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EQUINOCCIO

Finales de septiembre del año 5E985

(Dos años y medio atrás)

—Kel, Riatha, dara! —gritó Jandrel—. Vi didron ana al enistori!

La elfa dejó el grano por segar, se puso la mano a guisa de visera y miró a las tres figuras que aguardaban a un lado del campo: Jandrel, montado en su caballo, y dos waerlings que cabalgaban en sus ponis. Entregó la hoz a uno de los espigadores y se dirigió hacia los visitantes…

Habían llegado los Últimos Primogénitos.

Cuando la elfa se acercó, los diminutos waerlings desmontaron y condujeron hacia adelante a sus caballitos. A Riatha se le hinchó el corazón en el pecho, porque, a pesar de sus ropas y de las armas que llevaban, volvió a ver lo que, de momento, le parecieron dos niños elfos. Sin embargo no era así, ya que nunca un elfo había concebido un hijo en Mithgar, y hacía más de cinco mil años —desde la Separación— que un elfo no ponía los pies en ese mundo. Pero, aunque su mente le decía que aquellos seres no eran hijos de elfos, el corazón insistía en verlo de otra manera, y por sus mejillas resbalaron incontenibles lágrimas.

Al pisar Riatha el margen del campo, la damman hizo una ligera reverencia y dijo:

—Yo soy Faeril, y este es Gwylly Fenn. Somos los últimos primogénitos descendientes de Tomlin y Pétalo… Y… ¡oh, Riatha!… aún eres más hermosa de lo que había imaginado.

Con esto, Faeril soltó las riendas de Cola Negra y corrió con los brazos extendidos hacia la elfa, sonriendo entre lágrimas, y Riatha se arrodilló para abrazarla.

Riatha condujo a Gwylly y Faeril a través del pinar y de las dispersas casas de campo, todas con techo de paja y paredes a base de mimbre entretejido y arcilla blanca, sostenidas por vigas de madera.

—Así que tengamos instalados los ponis en las cuadras, encontraré alojamiento para cada uno de vosotros…

—¡No es necesario, Riatha! —la interrumpió Faeril—. Quiero decir que Gwylly y yo somos una pareja, aunque todavía no hemos hecho nuestras promesas solemnes en público.

Riatha sonrió.

—Ya entiendo. Tendréis una sola vivienda, pues.

Los elfos que se cruzaban en su camino se detenían para mirar a los waerlings… Despertaban en ellos los recuerdos.

De súbito exclamó Gwylly:

—¡Oye! ¿No crees que podríamos hacer aquí mismo nuestras promesas solemnes? ¿Tenéis un alcalde, un clérigo o algo semejante?

Riatha sonrió de nuevo.

—No, Gwylly. No tenemos alcalde ni clérigo, pero sí algo aún mejor. Organizaré una ceremonia de manifestación de compromiso.

Cuando entraron en la cuadra, Gwylly miró a la alta elfa.

—¿Una ceremonia de manifestación de compromiso?

—Exactamente. Es algo que hacemos cuando deseamos establecer una relación permanente. Y una ceremonia de manifestación de compromiso es motivo de una gran celebración para los elfos, porque no se da con frecuencia que nosotros hagamos un juramento.

—¿No? —preguntó el buccan.

—Ten en cuenta, Gwylly, que los elfos vivimos muchos, muchos años, y que prácticamente somos…

—Inmortales —intervino Faeril.

—Eso mismo. Inmortales —asintió Riatha.

A continuación, la elfa abrió dos departamentos para los ponis. Mientras Gwylly y Faeril les quitaban los jaeces y los desensillaban, Riatha echó avena en los pesebres y luego fue en busca de agua.

—Pero… ¿qué tiene que ver una vida, por larga que sea, con hacer una promesa? —insistió el waerling, a la vez que removía el contenido de sus alforjas en busca de una almohaza.

Riatha dejó un cubo lleno de agua en la casilla de Dapper y otro en la de Cola Negra.

—Simplemente es así: cada persona sigue un camino individual. En determinado momento de su vida, puede descubrir que su senda corre paralela a la de otra. Pero puede llegar el día en que esas sendas se aparten, porque los individuos cambien y ya no tengan los mismos intereses y existan menos cosas en común… Entonces pueden iniciarse nuevas relaciones entre personas más afines.

»La amistad es un ejemplo de ello. Una amistad nace y crece, pero a veces decae por algún motivo, y surgen otras. Esto no significa que todas las amistades hayan de ser fugaces: sencillamente, quiere decir que no todas duran. Algunas sí, y otras no, pero en su mayoría mueren. Porque los individuos cambian y, en ocasiones, parten en una dirección imprevista. Uno ha de tener cuidado al hacer un juramento o comprometerse a algo, dado que los intereses cambian y desaparece lo que unía a dos personas.

»Los elfos somos especialmente conscientes de eso, ya que vivimos… siempre. Un juramento hecho hoy en plena euforia puede constituir en el futuro una carga insoportable, y… ¡cuidado!… porque para nosotros ese futuro es eterno.

Por consiguiente, los juramentos hechos o recibidos por elfos tienen que ser considerados muy a fondo. Incluso entre los mortales y pese a su reducido tiempo de vida, los juramentos o votos pueden convertirse en algo muy difícil de aguantar.

