niños, y fue la mujer quien los vio llegar. Todos se pusieron enseguida de pie, entre sonrisas y reverencias, e invitaron a entrar a los huéspedes. A la vacilante luz de la lámpara alimentada con grasa de foca, y sin perder demasiado tiempo en cortesías, Riatha dijo:

—Hemos de partir al amanecer, B’arr, porque ya llevamos siete días de retraso.

El aleutiano miró a los jefes del grupo, la infé y el anfé, y por último dedicó una sonrisa a los diminutos myggas, al mismo tiempo que hacía gestos afirmativos. ¿Acaso no eran todos ellos importantes personajes?

—B’arr listo. Tchuka listo. Ruluk listo. Trineos listos. Perros también.

Los cuatro retornaron a su propia vivienda para reposar todo lo posible, ya que por la mañana iniciarían un viaje sumamente largo, que duraría quizá catorce o quince días. Y un retraso era considerable. Habían proyectado aguardar en el monasterio, pero ahora apenas tendrían tiempo de alcanzar el glaciar el día del comienzo de la primavera, y eso siempre que no se vieran sorprendidos por más tormentas durante el camino. Faeril se preguntaba si la profecía se cumpliría o no, y recordó las palabras de su madre: «… hasta las profecías necesitan, de vez en cuando, un poco de ayuda…». Pero la damman no veía la manera de ayudar a que tal profecía se cumpliese. Sólo los conductores de los trineos y sus perros podrían contribuir a eso. Con tales pensamientos en su mente, Faeril se acostó junto a Gwylly.

El buccan y la damman daban vueltas en el lecho, inquietos. No lograban conciliar el sueño. De cuando en cuando, Faeril echaba una mirada a Riatha y Aravan, que permanecían tranquilamente sentados en las sombras, como solían hacer los elfos. No dormían pero, sin embargo, descansaban. Estaba convencida de que ni ella ni su buccaran lograrían aprovechar la noche, pero, mientras se decía eso, la venció el sueño.

Era bastante más de medianoche cuando Faeril despertó de nuevo y vio a Riatha de pie. La elfa le hizo una señal, y las dos salieron al exterior sin hacer ruido. El cielo se había aclarado, y en la glacial oscuridad centelleaban las estrellas. Riatha señaló hacia el este, en silencio, y a Faeril le dio un vuelco el corazón al ver que allí surcaba las negras alturas el Ojo del Cazador, de luminosa y roja cola.

Antes de que asomara el sol, el grupo partió de Innuk. El tiro de B’arr iba a la cabeza, y lo seguían Tchuka y Ruluk. Faeril y Gwylly habían montado en el primer trineo y llevaban consigo provisiones para el hombre, los perros y ellos mismos, los myggas. Riatha ocupaba el segundo trineo, y Aravan el tercero. También sus trineos iban cargados de provisiones y de todo el equipo necesario para el viaje. El pueblo entero salió a despedirlos, e incluso hubo una breve ceremonia de adiós. Pero hasta los ancianos de la aldea se daban cuenta de la impaciencia de los fes y los myggas por ponerse en marcha.

Hypp, hypp! —gritó B’arr, y Shlee se precipitó hacia adelante, con lo que todos los demás perros se pusieron en movimiento, arrastrando el trineo.

Los tiros de Tchuka y Ruluk echaron a correr detrás, en cuanto los respectivos conductores chillaron sus hypp! Laska era el perro guía del segundo trineo, y Garr el del tercero.

Los animales dejaron pronto atrás el valle y el poblado de Innuk, tirando de los trineos. Los conductores, que primero habían corrido a su lado, subieron a los patines de los vehículos cuando los perros hubieron cogido el ritmo.

Alcanzado el borde del valle, el grupo se internó en las Tierras Abandonadas, donde todo era yermo. Los ocupantes de los trineos, Faeril y Gwylly, Riatha y Aravan, temían cada cual por su lado que fuera ya demasiado tarde para la realización de la profecía, y que todo su esfuerzo resultara inútil. Continuaron en dirección este sudeste, camino de una meta muy lejana, los myggas y los fes, B’arr y Tchuka y Ruluk, sin saber lo que el futuro les deparaba, pero conscientes, eso sí, de que la empresa encerraba peligros.