Gwylly hizo una pausa en su tarea de almohazar a su poni.

—Supongo, Riatha, que no estarás diciendo que está bien romper un juramento…

La elfa colgó una silla de la barandilla dispuesta para ello, y después hizo lo mismo con la otra, así como con las mantas.

—No, Gwylly. No aconsejo a nadie que rompa un juramento. Una cosa semejante nunca puede ser tomada a la ligera. Lo que hago es sólo aconsejar prudencia. Conviene reflexionar mucho, mucho antes de jurar algo, ya que ese terreno común sobre el que se hizo la solemne promesa puede resultar, algún día, demasiado estrecho.

Cola Negra ronzaba plácidamente su avena mientras Faeril alzaba cada uno de sus cascos para examinarlos y pasar un instrumento romo por los bordes de la herradura para limpiarlos de barro.

—Creo que te entiendo, Riatha —dijo—. ¿Quieres decir que, si las circunstancias que ahora nos impulsan a hacer el juramento cambiaran algún día de manera considerable, nuestra promesa podría perder su vigor?

—¿Que cambiaran de manera qué…? —inquirió Gwylly.

Faeril se enderezó, soltando la última pata de Cola Negra.

—Verás: si uno hace promesa de lealtad a alguien, y esta persona cambia con el tiempo, volviéndose… ¿cómo lo expresaría yo?… indeseable, capaz incluso de inducirte a cometer malas acciones, tal persona ha cambiado y, por lo tanto, no existe ya una base común de entendimiento, con lo que el juramento hecho en su día puede resultar imposible de mantener.

Gwylly hizo un gesto afirmativo, pero no dijo nada. Fue Riatha la que habló, y lo hizo con dulzura.

—En efecto, esa base común de entendimiento es la que sirve de soporte a todo juramento. Y las condiciones pueden cambiar de forma muy imprevista, enriqueciendo o, por el contrario, empobreciendo el suelo que alimenta la solemne promesa. En consecuencia, a todos nosotros nos corresponde examinar con el máximo cuidado la tierra, antes de plantar en ella un juramento.

Atendido Dapper debidamente, Gwylly salió del departamento ocupado por su poni y cerró la puerta.

—A juzgar por tus palabras, Riatha, un juramento es semejante a una débil semilla que sólo hay que plantar en un suelo fértil.

—Así es en realidad, Gwylly. Y, del mismo modo que la simiente necesita atención y ser regada para que sobreviva, se haga fuerte y dé buen fruto, también los juramentos requieren cuidados y un alimento constante para impedir que se marchiten.

Faeril recogió rápidamente sus alforjas y el petate.

—Esa debe de ser la causa por la que se rompen algunas amistades. ¡No son alimentadas!

Cuando también Gwylly tomó sus cosas, Riatha dedicó una triste sonrisa a la damman.

—Sí, Faeril. Sin el alimento necesario, todo se marchita en esta vida, ya se trate de semillas o de promesas, de amistades, de uniones amorosas o de lo que sea.

Dejando las cuadras, los tres volvieron a atravesar el bosque de pinos en el que, muy diseminadas, se hallaban las pequeñas casas de tejado de paja. Pronto salieron a un diminuto y soleado claro que lindaba con una cuesta, y que estaba cubierto de hierba y flores silvestres. En el centro del calvero se alzaba otra casita que dominaba el valle por el este. Los pinos descendían hasta las orillas del río Tumble y ocupaban también las pendientes del otro lado. A lo lejos destacaba la escarpada pared de roca que cerraba el valle de Arden. Riatha condujo a la pareja a través del claro, donde las abejas zumbaban entre las flores para recoger la última generosidad del verano. Quizá previeran la proximidad del otoño y los fríos invernales que lo seguirían.

La elfa se detuvo ante el porche de la pequeña vivienda.

—Este será vuestro alojamiento, aunque temo que los muebles no sean adecuados para vuestro tamaño.

Y, levantando el pestillo, abrió la puerta.

Gwylly y Faeril entraron y, mientras Riatha iba de una ventana a otra para dejar que entrase la luz del día, los warrows dejaron sus pertenencias y miraron a su alrededor.

La casa se componía de dos habitaciones: una de ellas una combinación de cocina y cuarto de estar, con armarios y mesas y sillas, un hogar para cocinar y dar calor y, además, dos sillas almohadilladas para sentarse junto al fuego, aparte de una pequeña despensa con sus estantes, un palanganero, un banco y un escritorio. En la otra pieza había una cama y un ropero, así como una cómoda con cajones, dos sillas y un tercer asiento delante de un pequeño escritorio.

Gwylly se asomó a la puerta posterior y vio un pozo. Y más allá, a un lado, estaba el excusado. Detrás mismo del reducido porche posterior se extendía una parcela destinada al cultivo de hortalizas, y, pulcramente apoyados en la pared de la casa, había diversos útiles de trabajo.

—¡Oh, Riatha! ¡Esto es una maravilla! —exclamó Faeril—. Seremos muy felices mientras vivamos aquí.

Así que la elfa los hubo dejado solos, anunciándoles que pasaría a recogerlos al anochecer para asistir todos a un banquete, Gwylly y Faeril desempaquetaron sus escasas pertenencias y exploraron la casita y sus alrededores. Sin embargo, Gwylly tenía una expresión sorprendentemente ceñuda, y, cuando por fin se sentaron entre las flores de la cuesta para contemplar el valle, Faeril le preguntó a qué se debía aquel gesto tan hosco.

—Es que, mi dammia… Te amo más que a mi propia vida. No obstante, me pregunto si realmente tenemos suficiente «terreno común» para mantener nuestras mutuas promesas.

A Faeril se le encogió el corazón.

—¿Qué dices, Gwylly? ¿Acaso necesitamos algo más que nuestro amor?

El buccan tomó las manos de Faeril entre las suyas y la miró a los ojos como si buscara algo en sus ambarinas profundidades.

—Mi dammia —prosiguió Gwylly—, temo no ser digno de ti.

Y levantó una mano para acallar la protesta que iba a brotar de los labios de Faeril.

—Tú sabes leer. Yo, en cambio, no. Tú creciste entre los de nuestra raza —agregó—. Yo no. Tú conocías la profecía. Yo la ignoraba. Tú estabas preparada para esta misión. Yo no. Tú…

Faeril se echó a reír, tomó la cara de Gwylly entre sus manos y lo hizo callar con un beso.

—Mira, mi amor, vamos a examinar todos esos puntos.

»Es cierto que yo sé leer, pero antes de un año tú también sabrás…

—¡Pero si apenas distingo las letras!

—¿Cómo? Ya sabes escribir tu nombre y el mío, y eres capaz de deletrear casi cien palabras. ¡No, cariño! Antes de un año leerás y escribirás en la lengua común, y dentro de dos sabrás hablar, leer y escribir en twyll, el idioma de los warrows.

Poco convencido, Gwylly se limitó a gruñir.

Faeril continuó:

—Y, en cuanto a haber crecido entre los de «nuestra raza», cuando conozcas la lengua de los warrows sabrás ya mucho acerca de las tradiciones de nuestro pueblo, porque yo me serviré de ellas y de las leyendas para practicar contigo el habla y la escritura twyll.

»Con respecto a la profecía, te enterarás de todo en los diarios que llevamos con nosotros.

»Y, referente a la misión, dispondremos de tiempo sobrado para prepararte antes de partir.

»Además, cuando finalice esta aventura con Riatha, tú y yo tendremos más terreno común que todas las personas que conozco.

»Y… en cuanto a ser digno… ¡Cielos, Gwylly! Precisamente, eres lo más bueno que pueda existir y tienes un corazón grande como el mundo entero. De vivir todavía tus padres, no habrían podido criar a un buccan mejor que Orith y Nelda, a pesar de ser humanos. ¿No ves, mi buccaran, que nuestro terreno común no puede ser más fértil ni más rico, y que aún se hará más fructífero?

Gwylly se puso de pie e hizo levantar también a Faeril. La estrechó entre sus brazos y la besó con ternura. Juntos pasearon entre las flores silvestres, y las abejas se elevaron en el aire al pasar junto a ellas los warrows para volver a posarse en los pétalos y seguir reuniendo néctar y polen.

Luego, la diminuta pareja regresó a la casa y cerró la puerta tras de sí.

Vestida de verdes sedas y rasos, adornadas las doradas trenzas con cintas de color de jade, Riatha fue a recoger a Gwylly y Faeril cuando el crepúsculo se posó sobre el valle. También los waerlings se habían puesto lo mejor que tenían y, aunque sus ropas estaban tejidas en casa y eran ante todo resistentes, los dos quedaban muy presentables. Faeril llevaba pantalones negros y justillo gris, así como un negro ropón de extremos muy sueltos y largos, atados a cada brazo por encima del codo, y la hermosa y endrina cabellera le caía sobre los hombros. Gwylly, por su parte, vestía camisa parda y pantalón marrón oscuro. Una estrecha tira de cuero, atada atrás, le ceñía la frente. Tanto él como Faeril llevaban botas marrones de piel muy lustrosas.

Caminaron los tres a través del claro, mientras las alondras de la pradera le cantaban al anochecer. Pasaron entre los umbrosos pinos, pisando una blanda alfombra de hojas caídas. El silencio del bosque sólo era interrumpido por el tenue susurro de la brisa en las copas de los árboles o por el escarabajeo de algún pequeño animal que se alejaba en la oscuridad. Y, de vez en cuando, en las ramas se oía el quedo gorjeo de un pajarillo, que parecía hablar consigo mismo antes de disponerse a dormir. A medida que avanzaban, Faeril y Gwylly percibieron el lejano eco de unas arpas de plata y de unas voces que cantaban. Un distante resplandor se filtró a través de los árboles, y luego otro. Aumentaron los puntos luminosos, de suaves tonos amarillos y ambarinos. Los warrows y Riatha dejaron finalmente una hilera de troncos y salieron a un pequeño calvero donde unos farolillos de papel alumbrados por velas y colgados de las ramas de los pinos circundantes esparcían una agradable luz. Cada una de esas pequeñas lámparas llevaba un arcano símbolo o una runa de distinto color. Llegados los tres al claro, las voces se alzaron jubilosas y los warrows se hallaron entre numerosos elfos vestidos de seda y raso y cuero de diversos tonos: negros, grises y blancos, amarillos y anaranjados, rojos y marrones, azules, verdes, violetas y lilas. El hermoso pueblo se había reunido para una gran celebración.

Muy sonrientes, los elfos le abrieron paso a Riatha cuando esta condujo a la pareja por el césped hasta el centro del calvero. Poco a poco, aquella gente retrocedió sin dejar de cantar, hasta formar un círculo que a todos permitiera ver a los insólitos visitantes. Riatha tomó de su mano derecha a Faeril y de su izquierda a Gwylly y dio con ellos una lenta vuelta para que ningún elfo se quedara sin poder contemplarlos bien. En el acto, los cantos se redujeron lentamente hasta convertirse en un suave murmullo que por último se apagó por completo. Sonaron con fuerza las cuerdas de las arpas para luego ejecutar un delicado glissando, y las últimas notas se perdieron entre los oscuros pinos. Descendió el silencio sobre el claro, y en la bóveda celeste parpadearon las primeras estrellas cuando el crepúsculo cedió ante la negrura nocturna. Riatha miró hacia el norte con un waerling en cada mano y pronunció estas palabras que sonaron a plata líquida:

—Alori e darai, vi estare Faeril Twiggins e Gwylly Fenn.

Gritos de bienvenida resonaron en todo el bosque cuando la elfa hizo dar otra vuelta a sus menudos amigos para que sus congéneres pudiesen admirarlos.

Nuevamente de cara al norte, Riatha llevó a los waerlings hacia el arco formado por los lianes, más exactamente hacia el punto donde se hallaba un alto elfo de pelo muy rubio. A ambos lados de él había sendos estandartes hincados en el suelo, cuyas banderas pendían fláccidas en el casi inexistente aire de la noche. Aun así, los warrows distinguieron, al acercarse, el escudo que presentaban —un árbol verde sobre campo gris—, y supieron enseguida que era el blasón del valle de Arden: el solitario Árbol Viejo a la luz crepuscular, una bandera que había sido exhibida con honor en más de un campo de batalla.

Riatha se detuvo delante del elfo rubio como la estopa.

—Alor Inarion —dijo—. Vi estare Faeril Twiggins e Gwylly Fenn, eio ypt faenier ala, Faeril en a Boskydells e Gwylly en a Weiun. Eio e rintha anthi an e segein.

El elfo miró sonriente a Faeril y Gwylly, les hizo un gesto y dijo amablemente:

—Me sorprendería de manera muy grata que hablarais la lengua sylva.

Faeril, cuyos ojos centelleaban a la ambarina luz de los farolillos, meneó la cabeza.

—No —confesó—, pero podemos aprenderla.

El elfo rio.

Dara Riatha, o sea lady Riatha, os ha presentado a los habitantes del valle de Arden. También ha dado a conocer vuestros nombres a los aquí reunidos, y ahora os ha traído a mí. Yo soy alor Inarion, lord Inarion, guardián de las regiones septentrionales de Rell.

Y saludó con una ligera inclinación.

Devolviendo la cortesía, Faeril hizo una genuflexión, y Gwylly, por su parte, una reverencia. Luego, el buccan dirigió una sonrisa a Inarion.

—Aunque no hablemos eso…, sylva, oí mencionar mi nombre, y también el de Faeril. Sin embargo, creo que Riatha dijo mucho más que eso.

Los ojos de Inarion se abrieron interesados ante la sagaz observación de Gwylly.

—Ciertamente, Riatha dijo que venís de muy lejos. Tengo entendido que Faeril procede de los Boskydells, y tú del bosque de Weiun. Por lo visto, sois los Últimos Primogénitos de la profecía… Pero ya hablaremos de eso más tarde. Ahora concluyamos las formalidades y reanudemos la celebración. Quedaos a mi lado y volveos hacia la multitud.

Con Faeril a su izquierda y Gwylly a su derecha, Inarion anunció a la asamblea:

—Darai e alori, vi estare Faeril Twiggins e Gwylly Fenn, vala an dara Riatha e an doea Lian.

De nuevo brotó un grito de los elfos allí aglomerados y, cuando resonaba entre los pinos, dijo Inarion:

—Os he nombrado por tercera vez, lo que significa que sois los compañeros de lady Riatha y de todos los lianes.

No había terminado de hablar Inarion, cuando las argénteas arpas iniciaron una delicada melodía que se intensificó poco a poco, a medida que se unían a ella las voces de los elfos, en rueda, armonía sobre armonía. Y los alori y las darai empezaron a deslizarse a través del césped, uno detrás de otro, formando complejos dibujos, a veces hechos al azar. Tan pronto daban un paso como se detenían, y un elfo o una elfa se introducía entre los cantantes, que también se movían y paraban de manera alternativa, reduciendo o aumentando el volumen de voz en un lírico tejido de nota contra nota, mientras todos danzaban solemnemente, Riatha entre ellos.

Ni Faeril ni Gwylly habían oído jamás unos cantos tan mágicos, y se miraron asombrados ante semejante eufonía. Luego elevaron la vista hacia lord Inarion, que seguía de pie entre ellos.

—Le cantamos a la cosecha y al equinoccio de otoño —explicó el elfo—, pero también a la luna naciente.

En efecto, por el este comenzaba a asomar entre las copas de los árboles la amarilla luna llena, cuyos rayos, de un blanco dorado, centelleaban a través de las ramas.

—Venid —dijo entonces Inarion.

Tomó a un waerling de cada mano y, cantando, introdujo a los dos entre los elfos, poco a poco, siempre según los ritos de todos los tiempos. Entre crujientes sedas, rasos y cueros avanzaron los diminutos warrows, envueltos en melodías y dulces armonías en contrapunto, con el corazón a punto de estallar de la emoción.

Un paso, una pausa… Un movimiento hacia un lado… Otra pausa, una vuelta, otra pausa… Siempre muy despacio, alternando movimientos con pausas… Voces que se elevaban, voces que descendían… Nítidas notas procedentes de cuerdas de plata… Armonía, eufonía… Pausas, pasos…, pausas… Una vuelta de Inarion. Una vuelta de los waerlings. Damas que daban pasos. Caballeros que se detenían… Contrapunto. Un paso más… Otra pausa y otro paso…

Finalmente fueron reduciéndose las voces, disminuyó el sonido de las cuerdas y se hicieron cada vez más lentos los movimientos, hasta que todo permaneció en silencio. Gwylly y Faeril volvieron a encontrarse entre las banderas que flanqueaban a Inarion, con Riatha delante. La danza en que habían participado quedaba fuera de la comprensión de los warrows, aunque ahora se daban cuenta de que tal ceremonia no era simple capricho, sino que tenía un sentido, un objeto. La magia de los ritos no les había permitido notar que la luna ya lucía en el cielo con su máximo esplendor, tras dejar atrás buena parte de su recorrido nocturno.

Inarion les sonrió y, a continuación, miró a la muchedumbre.

—Darai e alori, ad sisal a ad tumla ni fansar isa nid. Ses ti qala e med.

Gritos de júbilo acogieron sus palabras, y, cuando los elfos empezaron a alejarse de la cañada hacia el oeste, Riatha dio un paso adelante.

Alor Inarion…

El destacado elfo se apartó de las banderas y tomó a Riatha por el brazo al mismo tiempo que se dirigía a los waerlings:

—Venid, amigos míos. Los ritos han finalizado por esta noche, y ahora nos esperan la comida y la bebida.

Gwylly ofreció gentilmente el brazo a Faeril y, como harían dos niños, siguieron a Inarion y Riatha imitando cada uno de sus movimientos.

En su camino hacia el sudoeste pasaron entre las casas de los elfos. A lo lejos destacaba el edificio central. Pero, antes de llegar a él, desde la cercana pared occidental del cañón sonó un cuerno, y a la refulgente luz de la luna vieron cómo un grupo de jinetes salía de una negra abertura en la faz del peñasco que dominaba la zona para descender luego por un angosto sendero. De nuevo sonó el cuerno.

—Es Aravan con los suyos —anunció Riatha—. Regresan de la caza.

Hai! —voceó Inarion—. ¡Traen un venado! ¡Nos viene estupendamente para la fiesta de mañana por la noche!

Acompañado por Riatha, Gwylly y Faeril, Inarion se apartó de la sala de reunión para avanzar hacia las cuadras. Apenas alcanzadas estas, llegaron también los jinetes, capitaneados por un alto lian de oscuros cabellos que montaba un caballo negro. Tanto sus prendas de cuero como su cara estaban salpicadas de barro. Asimismo iba sucio el corcel. Atravesado sobre la cruz del noble bruto pendía un ciervo muerto por una flecha.

—¡Caramba! ¡La suerte te fue favorable, Aravan! —gritó Inarion.

Apeándose, Aravan señaló al lian que lo seguía.

—No sólo a mí, alor, también le sonrió a Alaria.

Otro elfo de oscuro pelo castaño, igualmente cubierto de fango ya seco, cabalgó hasta la cuadra. Tendido a través de su propia montura, llevaba un segundo venado.

—¡Formidable! —exclamó Inarion—. ¡Nuestra celebración será doble, pues!

Gwylly salió de entre las sombras para quedar iluminado por la luna. Faeril continuaba agarrada a su brazo. Todo el grupo hizo una pausa, y en el rostro de todos apareció una amable sonrisa al ver a los waerlings. Los ojos de Aravan expresaron asombro ante la pareja y, cuando miró a Riatha, esta hizo un leve gesto afirmativo. Así que hubieron desmontado los demás, la elfa anunció:

—Alori, vi estare Faeril Twiggins e Gwylly Fenn! Eio ra e rintha anthi an e segein.

Aravan tomó de las riendas a su caballo, se adelantó y saludó a los waerlings con una gran reverencia.

—Me llamo Aravan.

El warrow le devolvió la inclinación.

—Yo soy Gwylly, y esta es Faeril. La damman, por su parte, hizo una genuflexión.

Uno tras otro, los embarrados elfos se presentaron a medida que cruzaban por delante de los waerlings con sus sucios caballos para conducirlos a la cuadra.

La sala resplandecía de luz y color. Las mesas y los bancos estaban llenos a rebosar, y los elfos que servían a otros elfos llevaban fuentes cargadas de todo lo que ofrecía la cosecha, así como de pescado cocido, aves asadas y caza a la broqueta.

Gwylly y Faeril ocupaban una misma mesa con Inarion y Riatha, y los argénteos ojos grises de la elfa no cesaban de observar los rostros de los waerlings, porque sus recuerdos la hacían retroceder unos mil años, a la época de Tomlin y Pétalo. Era maravilloso el parecido que Faeril y Gwylly guardaban con sus ya tan lejanos antepasados: ella tenía los mismos cabellos negros y los ambarinos ojos de Pétalo, mientras que Gwylly era pelirrojo y de ojos verdes, igual que Piedrecilla, como ella había llamado a Tomlin. Hasta la forma de sus caras era casi idéntica: Faeril la tenía ovalada; Gwylly, en cambio, angulosa. Asimismo, su delgadez y agilidad y destreza parecían ser las mismas de los waerlings de tanto tiempo atrás. Riatha cerró un momento los ojos para rememorar mejor aquellos remotos días, y después miró nuevamente a la pareja.

«Si fuera una drimm —pensó—, creería que Pétalo y Piedrecilla habían renacido».

La llegada de Aravan y sus compañeros, que habían preparado los ciervos, cuidado de los caballos y adecentado sus propias personas antes de acudir a la tiesta, sacó a Riatha de sus pensamientos. El moreno lian tomó asiento junto a ella, y pronto deleitó a la concurrencia con el relato de la caza en el Bosque Lúgubre: de su paso por un terreno pantanoso; del casi milagroso disparo de la flecha por Alaria, cuando el primer venado ya parecía perdido; de otro momento difícil cuando habían tenido que salvar unos espesos zarzales en su camino de regreso, al aparecer de pronto un segundo ciervo; de cómo él había sido derribado de la silla por una rama baja, al retroceder de súbito el venado, y de lo a punto que había estado de ser atropellado por el animal al soltar su propia flecha a quemarropa y desplomarse el venado a sus mismos pies.

—Desde luego —señaló Inarion—, la dama Fortuna cabalgó delante de ti, este día.

—Más que eso, Inarion; yo diría que se agarró a mi pierna y se arrastró junto a mí —contestó Aravan.

Inarion soltó una carcajada, como hicieron todos los demás.

Retirada la comida de las mesas, la música volvió a llenar el aire, y elfos y elfas se turnaron en tocar el caramillo y la flauta, el tambor, el arpa, el laúd y la pandereta. Y el canto… ¡Oh, qué canto! Voces de plata se elevaron celestiales cuando un alor o una dara o varios elfos a la vez entonaron una melodía. Hubo luego una danza en que el varón y la hembra daban rápidas vueltas, avanzaban y retrocedían entre risas, fingiendo discutir, huir y darse caza, atraparse y volver a escapar, bailando cada cual por su lado para unirse después en un sensual abrazo…

Acabó el espectáculo entre aplausos y voces de aprobación.

Faeril estaba embelesada, y lo mismo le sucedía a Gwylly, ya que ni uno ni otro habían presenciado nunca tanta gracia y belleza en una danza.

—Acaban de interpretar la danza de la pareja —explicó Riatha—. Seena y Tillaron son amantes.

Faeril suspiró.

—¡Ay! Pues aunque Gwylly y yo todavía no hayamos hecho nuestros votos en público, también somos una pareja de amantes… Sin embargo, jamás sabríamos bailar de ese modo.

Inarion se volvió hacia los waerlings:

—¿Pensáis prometeros?

Gwylly alzó la vista.

—Lo haríamos enseguida, si encontráramos un clérigo, un alcalde o alguien por el estilo.

Rio Inarion, y Riatha intervino afectuosa:

—¿No dije que os organizaría la ceremonia? Aquí no disponemos de clérigo ni de alcalde, pero precisamente estáis sentados al lado del señor de todo Arden, que además es el guardián de las regiones septentrionales de Rell. ¿Quién mejor que alor Inarion para efectuar esa ceremonia?

Faeril miró a Gwylly.

—¡Claro! ¿Quién mejor?

El buccan se limitó a contestar con un gesto.

La damman se dirigió nuevamente a Riatha.

—¡Mi señora! Sería un gran honor para nosotros que nos uniese lord Inarion.

En el siguiente intervalo de calma, Inarion se puso de pie y pidió silencio. A continuación hizo una pequeña señal a Riatha, que también se levantó, con lo que sus sedas y rasos brillaron a la luz de las lámparas.

—Alori e darai, va da waerlinga brea tae e evon a plith.

Voces de aprobación llenaron la sala ante semejante noticia.

Inarion subió a un estrado y alzó las manos para que la gente callara. Seguidamente indicó a Aravan y Riatha que se colocasen a sus lados de cara a él. Por último llamó a los waerlings y dijo que se situaran delante.

Gwylly se volvió hacia Faeril, que aún estaba sentada en el banco.

—Mi dammia, ¿de veras me quieres, a pesar de todas mis faltas?

En respuesta, Faeril lo besó y tiró de él para que se levantara. Tomándolo de la mano, lo condujo a donde, de cara a alor Inarion, ya aguardaban Riatha y Aravan.

Inarion miró a los dos diminutos seres.

—Habéis venido a mí para haceros solemne promesa de amor. Tengo entendido que, entre los mortales, tal juramento pretende unir a la pareja hasta que la muerte la separe. Entre nosotros, los elfos, esa fórmula no tendría sentido, porque la muerte no es aquí cosa común. Sin embargo, durante nuestras largas vidas hemos aprendido que no todo sigue siempre igual, y que los cambios constituyen una regla de la existencia.

»Todo cambia con el paso de las estaciones, aunque en algunas cosas sea imperceptible, mientras que en otras se produce con una rapidez a veces mortal. También los individuos cambian con el paso del tiempo, y los votos no debieran atar a nadie cuando el terreno común de la relación ya no existe, sea cual fuere el juramento hecho y refiérase a la unión carnal, a la lealtad, a una venganza o a otra cosa. Porque, del mismo modo que la muerte puede librar a una persona de la promesa hecha, también la pérdida de un terreno común lo hace.

»Este concepto de terreno común no es abstracto, ya que el terreno común es, precisamente, lo que impulsa toda relación, pues en él trabaja junta la pareja o bien se deshace…, existan votos o no, tanto de amor como de lealtad, o pactos entre amigos, incluso concernientes al enemigo, en los que entren la venganza o una recompensa.

»De aquí que el terreno común sea la clave de una buena relación. Y, para que una relación sea y permanezca fuerte, ambas partes tienen que esforzarse por igual en el cuidado de ese terreno y alimentar con ello la promesa hecha. Porque, si uno se ocupa del terreno y el otro no, el suelo padece, pierde fertilidad y lo plantado en él se debilita, quizá para marchitarse sin remedio. Al cabo de algún tiempo, si uno ha prestado su atención al terreno y otro no, llegará el momento en que la tierra esté en barbecho y se vuelva árida al desavenirse la pareja, o quizá no dé más que mala y amarga hierba si quienes lo ocupan siembran la enemistad. Incluso puede darse el caso de que el terreno desaparezca por completo, si las personas ya no tienen nada en común. En consecuencia, y para que el terreno se mantenga fértil y las promesas hechas sigan firmes, cada cual ha de poner, por su parte, el máximo interés.

»Hasta en las mejores relaciones hay momentos difíciles, llenos de cargas pesadas de soportar, que en general se repiten una y otra vez. En Mithgar hay diversos pueblos convencidos de que ciertas tareas son propias de la mujer, mientras que otras deben ser llevadas a cabo por el hombre. Esa gente suele separar todos los trabajos de manera muy rígida. Pero finalmente son muchos los que se dan cuenta de que hay muy pocas cosas exclusivas de un sexo o del otro: el varón no trae hijos al mundo, y la hembra no suele ser tan robusta como el hombre; pero, aunque un varón sea generalmente más rápido, la hembra puede resistir más sufrimiento. Todo lo demás requiere, simplemente, habilidad y buena voluntad para realizar las tareas. Por eso, todos los elfos de Mithgar y Adonar compartimos las ocupaciones, excepto aquellas que exijan una fuerza o velocidad o resistencia u otros atributos físicos fuera de la propia capacidad, o bien las propias de la hembra, tales como dar a luz y amamantar al hijo, o las que requieran habilidades difíciles de adquirir o un talento fuera de lo corriente. Compartiendo nuestras faenas, mantenemos fértil y duradero nuestro terreno común.

»Así pues, para mantener firme vuestra relación tendréis que cuidar por igual el terreno común y mantener vivos los votos, repartir bien los deberes y participar con la mejor voluntad en lo que pueda ser compartido.

Dicho esto, Inarion se arrodilló y tomó de la mano a cada waerling a la vez que preguntaba:

—¿Entendéis el sentido de lo que acabo de exponeros?

Gwylly y Faeril se miraron y, después, respondieron de cara a Inarion:

—¡Sí!

—Entonces decid con sinceridad: ¿os prometéis mutuamente cuidar el terreno común y alimentar los juramentos dados y recibidos?

—¡Lo prometo! —declararon Gwylly y Faeril al unísono.

—Entonces decid con sinceridad: ¿prometéis vivir el uno para el otro, renunciando a todo aquello que pudiera interponerse entre vosotros?

—¡Lo prometo! —volvieron a exclamar juntos.

A continuación, Inarion colocó la mano de Faeril en la de Gwylly y estrechó ambas entre las suyas.

—Así pues, Gwylly Fenn y Faeril Twiggins, habiendo hablado ambos con sinceridad, seguid juntos y compartid alegrías y penas por igual hasta que vuestros respectivos destinos determinen lo contrarío.

Inarion abrazó a cada waerling, primero a Faeril y después a Gwylly, para comunicar en voz alta a los allí presentes:

—Alori e darai, va da waerlinga, Faeril Twiggins e Gwylly Fenn, avantaeya e evon a plith.

De todas las gargantas brotaron gritos de alegría.

Riatha y Aravan escoltaron a la pareja a través de la multitud mientras las arpas y los laúdes, los caramillos y las flautas, los tambores y las panderetas atacaban una festiva melodía a la que se unieron las voces de los elfos.

El cortejo formado por Riatha y Aravan, Gwylly y Faeril —que iban inmediatamente detrás de ellos—, Inarion y todos los demás salió al exterior bañado por la luna, cruzó el disperso poblado de pequeñas casas blancas y se internó en el bosque entre cantos, siempre en dirección al este. La procesión llegó finalmente al claro donde se hallaba la vivienda de Gwylly y Faeril. Dieron todos tres vueltas alrededor de la casita, andando a paso de danza, para detenerse por último ante el gracioso porche, al que Riatha condujo a la pareja. La morada refulgía nívea bajo la plateada luz lunar. El resto del cortejo permaneció fuera, rodeando la casa, y los elegantes matices de sus sedas, rasos y cueros cambiaban según los reflejos de los argentinos rayos. Y todas las voces se elevaron en un canto final cuya melodía llenaba el corazón hasta casi hacerlo reventar. Enmudecido el coro, Riatha y Aravan abrazaron a los waerlings, y los elfos se retiraron en silencio, únicamente acompañados por las notas de un arpa que sonaba como el cristal. Solos quedaron Gwylly y Faeril.

Al atardecer del día siguiente tuvo efecto la segunda celebración del equinoccio, y al anochecer del otro, la tercera. Fue esta última tarde cuando Gwylly y Faeril encontraron a Riatha en la gran cocina común, ayudando a docenas de elfas en la preparación de la cena. También estaba allí Aravan, con el agua hasta los codos, fregando potes y cazuelas.

—Esta es nuestra forma de compartir las tareas —respondió Riatha a la pregunta de Gwylly—. Las celebraciones duran tres noches, y todos nos turnamos en el servicio.

—¡Ah! —exclamó el warrow—. Ya entiendo. De este modo, todos podéis disfrutar de las fiestas.

Riatha sonrió.

—Sí; todos participamos en dos fiestas, pero la verdad es que también nos gusta el trabajo que realizamos.

Faeril se remangó y dijo:

—¿A qué esperamos, pues, Gwylly? ¡Ya es hora de que colaboremos!

Así fue como, en aquella tercera velada de las celebraciones del equinoccio, los elfos pudieron ver a dos waerlings pasando fuentes de comida y jarras de vino y cerveza y wela, una embriagadora aguamiel. Y, después, la menuda pareja ayudó a retirar los tajaderos y las fuentes, las jarras y las copas y los platos.

Una vez vacía la sala, Gwylly, Faeril y Riatha, así como varios otros, limpiaron las mesas y el suelo: el warrow barría mientras su pareja y la elfa fregaban los tableros.

Faeril aprovechó la ocasión para satisfacer una curiosidad.

—Oye, Riatha… Mi dam me contó que, durante la Guerra de Invierno, los elfos del valle de Arden habían sido acaudillados por lord Talarin y lady Rael. Ahora, en cambio, veo que su jefe es Inarion.

Riatha hizo una pausa en su trabajo.

—En efecto, alor Talarin, que es hermano de mi madre, fue el guardián durante la Guerra de Invierno. Y dara Rael es su esposa. Pero luego cabalgaron a través del crepúsculo para regresar a Adonar.

La elfa prosiguió su tarea.

—¿Talarin es tu tío?

—Sí, aunque la palabra nuestra para tío es kelan.

—¿Y por qué volvió a Adonar con Rael?

La tristeza ensombreció el rostro de Riatha.

—Mi sinja Vanidor, mi primo, fue asesinado en la Torre de Hierro en los primeros días de la Guerra de Invierno. Y, cuando se acercaba el final de la contienda, muchos lianes cayeron en la batalla de Kregyn, el lugar que vosotros llamáis Grüwen, y sus mensajes de muerte fueron como un frío soplo de viento que atravesara las almas de los elfos. Ni Talarin ni Rael se recuperaron jamás de la pérdida de uno de sus hijos, ni de la de tantos soldados. Sin embargo, no emprendieron enseguida la Cabalgada del Crepúsculo, porque habían jurado fidelidad a Galen, que entonces era el supremo rey. Pero cuando Galen murió, unos cuarenta o cincuenta años después de la guerra, Talarin y Rael viajaron a Darda Galion, y desde allí cruzaron el anochecer con coron Eiron y un séquito de lianes a quienes animaban los mismos sentimientos. Antes de partir, empero, Talarin había pedido a Inarion que ejerciera de guardián del valle de Arden.

Terminada la limpieza de una mesa, Faeril y Riatha pasaron a la segunda, y luego a una tercera. Y a una cuarta.

—Le pusieron el nombre de nuestro kelan.

Faeril alzó la vista.

—¿A quién?

—A mi hermano Talar —contestó Riatha, sin disimular las lágrimas que centelleaban en sus grises ojos—. Fue llamado así por Talarin, su kelan, mi kelan, nuestro tío.

La elfa se pasó la manga por la cara y dirigió una límpida mirada a Faeril.

—Mañana empezaremos los preparativos. ¡Mañana, bien temprano!

La waerling hizo un movimiento afirmativo, y juntas se pusieron a limpiar la mesa siguiente.

Aquella noche, el buccan y la damman cayeron exhaustos en el lecho, porque el trabajo había sido intenso. Gwylly se volvió hacia Faeril.

—La verdad es que esos elfos saben lo que se hacen, ¿no, mi amor? ¡Comparten tanto las cargas como las alegrías!

—Hummm… —contestó Faeril, ya medio dormida.

Gwylly contempló sonriente a su adorada y le apartó un mechón de la frente.

—¡Que descanses bien, mi dammia —susurró—, ya que, como me dijo Aravan, mañana comenzaremos a entrenarnos en serio para la misión que nos aguarda! Y él vendrá con nosotros.

Seguidamente, el buccan dio medía vuelta, apagó la vela de un soplo y se acurrucó junto a Faeril.

«Mañana comenzaremos…».